¡Buenas, Buenas! Esta historia como ya se la saben es de la autora Emma Mars, es un libro muy bueno se los recomiendo.
1 | INCH BIN GUD
Un viaje puede cambiarlo todo.
Un viaje de trabajo, de ocio o del corazón puede convertirse en el comienzo del resto de tu existencia.
Cuando Natsuki llegó a Tokio era jueves por la mañana. Parecía un día normal, aburrido y rutinario, de esos en los que suena el despertador, te despiertas de mal humor, resignada, y te diriges a una gris estación (todas lo son) para tomar el primer tren del día.
Debia coger el tren que partía a las siete en punto de la mañana, ni un minuto antes ni uno después. Hacía frío, el amanecer quedaba lejos y algunos viajeros se soplaban las manos para entrar en calor. Cargada con una ligera mochila al hombro, Natsuki se dirigió a la cinta mecánica reprimiendo un bostezo. Sostenía en una mano el programa del congreso al que asistiría los próximos días. En la otra, un billete de tren que le tendió a un revisor igual de adormecido que el resto de los presentes.
Todo parecía aburridamente rutinario. La superficie blanca del convoy resplandecía bajo los brillantes halógenos de la estación y los últimos pasajeros apuraban sus cigarrillos en el andén ante la mirada reprobatoria de algunos viajeros.
Nada aventuraba lo que sucedería pocas horas después.
Natsuki entró distraída en el vagón que le había sido asignado. Tomó asiento, recostó la cabeza contra la ventanilla y a los pocos minutos cerró los ojos presa de un agradable balanceo. Siempre le habían gustado los trenes, su transcurrir lento y cadencioso, los diferentes paisajes deslizándose por la ventanilla como el convoy lo hacía por sus raíles.
Recordó antes de quedarse dormida que el hombre del tiempo había anunciado fuertes tormentas en Tokio para los próximos días. Pero al cabo de un rato el sol andaluz empezó a asomarse con fuerza, transmitiéndole una sensación de paz que solo se quebró cuando el tren llegó a su destino.
Negras. Nubes negras preñaban todo el cielo y Natsuki no pudo evitar bufar con desesperación cuando pisó la calle y los transeúntes corrían para guarecerse de la lluvia.
De eso hacía ahora un día, pero el humor de Natsuki seguía igual de agitado que el pronóstico meteorológico. ¿La razón? Saber a ciencia cierta los motivos por los que su jefe la había elegido a ella para acudir a ese congreso.
«Es solo un viaje de ida y vuelta, nada importante». Yamada la llevó a un aparte para hablarle del tema, pero Natsuki estaba desconcentrada. Solo podía pensar en lo mucho que le repugnaba su aspecto. Su jefe era un hombre bajito y desaliñado. Sus hombros solían estar nevados de caspa y odiaba que le hablara tan cerca y su aliento oliera a cebolla y ella pudiera atisbar con claridad los pelillos negros y duros como cuerdas que brotaban de su nariz y orejas.
«¿A qué viene esa cara? ¿Acaso no te alegras?». Yamada la observó fijamente, a la espera de su respuesta. La miraba confuso, como si acabara de comunicarle que era la empleada del mes o que había ganado una inmensa cesta de Navidad y esperara una reacción de júbilo por su parte.
Todo lo contrario. Natsuki no deseaba asistir al congreso y evitó gesticular siquiera. El silencio era su gran aliado en estas ocasiones.
«Bueno», carraspeó Yamada. Y se rascó la nuca profundamente incómodo con su silencio. «Es fundamental que vaya alguien del equipo, ¿comprendes, Kuga? Fundamental».
Fundamental.
Esta palabra formaba ya parte de su idiosincrasia laboral tanto como lo hacían los ordenadores o los lenguajes de programación. Yamada era muy dado a utilizarla y Natsuki a veces no podía evitar repetirla mentalmente. Fundamental esto, fundamental aquello. Él la usaba sobre todo cuando pretendía ocultar sus verdaderas intenciones.
