07. El Dominio.
Excavada durante miles de años por la erosión del agua y de sus habitantes, el Dominio Zora era una maravilla atemporal. Se presentaba como una enorme cúpula de roca que contenía un lago subterráneo, fuente en la que nacía el río con el mismo nombre. Era la cuna de la vida de Hyrule, el principio de todas las cosas. Gracias a la humedad, en las paredes y bajo el agua crecía un peculiar musgo luminiscente que daba a la enorme gruta un misterioso brillo azulado. Bonitas cascadas se formaban en las distintas cuencas de piedra, iluminándose con el musgo para dar la sensación de tener luz propia. En el Dominio Zora nunca era de noche.
Sumergidos en aquellas singulares, sus habitantes hacían vida. Los zora eran una raza antigua, orgullosa y sabia. Su elevada esperanza de vida les otorgaba la oportunidad de absorber más conocimiento que el resto de formas de vida, sobreviviendo a generaciones de monarcas y vendiendo a alto precio sus consejos. Por otra parte, su anatomía no les permitía alejarse mucho del agua, pues eran torpes fuera de ella y se deshidrataban con facilidad. Aquello les había sumido en un confinamiento involuntario que complicaba el comercio con otras razas. Junto con la complicada localización de su ciudad, la única forma de entrar en contacto con ellos era o en las orillas de los ríos o en el lago Hylia, donde desembocaba el río que nacía en el Dominio.
Zelda caminaba por los húmedos caminos de roca escoltada por Link, comparando con detalle cada recuerdo con el panorama que ahora se hallaba ante ella. Todo era idéntico. Las cascadas, las escaleras esculpidas en la roca, hasta los guardias que custodiaban cada sector del lugar. A pesar de la aparente similitud entre los zora, pequeños detalles como la forma de los ojos o el tamaño de las aletas conseguían que pudiera diferenciarlos a unos de otros. Los encargados de establecer el orden además vestían unas ornamentadas armaduras de escamas plateadas. También resultaban llamativas sus armas, grandes y puntiagudos tridentes.
Pacíficos por naturaleza, el ser recibidos con las armas en ristre fue lo único que pareció salirse de los recuerdos de la princesa. La amabilidad de los zora era bien conocida por todos aquellos que habían corrido el riesgo de ahogarse. La sabiduría de su raza les había hecho grandes objetores de los conflictos armados. Solo atacaban si eran atacados. Y sin embargo, el panorama que se presentaba era distinto. La atmósfera era tensa sin razón aparente, punzante como cada uno de los extremos de los tridentes que apuntaban contra ellos. A su lado, notó cómo Link se tensaba, preparándose para desenvainar la espada al menor atisbo de ser atacado. Zelda levantó ambas manos, en señal de paz.
–Tranquilos, pueden bajar las armas –comentó, diplomática–. No somos ninguna amenaza.
Uno de los guardias esgrimió el tridente contra Link, hostil. –Ni se os ocurra hablar. Depositad todas las armas –ordenó, con el característico tono de voz que tenían los zora.
–Baja ese tridente ahora mismo –comentó Link, calmado como una serpiente de cascabel antes de atacar.
–Link, por favor –dijo Zelda entre dientes–. Dales la maldita espada.
–Las armas –insistió el soldado. Link desenvainó su espalda con lentitud y la colocó en el suelo–. ¿Esas son todas?
Zelda no terminaba de comprender por qué actuaban de esa forma, pero supo que había llegado el momento de jugar sus cartas. –Esto es una ofensa –dijo, irguiendo la barbilla–. Demando hablar con el rey Do Bon en el acto. Estos no son los protocolos que estipulados para una visita real.
Aquello pareció sembrar la duda entre los guardias, que se miraron con confusión. –¿Quién decís que sois? –preguntó el que hasta ahora había permanecido en silencio.
–Soy la princesa Zelda de Hyrule –contestó, mostrando el triángulo que tenía en el dorso de la mano. Había notado la duda en los guardias, así que solo necesitaba presionar un poco más–. Y he venido aquí para hablar con el rey, no para que se nos trate como si fuéramos criminales.
