El viento había dejado de silbar, Alexándros sentía las manos entumecidas y le dolía el cuerpo, sabía que huir de esa forma había sido una estupidez pero no le gustaba que lo viesen llorar, se deslizaba por el tronco cuando cayeron sobre él las primeras gotas de las lluvias de otoño. Tenía que pedirle perdón a su amigo y con ese objetivo corrió hasta la residencia.

- Cleitos yo…- exclamó jadeante parándose frente a la habitación de éste, sin embargo en lugar de la reprimenda que esperaba oír sólo le respondieron una sucesión de ronquidos.

Contento con ello abrió la puerta de la habitación común.

- Ya empezó la temporada de lluvias – comentó al tiempo que cerraba la puerta.

Lisímaco y Pérdicas cuchicheaban en sus literas, Phillotas dormía, Cráteros lo miraba con preocupación, Nearco se hallaba junto a la litera de Hephaistión curándole la nariz y lo mismo hacían Seleuco y Leonato con Kassandros. Le bastó ver eso para saber que había hecho su compañero después de que él se escapase y no supo como reaccionar asociando eso con lo que Patroclo haría con Aquiles. Abrió la boca e iba a acercarse a ver a Hephaistión cuando Ptolomeo lo tomó suavemente del hombro y susurró en su oído:

- No, déjale descansar ¿podemos hablar a solas, hermano?.

Alexándros sintió que era observado, juzgado y condenado sin ninguna apelación, asintió y escudriñó en el rostro de Hephaistión alguna otra señal de magulladuras, éste al darse cuenta le devolvió una mirada llena de decepción, su hermanastro lo condujo afuera del cuarto y ambos se sentaron en un banco de madera entre las dos habitaciones, Cleitos seguía durmiendo.

- Conoces la cultura griega, sabes lo que significa que otro hombre lleve un mechón de tus cabellos – Su rostro se tornó severo, sus ojos celestes lo miraban sin entenderle – Podía haber sido cualquier otra cosa, Alexándros…A mí nunca me importó que mi madre fuera una de las 36 amantes del rey, tu padre. Tampoco que adonde fuéramos me señalaran como un bastardo porque yo se quién soy y lo acepto, pese a decirnos que todos somos iguales sabemos que tú no lo eres y estamos aquí gracias a la generosidad de Phillipo pero también para ser tus hetairoi.

El príncipe lo escuchaba con las cejas bajas, sus palabras eran ciertas y su error había sido ocultar y huir, una lección que había aprendido y recordaría siempre.

- Allá adentro dicen que ya el hijo de Antípatros es Kassandros Erastes y que tú eres Alexándros Eromenos…eso es común, hermano pero antes de creerles quiero saber si hay ta paidika entre ambos.

- No, él me cortó el cabello porque quería asustarme y callé porque no soy un delator – exclamó sin entender como una broma tan pueril estuviera comprometiendo su amistad con Hephaistión. – Sólo tengo 13 años ¿Acaso el también cree que Kassandros es mi amante?.

Ptolomeo lo abrazó, sin duda era inocente y en demasía, sin proponérselo pensó lo mismo que Kassandros, su medio hermano era muy humano. Sus lágrimas le decían que amaba sinceramente a Hephaistión pero ni siquiera lo sabía ¿Qué podía saber un muchacho solitario acerca del amor cuando sus padres se habían gritado los peores insultos delante de su cara toda una vida, con ternura besó sus cabellos deseando protegerlo y sintiendo la paidea por primera vez. Alexándros parecía tan frágil en ese momento y estaba lejos del chico arrogante que discutía en un griego perfecto con los tutores, sintió la complejidad de su hermano y se preguntó si quién sollozaba en sus brazos era el verdadero Alexándros.

"Un alma solitaria ¿eso es lo que eres?" pensó.

- Kalos k' agathos – susurró apartando los cabellos de su frente. Su túnica estaba húmeda a causa de la llovizna y olía a rocío y a frescura, al ver sus ojos brillantes comprendió por qué el deseo había invadido a Demóstenes, a Kassandros y hasta al antiguo tutor de equitación del joven Aléxandros, no era su status real lo que lo hacía único, era algo dentro de sí como si una fuerza poderosa lo empujara hacía él deseando curar ese dolor y besar esas lágrimas, tal vez ese era el daimon del cual se ufanaba la reina madre, ¿sería consciente su hermano de ello? Parecía perdido en sí mismo, exquisitamente ajeno y eso que acababa de sermonearlo como haría cualquier hermano mayor porque aunque no llevasen del todo la misma sangre, eso sentía que eran.

- Llueve mas fuerte – Alexándros se deshizo de su abrazo y se puso de pie – Gracias, hermano, iré a hablar con Hephaistión.

Sonriendo lo abrazó sin entender por qué temblaba, Ptolomeo lo dejó ir y respiró aliviado, había estado a punto de cometer un terrible error sin sospechar que había sido el primero en mirar el daimon directamente a los ojos. Poniéndose de pie salió afuera de la residencia y parándose en medio de la lluvia dejó que ésta lo limpiara.

