Indril y Estel entraron
preparados para atacar a un grupo de orcos pero lo que vieron no era
lo que esperaban.
Indrel yacía sobre una especie de altar
oscuro, tumbado boca arriba, estaba quieto,
dormido, pero vivo. Cerca de él, a la
altura de la cabeza había un ser horrible, parecía
un orco hembra, vieja, rugosa, encorvada quizás
por los años, pero de mirada furiosa e iracunda.
Abrió la boca en un gesto de rabia y asco y dejó ver la
podrida dentadura.
Había otro orco hembra, pero esta
parecía más joven, o al menos su cara y cuerpo
estaban menos rugosos que la otra, aún así,
era de una gran fealdad. La más anciana alzó
una mano que parecía un agarra de dedos huesudos y
deformados, señaló a ambos como si intentara
hacerlos fulminar con el gesto de sus retorcidas uñas;
la más joven hizo un movimiento rápido y cogió
una daga que estaba depositada en la piedra del altar, pero el
montaraz fue más rápido y con su arco preparado le
clavó una flecha en la palma de la mano. Lanzó
un grito estremecedor, mientras la vieja decía:
-¡NO!
¡No la mates! –dijo interponiéndose entre la siguiente
flecha y la herida- ¡No mates a la única hija que me
queda! –parecía una súplica. Estel dudó,
pero no bajo la guardia.
Indril cerró la puerta echando el
candado para que nadie pudiera entrar, era la única
entrada o salida de aquel lugar. Mientras la orca joven
gemía en el suelo con la flecha atravesándole la mano
izquierda, la más vieja parecía a punto de
estallar de rabia, sus ojos amarillos desprendía un odio
imposible de ocultar. Indril las apuntó con su
arco mientras Estel se acercaba al elfo dormido. Indril
sólo deseaba que su hermano estuviese bien, porque de lo
contrario no dudaría en acabar con aquellas dos criaturas
horribles que no le producían ningún sentimiento de
piedad.
Pero entonces escuchó la voz de su hermano que
nombraba al montaraz, Indril siguió amenazándolas
con la plateada punta de su flecha, un movimiento, por
parte de las orcos, y serían historia.
Indrel parecía
algo confuso, pero se encontraba bien, algo
aletargado reconoció al hombre y la delgada pero esbelta
figura de su hermana. Contó lo sucedido o lo que
recordaba, aquella melodía aflautada, lejana y
mágica que pareció cautivarlo y atraparlo, no
puedo hacer nada cuando se le echaron encima los cinco abominables
seres.
De pronto, la orca vieja gritó con voz
estridente:
-¡Mis hijos! Esos era mis hijos y
vosotros, ¡malditos, lo s habéis matado,
o ellos nunca os hubieran dejado entrar –parecía loca de
rabia y de su boca salía espuma blanca mientras seguía
vociferando - ¡o os maldigo y me vengaré!
-¿Dónde
está la flauta de sonido mágico? –preguntó
Indril mientras la amenazaba con el arco.
-Jamás te lo
diré, y sabed que pronto vendrán mis hermanos y
no podréis salir de aquí con vida.
No podían
hacer otra cosa sin aprovechar el momento y escapar los tres de allí
antes de que apareciera una trupe de orcos vengativos.
Dejaron encerradas a las dos orcas y emprendieron el camino al
exterior.
El viaje no tuvo más contratiempos y cuando
llegaron a Rivendel, contaron lo sucedido a Elrond que quedó
extrañado y muy pensativo con la historia de la melodía
mágica que los adormeció hasta la inconsciencia.
Quizás
se tratar de una de las flautas mágicas que algunos artífices
elfos de la antigüedad fabricaran para así dominar a
otras de su raza; quizás fuera Melkor en la época
en que cazaba elfos para corromperlos.
Elrond no lo sabía.
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En el amplio salón
se encontraba un grupo reducido de personas, la mayoría
elfos, algunos dúnedain que había ido para
encontrarse con Estel y dos enanos bastantes viejos que dormitaban
cerca de la chimenea, nadie sabía que hacían allí
esos dos enanos, pero Elrond siempre daba cobijo a todo
viajero, que sin intenciones perversas, quisiera
descansar en su casa.
