Capítulo 16. Luna sonriente.
La cabeza le estaba matando. La infernal carrera desde la Garganta hasta que a Nabooru le dio por detenerse había sido un verdadero suplicio. Notaba como si le hubieran abierto la cabeza, hubieran batido su interior y la hubieran vuelto a cerrar. Tampoco ayudaba la ruta que había escogido la gerudo, un estrecho camino de piedras con una inclinación diabólica que ascendía por las montañas.
Habría querido detenerse a descansar un segundo, pero sabía a quién tenía detrás y la conversación que le esperaba. No quería comportarse así, pero tampoco tenía alternativa. Él era Ícaro y ella el Sol. Sabía que si se acercaba demasiado acabaría destrozado en alguna roca. Tenía que distanciarse, limitar su interacción con ella a la misión. Lo que pensase de él era secundario.
Además, no todo giraba en torno a sus traumas. La actitud de Zelda era fría y calculadora, y tenía la sensación de que para él era una herramienta, un medio para alcanzar un fin. Que aquel fin fuera algo honorable y correcto no quitaba que lo estaba utilizando. Se repitió varias veces ese argumento en su cabeza hasta que dejó de sentirse culpable. La auto condescendencia solía funcionarle.
A medida que avanzaba, fue sintiendo cómo su cuerpo se iba recuperando. Su equilibrio se estabilizaba y sus piernas recuperaban su fuerza inicial. Sin embargo, el dolor de cabeza no solo se mantenía, sino que iba a más. Lo que al principio había sido un mareo se había transformado en dolorosas punzadas en las sienes, como si hubiera bebido agua fría muy deprisa. Notaba los latidos de su corazón en los oídos, embotándole los sentidos hasta terminar moviéndose por inercia.
Continuó caminando ajeno a su alrededor, tratando de concentrarse únicamente en sus pisadas. A lo lejos escuchaba a Zelda conversando, así que supuso que en algún momento le había adelantado. No entendía de qué hablaba, así que hizo un esfuerzo y levantó la vista. Para su sorpresa, tanto ella como Nabooru se habían detenido.
Habiendo estado tanto tiempo ofuscado en su dolor de cabeza, había desconectado de su alrededor. El cielo comenzaba a teñirse de un color rosáceo, aunque el Sol dibujaba un arco dorado en la dirección a la que iban. Ahora era más fácil orientarse porque las montañas comenzaban a abrirse. Ello permitía que se pudiera ver lo que había a ambos lados.
A su izquierda podía distinguir el camino del Valle, que continuaba su sinuoso recorrido a través de las montañas y de pronto hacía un quiebro hacia el sur. Pudo distinguir a varias gerudo montando a caballo en dirección opuesta al atardecer y, como el Sol estaba tan bajo, las sombras que proyectaban se alargaban hasta unos tamaños monstruosos. También vio distintas aberturas en las propias montañas, lo que supuso que serían las famosas minas de metales preciosos gerudo.
Al otro lado el paisaje se extendía un puzle de grises y verdes. Las montañas y colinas distorsionaban la tierra, creando desniveles en los que surgían árboles y lagos. A la derecha de aquel paisaje se alzaba el enorme puente de Tabanta, una estructura de roca sostenida por altísimos pilares blancos que parecían lanzas incrustadas en la tierra. Y aun así, todo palidecía ante la región de Hebra.
Como si fuera un fantasma ancestral, las montañas del norte se erguían coronadas por nubes y nieve. Sus cumbres superaban con creces las de cualquier otro accidente geográfico de Hyrule, y sobrepasando todas ellas, con la cima oculta más allá de las nubes, se alzaba el Pico Nevado. Su altura era tal que hasta la Montaña de la Muerte palidecía si se comparaban ambas.
–Ya queda poco –dijo Nabooru, expulsando bocanadas de vaho al hablar–. Hemos tenido suerte al no encontrarnos a nadie, pero ahora las cosas se complican.
–¡Cómo no! –se quejó Zelda.
–La Fortaleza se encuentra un poco más adelante, hacia el sur. Este camino se bifurca varias veces, así que en lugar de seguir la senda que vuelve al camino del Valle, iremos por otro que sigue un poco más adelante –explicó–. Eso nos permitirá acercarnos a la Fortaleza por la zona noroeste.
Link asintió. Nabooru mantuvo en él la mirada durante un tiempo, seguramente extrañada por el mal aspecto que tenía éste. –Pero tenemos otro problema. –En esta ocasión miró a Zelda. –Las montañas de la zona noroeste de la Fortaleza son famosas por los minerales y metales que esconden, así que tendremos que pasar por encima de las minas. Debemos ser muy silenciosos. Además hay… Bueno, da igual.