Tras unos segundos de indecisión, los guardias bajaron las armas. –Síganme –dijo el primero de los guardias. Link se agachó a recoger su espada, pero el segundo negó con la cabeza, dejando claro que no entraría gente armada en sus tierras.
Siguieron al hombre por los sinuosos caminos de piedra que recorrían el Dominio. Llamaba la atención cómo unos niños zora chapoteaban en la enorme laguna, rompiendo con la mística calma que envolvía el lugar. Parecían jugar a propulsarse fuera del agua, comparando quién saltaba más alto. Era increíble cómo más allá de las razas, los niños parecían tener comportamientos similares. Zelda se giró hacia Link para comentárselo, pero entonces vio cómo él también miraba a los niños. Sin embargo, su rostro no casaba con el alegre espectáculo que veía. Sus ojos parecían más oscuros que nunca, como el fondo de un pozo sin fondo. Trasmitían un sentimiento agónico y triste que Zelda no supo desenmascarar.
Subieron por unas escaleras donde crecía el musgo azul, lo que al mismo tiempo las iluminaba y evitaba que fueran resbaladizas. Subían en espiral alrededor de una enorme masa de roca. Ésta había sido esculpida y decorada a lo largo de los años, por lo que en sus relieves podían leerse eventos tan antiguos como la misma piedra.
Finalmente llegaron a una zona alta donde unas pequeñas canalizaciones dirigían el agua hasta una cascada, que caía decenas de metros hasta la laguna central. Frente a ellos, unas gruesas puertas de plata de doble hoja guardaban la sala del trono.
Zelda oyó cómo los pasos de Link se silenciaron a su espalda. Se dio la vuelta y lo vio plantado, mirándola con seriedad. Una vez más, había tenido la esperanza de que algo lo hubiera hecho cambiar, de que aquella fuerte convicción se hubiera ido diluyendo. Pensaba que, tras su última discusión, había conseguido establecer una tregua, un alto el fuego provisional que les permitiría trabajar juntos. Por lo visto, se equivocaba.
–Link… –susurró, suplicante.
–He cumplido con mi palabra –respondió él–. Te he traído con los zora. Aquí estarás a salvo, y ellos te protegerán.
–Esto no va a acabar aquí –razonó Zelda–. Traerme no es el objetivo final. Sabes lo que se avecina.
No quiero inmiscuirme en estos asuntos ––dijo Link, tratando de explicarse–. No quiero verme afectado por misiones suicidas, no quiero volver a ver los horrores que he dejado atrás. Esto ya no va conmigo, Zelda.
Zelda suspiró, llevándose la mano al puente de la nariz. No entendía cómo no lo veía, no entendía que esa paz de la que hablaba nunca llegaría si le daba la espalda a todo lo que ocurría a su alrededor. –Claro que va contigo, Link. Tú sigues siendo parte de todo esto, eres parte del reino.
–Sí, pero no soy responsable de lo que le pase –contestó, zanjando el tema. Le dio la espalda, pero entonces pareció recordar algo y volvió a encararla–. Esperaré a que termines tu audiencia con el rey para asegurarme de que todo está bien.
Quería gritar, pero se contuvo. Link parecía hacer un esfuerzo por no levantar la voz, y ella no iba a ser menos. –Nada va a estar bien. Si lo haces para evitar remordimientos de conciencia, puedes irte ahora mismo.
Ahora fue ella la que le dio la espalda. Esperó a que los guardias zora le abrieran la puerta y entró. Hablar con Link de ese tema le bajaba muchísimo el ánimo. Era un recordatorio de lo sola que estaba y de lo mal que estaba yendo todo. Y lo peor era que no conseguía hacerle ver que aunque quisiera darle la espalda al tema, éste acabaría por explotar, dañándolos a todos por igual. Pero tampoco podía quedarse pensando en ello eternamente. Tenía que encontrar un plan B, igual que había intentado hacer con su padre antes.
