Capítulo 22. Rota.

Estaba cansada.

Cuando recuperó el conocimiento, a su alrededor no vio más que una paleta de colores marrón y gris. Los árboles muertos, esqueletos de lo que antaño fue frondoso y verde, extendían sus ramas secas como telarañas hacia la niebla. Frente a ella, la tierra se mezclaba con los estanques en un lodo oscuro y húmedo. Cuando a su alrededor no vio a nadie, se sintió cansada.

Caminó sin rumbo entre los troncos y las plantas podridas. La niebla se abría ante ella como un libro viejo, revelando secretos oscuros y dejando un olor a cerrado. Había huesos y cadáveres descompuestos en las orillas de los pantanos, avisando del destino que les esperaba a los curiosos que se acercasen demasiado. Todo parecía detenido en el tiempo, congelado en una fotografía de lo que podría ser el fin del mundo. Una voz en su cabeza le decía que estaba en la Ciénaga de Tabanta, pero ella no quería escucharla, no quería escuchar nada.

Sus pisadas la delataban, eran lo único que hacía ruido allí. Quizás la oyeron, y por eso la cabeza de un lizalfos rompió la calma de uno de los estanques. Cuando lo miró, su boca comenzó a abrirse con una larga hilera de dientes ganchudos y amarillos que si no la mataban de la herida lo harían de la infección.

Aun así, no se movió. Estaba demasiado cansada para moverse. Tan cansada que ni siquiera oyó cómo Link aparecía tras ella y lo decapitaba de un movimiento fluido. Cuando fue hacia ella, notó cómo en sus ojos había alivio, alegría quizás. Sus manos se posaron en sus hombros, y pareció decirle algo. Él era fuego, pero ella se sentía como una rama mojada. Notaba su calidez, pero no podía contagiarse de ella. La llama le tocaba, pero no se prendía.

Lo siguió sin decir palabra, con la vista perdida en el barro que pisaban. Él estaba en tensión, vigilando los extremos la trampa mortal en la que habían caído. No sabía si avanzaban en línea recta o si ya estaban perdidos en aquel mar de niebla, pero el gris del cielo se iba aclarando cada vez más; había perdido por completo la noción del tiempo.

Él pareció oír algo, porque se detuvo. Se dio la vuelta y la miró, susurrándole algo. Después volvió la vista al frente y comenzó a correr. Ella no entendía si le había dicho que se quedara o que lo siguiera, así que hizo lo segundo. Por desgracia, a los pocos segundos la niebla había devorado su cuerpo. En otra situación habría entrado en pánico, habría hiperventilado, habría corrido y habría gritado. Pero estaba cansada, así que simplemente continuó andando. Acompañada del chapoteo de sus pies, siguió un camino imaginario.

Al poco tiempo volvió a escuchar un ruido. Estaba lejos, así que no podría ser un animal. Estos trataban de pasar desapercibidos, y lo que oía parecía más bien lo contrario. Lo siguió como si les conectase un hilo invisible, como una abeja atraída por una flor. Al final volvió a ver la silueta de Link. Le daba la espalda y forcejeaba con algo que ella no llegaba a ver.

Unos enormes brazos naranjas rodearon la espalda de Link, haciendo que se tambalease hacia delante. A pesar de estar cansada, reconoció a Rumba, su voz, sus gritos. Una sensación de frío le cruzó la espalda, y comenzó a moverse más deprisa. Ella daba igual, pero algo la empujaba a ayudar al pequeño goron.

Rumba lloraba desconsolado. Su pesado cuerpo se hundía unos centímetros en la orilla de un estanque, y el miedo en su rostro parecía la antesala de la mismísima muerte. Link trataba de sacarlo del agua, pero parecía una tarea imposible. El escándalo se debía oír en toda la ciénaga. Todo ser vivo que se ocultaba bajo el agua o en el banco de niebla sabría que estaban allí.

Entre los dos consiguieron tirar de él hasta sacarlo del agua. Estuvo un tiempo encogido en una bola temblorosa, manchado de miedo y barro, hasta que Link volvió a llamarlo y consiguió tranquilizarlo. Después se volvió a Zelda y gesticuló algunas trayectorias. Parecía saber cómo salir de allí, pero ella comenzaba a entender que ese no era el problema. Aquella ciénaga no era más que una pequeña piedra en un camino imposible, que pudieran superarla no cambiaría nada.

Anduvieron sin cesar durante horas. Era un viaje tedioso y repetitivo, sin puntos de referencia ni accidentes destacables. Todo era gris y marrón. El barro succionaba sus pies en algunos tramos del camino, haciendo de las huellas pequeñas bocas que parecían querer absorber sus piernas. En otras ocasiones encontraban trazos de camino seco, y aquel simple detalle conseguía animar a ellos dos. Pero incluso así, su humor se fue apagando al tiempo que lo hacía el cielo.