Natsuki no le culpaba por ello. Sabía que era poco inteligente decirle a una empleada: «Te pido a ti que vayas porque es un congreso de poca monta que organiza uno de mis amigos y me he comprometido a enviar a alguien. Sé que tú no pondrás peros. Nunca las pones. Tus otros compañeros se estarían quejando durante semanas y no me apetece enfrentarme a eso. Es más fácil usarte a ti».
Y por eso estaba en Tokio. Resignada. Malhumorada. Asqueada con una mala suerte que parecía haberle tomado cariño. Con el descontento añadido de que este era uno de los congresos más aburridos e interminables de cuantos había asistido. Todos ellos solían ser eventos soporíferos protagonizados por ponentes pretenciosos y encantados de haberse conocido. Pero este era, si cabe, todavía peor. Estaba lleno de gurús de medio pelo a los que se sentía incapaz de prestar atención.
«Es necesario aprender de aprender», escuchó que decía en ese momento el ponente de turno. «Y no solo eso: aprender de materias transversales no únicamente relacionadas con la informática». Natsuki reprimió un bostezo y se esforzó por mantener los ojos abiertos, aunque estaba deseando que el día concluyera para poder regresar cuanto antes al confort de su hotel. Ocho horas de soporíferas ponencias le parecían suficiente tortura.
Diez minutos después se escucharon por fin los aplausos de los allí congregados y Natsuki sonrió con alivio: el congreso había terminado y no lo dudó ni un instante. Tomó su mochila, se la puso al hombro y alcanzó la salida antes de que los aplausos hubieran dejado de escucharse.
El manto de la noche había cubierto Tokio cuando abrió la puerta del recinto y puso el primer pie en la calle. El aire parecía cargado de una ansiedad eléctrica, densa y fastidiosa. La pelicobalto era un avispero de coches cuyos conductores, enfurecidos, utilizaban el claxon como vía de escape a su propio nerviosismo.
Cada vez que uno de ellos se despistaba unos segundos, los otros le recordaban a bocinazos que había tardado más de la cuenta en arrancar su vehículo.
Natsuki se contagió muy rápido del mal humor reinante. Cruzó la larga avenida tratando de esquivar los coches que se habían detenido con prisas sobre el paso de peatones; inquieta y enfurruñada, respiró hondo cuando por fin consiguió llegar al otro lado.
Las grandes ciudades solían tener este efecto en ella. La multitud de coches, peatones y luces parpadeantes le hacían sentir chiquitita, enjaulada, y estaba tan deseosa de poner tierra de por medio que incluso el agujero del metro, atestado de gente, le pareció un buen escondrijo en el que guarecerse de la jungla de asfalto madrileña.
Se subió al vagón y en la barandilla una fila de manos: peludas, suaves, de manicura cuidada, dedos largos y finos, de uñas comidas, pintadas o sucias.
Cuerpos que se mantenían de pie por inercia, la presión de unos contra otros. Conectó su reproductor de música e hizo un recuento rápido del número de estaciones que le quedaban para llegar a su destino.
Había más de cincuenta hoteles cerca del Palacio de Congresos de Tokio. Cincuenta. Y sin embargo, el suyo se encontraba a las afueras, a varias paradas de metro. Eso significaba que al día siguiente tendría que levantarse bien temprano para atravesar la ciudad de punta a punta hasta llegar a la estación. Una auténtica pérdida de tiempo.
¿Cuántos años llevaba trabajando para Yamada? Toda su carrera profesional. ¿Y qué es lo que había logrado? Prácticamente nada. Su sueldo seguía siendo el mismo y había veces en las que su jefe la trataba como a la niña de los recados.
Natsuki había visto ascender a muchos de sus compañeros en la mitad de tiempo que ella llevaba trabajando para la empresa. Pero, claro, ellos sí se quejaban y, además, ¿para qué negarlo? Eran hombres. A ojos de Yamada eso siempre suponía una ventaja.