Lo que necesitaba ahora eran aliados. Por algún motivo los goron se habían aislado pero, con la ayuda de la otra gran raza de Hyrule, quizás podría equilibrar la balanza. Y ya no para pelear con Ganondorf, sino para renegociar con el resto de aliados. A quien más se escucha no es al que grite más alto, sino al que más armas tenga.
Ver de nuevo al rey Do Bon, sentado en el ancestral trono de los zora con su gran envergadura, le trajo recuerdos de su infancia, de cuando su padre la llevó consigo para que conociera el reino del que un día sería responsable. Ya había quedado sorprendida en aquel viaje por ver ciudadanos zora con sus propios ojos, pero ver a alguien de semejante tamaño, con la corta edad que ella tenía en aquel entonces, le impactó muchísimo.
El rey tenía una piel azulada y fina, sin cabello ni imperfecciones, así como unos ojos de color violeta, algo común entre su raza. Sin embargo, ahí acababan las similitudes con el resto de su pueblo. A diferencia de la estilizada figura que solían tener los zora, el rey Do Bon era grueso y desproporcionado, con una enorme barriga y unos brazos y piernas pequeños y flacos. Sus aletas parecían haber menguado, como los pétalos de una flor seca, y ahora no eran más que una sombra de lo que fueron. Todo aquello parecía empequeñecer la enorme corona dorada que llevaba sobre la cabeza, a su vez coronada con un rubí del tamaño de un puño.
Los recuerdos que tenía del rey eran de un gigante pez azul que trataba de ser amable para que ella dejara de esconderse detrás de las piernas de su padre. Una vez más, aquel recuerdo parecía desdibujarse con la realidad veía ahora. Volvió a percibir el aura de hostilidad que llevaba respirando desde que entró allí. No obstante, aquello contrastó con la sonrisa que vio en el rostro del rey.
–No lo puedo creer –exclamó, con su cadencioso acento–. La princesa Zelda. Por favor, tome asiento, no se quede ahí de pie.
Zelda sonrió, agradecida por el detalle de ser reconocida a pesar de su lamentable aspecto. –Hola de nuevo, majestad –dijo, haciendo una elegante reverencia y sentándose frente al rey.
–Me alegra mucho teneros aquí, aunque lo cierto es que no os esperábamos. No aún, al menos –comentó. Parecía estar al tanto de la situación actual–. ¿Os mandó venir el rey? ¿Qué tal está, por cierto?
Zelda negó, con una sonrisa de disculpa. –No, vine por motu proprio. Y mi padre, bueno, ya sabéis, está preocupado por la situación.
–Oh, ya veo. ¿Habéis tenido problemas para llegar? ¿Han sido vuestros hombres correctamente atendidos?
–Bueno, la verdad es que nos sorprendió que los guardias estuvieran tan… –No encontraba un eufemismo para describir lo hostiles que se habían comportado.
–Hahaha tranquila, princesa –rio Bo Don, haciendo que le temblaran las carnes–, no tenéis que ser tan correcta. Las medidas han sido tomadas acordes a los tiempos que vivimos.
–Tiene toda la razón –coincidió la princesa–. Además, en cuanto me identifiqué me llevaron ante vos.
Do Bon asintió con su enorme cabeza, complacido. –Por supuesto, por supuesto. Es muy de agradecer vuestra consideración. Es en momentos difíciles como este donde deben brillar las alianzas.
Zelda se sorprendió por la sencillez con la que estaba desarrollándose aquella reunión. Había esperado tener que ir con rodeos, pero parecía que el rey zora estaba muy concienciado con la causa, una actitud que parecía brillar por su ausencia en los últimos tiempos.
–Y sin duda ese es el motivo por el que estoy aquí –dijo ella–. Debemos acabar con esta amenaza antes de que nuestros pueblos se vean realmente afectados.
