Capítulo 10. Entre barrotes.

Link eliminó de su cabeza todo pensamiento en el que estuviera Zelda. Ya se había distraído suficiente mientras le enseñaba a tirar con arco. De hecho, aquella negligencia podía haberle costado la vida a ambos. No podía permitirse que su le pasara factura, y menos aún tratándose de "ella".

Cuando hubo vaciado la carreta se acercó a Ingo. –Voy a levantarla en vilo. ¿Podrás encajar la rueda de nuevo?

–Sí, creo que sí –respondió Ingo, haciéndola rodar por la montaña–. Oye, tu amiga me suena de algo. ¿La conozco?

La falta de consideración por parte de Ingo hacia todo lo que no fuera él no pillaba de nuevas a Link. –Quizás la hayas visto algún día por Kakariko.

–¿Y qué haces con una chica de Kakariko? ¿Lo sabe Malon? –preguntó Ingo, con la malicia pintada en el rostro–. Seguro que no le hace ninguna gracia.

–Me la encontré en la Pradera, igual que a ti –improvisó Link, colocándose tras la carreta–. A lo mejor le molesta más que te esté ayudando.

–Lo que tú digas. –Ingo cogió la rueda de madera y la llevó rodando hasta el eje del que se había salido.

Solo faltaba que Link levantara la carreta para introducirla, pero éste no se movía. –Ingo, necesito que me hagas un favor. –Desenvainó la espada, haciendo que el viejo comerciante diera un paso atrás. –Tienes que ir al rancho y cuidar de Malon hasta que vaya yo.

Ingo lo miró, sopesando sus posibilidades. Al mirar la rueda fue consciente de que Link no le ayudaría hasta que aceptara su propuesta. –¿Por qué no vas tú a cuidar de ella? Yo tengo que volver a la Ciudadela.

–¿Acaso no has visto cómo se llenó Kakariko de gente? Estaban huyendo de allí.

–Por eso mismo –respondió Ingo–. Necesito comprar mercancía para venderla en Kakariko. Ahora la necesitarán más que nunca.

La forma retorcida forma que tenía Ingo de ver el mundo, sin matices ni empatía, conseguía enervar a Link. Sabía que esa era su forma de ser, pero seguía sin poder asumir que pudiera haber gente tan egoísta en el mundo. Sin embargo, no podría convencerlo por la fuerza, tenía que abogar por sus puntos débiles.

–No es eso, están huyendo porque habrá un enfrentamiento allí. Cerrarán la Ciudadela para forzar un asedio. –No estaba seguro de que fuera buena idea contárselo, pero en ocasiones era mejor ir con la verdad por delante que ir encadenando mentiras.

Ingo frunció el ceño, confuso. Aquel silencio hizo suponer a Link que estaba asimilando una información que desconocía. –Entonces… entonces razón de más para ir allí. Debo comprar todo lo que pueda antes de que cierren las puertas.

–Estás hablando como si el problema fuese que te dejaran fuera y no pudieras comprar nada –dijo Link, con tranquilidad.

–Exacto. Ese es precisamente el problema. Debo llegar allí antes de que cierren todo.

–¿Y no has pensado que podría ser al revés?

–¿Cómo al revés? –preguntó, confundido.

Link sonrió. Lo tenía donde lo quería. –Imagínate que cierran las puertas estando tú dentro. Imagina que te quedas en una Ciudadela a la que no pueden entrar comerciantes, donde la comida se va agotando y existe la posibilidad de que el ejército enemigo la tome. Sería una ratonera, y tú morirías dentro, como una… ¿rata?

A medida que hablaba, el rostro de Ingo se iba quedando blanco. Link era consciente de que la situación que narraba era improbable. Los graneros de la Ciudadela eran inmensos y, en el peor de los casos, el asedio en la parte cercana al río podría romperse. Pero improbable no es imposible, y aquella situación tenía todos los miedos que atormentaban a aquel ruin vendedor.

–Y ahora también está el problema de los monstruos. Necesito que cuides de Malon. –Dejó el arma sobre el carro. –Te llevarás mi espada. Si ocurriera algo solo tienes que cerrar todas las puertas y aguantar hasta que llegue ayuda. Nadie te pide que seas un héroe.

Sabía que no podía confiar en Ingo, y que cabía la posibilidad de que huyera, pero tenía que intentarlo. En el peor de los casos, Malon estaría sobre aviso de la existencia de esos seres.