La megafonía del metro anunció por fin que la siguiente era su parada. Las puertas se abrieron y la marea humana salió a la vida. Natsuki se encontraba tan cansada que no le importó ser arrastrada por un ovillo de cuerpos ansiosos por salir de las fauces del metro. Con dedos ateridos por el frío, se colocó la capucha, hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y apresuró el paso mientras se adentraba en la oscuridad de la noche.
La tormenta había provocado un fallo eléctrico que fundió varios tramos del alumbrado público. Los semáforos tampoco funcionaban y Natsuki se encogió de frío y miedo, tratando de no detenerse demasiado en el hecho de que las calles estaban desiertas y concentrarse en los placeres que aguardaban por ella en la habitación del hotel.
Ciertamente, no era un alojamiento de cinco estrellas —la alcoba olía a cerrado, la decoración y los muebles parecían escasos—, pero se conformaba con poco. Le bastaba con una ducha de agua bien caliente y un momento de paz. Llamaría al servicio de habitaciones, pediría algo ligero pero sabroso y vería cualquier programa de televisión hasta quedarse aturdida en la comodidad de su cama. En ese momento cualquier cosa le pareció más apetecible que caminar bajo la lluvia, expuesta a los vientos racheados de la tormenta.
Transcurrieron unos minutos hasta que pudo distinguir a lo lejos la entrada del hotel. Esto le hizo sonreír. Los hoteles tenían algo especial, una esencia diferente, invitadora, no sabría explicarlo. Le sugerían historias descabelladas, romances prohibidos, encuentros entre personas con la peor de las intenciones. En los hoteles se alojaba gente tan variopinta que, incluso con su imaginación desbordada, le resultaba difícil conjeturar todo lo que podía acontecer entre sus paredes. Asesinatos. Traiciones. Conspiraciones. El cielo de lo incorrecto era el límite. Por desgracia, ella era solo una humilde programadora cuya estancia allí no tenía nada singular.
Al menos, hasta ese momento.
Su destino pareció cambiar cuando advirtió por el rabillo del ojo un bulto tendido sobre la acera.
Era tan voluminoso que resultaba imposible no reparar en él, enseguida llamó su atención.
Lo miró con recelo al principio, pero siguió caminando, sin saber de qué se trataba. La miopía de Natsuki le impedía ver con nitidez a cierta distancia y sus gafas estaban en el interior de la mochila. Entornó los ojos para intentar averiguar qué era. Tal vez una bolsa de basura. O los despojos de alguna construcción cercana. Había un solar vacío justo al lado, bien podía tratarse de algún desecho procedente de allí, se dijo a sí misma, intentando restarle importancia. Entonces algo la obligó a detener su marcha. Se paró en seco al ver que el bulto se estaba moviendo. ¿A lo mejor había sido el viento?
Natsuki entornó todavía más los ojos hasta convertirlos en dos rayas paralelas a ambos lados de su nariz. Le costó esfuerzo, pero acabó confirmando que no se trataba del viento: algo muy vivo se retorcía en ese solar vacío, a merced de la tormenta.
Miró a ambos lados de la calle, confundida, sin saber qué hacer. A veces se asustaba por nada pero trató de controlar sus nervios. Necesitaba pensar con claridad, así que respiró hondo y se acercó con cautela al bulto. ¿Un perro? ¿Algún animal? ¿La atacaría si se acercaba demasiado? Dio un paso, dos, mientras el bulto iba tomando forma, mostrándose menos borroso. Cuando lo vio con total claridad, no pudo evitar reprimir un grito ahogado. Aquello no era un animal ni basura ni nada similar. Muy al contrario: había una mujer tendida en el suelo y parecía desmayada.
La sorpresa de su descubrimiento la hizo sentir aturdida, no sabía qué hacer. Tenía que haber alguien en los alrededores que pudiera ayudarla, ¿no? Aquella mujer no podía estar sola, abandonada en un solar como la colilla de un cigarrillo.