Aquello pareció confundir al rey, que calló un momento, frunciendo el ceño. Su rostro, de por sí poco agraciado, parecía empeorar cuando las arrugas plegaban su piel ante un enfado. –Nuestro pueblo ha sido más que ultrajado, princesa.
La princesa se mantuvo en silencio, extrañada. Que ella tuviera conocimiento, las gerudo no habían comenzado ninguna acción contra los zora, no directamente al menos. Aquello significaba una nueva escalada en la amenaza; debían actuar.
–No tenía muy claras sus intenciones, pero la vía de la diplomacia es inadmisible. No apoyaré ninguna acción que no sea contundente de verdad –continuó–. Los eufemismos y politiqueos no funcionan con esa gente.
Ante aquel discurso, Zelda tuvo que contener una carcajada. El rey Do Bon parecía estar usurpándole el papel que ella misma preveía que tendría que hacer. Con aquella disposición, las cosas serían mucho más sencillas.
–Creo que ha debido de malinterpretarme, majestad –contestó ella–. Mi intención al venir aquí era la de solicitar el apoyo de sus tropas. A pesar de la mala imagen que podamos dar al pueblo llano, es responsabilidad nuestra, los gobernantes, velar por su seguridad. Y llegado este punto, veo complicado cualquier solución distinta a vía militar.
El rey Do Bon miraba a Zelda con un nuevo y agradable respeto. No la veía como una niña o una princesa estúpida cuya opinión acerca de la política exterior era irrelevante. Era extraño que el rey estuviera tan férreamente de acuerdo con su planteamiento, pero también había sido raro el comportamiento de su padre, el de los goron, o la insubordinación de Link.
–Si lo que dice es cierto, puede contar plenamente con nosotros –dijo el rey–. No creo que sirva de mucho por la geografía, pero el control de los ríos está asegurado, y podremos utilizarlos para movilizar víveres y tropas.
Zelda se llevó la mano al mentón, pensativa. La opción por la que había abogado su padre, a pesar de estar inmerso en su locura, era la de forzar un asedio en la Ciudadela. El río Zora lo rodeaba, lo que facilitaría mucho el combate directo. Por otra parte, si conseguía contar con las fuerzas del resto de razas, podría alejar el conflicto de su gente y llevarlo a sus tierras.
Si bien era cierto que las gerudo vivían en el desierto, la entrada a la Fortaleza estaba delimitada por el cauce del río Hylia; sería de gran ayuda poder controlar el Valle. Eso dejaba un único problema. Necesitaban tener la fuerza necesaria para combatir a Ganondorf en el desierto. Echó un vistazo a rey y en su corona vio la solución.
–Tengo otra petición –comenzó. Sabía que era un tema delicado, pero ya que había roto la baraja, debía aprovecharlo al máximo–. Necesitaría el zafiro mi familia os confió y tan bien habéis estado custodiando todo este tiempo. La Espada Destructora del Mal será lo que desequilibre la balanza a nuestro favor.
El rey Do Bon comenzó a toser, como si no hubiera previsto aquella petición. –Ah, el zafiro, sí –carraspeó–. Tampoco creo que sea necesario para subyugar a los traidores, con nuestras fuerzas combinadas podríamos acabar con ellos sin problema.
–No dudo en la valía de nuestros hombres, pero debemos aprovechar todas las herramientas a nuestro favor –insistió. Comprendía la reticencia de los zora para devolver su más valiosa reliquia, pero tenía que hacerle ver lo peligroso que podría ser fracasar.
–Lo siento, pero sigo viéndolo innecesario –dijo Do Bon–. Además, de nada les serviría tener nuestra llave si no cuentan con el resto de ellas.
Zelda asintió, paciente. –Por supuesto, contábamos con que usted serían la bandera de esta alianza. Es muy probable que una vez conocida, los goron la secunden y nos presten su rubí.
El silencio hizo aparición en la sala del trono. Do Bon la miraba, perplejo, como si hubiera dicho una locura. Zelda comenzó a repasar mentalmente la conversación por si así había sido. Un sentimiento de inseguridad comenzó a florecer en su interior; todo estaba yendo bien.
