Capítulo 3. Demencia real.

La habitación de Zelda olía a madera y azahar. La chimenea contenía unos troncos de nogal que hacía horas se habían transformado en ascuas rojizas. Éstas arrancaban sombras al resto de objetos, que a su vez se desdibujaban con la luz de la tarde se colaba por los ventanales. También el escritorio era de madera, y sobre él había un ramillete de flores pálidas en un pequeño recipiente con agua. La mezcla de olores era relajante, al igual que el contrapunto del silencio con el sonido que hacían las llamas al consumir las ascuas.

Pero la princesa no estaba relajada. Habían pasado unos días de su encuentro con Link y aún no se había recuperado de él. No podía dejar de analizar cada palabra que había dicho ni cada gesto que había hecho. Aquellos ojos azules, oscuros como el fondo de un pozo, contenían una ira fraguada durante años. Su padre debía de tener algo que ver en todo aquello.

De todas las discusiones que tuvo con él, la mayor de ellas fue cinco años atrás, cuando le dijo que Link había tratado de hablar con ella después de estar siete años desaparecido. El problema fue que se lo dijo dos días después de haberlo echado del castillo. Había conseguido burlar toda la guardia y colarse en sus aposentos. Los sheikah debían saber que se acercaba, porque la fueron desplazando por las habitaciones con pequeñas mentiras para que en ningún momento coincidiera con él. Al final, el mismísimo rey había acabado hablando con él, aceptando que hubiera cumplido su misión y rechazando todas sus exigencias y peticiones.

La princesa se enfadó de sobremanera cuando se enteró de todo aquello, ya no solo por ocultárselo, sino por el trato tan injusto que había recibido Link después de haber hecho lo que le había pedido. Aquello lo distanció de su padre durante un tiempo, al menos hasta que consiguió que éste enviara a un sheikah con el mensaje de disculparse por los modales de su padre y no haber sido recibido personalmente por ella. Había pensado que quizás de ese modo podrían retomar el contacto.

La patente hostilidad que había mostrado en su reciente encuentro le hacía dudar de que Link hubiera recibido dicho mensaje. No paraba de darle vueltas al asunto y esa era la única salida que encontraba, la única justificación para ese comportamiento. Sin embargo, eso le dejaba otra pregunta, ¿por qué su padre no había mandado ese mensaje?

En la corte los enfrentamientos nunca eran tan directos. Había insinuaciones, secretos, jugadas sucias y rumores falsos. Si alguien hablaba mal de otra persona, la implicada se enteraría por terceros, o cuando ya fuera demasiado tarde. Además, debido a su estatus de princesa, el trato directo que ella recibía de nobles y súbditos era cordial y respetuoso. Que Link hubiera aparecido con esa hostilidad le había afectado más de lo que le gustaría admitir. Nunca nadie le había hablado de esa forma, le había mirado con ese desprecio o le había culpado directamente por la situación.

Y lo peor eran las expectativas que se había generado con ese encuentro. Después del visto bueno de su padre, que había aceptado finalmente que pudiera reunirse con él, pensaba agradecerle todo lo que había hecho por ella y por el reino, y tenía la esperanza de poder luchar, esta vez sí, codo con codo junto a él contra el mal que se cernía en el desierto.

Por desgracia, más allá del desencanto general tras el encuentro, su situación era complicada. Creía en Link como la solución al problema, y ahora que se había dado cuenta de que no era así, volvía al punto de partida; el problema seguía sin resolverse.

Al final llegó a una conclusión. Tenía que hablar con su padre. En primer lugar para asegurarse del motivo de la renuncia de Link, y después para discutir con él otras posibles soluciones. Dejó de dar vueltas y se dirigió a la puerta de su habitación. Fuera la esperaba Impa, tan diligente como siempre.

–Impa, tengo que hablar con mi padre –dijo sin esperarla. Sabía que la seguía a dos pasos de distancia.

–Pero princesa, ha dicho que está ocupado –respondió la sheikah. Si bien era cierto que el rey tenía una gran cantidad de responsabilidades, llevaba desde que dio el visto bueno a la reunión con Link sin poder verle.

–No creo que haya asuntos en el reino más importante que el conflicto del oeste, así que tendrá que desocuparse para hablar con su hija.

–Por supuesto, princesa. –Impa sonrió a su espalda.