Indrel tocaba con virtuosismo su arpa
plateada, la música era suave y atemporal, Indril
cantaba historias lejanas en el tiempo, pero su hermosa voz la
hacia parecer recientes y todos sintieron como sus corazones se
apaciguaban, una clama los inundaban ya hacia que los pesares
quedaran olvidados por unos momentos. Cuando ambos
hermanos terminaron su recital, todos parecían
complacidos, entonces Elrond les mandó llamar.
Se
encontraron en la gran biblioteca, una espaciosa sala repleta
de volúmenes de todas las formas y tamaños y documentos
que contenían retazos de la historia de Tierra Media.
Elrond los esperaba de pie, les sirvió una copa de un
suave y aromático licor y ambos esperaron, en respetuoso
silencio, que Elrond comenzara a hablar.
-Ha estado
meditando sobre la historia de vuestra aventura y me preocupa que un
instrumento mágico, como el que os cautivó,
se encuentre en poder de los orcos de las montañas.
Indril
observaba a Elrond, tranquilo, seguro de si mismo,
desprendía una paz y serenidad que sólo había
observado en Galadriel y Celeborn, tanto habían vivido
que eran capaces de permanecer solemnes ante situaciones difíciles
y de ver el corazón y en la mente de los demás,
se preguntó sin alguna vez ella llegaría a alcanzar tal
grado de sabiduría y equilibrio, si llegaría a
ser como ellos. Entre ambos hermanos existía una
unión especial, se comprendían sin intercambiar
palabras, sólo necesitaban una simple mirada.
Pero aquellos elfos que provenían de los Días Antiguos
desprendían una majestuosidad que, a veces, hacía
que se sintiera pequeña, demasiado joven e
inexperta.
-Os encomiendo una misión que se que cumpliréis
con éxito, sois valientes y precavidos, conocéis
bastante bien esa parte de las montañas y puesto que ya habéis
sufrido la consecuencias del encantamiento, sabréis
reconocer a tiempo los primeros síntomas y poneros a salvo de
su influencia.
Elrond se dirigió hacia una mesa repleta de
objetos, de un pequeño cofre labrado en oro sacó
dos gemas y dirigiéndose a los hermanos entregó a cada
uno una pequeña piedra de un verde jaspeado, engarzada
en una ligera cadena de oro. Eran dos piezas
mágicas confeccionadas para proteger a sus portadores de
embrujos y encantamientos.
-Llevad siempre estas gemas con
vosotros, Gandalf las preparó para que os
sirvieran como anuladores de magia.
Indril tomó la suya,
la piedra era pequeña de tacto suave y cálido, se
sintió agradecida por recibir aquel regalo y, por
supuesto, afortunada de que el Señor Elrond confiara en
ellos para un cometido como ese.
Elrond les siguió hablando
sobre el instrumento mágico y de cómo debían
llevar a cabo la misión:
-quien posee la flauta conoce la
melodía del encantamiento, nadie que no haya aprendido
esa melodía podrá sacar nota alguna de la flauta así
al menos actuaban los instrumentos hechizados… Gandalf está
de acuerdo conmigo –dijo un tanto pensativo.
Indrel se acercó
a él, desde lo sucedido en la montaña,
Indril había observado que su hermano parecía más
triste y desanimado, se había sentido turbado por
aquella debilidad que le había hecho caer prisionero de
los orcos, ¿y si Indril y Estel no hubiera llegado a
tiempo?
-Señor Elrond –dijo con respeto -¿Mithrandir
vendrá con nosotros, sería de gran ayuda.
-No,
partió hacia el Bosque Negro, pero Estel se ha ofrecido
para acompañaros.
Al oír esto Indril asintió
una alegría en el corazón, el montaraz volvería
a estar con ellos en esa nueva aventura. Le gustaba
aquel hombre, se sentía atraída por él
y cuando este la miraba su corazón se agitaba y cierto rubor
asomaba a sus mejillas, ¿sería posible que se
estuviera enamorando, eso no debía ocurrir, no podía
dejarse atrapar en la vida de un dúnadan