–Perdón, ¿he dicho algo raro?
Durante la conversación, el rey zora había mantenido una expresión de satisfacción, se deleitaba ante sus palabras. Después se ha había mostrado incómodo ante la mención del zafiro y, tras el silencio, su rostro se había congelado en un rictus de perplejidad. Ahora parecía romperse de nuevo, congestionándose de la ira.
–¿Te estás burlando de mí? –preguntó, tuteándola. Había un deje amenazante en su rostro.
–Por supuesto que no.
–¿No? Porque eso es exactamente lo que parece –contestó.
Zelda no entendía nada. ¿Por qué se iba a reír de él? Estaba claro que ella era la principal beneficiada de la alianza. –Su majestad, no entiendo qué he podido decir para confundirle, pero mi intención es derrotar al mal igual que usted.
El rey Bo Don se puso en pie, haciendo retumbar el suelo. El pulso de la princesa se aceleró. No es que tuviera miedo de él, pero era notablemente más grande, y en un arrebato de ira podría llamar a sus guardias.
–¿Me dices que quieres derrotar al mal aliándote con él? ¿Qué disparate es ese?
–¿Cómo que aliándome con el mal? –preguntó Zelda, extrañada. Entonces entendió–. ¿Los goron? Los goron no son el mal.
–Por supuesto que son el mal, son los traidores a la paz del reino.
–No entiendo de qué está hablando, majestad –consiguió decir Zelda–. El mal está en el oeste, el pueblo gerudo que se alza contra la corona.
El rey la miró con sus grandes ojos violetas, que irradiaban ira y desprecio. –¿Las gerudo? ¿Por haber dicho que se separaban de vuestro reino? ¿Ese es el mal que queréis erradicar?
Aquello era lo más complicado, al igual que doce años atrás, era difícil convencer a la gente de un mal que aún no había ocurrido. La prevención siempre estaba minusvalorada porque no implicaba solucionar problemas, sino evitarlos. Era un remedio más eficaz pero menos vistoso.
El rostro del rey pareció relajarse como las aguas de un estanque –Escúchame, niña. No es momento de jugar a las batallitas. Vuelve con tu padre y dile que venga él mismo en persona o…
El tono condescendiente que utilizó fue como una bomba en el interior de la princesa. La flor de la inseguridad que crecía en su interior pareció cerrarse, creciendo en su lugar multitud de espinas. Se puso en pie de golpe y tiró la silla en la que se sentaba hacia atrás.
–Ya está bien de faltarme al respeto de esa forma –gritó. Había sido la gota que colmaba el vaso–. No soy una niña, y le he tratado con la suficiente educación para ser tratada del mismo modo. Hemos tenido un recibimiento lamentable, y más lamentables están siendo sus formas para conmigo. –Señaló al rey con su mano derecha mientras el dorso de la misma comenzaba a vibrar. –Y, sobre todo, no olvide con quién está hablando.
El rey, sorprendido por el arrebato del carácter de la princesa, volvió a sentarse en su tono. Parecía verla de nuevo, como si hasta ahora hubiera llevado una careta y ahora hubieran cortado los hilos que la sujetaban. La princesa se mantuvo de pie un tiempo más, tratando de normalizar su respiración. Cuando lo consiguió, volvió a sentarse.
–Discúlpame –dijo al fin. No volvería a gritarle, pero tampoco merecía un trato más respetuoso–. Están siendo unos días complicados.
El rey se mantuvo en silencio un rato, sopesando sus palabras. Alzó de nuevo el rostro, con un gesto más tranquilo. –Lo mismo digo, princesa. Mi comportamiento con usted ha estado lejos de ser el adecuado. Le pido perdón.
Zelda soltó todo el aire que tenía en los pulmones. La tensión la había atenazado como un brazo invisible, pero poco a poco volvía a recuperarse. –Creo que durante esta conversación hemos sufrido un malentendido.