–¿Cuándo llegarías tú?

Link frunció el ceño. No sabía el tiempo que les llevaría llegar a la Montaña de la Muerte y volver, pero ver a Malon también era una prioridad. –No creo que me llevase mucho tiempo. A lo sumo una semana, pero supongo que menos.

–Está bien, entonces. Me quedaré con ella hasta que vuelvas –asintió Ingo, solemne.

Link se alegró, pero no se permitió mostrarlo. Ingo era como un depredador, no había que mostrar señales de debilidad o se aprovecharía de ellas. Tiró con fuerza de la carreta, levantándola a pulso por el lado en que faltaba la rueda. Ingo aprovechó para colocarla, y al terminar, estaba perfectamente nivelada.

Ingo se llevó las manos a las caderas. –Ha quedado bien, gracias.

–Agradécemelo cuidando de Malon –respondió Link, acercándose a Dove.

Echó un último vistazo atrás, viendo cómo se alejaba la carreta del comerciante, y puso rumbo a Kakariko. Lo más probable fuera que Malon tuviera que cuidar de él y no al revés, pero prefería que estuviera acompañada aunque después se lo reprochara.

El Sol comenzaba a acercarse al horizonte, tiñendo el bello cielo de Hyrule de lila y los jirones de nubes de un brillante naranja. Hacía tiempo que Link no se detenía a observar aquel paisaje. Durante mucho tiempo, no había sido consciente de ello, pero ahora no lo hacía porque tenía un cometido que realizar, y el tiempo jugaba en su contra. Aquel estrés lo mantenía vivo.

Cuando cruzó el puente, puso a Dove a galope. Tras la charla con Ingo y el posterior paseo a trote, había recuperado fuerzas. Exprimió de ella todo lo que el animal pudo dar de sí, lo cual era bastante poco comparada con Epona. Aun con esas, prefería esa situación a que Zelda pudiera sufrir algún daño. Suficiente descuidado había sido ya.

Tardó poco tiempo en llegar a Kakariko y, pese a que seguía igual de atestado, se sentía cierto orden entre la gente. Si sus suposiciones eran correctas, todas esas personas se quedarían en Kakariko hasta que se normalizase la situación en la Ciudadela, aunque no supiera cuándo podría ser eso. Por suerte, con el Carnaval del Tiempo en ciernes el ambiente parecía más positivo, ajeno a la posibilidad de una guerra inminente.

Antes de reunirse con Zelda fue a la herrería. Al haberle dado la espada a Ingo, se había quedado desarmado y, si bien era cierto que tenía intención de volver al Rancho en cuanto le fuera posible, no estaría de más que Malon también tuviera una. A diferencia de la mayoría de comercios, no estaba atestada. En aquella época estaba de moda comprar máscaras talladas en madera y ahora que la población de Kakariko se había llenado de extranjeros, forzosos o no, tendrían incluso más demanda como souvenir.

El herrero, Zauz, conocía a Link de hacía bastante tiempo, pero únicamente por arreglarle herramientas de campo. Tenía una nariz prominente y recogía su cabello pelirrojo en una trenza para que no le molestase. Sus musculosos brazos y su ancho pecho revelaban su profesión.

–¿Una espada? –preguntó el herrero, con una sonrisa bonachona–. Es raro que me pidas algo así. –Link se encogió de hombros. –¿Tenías algo en mente?

–En realidad no quiero nada complicado. Me serviría una espada que ya tengas hecha –dijo Link, echando un vistazo más allá del mostrador de la herrería–. Eso sí, necesito que no sea muy grande. Una empuñadura pequeña y bien equilibrada.

–¿No es para ti?

Link negó con la cabeza, pero no dijo nada más. Zauz se perdió entre los barriles de su tienda. Debía de saber exactamente lo que buscaba, porque no revisó en ninguno de ellos. Al poco tiempo volvió con una espada corta cuya hoja medía brazo y medio de larga.

Con un floreo, Zauz la desenvainó y se la ofreció a Link por la empuñadura. Éste la sostuvo, imaginando cómo se sentiría Malon al esgrimirla, si se adaptaría a su mano y si se vería cómoda al moverse con ella. Lo cierto es que no se la imaginaba utilizándola, y tampoco quería imaginar una situación en la que tuviese que hacerlo. El herrero pareció leerle el rostro.