Cuando llegaron a los aposentos del rey, dos soldados hylianos parecían custodiar la puerta. Uno de ellos miró con desconfianza a Impa, pero después se dirigió a Zelda. –Lo siento, alteza. Su majestad se encuentra reunido.

–¿Reunido con quién? –preguntó Zelda. Al otro lado de la puerta, consiguió escuchar los retazos de una conversación, pero no pudo diferenciar las voces.

–No se nos está permitido responder, alteza –contestó el soldado, ligeramente turbado. Su compañero lo miró de reojo. Impa también vio el gesto.

–¿Quién está ahí dentro? –preguntó la sheikah.

–No se nos está permitido responder –repitió el guardia con dureza. Las tiranteces entre la guardia real hyliana y los sheikah eran bien conocidas. Ambos cuerpos se ocupaban de servir a la Corona, pero los secretos y privilegios de los últimos creaban la discordia entre ambos.

–Abre la puerta –ordenó Zelda, pasando por alto aquel ligero rifirrafe. El guardia fue a responder, pero quedó silenciado por la gélida mirada de la princesa. Aquellos ojos claros irradiaban una fría autoridad que no admitía reproche. El guardia, a su pesar, abrió la puerta.

El rey Daphness permanecía de pie tras su escritorio, mirando a través de la enorme cristalera, hacia a la plaza central de la Ciudadela. Aun de espaldas, su enorme figura resultaba imponente. Solo su cabellera cenicienta parecía delatar su verdadera edad. Al girarse, la princesa pudo ver aquellos ojos verdes tan distintos a los suyos. Sin embargo, la edad había cincelado alrededor de ellos multitud de pequeñas arrugas. Una espesa barba ocultaba un mentón prominente.

Zelda entró en la estancia seguida de Impa, quien se ocupó de cerrar ambas puertas. Echó un vistazo alrededor, pero la habitación estaba vacía salvo por el monarca y un par de guardias sheikah. Estaba claro que ellos no eran el asunto que lo mantenía tan ocupado.

–¿Padre? –preguntó–. ¿Con quién estaba reunido?

El rostro del monarca pareció relajarse de una inexplicable tensión inicial. Después frunció el ceño, aunque ella sabía que no estaba enfadado. Todavía. –Zelda, ¿cómo entras aquí sin avisar? –La princesa calló, manteniéndole la mirada. –Le digo a los guardias que estoy reunido con alguien para que no me molesten con necedades, no le des importancia.

–Pues podría haberse molestado en recibirme, padre. Llevo casi tres días tratando de hablar con usted, y no de necedades –le regañó Zelda. Sin embargo, no terminaba de creerse aquella excusa de hablar solo.

–Lo siento, hija. Sabes que las cosas se están poniendo complicadas. Toda mi atención estaba volcada en esto. –Señaló el mapa que descansaba en el escritorio. Zelda lo reconoció al instante, la Fortaleza Gerudo.

Finalmente tomó asiento y esperó a que la princesa se sentara frente a él.–¿Cómo ha ido la reunión con Link? –preguntó–. Habría preferido que permitieras tener sheikah en la reunión.

Zelda miró a los dos centinelas silenciosos que permanecían firmes, guardando las espaldas de su padre. Vestían el uniforme sheikah, que al igual que el de su aya consistía en unas prendas azules y grises ceñidas al cuerpo. En el pecho tenían grabado el ojo de la verdad oriundo de su raza. La única diferencia con Impa era que estos mantenían oculto su rostro con una prenda oscura. Solo sus característicos ojos rojos permanecían visibles.

–Impa estaba presente –resolvió finalmente–. Y que yo sepa, los sheikah están para protegernos, no para ser sus oídos. –El rey carraspeó como aviso. Se había pasado. –Lo siento. No creí conveniente convocar a más gente.

–Bueno –concluyó él–, la única información que se me ha comunicado es que el chico volvía a salir. ¿Iba a recoger sus cosas de la granja?

La princesa desvió la mirada a un lado de la mesa. –No, padre. Link ha rechazado nuestra propuesta. Por eso quería hablar con usted.

–¿Cómo? –preguntó sin entender. Su confusión era similar a la que la princesa había mostrado cuando había recibido la noticia.

–Link se negó a ayudarnos, padre. Parecía muy molesto.

El rostro de su padre comenzó a enrojecer bajo la barba. –¿Cómo que molesto?