Adentro todo estaba a oscuras y a riesgo de tropezar avanzó tanteando hasta la última litera, quitándose la túnica la dejó a los pies y se metió entre las mantas tiritando de frío y temblando con cada estruendo del cielo, se preguntó si Hephaistión estaría dormido, los relámpagos iluminaban el lugar y se sintió sólo sin saber que para su amigo, quién estaba despierto, todo encajaba.

A la mañana siguiente Aristóteles les habló acerca de algunos autores tales como Filoxeno pero los muchachos estaban distraídos y huellas evidentes de una pelea se advertían en los rostros de Kassandros y Hephaistión, sin querer indagar sobre ello les dio permiso para que fueran de excursión a las tierras altas. Para su sorpresa el joven príncipe se quedó y sentándose junto a un árbol comenzó a leer a Jenofonte, sus amigos lo miraron por el rabillo del ojo y se fueron, Hephaistión se retrasó pero optó por seguirles.

- ¿No irás con ellos? – Aristóteles se sentó junto a él, la hierba estaba húmeda producto de la lluvia anterior.

El rubio muchacho apenas levantó la vista de la obra del historiador sobre los caballos.

- No, no quiero ir con ellos – contestó hosco – No son mis amigos quienes me juzgan ante una injuria sin preguntarme antes la verdad.

El filósofo se rascó la barbilla, entonces esa era la razón de la inquietud de los demás y se extrañó de que Hephaistión, tan similar al príncipe físicamente, no estuviera ahí pues no le quedaban dudas acerca de cuales serían las cosas de las que hablaban los demás. Él mismo observaba con inquietud los numerosos paseos de ambos jóvenes a solas por el bosque temiendo que la paiderastia se apoderara de ambos y eso le trajera problemas con los padres de Alexándros.

- Caballos – exclamó viendo los grabados en el pergamino.

- Si, gracias a esto Phillotas pudo escoger a su yegua Antíope y Hephaistión a Centella, es muy útil…- volvió a guardar silencio y el maestro comprendió que una vez que lo hacia era mejor dejarle solo y así lo hizo.

Alexándros estaba dolido y deseaba encarar a Kassandros pero su educación se lo impedía, un día sería Rey de Macedonia y tendría que aprender a enfrentarse a los rumores, saber cuando callar y cuando no, sin embargo, la sangre de los lincéstidas pesaba mucho en sus venas enfrentándose a la disyuntiva de ignorarlo o darle unos buenos golpes. Cada vez que pensaba en que rumores estarían circulando las sienes le latían de cólera y fijaba sus ojos en las ilustraciones acerca de los caballos buscando al animal perfecto ya fuese por sus dimensiones, color o raza.

- Las pezuñas deben ser…- musitó leyendo en voz baja.

- El genio se descubre en la fortuna adversa; en la prosperidad se oculta. – Kassandros se sentó a su lado mirándolo con ironía.

- ¿Y por eso dijiste que yo te di un mechón de mis cabellos? ¿Esta es otra de tus retorcidas pruebas? – exclamó Alexándros molesto. – No cites a Homero, no creo que desees ser uno de sus personajes, ellos no eran víboras. Molesto cerró el ejemplar de Jenofonte y se apoyó en el tronco del árbol sabiendo que lo estudiaba.

Kassandros se cruzó de brazos, era arrogante y ambicioso y esta era una buena oportunidad para hacer creer a los demás que eran amantes solamente por fastidiarlo y ver la cara de Hephaistión.

- ¿Y si lo fuéramos? Mi familia es de tan buen linaje como la tuya. – insinuó pero para su malestar el príncipe se rió en su cara.

- Preferiría ser amante de cualquiera antes que tuyo – poniéndose de pie lo miró con burla – Una vez un hombre trató de hacer algo como lo que tratas tú y no vivió para contarlo, no te confíes de que aquí todos somos iguales…Quiero ser como Aquiles – sonrió – Y tú, no eres Patroclo.

Satisfecho pasó por su lado para ir a caminar al bosque como acostumbraba pero su interlocutor lo tomó del brazo.

- Entonces quítame el mechón, anda hazlo. – Empujándolo hacia el árbol lo miró con fiereza, odiaba ese carácter suyo tan desdeñoso con algunos y tierno para otros. Alexándros resopló y tirando del cordoncillo se lo arrancó del cuello, no conforme con eso, esparció sus cabellos en el viento.

-¿Creíste que no podría? – exclamó desafiándolo con sus ojos grises.

- Estás loco, maldito, al igual que tu madre, la epírota – le gritó Kassandros.

- No te metas con mi madre o juro que te romperé el cuello.

Kassandros rió, se sentía enardecido ante el accionar del príncipe y se prometió a si mismo que nunca más se acercaría a él y trabajaría para su ruina.