–Si tan mal se van a poner las cosas, quizás sería mejor que os vinierais a Kakariko un tiempo. Total, dos más no creo que hagan la diferencia.

Aquella idea ya le había pasado por la cabeza. Sería únicamente para Malon, por supuesto, ya que él tendría ir con la princesa de un lugar a otro hasta que todo se solucionara, pero incluso así, si el número de monstruos repuntaba, se tendrían que plantear ir al pueblo por un tiempo. Lo que más le angustiaba era la seguridad de Malon, pero el otro gran problema era la cabezonería de la misma. Hacerle abandonar el Rancho donde se había criado y que su padre había levantado con sus propias manos iba a ser una tarea tan complicada como derrotar al mismísimo Ganondorf.

Tras pagar y despedirse del herrero, Link puso rumbo a la zona noroeste de Kakariko, al Sendero de la Montaña de la Muerte. Para entonces el Sol ya se había perdido, y un ambiente púrpura reinaba en el pueblo. El viento era fresco y hacía bailar los adornos de la fiesta. La gente iba retirándose de la calle a sus casas y posadas, encendiendo chimeneas que iluminaban las ventanas. Solo el molino, con sus enormes aspas, parecía ajeno a tiempo o temperatura.

Link subió las escaleras dejándose iluminar por los últimos retazos de luz que reflejaban las nubes. En la parte más alta vio una figura de pie. No sabía si la encontraría allí o habría vuelto a alquilar una habitación en la posada. Si así había sido, esperaba que hubiera encontrado el saco de rupias que guardaba en las alforjas de Epona.

Arriba se encontró con un soldado uniformado, pero no el mismo de la otra ocasión. Este parecía descansado, así que supuso que venía a cubrir la nueva guardia. Cuando llegó a su altura, el hombre, le cortó el paso.

–Buenas noches –saludó–. ¿Adónde va?

–A Ciudad Goron, aunque supongo que mañana. ¿Ha visto a una chica con una autorización real para cruzar?

El hombre frunció el ceño. –No ha venido nadie con una autorización real, que yo sepa.

–Puede que viniera en el turno anterior.

–No –contestó–. Según los protocolos, si existe alguien con autorización, se nos informa para estar sobre aviso.

Aquello no le gustó. Si no habían dado parte de aquello significaba que Zelda no había entregado la autorización. Podría darse el caso de que ni siquiera hubiera llegado a Kakariko. Aquello agobió a Link, que sintió cómo se le retorcía el estómago. Apenas había pasado un día desde que había prometido cuidar de ella y ya había fracasado dos veces. Se giró de vuelta al pueblo, en dirección a la posada. Tendría que comprobar si habían dejado a Epona allí. Aquello serviría para descartar que Zelda estuviera o no en el pueblo. Sin embargo, el hombre le retuvo.

–Oiga, ¿va todo bien?

El ofrecimiento del hombre le devolvió a la realidad. Ellos eran soldados, y tendría más posibilidad de encontrarla si colaborase con ellos. –Es que no sé dónde puede estar mi acompañante. Es una chica rubia, alta… guapa, supongo.

El hombre asintió con seriedad. Se quedó callado un momento, y después miró a Link con desconfianza. –¿Tenía el pelo corto? –Asintió. –¿Y era malhablada? ¿Sin modales?

Link maldijo en voz baja. –¿Sabe quién es? ¿Dónde está?

El rostro del soldado se endureció. –Esa vándala vino en el turno anterior. Por lo visto trató de cruzar y, como no la dejaron, agredió al soldado y tuvo que ser reducida.

Link dio un paso atrás, sorprendido. –Oh, Diosas. –No cabía en su cabeza que, por mucho genio que tuviera, acabase atacando a un guardia. –¿Dónde está la chica?

El hombre torció el gesto, no contento por el interés de Link hacia aquella maleante. –Donde debe estar la gente de su calaña, en el calabozo.


Los calabozos de Kakariko eran rudimentarios y simples. Dos estancias, una frente a la otra, cada una de ellas divididas en dos por un muro de piedra. Las paredes de éstas eran gruesas en cada uno de sus tres lados, mientras que el cuarto estaba hecho de barrotes metálicos. También había un banco de madera y un camastro de paja. Por último, una vasija para hacer sus necesidades.