Natsuki se giró en redondo aunque no tenía muy claro qué estaba buscando; tal vez solo alguien que pudiera asistirla, pero no había nadie en los alrededores. La única señal de vida humana era el destartalado letrero de una cafetería cercana; sus luces chasqueaban como pidiendo auxilio. Esperanzada, advirtió que el dueño echaba en ese momento la reja para dar la jornada por concluida.
—¡Eh! ¡Espere! ¡No se vaya, necesito ayuda!
Le gritó con todas sus fuerzas, pero el viento ululaba con ímpetu y la lluvia se estampaba furiosa contra el asfalto, por lo que el hombre no fue capaz de escucharla. Natsuki intentó acercarse, pero él se metió enseguida en el coche y arrancó el motor para quedar engullido por la negrura nocturna como todo lo demás.
Estaba sola, completamente sola, y había una persona tendida en la acera que necesitaba asistencia.
¿Qué debía hacer en un caso así?
Natsuki no recordaba haber estado jamás en una situación semejante. Por esos caprichos que tiene la memoria, recordó una noticia que había leído unas semanas atrás en el periódico: «Un hombre joven aparece muerto en una calle del centro». Tenía veintiséis años, nadie sabía qué le había ocurrido, los médicos no consiguieron explicar la causa exacta de su fallecimiento. Ningún familiar reclamó su cuerpo. Apareció de la nada y se fue del mismo modo. Al leer la noticia había sentido unos escalofríos similares a los que experimentaba ahora. ¿Sería este un caso similar? ¿Y ella la desafortunada que se había topado con él?
Mientras luchaba por mantener a raya su ansiedad, intentó ver la cara de la mujer, pero desde su posición solo consiguió advertir parte de su melena. Podía tratarse de cualquiera: una sin techo a la que la tormenta hubiera tomado por sorpresa; una adolescente fugada de su casa tras pelearse con sus padres; la enferma que se escapó de un manicomio (esta opción no le gustaba demasiado) o el cadáver que un asesino había dejado allí tendido porque no se le ocurrió mejor lugar donde esconderlo (improbable, pero posible, ¿por qué no?).
La mente de Natsuki se hacía preguntas sin respuestas, pero la sospecha de haber encontrado un cadáver hizo que palideciera súbitamente. Antes le había dado la impresión de que se movía, aunque podía haberlo imaginado. Necesitaba acercarse para comprobarlo.
Así lo hizo, muy despacio, hasta que quedó arrodillada al lado de la desfallecida y pudo reparar en su aspecto. Tenía el rostro liso y pálido, una frente tersa y la piel casi perfecta, sin una sola mancha a excepción de un extravagante maquillaje.
Calculó que rondaría la treintena y le tranquilizó ver su plácido gesto de inocencia. El sereno rostro de la mujer no encajaba con la escena, tenía la cara de alguien que debería estar en su casa viendo el telediario y disfrutando de una cena caliente en compañía de algún ser querido. Y sin embargo, allí estaba, tirada en un solar, abandonada a su suerte. Natsuki comprobó de inmediato que su pecho subía y bajaba al compás de su respiración y le alivió saber que no saldría en las noticias explicando cómo se había encontrado un frío cadáver bajo una fuerte tormenta. Finalmente, colocó una mano sobre el hombro de la desconocida y la meneó con suavidad para intentar despertarla. Hacía frío, pero su cuerpo estaba caliente.
—Oiga, ¿puede escucharme? ¿Se encuentra bien? No obtuvo respuesta.
Parecía profundamente dormida o desmayada. Lo intentó de nuevo, ahora elevando el volumen de su voz:
—¿Puede oírme? ¿Se encuentra bien? Nada.
La lluvia seguía cayendo sin piedad, tiritaba de frío y a Natsuki se le agotaban los recursos. Haría bien en delegar el caso a la policía y dejar que ellos se ocuparan.
Pero cuando estaba a punto de marcar el 991 unas luces de intenso color azul quebraron la noche. Todavía arrodillada en el suelo, miró por encima de su hombro para ver que se trataba de un coche de policía:
—¿Se encuentra bien, señorita? —Le preguntó un agente, sacando la cabeza por la ventanilla.