Aquello también encendió a Zelda. –Dígamelo usted, padre. ¿Envió algún tipo de disculpa después de lo que ocurrió hace cinco años? –El rey pareció mostrar un ligero brillo de confusión. Zelda se enfadó aún más, acababa de confirmar sus sospechas. –No envió a nadie.

–¿Estás diciéndome que se negó a ayudar por un enfado que tuvo hace cinco años? – preguntó de nuevo, levantando la voz a cada palabra que pronunciaba.

–¿Cómo esperaba que respondiera si después de tanto tiempo de rechazo viniéramos con exigencias?

–¡Diosas, eso no viene al caso! –gritó el rey, en un arrebato de ira–. Su deber es obedecer a la Corona. –Miró a su hija, furibundo. –Y tú dejaste que se fuera. ¡Lo único que tenías que hacer era que cooperara!

Zelda soltó una carcajada de indignación. –¿Qué quería que hiciera, padre? ¿Que lo mandara encarcelar? ¿Así iba ayudarnos?

–Debías aplacarle, ofrecerle cualquier cosa que hubiera pedido, prometerle todo cuanto quisiera –le regañó el rey, poniéndose en pie.

–No quería nada de nosotros, padre –respondió la princesa, siguiéndole con la mirada por la habitación–. Debemos encontrar una solución alternativa.

El rey caminaba por la estancia mientras se mesaba la barba. Parecía fuera de sí. –Esto no debería ser así –gruñó–. Ahora todo el plan se ha ido al traste.

La princesa suspiró, exasperada. –Eso está claro, padre. Hay que trazar otro plan. Quizás una negociación con las gerudo o hablar con el resto de razas.

–No, no, no… –dijo el rey en voz baja. Tenía la mirada perdida. Sus pasos eran erráticos, nerviosos–. Hay que tomar medidas drásticas. No podemos permitir que el mal vuelva resurgir.

Zelda se empezó a sentir incómoda. Miró a Impa, que a su vez observaba al rey con el ceño fruncido. –Padre…

–Tenemos que mandar al ejército allí, hay que arrasar la zona antes de que fortifiquen el Valle. –Parecía hablar para sí mismo, como si ella no estuviera ahí. La decisión, aunque drástica, venía a ser lo mismo que el plan inicial, con la salvedad de no incluir a Link. Y sin Link, una incursión directa carecía de sentido.

–No podemos ir allí sin más, el Desierto Gerudo es su territorio, cualquier ventaja militar la perderíamos allí –razonó Zelda–. Además, el resto de razas tampoco lo…

–Hemos perdido demasiado tiempo –susurró para sí, interrumpiéndola–. Se debió eliminar al mal cuando tuvimos ocasión. Se debió actuar antes. –Fijó la mirada en el mapa que descansaba en la mesa. Entonces volvió a moverse –Tiene la Trifuerza del poder. El héroe era necesario. Una leva, necesitamos una leva masiva para convocar a un ejército.

Aquello era un factor que Zelda había preferido pasar por alto, aunque en su interior sabía que era lo que determinaría el enfrentamiento. Aun con una superioridad numérica, la acción de la Trifuerza decantaría la balanza para uno u otro bando. La participación de Link era esencial ese motivo, pero con su negativa, todo se había ido al traste. "No recurráis a un héroe de usar y tirar". Sus palabras resonaron en su cabeza. La solución había estado ahí desde el principio.

–Tenemos otra parte de la Trifuerza, padre. La mía –dijo al fin. De pronto lo vio claro–. Estoy aprendiendo a utilizarla, hasta puedo mover…

–No, no –respondió rápidamente el rey–. Eso es lo que él quiere. No debe acercarse a ella, no debe hacerse con el poder de más partes o romperá la balanza. Debemos protegerla a toda costa. Ocultarla. –Entonces levantó la vista y miró a Zelda. Pequeñas venas rojizas dibujaban caminos de locura en el interior de sus ojos. El retrato de la demencia.

–Debemos ocultar a la princesa. Mantenerla lejos de su alcance –dijo al fin, con un tono carente de vida–. Impa, debes esconderla.

La sheikah dio un paso adelante. –¿Dónde, su majestad? ¿En Kakariko?

–No, no… no debe salir del castillo. Es el único lugar seguro –respondió. Se tiraba del pelo mientras hablaba–. Hay que sellar la Ciudadela. Enfrentarlos aquí. Debes encerrarla aquí.

–¿Cómo que encerrarme? –saltó Zelda, sin dar crédito a lo que oía. El corazón le bombeaba con fuerza. Sentía cómo el aire no llenaba sus pulmones.