Zelda tragó saliva. Veía cómo las paredes se acercaban a ella, reducían su espacio, aprisionándola. Sentía un nudo en el estómago que le ardía como una bola de fuego. La angustia no le dejaba respirar. Sudaba, pero tenía frío. Una vez más, las cosas salían mal. Los monstruos rondaban libres por la Pradera, Ganondorf preparaba un golpe letal al reino, y en su camino no hacían más que aparecer obstáculos y errores que ella misma cometía. Link le había hecho sentir lo crítico de la situación, lo importante que era para él terminar toda esa empresa cuanto antes para poder volver al Rancho, y ahora se veía allí, atrapada por un malentendido. Tenía miedo de que Link la reprendiera, de que a Malon le ocurriera algo por su culpa, de que, por más que luchase, todo acabase saliendo mal.

Allí, encerrada entre aquellos barrotes, se sentía presa. No presa como una convicta, se sentía lastrada, imposibilitada de hacer lo que debía. La angustia se debía a todo lo que debía hacer pero que no tenía tiempo. El reloj era un arco, y los segundos, flechas que se disparaban contra ella.

Apoyó la frente contra los barrotes, analizando por enésima vez el último error que había cometido. Por un desliz, por una falta de respeto, había perdido la carta que había escrito en el Dominio, el único avance que había conseguido tras el viaje a la tierra de los zora. Habiéndolo perdido, volvían al punto de partida, no tenían salvoconducto para llegar a Ciudad Goron y conseguir la ayuda de esa raza. Por si no fuera suficiente, una voz en su interior la culpaba, la acobardaba y le susurraba sus peores augurios. Su propia inseguridad le hablaba de traiciones, de que Link se hartara de ella y, al no verla en el lugar en el que habían quedado, desdijera sus palabras y la condenara a enfrentarse sola al problema.

Esos pensamientos le suscitaron la necesidad de intentar hablar con el guardia de nuevo, de hacer algo para romper aquel bloqueo. –Por favor, escúcheme. Esto es un malentendido.

El guardia apostado en la entrada, repanchingado en una silla y con los pies sobre la mesa suspiró, harto de ella. –¿Por qué no te callas de una vez?

–Es que deberíais dejarme salir de aquí. Soy la princesa de Hyrule –respondió Zelda. Había desistido de mantener el anonimato por una sencilla razón, nadie la creía. Otra losa más que empeoraba su situación, siéndole negada hasta su propia identidad.

–Lo que eres es una salvaje que ha agredido a un soldado.

–No le agredí, de verdad –contestó Zelda, luchando entre gritar o llorar. Aquel estúpido guardia había tergiversado los hechos a su favor–. Lo único que hice fue gritarle porque no dejaba de burlarse de mí.

–Ya claro… –respondió el soldado, sin hacerle demasiado caso.

–Hahaha, qué shiak más graciosa –rio una voz femenina al otro lado de la pared.

Zelda se acercó a ella por inercia, necesitando un estímulo para no romperse. –No sabía que tenía una compañera.

–Ya ves, separadas por un palmo de piedra –contestó–. ¿De verdad pegaste al guardia?

–Claro que no –negó Zelda, dejando que el enfado le ganase la partida a la ansiedad. La mujer al otro lado de la pared volvió a reír–. Y tú, ¿por qué estás aquí?

–Digamos que me pillaron colándome donde no debía –respondió. Tenía un extraño acento que no terminaba de localizar, una cadencia en las palabras que le recordaba al calor y a comidas exóticas–. Y yo sí que noqueé a uno o dos soldados.

–Pues mira, me alegra que lo hicieras –contestó Zelda, tratando de cargar en su voz todo el veneno posible. Después apoyó la espalda en la pared que las separaba. –No eres de por aquí, ¿verdad?

–No, soy la princesa de un reino lejano. Vengo de palacio –bromeó.

–Ya, seguro que sí –contestó Zelda con sarcasmo. Hasta las reclusas se reían de ella–. Que sepas que en Hyrule vivimos en un castillo, no en un palacio.

–En nuestro reino tampoco tenemos palacio. Tenemos un patio enorme en el que poder entrenar. Es mejor que estar en un jardín o en una biblioteca, encerrada entre libros.