—Yo sí, pero me temo que ella no. ¡Acabo de encontrármela así!
El policía estiró el cuello. Desde donde estaba no parecía capaz de ver a la mujer desmayada. Tomó una gorra del salpicadero del coche, se la caló hasta las orejas y se acercó con cara circunspecta.
—Estaba a punto de llamarles.
—¿Es familiar suya?
—¿Qué? No, no. Yo solo estaba de camino a mi hotel. Acabo de encontrármela.
El agente se arrodilló junto a la mujer y presionó sus dedos contra la muñeca. Esperó unos segundos en los que la ansiedad reinante pareció detener el tiempo.
—No tiene pulso.
Natsuki abrió los ojos de puro terror. ¿No estaría él pensando que…?
—Agente, le juro por lo que más quiera que yo no la he matado. Yo solo pasaba por aquí, yo solo quería…
—Tranquilícese, por favor —le ordenó el policía en tono imperativo—. No estoy diciendo que la haya matado. ¿Ve? Está respirando.
Natsuki se fijó en que efectivamente respiraba, tal y como ella misma había comprobado minutos antes. Necesitaba tranquilizarse. Nadie la estaba culpando. No era una sospechosa, solo un testigo. Es que no has hecho nada, idiota, se recordó con enfado.
—¿Entonces? ¿Qué es lo que quiere decir?
—Que no soy capaz de encontrarle el pulso. ¿Tiene idea de qué ha podido ocurrirle? Negó con la cabeza.
—Ya estaba así cuando yo llegué.
—¿Y sabe si tiene documentación?
Natsuki volvió a negar con la cabeza. Por supuesto que no lo sabía. ¿Acaso él creía que se atrevería a meter la mano en el bolso de una extraña? La simple idea conseguía ofenderla. Estuvo a punto de hacérselo saber, que todavía existía gente decente y con modales, pero ya no le prestaba atención. El policía se mesó la barbilla con gesto preocupado, quizá arrepentido de haber detenido el coche para asistirla.
Tiene cara de ser un idiota, pensó. Seguro que su esposa le recomienda siempre que haga la vista gorda como hacen otros de sus compañeros. «Cariño, no te metas en PROBLEMAS…». Pero Kimura no es así. A él le gusta ser diligente en su trabajo, es un caballero y si ve a una damisela en apuros es incapaz de no pararse a echar un vistazo.
Agente Kimura, no le conozco, pero sepa usted que ya me cae bien.
—Quédese aquí, ahora vuelvo.
Kimura se incorporó entonces y fue hasta el coche para hablar por radio con la centralita. Ella no era capaz de escuchar lo que decía, pero empezaba a sospechar que la noche se alargaría porque no podría irse hasta que el agente se lo permitiera. Esto le hizo resoplar con desesperación. No solo tenía que aguantar horas y horas de un congreso horrible y alojarse en un hotel ubicado en el otro extremo de la ciudad, sino que ahora se veía obligada a esperar bajo la lluvia. Sin cena, sin ducha, calada y tiritando de frío hasta que Kimura lo considerara oportuno.
Agente Kimura: no le conozco, pero sepa usted que ya no me cae tan bien.
Fastidiada, se arrebujó en su abrigo para no sentir el frío que estaba empezando a calar sus huesos. Anheló tener algo con lo que entretenerse mientras esperaba, pero sintió miedo de sacar el móvil por si el policía la llamaba al orden. Fue en ese momento cuando la mujer empezó a parpadear.
—¡Kimura! —gritó Natsuki con todas sus fuerzas. El policía la miró confundido y entonces se dio cuenta de que no estaba segura de que se llamara así—. ¡Agente! ¡Venga! ¡Se ha despertado!
Kimura soltó enseguida el aparato de radio y acudió presto a su encuentro. Se arrodilló junto a la mujer:
—¿Puede oírme? ¿Se encuentra bien?
Cuando volvió en sí, la desmayada parpadeó durante unos segundos con desconcierto, parecía aturdida. Los observaba como si no recordara cómo había acabado allí o por qué. Tenía el mismo gesto aletargado de quien despierta de un largo y profundo sueño.