El rey zora volvió a fruncir el ceño. Su enfado seguía siendo palpable, pero con una considerable prudencia. –Eso me temo, princesa. Y siento que hemos estado perdiendo el tiempo. Mi pueblo no la apoyará en su empresa.
Muy a su pesar, esa actitud era la que había estado temiéndose desde el principio. Aquella primera aceptación de su plan parecía demasiado buena para ser cierta, y así era. Sin embargo, seguía sin conocer los motivos de tal negativa.
–Entiendo que pueda considerar como algo menor la pérdida de poder de la corona en la zona gerudo, pero puedo asegurarle que esto solo es el principio de algo mucho mayor –insistió. Tenía que convencerlo, necesitaba su apoyo–. El mal que se alza en el desierto es el peor al que nuestra generación se enfrentará.
El rey permanecía impasible, tanto por su gesto como por su ceño. –Veo que sigue sin entenderlo. Más allá de las discrepancias que pueda tener con el modo en que está enfocando el problema gerudo, nuestra negativa se debe a que este pueblo no tomará partido en cualquier campaña en la que los goron estén incluidos, igual que no apoyaremos a ningún reino que se alíe con ellos.
Repasando de nuevo el intercambio de ideas que había tenido antes con los zora, se había dado cuenta que todo se había tratado de un malentendido. Cada vez que ella comentaba las medidas bélicas a tomar, lo hacía refiriéndose a las gerudo, mientras que el rey zora lo hacía con los goron. Si bien era cierto que ambas razas nunca habían terminado de congeniar, aquel rechazo tan visceral escapaba de su comprensión.
–No entiendo qué conflicto tenéis con los goron –dijo Zelda con sinceridad.
El rey zora volvió a contestarla con silencio. Zelda temió haber vuelto a equivocarse u ofender al monarca, pero él mismo se encargó de romperlo. –No os habéis enterado, ¿verdad?
Zelda lo miró, confusa. –¿Enterarme de qué?
Notas de autor: Este capítulo es algo corto, pero tenía que parar aquí. Siempre que pienso en los Zora se me vienen a la cabeza los elfos del Señor de los Anillos y el bosque de Lothlórien. Creo que en la saga no se le saca el suficiente partido al hecho de que sean tan viejos y del conocimiento que pueden llegar a tener. Es cierto que en BoTW sí lo exploran un poco más, pero quería seguir tirando del hilo.
El tema de la conversación con Do Bon me gustó mucho. Me encantan las conversaciones que no son del todo explícitas. No sé si quedó bien, pero desde luego me divertí escribiéndolo. Además, así puedo aprovechar a Zelda porque, habiéndose criado en la corte, su experiencia con las "aventuras" es muy limitada. Gracias a este tipo de politiqueo puedo sacar a relucir lo lista que es realmente.
Sakura: Sí. Es que justo te uniste en un momento de caos. Todos los viernes habrá capítulo nuevo.
23-Juliet: Me gusta que te hayas dado cuenta. Como puedes ver, esta parte del fic (Parte 1) se llama Héroe. Esto tiene un motivo de ser, y es que quería explorar más a Link y a su dramita del volver al pasado. Zelda se irá introduciendo más lentamente por dos motivos. El primero es que su personaje aún no ha explotado, pero el segundo también tiene que ver con lo que comento en estas notas de autor. Por lo que ocurre en este momento en la historia, no tiene muchos momentos en los que brillar, y eso obliga a que su desarrollo sea más difícil de ver. Tiempo al tiempo. En cuanto a lo que comentas de la Trifuerza, yo entendí que la Trifuerza quedaba sellada en la línea del Link adulto, pero no en la del niño. De hecho, me cuadra (especulo) que al volver Link, atrajera el pedazo del Valor. Lo que ya no es especulación es que al principio del Twilight, Ganondorf tiene la trifuerza del Poder. Suponiendo que esos eventos ocurrieran más cerca de OoT que de TP, me cuadra que esa parte siempre hubiera estado con él, y que por esa regla de tres (nunca mejor dicho) cada pezado estuviera con cada personaje.