–¿Qué hay? –insistió Zelda. Muy a su pesar, también le intrigaba la respuesta.
Nabooru no satisfizo a ninguno de los dos. –Hay criaturas peligrosas en las cumbres, pero no ascenderemos tanto. El silencio será nuestro mayor aliado.
Dicho aquello, reemprendió la marcha. Esta segunda parte del camino fue más amena que la primera. Para empezar, el camino era cuesta abajo, lo que resultaba a priori más cómodo, y además, en esta ocasión se rodeaban las montañas desde fuera, quedando expuestos al viento frío que soplaba desde Hebra. Parecía una tontería, pero aquel detalle aliaba su dolor de cabeza.
El Sol ya perecía moribundo en el oeste, dejando un halo rojizo que contrastaba con el azul oscuro del cielo. Las noches en el desierto eran tan terriblemente frías como calurosos eran los días, así que agradeció seguir al amparo de las montañas un último día, cobijado por esas misteriosas cumbres que ocultaban una peligrosa fauna que desconocía. Cuando finalmente el camino les condujo hacia el sur, sintió que las punzadas en su cabeza se hicieron más intensas.
–Veo la Fortaleza –comentó Zelda en voz baja.
–Sí, creo que será mejor continuar y descansar allí –respondió Nabooru, en el mismo tono de voz.
–¿Dónde?
–En mi casa, claro.
A pesar de que era la opción más lógica, Link estaba extasiado. Llevaba horas peleando contra su cabeza, y el dolor no hacía más que absorberle las fuerzas. Lo único que quería era tumbarse en el suelo y quedarse allí un rato. Solo cerrar los ojos un momento y volver al camino, pero prefirió no alterar el plan de Nabooru.
–Estoy pensando –volvió a decir Zelda–. La Fortaleza está bastante cerca de Tabanta, ¿no?
–Así es –respondió Nabooru.
–Entonces el paso del puente no es el único camino para llegar a él. Se podría llegar desde el norte.
Aquello llamó la atención de Link. No esperaba que Zelda hiciera mención a aquel detalle, pero un presentimiento le puso en guardia. Creía saber en qué estaba pensando.
–Es más complicado que eso –dijo Nabooru–. La zona sur de Tabanta es una ciénaga gigante, y cruzarla es bastante peligroso. Es uno de los pocos sitios en los que aún puedes encontrar monstruos salvajes como lizalfos o moblins. Y eso sin hablar de lo que se esconde en las cumbres.
Salvando el desconocimiento sobre aquello último, Link pensaba igual. Habría tenido que derrumbarse el puente de la Garganta para siquiera plantearse escoger el camino de la ciénaga. Además de los monstruos, los vapores que salían de ella generaban una niebla baja que hacía muy sencillo perderse. También había que sumarle que no viajaba solo, y si además de preocuparse por él tuviera que estar pendiente de terceros, la empresa habría sido un verdadero desastre.
–Quizás con un ejército lo suficientemente grande… –continuó Zelda, frunciendo el ceño como solía hacer cuando pensaba.
–¿Cómo que un ejército? –dijo Link al fin, rompiendo su silencio. Se había mantenido prudente, pero al final había acertado con sus suposiciones–. ¿Para conquistar Gerudo?
Tanto Zelda como Nabooru se extrañaron de escucharlo al fin. –No, bueno… No sé. Depende de las circunstancias.
–Las circunstancias, ¿eh? –repitió Link, mordaz. Estaba subiendo el tono de forma inconsciente–. Si las cosas no salen bien, mandamos un ejército aquí y que pacifiquen la zona. ¡Qué sencillo! Ahí está tu problema.
–¿Cómo?
–Y tú, ¿no dices nada? ¿Te parece bien todo esto? –dijo Link, mirando a Nabooru. Ésta permanecía en silencio.
–No he dicho que vaya a mandar un ejército –se excusó Zelda–. ¿Y cómo que es mi problema? ¿Cuál es mi problema?
–Ni siquiera eres consciente de tu despotismo. Que para ti las gerudo son una pieza más en tu tablero. Igual que tu ejército, igual que Nabooru o yo. Y no lo son, no lo somos. Somos personas, con ideas y opiniones, con nuestras vidas. Y lo que hacemos se debe a lo que diga nuestro líder, igual en Gerudo que en la Ciudadela.