Una punzada de nostalgia se coló en el corazón de la princesa, añoraba su biblioteca. Era un remanso de paz, un refugio donde poder aislarse de las intrigas y tensiones del reino, donde podía ser ella misma, coger un libro y tumbarse en un sofá sin tener que preocuparse de sentarse correctamente o de no hacerle arrugas al vestido. Aquel recuerdo le incendió la garganta.

–A mí me encanta la biblioteca. Tengo infinidad de libros que leer –dijo Zelda, más para sí misma que para su anónima compañera.

–Sí que pareces una princesa –reconoció la mujer.

Zelda suspiró, abatida. –¿Qué más da? Aunque tuviera un cartel en la frente que lo dijera, nadie me creería –dijo, disgustada–. Diosas, no me hacía a la idea de que la realeza estuviera tan distanciada del pueblo.

Era algo en lo que había reflexionado desde la primera negativa del soldado, antes de ir al Dominio. La figura de la monarquía en el pueblo estaba muy presente, la respetaban y adoraban a partes iguales; había un enorme castillo y multitud de leyendas que se lo recordaban día tras día. Pero a la hora de la verdad, pocos sabían cuáles eran sus funciones o el peso real de sus gobernantes; prácticamente ninguno conocía el rostro de su rey, así que menos aún del resto de la familia.

Aquel silencio reflexivo fue interrumpido por la voz tras la pared. –¿De verdad sois la princesa? ¿La princesa Zelda? –preguntó, cautelosa.

–Sí, aunque no tengo un papel firmado que lo demuestre.

Notó el ruido que hizo la mujer al ponerse en pie. –Princesa, hay algo que debéis saber. Estáis en grave peligro. Vos y todo el reino.

El tono alarmista de aquella voz la reactivó. –¿Cómo que en peligro?

–Ganondorf está enmascarando un golpe de estado –dijo la voz–. Habla de paz e independencia para no levantar alarmismo en el exterior, pero su intención es la Corona Real. Ya ha movido ficha, empezando por el Valle.

Zelda sintió que la angustia volvía a trepar por su cuerpo. Nacía del estómago como una planta, se enraizaba en él y hacía que los brotes se retorcieran en su garganta. Hizo un esfuerzo por procesar la información, por mantener ocupada su cabeza. Aún no había pruebas irrefutables que respaldaran lo que estaba diciendo, pero ella desde el primer momento había desconfiado de Ganondorf y sus movimientos en el oeste. Lo que aquella misteriosa mujer le estaba comentando confirmaba todas sus sospechas. Sin embargo, había algo que no encajaba.

–Se están preparando para atacar la Ciudadela. Hubo gente que se opuso, así que los silenciaron, pero ahora ya no tiene oposición –continuó–. Dentro de poco Ganondorf y sus seguidores serán imparables. Tenéis que hacer algo antes de que sea demasiado tarde.

–¿Y tú cómo sabes todo eso? ¿Quién eres? –contestó, poniéndose en pie y tratando de sacar la oreja de entre los barrotes.

La mujer tardó un momento en responder. –Soy una gerudo. Conseguí escapar de allí y vine a buscaros. Hice parada en Kakariko antes de asaltar la Ciudadela, pero me detuvieron aquí.

De pronto cayó en la palabra que había utilizado antes, "shiak". Cómo no. Por otro lado, una mujer gerudo escapando del régimen de Ganondorf intentando entregar información al enemigo era una situación que no había previsto. No había previsto voces discordantes mientras gobernase el "elegido" por las gerudo. Pero tenía cierta lógica, podía haber voces discrepantes, gente que se opusiera a un enfrentamiento contra la Corona Real.

Aun así, podía tratarse de una trapa, una falsa información que desviase su atención de algo más importante. En ese caso, ¿qué ganaba? ¿En qué podría engañarla? Las preguntas se bloqueaban en su cabeza. No tenía información para contrastar, estaba atrapada, en todos los sentidos.

–Princesa, escuchadme. Hay algo aún más importante que debéis saber…

–¿Qué dices que quieres? –interrumpió el guardia, en voz alta. Parecía haber llegado alguien–. Sí, está ahí, pero ¿por qué quieres hablar con ella? –Se oyó el ruido de rupias sobre la mesa. –Está bien, tienes cinco minutos.