—¿Se encuentra bien? —repitió él.
Transcurrieron unos segundos hasta que la mujer dijo por fin sus primeras palabras:
—Ich bin gut, danke.
Natsuki miró al policía para ver si la había entendido. Los idiomas nunca habían sido su fuerte. Sabía un poco de inglés, sobre todo palabras relacionadas con el lenguaje de la programación, y en el colegio había aprendido algo de francés. Pero estaba casi segura de que la lengua que había empleado para comunicarse con ellos no era ninguna de las dos.
—Creo que habla alemán.
Kimura frunció el ceño como si este nuevo contratiempo le fastidiara, pero no por ello cejó en su interrogatorio:
—Señorita, ¿habla nuestro idioma? ¿Entiende lo que le digo?
La mujer pestañeó entonces muy rápido. Al principio Natsuki pensó que no había entendido la pregunta. Normal, es alemana, lo máximo que sabrá decir es "cerveza", "Mallorca" o "salchicha". Para ella eso explicaba su pintoresco aspecto.
Porque su nerviosismo previo le había impedido reparar en las manifiestas rarezas de la alemana. Al observarla ahora con detenimiento advirtió que tenía media cara pintada con una especie de motivo tribal, los ojos perfilados con lápiz de color negro y el pelo en dos tonalidades: el lado izquierdo era naranja, el derecho azul.
—No puede entendernos. Es alemana —razonó Natsuki. Entonces descubrió hasta qué punto estaba equivocada:
—Oh, lo siento. ¡Idioma incorrecto! —dijo la mujer, esta vez en perfecto español—. No soy alemana, pero me encuentro perfectamente, gracias, muy amable. ¿Mejor así? ¿Me entiende bien ahora?
Kimura la miró sin saber qué decir. Observó a Natsuki en busca de respuestas, pero ella tampoco las tenía.
—¿Recuerda algo de lo ocurrido? ¿La han agredido?
—¿Agredido? —Se sorprendió la mujer—. Oh, no, solo me caí cuando la nave perdió fuerza. — Señaló un lugar impreciso en la negrura del cielo.
Tanto Kimura como Natsuki elevaron la vista como si esperaran ver un avión sobrevolando en ese mismo instante sus cabezas. Por supuesto, lo único que encontraron fue un cielo negro como la noche y miles de gotas estampándose con fuerza contra su frente.
—¿Ha dicho usted una… nave? Asintió con vigor.
—¿Qué tipo de nave?
—Oh, pues no sé, la reglamentaria, supongo. No soy piloto, los detalles técnicos se escapan de mi área de conocimiento.
Natsuki arqueó las cejas.
Kimura asintió ceñudo, como si realmente comprendiera: —¿Y qué fue lo que pasó?
—Estábamos volando demasiado bajo y la tormenta nos tomó por sorpresa. Creo que la trampilla de emergencia se activó por error y me caí.
Ante la extrañeza de la respuesta, Natsuki no supo qué pensar, pero si esa era la única explicación que ella podía ofrecer acerca de lo sucedido, le parecía ya seguro afirmar que no estaba en sus cabales.
Intentó buscar la complicidad del agente Kimura, pero él estaba demasiado enfrascado en sus propias tribulaciones para prestarle atención. Natsuki no deseaba interrumpirle y sin embargo le pareció conveniente hacerle partícipe de sus sospechas:
—Agente, no me gusta meterme donde no me llaman, pero me parece que no se encuentra… ya sabe… demasiado cuerda —le susurró girando el dedo índice contra la sien.
Kimura la miró preocupado. A continuación respiró hondo y siguió con el interrogatorio:
—¿Podría decirme cómo se llama? ¿Lleva alguna documentación encima?
—Claro que sí. Aquí tiene.
La mujer echó mano de una cajita metálica que llevaba cruzada sobre el pecho y extrajo su documento de identidad. Kimura lo tomó ansioso, esperando encontrar en él una respuesta a sus problemas.