- Eres un niño, no sabes nada del mundo – exclamó con desprecio. – Ni siquiera sabes el poder que tienes…-.

Al oír eso se sobresaltó, la conversación tomaba extraños derroteros y, ofendido de que lo tratara de niño cuando había participado en la campaña de Olinto a los 8 años y en la caída de Falaicos a los 10, allí se había abierto el paso a las Termópilas.

- No te atrevas a ofenderme, menos tú que hablas mal de mi madre como si yo no conociera a la tuya…si fuera tan niño como me acusas no sabría acerca de la historia de la ménade oscura, Filina ¿o prefieres que le llame como hacían todos? La espartana.

Kassandros se acercó con arrogancia y, contrario a lo que pensaba Alexándros, no negó aquello, es más, sonriendo acarició impunemente el rostro del príncipe y agregó:

- Si, lo eres…mi madre era una ménade oscura igual que la tuya, ella enseñó a la reina y ¿Qué hizo ella? La mandó a desterrar por espionaje, es verdad que era de Esparta pero se consideraba más griega que nadie, y yo tengo su poder que es el mismo que tienes…un daimon.

El otro retrocedió pero no le fue posible seguir haciéndolo ya que su espalda chocó con la corteza del árbol, frente a él, un muchacho que no tenía mas años que los suyos lo miraba desde la profundidad de sus ojos celestes con lujuria, una expresión muy lejana de la que debían tener los muchachos de su edad.

"Los rumores…deben de ser ciertos" pensó Alexándros recordando los amantes que se le atribuían a Kassandros y su extraña manera para rodearse de muchachos mayores que él. Era casi un hombre y todo en su persona desmentía su edad, por eso Hephaistión lo odiaba, era su antítesis.

Ajeno a esa conversación el aludido miraba junto a sus compañeros las ruinas de un antiguo templo dedicado a Dionisos, sabía que las miradas estaban centradas en él y que en todos rondaba la insinuación hecha por Kassandros sobre su parentesco con alguien, exceptuando a Alexándros nadie más sabía de quién se trataba y era un secreto que el proxenos de Atenas guardaba muy bien para no perjudicar la carrera de su hijo. Todos tenían algo que esconder y era algo que no debían pues eran casi como hermanos, sin embargo ¿cómo enfrentar la verdad de las cosas cuando el propio príncipe las ocultaba? El mechón de cabellos nunca había sido para Cleopatra y él sabía eso, junto a Pérdicas eran los que conocían mejor el tímido y desafecto carácter de la hermana menor de Alexándros, su hermano la amaba y sin duda que ella hubiese querido estar ahí con él en lugar de quedarse con una madre que sólo tenía ojos para su hijo y un padre más preocupado de sus amantes y de su ejército.

La luna se veía tras las ruinas hermosa y blanca, el cielo y el aire estaban ligeros después de la lluvia y era quizás la última oportunidad para pasar al aire libre, su corazón se entristeció al recordar a su amigo y prefirió quedarse allí en lugar de regresar con el resto a la residencia. Echándose hacia atrás se recostó en el pasto aspirando el aroma a flores, los pétalos blancos volaban a su alrededor y su corazón se alivió repentinamente. Hephaistión comprendió que lo suyo iba más allá de la amistad, más allá del amor puro y casto que proclamaba el maestro, era un filósofo y podría ser un asceta porque amaba las cosas, la paz, las reglas de los antiguos guerreros homéricas, pero amaba todo eso sólo hasta que Alexándros aparecía ya que lo subyugaba con su presencia, lo cautivaba con su voz, su inteligencia y ese magnetismo que irradiaba tanto triste como alegre.

Lo amaba…Como había amado a Coroneo, su maestro de equitación, parecido al príncipe pero sólo en aspecto, refugiándose en la paiderastia y en las tradiciones macedonias y ahora las estaba rompiendo todas al pensar en su Alexándros, recordando que el ideal estaba en que un niño aprendiera de un hombre y tomase sus virtudes pero no en amar a alguien casi de su edad.

Alexándros se acercó ¿en qué pensaría su amigo con los ojos cerrados? Hephaistión era la templanza personificada y no movió ni un músculo al acercarse él, en cambio Kassandros, Ptolomeo y algunos otros se inquietaban ante su presencia. El daimon del que le hablara Olympias y que le recordara el hijo de Antípatros no surtía efecto con este.

- Perdóname…- susurró sentándose a su lado.- No quise decírtelo porque él me juzgaría y olvidé quién soy y quién eres tú.

Hephaistión abrió los ojos e incorporándose musitó:

- ¿Y quién soy yo para tí?.

- Tú eres…Patroclus, el mío. – Alexándros bajó la mirada y sus pestañas temblaron de emoción, al fin se había atrevido a revelarlo. Su compañero lo abrazó y estrechándolo con sus brazos se quedó allí respirando contra su pecho.

- Alexándros, siempre serás mi Aquiles – sonrió el hijo de Amyntor.