La penumbra se fue adueñando del paisaje, consiguiendo que pareciera aún más lóbrego. Cuando Link dijo que debían parar, se dio cuenta de lo exhausta que estaba. Todo su cuerpo había estado dándole señales de aviso que ella había desoído, y ahora sufría las consecuencias.

El terreno era relativamente seco para lo que habían visto, pero todo a su alrededor estaba húmedo o podrido. Link intentó encender una hoguera durante un tiempo que pudo ser un minuto o una hora, y finalmente desistió. Deshizo el relleno de su pechera metálica, descubriendo dos sacos marrones. De su interior sacó dos piezas de fruta rojiza y le ofreció una. Un recuerdo de hacía miles de años volvió a su mente. Un recuerdo en una casa seca, bromas y sacos con arena.

Rechazó la fruta, pero él insistió. Masticó un trozo que le supo a ceniza y, cuando Link se dio la vuelta, tiró el resto con disimulo. No tenía ganas de comer, ni de masticar y, para colmo, tampoco contaban con una hoguera en la que calentarse. La ausencia de aquel fuego solo contribuía a destacar más la oscuridad que los envolvía.

Escuchó cómo el pequeño goron se enroscaba a su lado, la única posición en la que se sentía seguro, y ella también se tumbó. La oscuridad les otorgaba una sensación de privacidad, como si las sombras fueran una capa física y pudieran cubrirse con ella. La calma que reinaba consiguió aflojar la mordaza invisible que la mantenía en tensión, y unas lágrimas silenciosas comenzaron a caerle por las mejillas. No sentía pena, tristeza o rabia, pero no podía dejar de llorar. Era como si su cuerpo necesitase deshacerse de esas lágrimas, algo ajeno a ella misma.

El día siguiente fue peor si cabe. No había encontrado el sueño aquella noche, y el cansancio se convertía una carga cada vez más inaguantable. En su propia cabeza afloraba la pregunta de por qué seguían. ¿Qué era lo que estaban haciendo? Se sentía nadando en un río a contra corriente, gastando todas sus energías en mantenerse en el mismo sitio. Lo único que quería era parar, dejar que el agua la llevase a la orilla o al fondo. En cualquiera de los dos sitios no tendría que seguir luchando.

No prestó atención a cómo Link se iba deshaciendo de los monstruos que aparecían en su camino, un fallido intento por acabar con ellos. Eran movimientos silenciosos, bailes cortos que acababan en un rápido intercambio de golpes mortales. Hubo un momento en que Rumba lo alcanzó y preguntó algo. Seguía sin poder escuchar a nadie, como si aquella niebla absorbiera todo sonido que se produjera en ella.

Zelda se acercó a la orilla del último estanque por el que habían pasado, donde un octorok había huido de Link tras su intento fallido por pillarle desprevenido. En aquel agua en calma vio su reflejo. Vio a una persona frágil y sucia, con mechones de pelo irregulares cayendo por ambos lados de su cara y la derrota escrita en sus ojos. Y entonces tuvo una revelación, encontró la respuesta a lo que estaba buscando.

No tenía por qué seguir luchando. La salida estaba allí mismo, la había estado evitando sin darse cuenta cuando lo más sencillo era simplemente dejarse llevar. Dio un paso hacia delante y vio cómo las ondas en el agua rompían su reflejo. Con el siguiente paso notó cómo sus pies se hundían en un lodo húmedo. Escuchó la voz de Link un segundo antes de dejarse caer.

El agua la abrazó como un amante desesperado. Se adaptó a su cuerpo y tiró de ella hacia el fondo. La pequeña resistencia del agua al hundirse era placentera, caricias invisibles. Al poco tiempo sintió cómo sus pulmones comenzaban a arder y aquello la hizo reaccionar. Movió los brazos de forma inconsciente para subir a la superficie, pero un gelatinoso tentáculo le agarró del brazo y volvió a tirar de ella. Trató de gritar, pero solo consiguió que unas valiosas burbujas de aire escaparan de su boca, llenándola de agua estancada y tierra. El octorok seguía guiándola al centro del estanque, y las pocas fuerzas que le quedaban fueron disipándose. Sintió cómo su cabeza dejaba de pesar y una sensación de calidez se extendió por su cuerpo. La calma que había deseado estaba justo allí. Ese era el lugar donde encontraría la paz.

El momento fue interrumpido cuando algo se movió en el agua y el tentáculo del octorok se separó de su cuerpo. Un brazo de hierro la arrancó del agarre del estanque y tiró de ella hacia la superficie. La violencia del movimiento le dio una arcada, y comenzó a vomitar agua. Las propias bocanadas le salpicaban los ojos y le hacían ver borroso.