A los pocos segundos apareció Link con el rostro congestionado de correr. El alivio que sintió al verle fue tal que las piernas le temblaron. Notó como se le anegaban los ojos, pero hizo un esfuerzo titánico para que las lágrimas no se desbordasen. La duda de que no viniera le había atormentado desde el momento en que había pisado aquella celda, pero ahí estaba él, cumpliendo su palabra.

El rubio también pareció sentir cierto alivio al verla. No había caído en que podría haberlo preocupado. Un sentimiento tibio creció en su pecho, el nudo en su estómago se deshacía. Ambos se encontraron, cara a cara, separados escasos centímetros por los barrotes de hierro.

–Oh, Diosas… estás… –dijo ella.

–¿Acaso eres tonta? –interrumpió Link, con su usual amabilidad–. ¿Se puede saber qué has hecho? Tenías que esperarme en el Sendero, no hacer que te encarcelaran. ¿Quién en su sano juicio pega a un soldado?

Aquel comentario estuvo a punto de romper el frágil equilibrio en el que se encontraba. –Lo siento… Yo no… No he pegado a nadie. Por favor, no me hables así.

–¿Por qué no te dejó entrar? Era un documento real –preguntó Link, restándole importancia a las formas.

–Dijo que lo había falsificado, ni siquiera lo leyó.

Link miró hacia abajo, frunciendo el ceño. –Menudo imbécil –gruñó. Después volvió a mirarla–. Pero da igual, tenías que esperarme. Podríamos haberle convencido o algo. No puedes perder el control de esa…

–Lo sé, lo sé –contestó Zelda con voz quebrada, incapaz de sostenerle la mirada.

Los ojos de Link la miraron con prudencia. Parecía haberse dado cuenta del estado en el que se encontraba. –¿Estás bien?

Zelda asintió, haciendo un último esfuerzo por no llorar. Cerró los ojos con fuerza. Había problemas que resolver. –Ganondorf está planeando un ataque a la Ciudadela. Está reprimiendo a su propio pueblo.

Parte de aquella información ya la conocía. Él era una de las pocas personas que en ningún momento había creído la máscara de Ganondorf, aunque se hubiera querido distanciar del tema. Aun así, vio duda en aquellos ojos profundos como el océano.

–¿Cómo te has enterado de eso?

–Mira al lado –contestó ella, moviendo la cabeza en dirección a la pared que dividía ambas celdas.

Link separó las manos de los barrotes y se dirigió a la celda contigua. Su rostro perdió el color, como si hubiera visto un fantasma. No le gustaba ver confusión en Link, pero el ritmo al que ocurrían las cosas parecía no permitir otra cosa. Se puso de cuclillas, por lo que imaginó que la mujer debía de estar sentada. Lo que no esperaba era que la conociera.

–Nabooru –susurró.


Notas de autor: Chan chan... Ha vuelto una vieja conocida.

En cuanto a Zelda, vamos definiendo un poco cómo es ella. Tampoco es mi intención retratarla como una niña que se deja llevar por sus emociones cada vez que algo sale mal pero también hay que ponerse en su lugar, no olvidemos que se siente responsable del reino. Es consciente de lo que se viene encima y se ve incapaz de cambiar las cosas o influir porque todo le viene en contra y nadie pone de su parte para ayudarla. Es una idea que he querido desarrollar después de saber un poco de historia. Es por todos conocido que el papel de la mujer en la edad media era bastante limitado, por eso en las novelas que se desarrollan en este tiempo suelen colocarlas o en posiciones de estratega en palacio o como una niña Mowgli como Arya en GoT. Yo quería retratar otra posibilidad, y es anularla, llevarla al límite y ver cómo se las apaña, cómo saca a relucir sus armas o cómo las va forjando en función de la necesidad. Ya me diréis si está quedando bien.


23-Juliet: Muchas gracias :) Es algo complicado transmitir la química entre dos personajes que, aunque se "odien" en el fondo están medio hechos para estar juntos. Solo espero que los desencuentros, si los tienen, queden realistas. En cuanto al fic que comentas, le echaré un ojo en cuanto puedas. Y en cuanto al tuyo, me alegra mogollón que hayas vuelto a animarte. No suelo pasarme por wattpad pero ya me saltó la notificación de que lo publicaste por aquí así que ahí estaré. Espero que la gente sepa diferenciar entre crítica constructiva y ser imbécil. Un abrazo.