–Yo no…
–Lo que tú estás diciendo es que si las cosas no salen bien, vas a mandar un ejército para que maten a la gente que haga falta hasta que se rindan –continuó Link. Notaba la cabeza en llamas, pero ya no podía detenerse–. Aquí el problema no es lo que haga el pueblo. El problema sois vosotros, Ganondorf, tú, todos los gobernantes, apáticos y egoístas. Nos utilizáis a todos como si fuéramos marionetas y movéis nuestros hilos para hacer la función que os convenga. Y en ese proceso nos arriesgamos, nos hieren y morimos. Todo por vuestros intereses, por palabras más grandes que vuestros actos. –Se acercó a Zelda. –Si el reino sangra, es por gente como tú.
Tras esas palabras, nadie dijo nada. Podía ver las lágrimas a punto de desbordarse en los ojos de Zelda, pero se mantuvo firme. El dolor en la cabeza le impedía aclarar si se sentía bien o mal, en saber si se había sobrepasado o si se sentía satisfecho con lo que había dicho.
Zelda se dio la vuelta y comenzó a caminar con las manos cerradas en puños. Nabooru optó por mantener su política neutral y la acompañó sin mediar palabra, sin embargo, a los pocos metros se detuvo. A su derecha, el horizonte estaba teñido de un rojo fantasmal. Lo que hasta ahora había supuesto que era el crepúsculo quedaba totalmente rechazado.
–No puede ser –dijo la gerudo en voz baja.
–¿Y ahora…? –comenzó Link, pero las palabras se le atragantaron. Del horizonte comenzó a emerger una enorme bola rojiza, un astro cargado de magia y maldad. Tenía un brillo antinatural que coloreaba las crestas de la cordillera. Unos jirones de humo negro comenzaron a ascender, mezclándose en un cielo cuyas estrellas iban desapareciendo–. ¿Una luna roja?
–Esto no debería ser así –dijo Nabooru. En su rostro se podía palpar el terror–. ¿Acaso se han adelantado? ¿Hemos llegado tarde?
El dolor de cabeza de Link se intensificó súbitamente, como si una presa se hubiera desbordado inundando todo a su alrededor. Las piernas le temblaron y cayó de rodillas. La presión era tal que se le saltaron las lágrimas. Se frotó los ojos como pudo y levantó de nuevo a la vista.
La luna roja había desaparecido. El cielo era un lienzo negro sin estrellas, muerto como un mar sin olas. Tampoco se escuchaba el rumor del viento o el sonido de ningún pájaro. Era como si el tiempo se hubiera detenido. El dolor de su cabeza fue mitigándose hasta quedar reducido a un susurro en el fondo de su mente. Y entonces, más arriba, devolviéndole la mirada, la muerte vestida de blanco.
Jamás podría olvidar esos enormes ojos naranjas. Una nariz puntiaguda y una sonrisa tan grande como mortífera. Caía con el peso de un planeta, lenta pero inexorable. Se sentía atraída como un imán al hierro, y no había nada que la detuviera. Link bajó la mirada y vio que ninguna de las dos parecía haber reparado en su presencia.
–¡Nabooru, Zelda! ¡La Luna! –gritó.
Nabooru le devolvió una mirada triste. –No lo entiendo… No entiendo cómo han podido hacerlo tan rápido
–Eso ahora da igual –dijo él, señalando al cielo–. ¡La Luna se nos cae encima!
Nabooru siguió la dirección que señalaba. Zelda también miraba al cielo con gesto preocupado. Para su sorpresa, ninguna de las dos pareció afectada.
La primera en devolverle la mirada fue Zelda. Tenía un gesto preocupado, aunque sus ojos seguían enrojecidos por las palabras de antes. –¿De qué estás hablando?
Aquella respuesta le sorprendió. Volvió a mirar al cielo y, al igual que en la vez anterior, su mirada se cruzó con la monstruosa calamidad que amenazaba con estrellarse. –¿No la veis? ¡Está ahí!
–Deja de gritar, Link –dijo Nabooru con severidad–. Ahí no hay nada. La luna roja está allí.
El lugar al que señalaba Nabooru era el tímido resplandor rojizo que se agazapaba en el horizonte. El hecho de que una Luna diabólica se precipitaba sobre ellos le restaba importancia a todo lo demás.
–No la veis –susurró Link. Volvió a mirar al cielo. El enorme astro se acercaba ganando velocidad. Podía ver cómo los bordes de la misma comenzaban a tornarse incandescentes al penetrar en la atmósfera. Sentía cómo desplazaba el viento, generando una presión insoportable sobre su cabeza.