No fue así.
—¿ADA587435C3PO? ¿Ese es su nombre?
Asintió de nuevo, con igual vigor que había empleado antes. Después le dedicó una amplia sonrisa de satisfacción al oficial.
—Así es.
—¿Cuál es el nombre y cuál el apellido?
—Todo es un nombre. Pero puede elegir el que guste.
—Bien, señorita 587435C… —Kimura hizo una pausa, un poco sobrepasado—. En fin, si dice que se encuentra bien y que no le ha ocurrido nada de gravedad, entonces creo que mi trabajo aquí ha terminado.
—No se preocupe, señor agente, estoy segura de que mis hermanos vendrán a buscarme en cualquier momento —afirmó, de nuevo mirando el cielo.
—¿Está segura de que se encuentra bien? ¿Le duele algo? ¿Necesita asistencia médica?
—Me encuentro perfectamente, muchas gracias.
—Estupendo, entonces todo resuelto. —En ese momento Kimura se puso en pie para dirigirse a su coche.
Natsuki observó la escena con tanta intensidad como desconcierto, sin entender cómo habían llegado a este punto. Aquella persona que decía llamarse ADAnoséquémás seguía sentada en el suelo, presa de graves delirios y él planeaba desentenderse por completo.
Agente Kimura, no le conozco, pero definitivamente me cae usted fatal.
Se incorporó y fue corriendo tras él. Le agarró por la manga y le obligó a detenerse:
—Oiga… ¿no estará pensando irse y dejarla en este estado, verdad?
Ahora la mujer miraba el cielo como si esperara encontrar en él algo diferente a nubes cargadas de agua.
Kimura se encogió de hombros.
—No veo qué más puedo hacer. Se encuentra bien de salud y tiene la documentación en regla.
—¡Pero está claro que no está bien de la cabeza!
—Señorita, eso es solo una sospecha, no podemos estar seguros. Podría tratarse de una excéntrica.
—Dice que se ha caído de una nave espacial…
—Bien, pero en cualquier caso, no parece una loca peligrosa.
—Pero…
—Señorita, la policía no se ocupa de estos casos. Aunque, si lo desea, puede llamar al 912.
Natsuki se giró para observar de nuevo a la extraña y se mordió el labio con nerviosismo al ver que había empezado a danzar en círculos bajo la lluvia.
—Cree que si llamo al 912, ¿ellos se ocuparán?
—Lo dudo mucho. Solo atienden emergencias y una mujer bailando bajo la lluvia no me parece que lo sea.
—¿Y qué sugiere que haga? —preguntó con desesperación—. ¿Pretende que la deje aquí tirada?
—Escuche, señorita, no tengo ni idea de cuáles son sus planes, pero si yo fuera usted seguiría mi camino y dejaría que sus familiares se encargaran. Si ella dice que sus hermanos van a volver, supongo que así será. Es todo lo que le puedo decir, lo siento. —Kimura le hizo entonces un gesto de despedida y se metió en el coche.
Le observó arrancar el motor, todavía sin dar crédito. Se había quedado sola bajo la lluvia con una loca que decía haberse caído de una nave.
Genial.
En ese momento sintió tentaciones de seguir el consejo del policía, dar media vuelta y reanudar su camino al hotel como si nada hubiera sucedido. Su ropa estaba tan empapada que necesitaría muchos minutos bajo el chorro de la ducha para volver a entrar en calor. Conociendo su suerte, al día siguiente estaría resfriada, y Natsuki odiaba estar enferma. Pero al mirar de nuevo a la mujer se sintió incapaz de moverse.
ADAnoséquémás había dejado de danzar. Ahora estaba quieta como una señal de tráfico, de pie bajo la lluvia, empaparse no parecía importarle. Tenía un gesto de incomprensión y su mirada seguía fija en el cielo, pero ya no sonreía como lo hacía antes, un pensamiento aciago parecía haber borrado su sonrisa de golpe.