–Las celdas centrales del castillo son el lugar más seguro. No debe salir de allí –continuó, haciendo caso omiso a Zelda–. Sí, mantenerla escondida en el castillo y dejarlos fuera de la ciudad. –Impa frunció el ceño.

–No, padre. ¡Ya está bien! –consiguió decir al fin–. ¿Qué le pasa? ¿Por qué actúa así?

Los dos sheikah restantes, hasta ahora inmóviles en su posición, comenzaron a acercarse. –Ni se os ocurra –gritó Zelda, pero la voz le temblaba.

Entonces, para su sorpresa, Impa la agarró de la muñeca. –Entendido, majestad.

Zelda la miró, horrorizada. –¿Qué? ¿Qué estás diciendo?

Impa la miró con frialdad. –Son órdenes del rey. –Tiró de ella hacia la puerta, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Haciendo caso omiso, comenzó a arrastrarla hacia las puertas.

–¡No, no, no! –gritó ella–. Impa, por las Diosas, ¿qué te pasa a ti también?

Impa abrió las puertas de una patada. Los dos guardias que había fuera tardaron un segundo en reaccionar, un segundo tarde. Los dos sheikah se movieron rápidos como serpientes, degollándolos con unos filos que habían salido de la nada. La sangre salió de sus cuellos como un aspersor, salpicando a la princesa y manchándole el pelo.

Zelda se quedó sin habla. Aquel líquido cálido se adhería a su cara y a su pelo, tiñéndolo de rojo. Ni en sus peores pesadillas podía haber imaginado lo que estaba pasando. Acababan de matar a dos guardias sin miramientos. Recuperó la conciencia cuando notó cómo sus pies chocaban al bajar los escalones. La iban a llevar a las mazmorras del castillo.

Comenzó a patalear de nuevo, pero el agarre de Impa era duro como el hierro. También lo era su expresión. Conocía la diligencia de su cuidadora, pero nunca la había sentido en sus propias carnes con esa severidad. Las dos sombras de ojos rojos los escoltaban al corazón del castillo. Los soldados hylianos iban apareciendo a medida que la oían gritar, pero todos encontraban el mismo final. Los sheikah eran implacables, limpios y certeros. No había un movimiento en vano, un atisbo de duda. Eran autómatas al servicio de la Corona. Seguirían las órdenes hasta el final.

Bajaron el piso del vestíbulo y llegaron a los angostos callejones del servicio. Una intrincada red de túneles que recorría el castillo por su base. Eran los pasadizos del servicio, utilziados para limpiar y llevar la comida. Debieron de dar la alarma, porque la cantidad de soldados comenzó a intensificarse. Zelda aprovechaba para hacer fuerza contra los dedos de Impa, pero estos eran como garras de piedra.

Cuando llegaron a la altura de las cocinas, se encontraron de frente con media docena de hombres armados. Uno de los sheikah avanzó hacia ellos como una exhalación. Con un primer movimiento clavó una daga en el cuello del primero, y con el segundo detuvo un espadazo del segundo.

De pronto, Impa la soltó. Cuando se giró hacia ella, vio cómo le daba un brutal puñetazo al sheikah que iba tras ella en el cuello, ahogándolo. Con la confusión del momento, volvió a agarrarla y tiró de ella hacia las cocinas. Esta vez, sí le permitió correr.

–¿Impa? –consiguió decir Zelda, sin apenas recuperar el aliento.

–Calle y corra –contestó la sheikah. Atravesaron las cocinas a toda velocidad, esquivando enormes cacerolas y muebles. El ruido de las brasas y los cubiertos cubrían los aspavientos de los cocineros a los que sorprendían.

Consiguieron entrar en una habitación de servicio, el lugar donde guardaban los uniformes y las pertenencias de los trabajadores. Impa buscó unas prendas que casaran con su talla y se las lanzó. –Cámbiese, rápido.

Zelda se desnudó lo más rápido que pudo, pero tuvo que romper algunas costuras para poder deshacerse del corsé. Impa entornaba la puerta y miraba por el resquicio, tratando de adelantarse al avance sheikah. Cuando hubo terminado, se puso el uniforme que le había dado su aya.

–Ya estoy –susurró al fin. Impa escrutó el exterior y volvió a tirar de ella. Atravesaron más pasillos y estancias, huyendo de enemigos invisibles. Frente a ellos apareció un nuevo soldado armado con una pica, pero Impa esquivó la lanzada y lo noqueó de un movimiento.