Aquel agarre consiguió arrastrarla a la orilla. Link la miraba con preocupación, girándole la cabeza para que no se ahogase con el propio agua que estaba escupiendo. Era increíble cómo ahora podía percibir todos los sonidos. Escuchaba los descorazonadores llantos de Rumba, la respiración exhausta de Link a su lado, el agua del estanque sin terminar de estabilizarse.

Cuando se dio la vuelta, vio el rostro de Link crispado en un gesto de miedo. La miraba como si fuera un animal salvaje, algo que podría huir o hacerle daño. Podía ver el contorno de sus ojos enrojecidos, aunque no sabía si era solo por el agua. La había sacado de allí, la había salvado de una muerte segura, una muerte que ella misma había buscado.

–¿Por qué…?

Link le dio una bofetada, y algo en su interior se resquebrajó. Un fuerte escozor le recorrió la mejilla y sintió cómo los ojos se le volvían a anegar en lágrimas. Al principio tensó la mandíbula hasta hacerse daño, creyendo tenerlo bajo control, pero como una grieta en un cristal, su calma terminó de romperse. Y lloró.

Lloró por Nabooru, por haberla condenado a la muerte. Por la princesa Ruto y por no haberla podido salvar a tiempo. Lloró por su reino, por toda la gente que perdería su vida de allí en adelante. La culpabilidad se enroscaba a su alrededor como una hiedra venenosa, ahogándola en acusaciones veladas.

Y rabia. Rabia por haber fallado a su padre, por no ser suficiente; porque, ni habiéndose esforzando al máximo, consiguió cambiar los acontecimientos. Por su cobardía, por tratar de huir tomando el camino fácil. Todo eran losas que caían sobre su espalda, condenas en forma de recuerdos que llevaría consigo mucho tiempo. Sintió los brazos de Link rodeándole el cuello y atrayéndola hacia él.

–Lo siento… –sollozó.

–Necesito que me prometas… –comenzó, con voz ronca. Su pecho vibraba contra su frente cuando hablaba. También parecía estar luchando contra algo en su interior–. Prométeme que no volverás a hacer algo así.

Le daba vergüenza levantar la vista y mirarlo a los ojos, así que simplemente asintió contra su pecho. Él la mantuvo en esa posición hasta que debió de notar que su respiración se normalizaba. Entonces se incorporó y le ofreció su mano. Ella fue a cogerla, pero al tratar de levantarse sintió calambres en las piernas.

–No… no puedo moverme.

–¿Se ha roto las goropiernas? –dijo Rumba detrás de Link, en una mezcla de llanto y pregunta.

–No… –Se acuclilló de espaldas y se dirigió a Zelda. –Sube.

Zelda negó con la cabeza, sintiéndose estúpida al instante. Le parecía indecoroso subirse a él de esa forma, pero más indecoroso era lo que había hecho unos minutos antes. Se enganchó como pudo a él y le dio un toque cuando estuvo lista. Él se puso en pie sin esfuerzo aparente.

Cuando reanudó el camino, el cansancio cayó sobre ella como un halcón sobre su presa. Los ojos se le cerraban y comenzó a sentir un hormigueo en las piernas. Trató de luchar por mantenerse despierta, pero después de todo lo que había pasado, sucumbió al sueño.


Cuando la niebla comenzó a disiparse, supo que había acertado. A pesar de la lógica de su razonamiento, la sombra de la duda lo había estado persiguiendo durante todo el oscuro trayecto. Un pequeño secreto que se había obligado a guardar para no empeorar el ambiente. Atravesar la Ciénaga de Tabanta era una de las últimas cosas que habría querido hacer en aquel viaje, pero casi como si fuera una broma de mal gusto, todo lo que tenía esa etiqueta parecía estar cumpliéndose.

El único que parecía ver el vaso medio lleno era Rumba. A pesar del horrible espectáculo que le habían brindado entre las gerudo y sus "rescatadores", parecía ir recuperando el humor cuanto más tiempo pasaban al aire libre. No sabía si se debía a la inocencia que tienen los niños o a un positivismo inherente en él, pero lo cierto es que su actitud le animaba a seguir adelante, más aún después del último susto que le había dado Zelda. La combinación de cansancio físico y mental estaba siendo un veneno para él.

Mientras caminaban entre los árboles, vio algo que le llamó la atención. En las ramas de uno de ellos consiguió distinguir un brote verde. No era algo realmente extraño, pero después de llevar horas viendo troncos secos y blancos, aquel toque de color era como ver agua en el desierto.

–Rumba, mira.