Tenía que salvarlas. Ellas no podían verlo, pero tenía que salvarlas. Miró a su alrededor; nada había cambiado. Seguían en la larga Cordillera Gerudo, atrapados en una de sus laderas. Aun así, el alcance de la Luna era demasiado extenso. Comenzó a agobiarse, porque sabía que no había escapatoria. El aire en sus pulmones no le saciaba, y comenzó a sentir que se ahogaba.
–Hay… ¡hay que irse de aquí! –gritó, con los ojos húmedos. Tenían que entrar en una mina, esconderse en lo más profundo de la tierra para evitar el impacto; bajar corriendo, casi lanzándose al vacío. La tierra vibraba bajo sus pies, preparándose para acoger un destino inevitable.
–Zelda, haz que se calle, nos van a descubrir. –La voz de Nabooru le llegaba distorsionada, un eco lejano, como si lo escuchara desde otra habitación. Aquello le parecía absurdo en aquel momento. Las gerudo, los hylianos, nada importaba en aquel momento. Tenían que escapar.
Comenzó a escuchar un fuerte zumbido. Era grave, el rugido de un animal que no existía. Sentía cómo se acercaba cada vez más. No podía admitir ese final, no podía morir de aquella manera. Tenía que inventar algo, tenía que recordar, utilizar cualquier herramienta para seguir adelante.
Un reloj en una torre, un festival que nunca se celebraría. La muerte acechando sin remedio, recibida en cada casa de una forma diferente: negando lo imposible, asumiendo con tristeza, llorando de impotencia, abrazando a quien siempre le acompañaría. Los gigantes.
–¡Tienen que ser los gigantes! –dijo Link, con una sonrisa enferma en el rostro. Eso era, ellos lo habían detenido en su momento, y lo volverían a hacer. Vio el rostro de Zelda a su lado. Se había acuclillado junto a él. No recordaba haberse caído al suelo–. Zelda, es eso. Tienen que ser ellos.
Zelda lo miraba, asustada. Las lágrimas amenazaban con desbordarse por su rostro una vez más ante el grotesco espectáculo que estaba dando. –¿Estás bien? ¿Quiénes son ellos?
Él la miró, aparentando serenidad. –Los gigantes, Zelda. Ellos pueden detener la Luna.
–No hay gigantes, Link –respondió ella, con la voz quebrada. Le había cogido una mano, tratando de transmitirle una tranquilidad que nadie sentía.
La realidad lo golpeó como un martillo. No había gigantes alrededor. A los gigantes había que llamarlos, pero él no tenía la ocarina. Estaba en manos de un amigo al que nunca volvería a ver. La había escondido en un lugar imposible, no en un cofre o en una cueva, no en una mazmorra o en el corazón de un bosque. Más, mucho más lejos. Estaba escondida en un sueño.
–¿No hay nada que hacer?
No podía volver a aquel lugar, y los gigantes no podrían ir allí. Tendría que haberlos llamado antes, anticiparse a un destino fatal del que ya no había escapatoria. Miró a Zelda, que parecía desolada ante un infortunio que ni siquiera comprendía. La había herido, primero con sus palabras, y ahora con su cobardía. No era un caballero, pero tampoco un héroe; era un hombre roto, vacío como la cáscara de un huevo.
–Lo siento –susurró entre lágrimas. No había nada que pudiera hacer. Había fracasado. Se incorporó como pudo y pegó su frente a la de ella–. Perdóname… por tratarte así.
Ella le devolvía una mirada cargada de miedo. No comprendía qué ocurría, pero no dejaba de mirarlo. Velaba por él, siempre lo había hecho. –Link, no lo entiendo.
El cielo ya era blanco. La inmensidad de la Luna cubría todo como un manto infinito. En ningún momento había habido escapatoria. Ganondorf había sido más listo, más rápido. Lo único que podía haber hecho es comportarse como un verdadero héroe. Haber protegido a su princesa, haber sido su apoyo, su amigo. Y no lo había hecho.
Cerró los ojos, aceptando su justo castigo. Si en alguna otra vida tenía una nueva oportunidad, si sus caminos volvían a encontrarse, enmendaría sus errores. Notó que el suelo se movía bajo sus pies, marcando el final del viaje. Por lo menos en aquello no la dejaría sola. Apretó la mano de Zelda.
No la soltaría. Nunca.
Notas de autor: Sí, este capítulo es una fumada (o licencia creativa, como queráis llamarlo jaja). Si queréis respuestas, habrá que esperar al siguiente.