Finalmente llegaron al muelle de carga. Se trataba de una estancia llena de cajas y barriles. En las afueras, dos hombres parecían discutir sobre el precio de la mercancía. Impa se giró hacia ella. –No sé qué está pasando, pero este lugar no es seguro para vos –consiguió decir. También a ella parecía faltarle el aliento–. Debe esconderse hasta que podamos reunirnos.

Zelda abrió los ojos. –¿Cómo que reunirnos? ¿No vienes conmigo?

Impa negó, con una mueca a camino entre una sonrisa y un mohín. –Me reconocerían. –Pareció revisar el aspecto de la princesa. –Y vos también. –Con un gesto rápido, sacó una daga y sesgó lo rojizo de su melena.

Zelda no pudo articular palabra. Bajó la mirada, viendo los restos de lo que habían sido sus tirabuzones. Impa le levantó la barbilla. –Debe ir a un lugar seguro.

–Un lugar seguro –consiguió repetir, asintiendo. Actuaba de forma mecánica, sin procesar lo que ocurría. Estaba en shock. Impa le sostuvo el rostro entre las manos y le dio una cachetada en la mejilla.

–Necesito que se centre. No sé en quién podemos confiar, pero el primer paso es salir de aquí. –Miró a su alrededor. –Se meterá en uno de estos barriles. Alguno de estos carromatos saldrá a Kakariko, así que deberá mantenerse en su interior hasta que llegue allí. ¿Entiende? –Zelda asintió con los ojos húmedos. –Cuando esté allí, diríjase a la posada y espere en un lugar apartado. Iré a buscarla.

–La posada de Kakariko –repitió la princesa.

–Eso es. –Ambas oyeron un ruido. La guardia se acercaba, aunque desconocía si se trataba de hylianos o los sheikah abatiendo a los que se encontraban en su camino. Impa destapó uno de los barriles vacíos. –Venga, métase ya.

Zelda se introdujo con la ayuda de la sheikah, que tenía la tapa en la mano. –Impa, perdóname –dijo Zelda. Las lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas–. Perdona por no confiar… tenía miedo y… padre se puso así.

–Shhh… –la acalló Impa, acariciándole el rostro–. No se preocupe. –Se acercó a ella, haciendo que las frentes de ambas se tocasen. –No pienso dejar que le pase nada malo, princesa. Mi misión es protegerla, y lo haré siempre. –Zelda asintió, tratando de secarse las lágrimas. –Ahora agáchese y no abra esto hasta que se detenga el carromato, ¿entendido?

Con una última mirada, Impa cerró el barril, sumiéndola en la oscuridad.


Notas de autor: Capítulo cortito pero intenso.

Como comenté en las notas anteriores, creo que la relación entre hylianos y sheikah es algo muy curioso de desarrollar, más aún sabiendo el contexto en el que estamos. Los sheikah no son unos simples ninjas, son el brazo ejecutor de la corona. No lo olvidemos. Otra cosa que quería comentar era el cómo me costó encontrar el "olor" de Zelda. Pensé en frutas, flores, sentimientos, de todo. Entre las ideas rechazadas estaban limón, pino y canela. ¿Por qué me decidí por el azahar? Dos motivos. El primero es que me recuerda a cuando iba a de vacaciones con mis padres a la playa (Valencia está llena de naranjos). El segundo y de mayor peso, porque me encanta el roscón de reyes (los que no sepáis qué es, os invito a buscarlo en Google).

Una pequeña reflexión que quería compartir es que nunca he entendido cómo Ganon siempre gana al principio en todas las sagas teniendo 1 trifuerza cuando los "buenos" cuentan con 2. Vale que sea la del poder pero deberían sacarle un poco más de juego.


23-Juliet: Espero que haya quedado claro en este capítulo. Tenemos que pensar que Zelda desconocía todo lo que le había pasado a Link, el trato que había recibido. Por eso no es que ella "evitase" tener que contar con él, es que lo veía como el recurso más útil, uno con el que podía contar. Y luego está el tema que machacan tanto en Creando un héroe, puedes tener sheikah, tecnología o al espíritu santo, pero al final para vencer a Ganon solo hay dos cosas que valgan, la espada maestra y el poder de la diosa, y solo ellos dos los "esgrimen". Cuídate!