Natsuki observó que había algo diferente en ella, una nueva fragilidad e inocencia que no consiguió pasar por alto.
Meneó la cabeza con desaliento, mientras hundía las manos en los bolsillos de su abrigo y recorría con paso cansado los metros que las separaban:
—Oiga, está segura de que sus hermanos van a venir a recogerla, ¿verdad?
La extraña separó en ese momento la vista del cielo y miró a Natsuki. Sus ojos verdes parecían cargados de tristeza.
—No, ya no vendrán. Se han ido.
—¿Se han ido? ¿Cómo que se han ido? ¿Adónde?
—Sí. Puedo sentirlo. Estamos conectados.
—Por supuesto que lo están… Qué pregunta más tonta la mía. En fin… —Natsuki se rascó la nuca con incomodidad. Como unas maracas, está como un cencerro—. Escuche, ¿tiene algún lugar al que ir? ¿Una casa o un hotel? ¿Conoce a alguien más aquí?
La mujer negó con la cabeza.
Ay, pensó Natsuki, comprendiendo el atolladero en el que se estaba metiendo ella sola. Vete de aquí, no seas tonta. No es tu problema. Puede que esté loca, pero es una adulta, puede apañárselas sola.
—¿Quiere que la lleve a un hotel?
—¿A un hotel?
—Bueno, o donde me diga. No conozco mucho el barrio, pero si está perdida, puedo acompañarla.
—O puedo ir contigo —le propuso entonces súbitamente—. Hasta que mis hermanos me contacten de nuevo. ¿Sí?
Natsuki sonrió con cinismo.
Por supuesto que resultaba reconfortante ser una buena samaritana y no dejar a alguien desamparado, solo, en medio de un temporal y en un barrio mal iluminado, pero cada vez le parecía más evidente que estaba tratando con una persona mentalmente enferma y eso no le generaba demasiada confianza.
La miró de arriba abajo como si así pudiera medir su estado de lucidez. ADAnoséquémás era una mujer extravagante, saltaba a la vista por su extraño maquillaje y su cabello bicolor, pero también guapa. Tenía unos ojos verdes que invitaban a mirarla con franqueza y su expresión resultaba apacible. Natsuki pensó que podría perderse en aquellos ojos y en su preciosa sonrisa. El maquillaje resultaba un poco extraño y la elección del tinte de pelo le recordaba a un estridente programa de televisión de los 80, pero no eran indicativos de peligro.
¿Pertenecería a una secta? Quizá. Su ropa parecía sacada del rodaje de una película de ciencia ficción, aunque no estaba en disposición de juzgarla por su vestimenta. Ella también era un desastre para conjuntar colores y prendas.
Le pareció que ADAmuchosnúmeros no encerraba ningún peligro en sí misma, pero no debía dejarse engañar por las apariencias y tampoco olvidar que al día siguiente tenía que coger un tren de regreso a Fuuka. Cargar con una desconocida no era la mejor de las ideas.
—Yo… ehm… —Natsuki titubeó; no sabía cómo negarse sin resultar demasiado brusca—. No creo que sea una buena idea.
—¡Claro que es una buena idea!
—No, para nada, no lo es, créame.
—¡Tonterías! —insistió la mujer mientras la agarraba del brazo como si fueran amigas o viejas conocidas—. Pareces una buena humana para pasar el rato mientras mis hermanos me contactan.
¿Humana? ¿Había dicho humana?
—Además, estoy segura de que podrás enseñarme muchas cosas sobre este lugar —añadió, mirando con entusiasmo el barrio en el que se encontraban. Estaba sucio y oscuro, pero ella lo observaba con auténtica fascinación—. Así que… ¿adónde vamos? Ah, y tutéame, por favor. ¡Solo tengo doscientos cuatro años!
Le guiñó un ojo y echó a andar sin reparar en la cara de auténtico terror de Natsuki.
Bueno que les pareció!?, yo pienso que Natsuki se va a meter en demasiados problemas, pero vale la pena por esa Sexy extraterreste, no creen?
Lectores anonimos: Muchas gracias
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