El pequeño goron rodaba varios metros por delante de él, pero se dio la vuelta al oír su nombre. –¿Qué goropasa? –Link señaló el árbol, y pudo darse el gusto de ver cómo una enorme sonrisa se dibujaba en el rostro del goron. –¡Es goroverde! ¡Link, es goroverde! ¡Hemos salido!

Link rio al ver el estallido de felicidad del goron, que salió rodando a toda velocidad en la dirección en la que iba. En su interior se generó un pequeño sentimiento de desasosiego. Que le hubiera tomado cariño no quitaba que fuera impulsivo y un poco corto de miras. El ejemplo más claro habían sido las cinco veces que le había preguntado si el camino que estaban tomando era el correcto.

Cuando salieron despedidos por la toma de aire en la mina gerudo, segundos antes de caer en aquel infierno brumoso, había podido ver el accidentado terreno de Tabanta y, más allá, las cumbres de Hebra. Habían salido por la cara norte de la Cordillera Gerudo. Luego, sabiendo que Rumba llevaba más velocidad al saltar, habría caído más hacia el norte que él o Zelda, por lo que, sabiendo dónde había caído él y dónde el goron, tenía los dos puntos necesarios para dibujar una línea recta. El resto había sido cuidado, fe y paciencia.

Aprovechó la fuga de Rumba para mirar de soslayo el rostro de Zelda. Seguía pálido y ojeroso, y con lo delicada y fina que era su piel, aún podían verse los surcos rojizos por los que habían corrido sus lágrimas. Lo único positivo era su expresión, relajada, nada que ver con cómo había estado horas atrás.

Ella se había mantenido firme frente a todas las desgracias que le habían ido sucediendo, como un rompeolas frente a una tempestad. Pero al igual que ocurre con los rompeolas, llega un momento en que una de ellas consigue derrumbarlo. No tiene por qué ser la ola más grande, solo la que llegue en el momento justo.

Él mismo se agarraba a esa justificación para no perder los nervios. Que se trataba de una combinación de angustia y desesperación, que nunca pensaría en escoger ese camino de forma razonada. Por desgracia, en su interior el miedo lo seguía atenazando, y la idea de que aquello pudiera repetirse le aterraba.

Perdido en sus pensamientos, no reparó en que había salido de la ciénaga hasta que dejó de ver árboles a su alrededor. Estos habían sido sustituidos por una tierra dura y seca en la que crecían pequeños cúmulos de hierbas altas. Frente a él, unas enormes colinas de tierra y verde parecían franquear la entrada a la ciénaga. Actuando como cortavientos, eran ellas las que mantenían esa niebla perpetua. Link comenzó a subir por la ladera de una de ellas y, aunque no era muy empinada, al llegar a la cima notó cómo sus piernas flaquearon. Cargar con la realeza a sus espaldas le estaba comenzando a pasar factura.

Al otro lado de la colina se extendían los rugosos perfiles de Tabanta: macizos rocosos torneados por el viento, pequeños bosques escondidos entre los pliegues de las montañas y lagos de agua cristalina que reflejaban la luz del Sol como si fueran espejos. La región se alzaba entre las montañas de Gerudo y Hebra, y el curso del río Hyilia lo había separado de la pradera al escarbar el monstruoso cañón de Tanagar. Solo el Gran Puente Colgante de Tabanta lo unía con el resto de la civilización, haciendo de la región un lugar salvaje e inhabitado.

Rumba apareció por la ladera, rodando lo más rápido que podía. Parecía desinhibido, liberado. Correteaba como un animal en libertad. Fue a decirle algo, pero notó cómo Zelda se removía a su espalda y dejó que se deslizase hasta el suelo.

–Uf… –susurró–. ¿Qué está…? ¿Dónde estamos?

–En Tabanta –respondió él–. ¿Cómo estás?

Se pasó una mano por el rostro, quitándose el flequillo de la frente. –Bien… no sé… me duele todo.

–Ya somos dos –respondió él. Pensó que al descargarla se sentiría mucho mejor, pero no había sido el caso. Aquel momento de libertad solo sirvió para ser consciente de lo cansado que estaba. El simple hecho de estar en pie lo agotaba–. Tenemos que parar a descansar.

La mente de Zelda comenzó a funcionar. Lo notó en su expresión, en cómo miraba a su alrededor. Parecía volver a despertar. Se dio la vuelta y vio la extensa mancha gris de la que habían salido. Su mirada se oscureció, seguramente al recordar lo que había sucedido allí.

–Vale –dijo ella, lacónica. Su silencio valía por mil lamentos.

Bajaron por la ladera hasta que Rumba se reunió con ellos. El pequeño había explorado la zona posterior y decía haber encontrado un lugar en el que descansar. Para sorpresa de ambos, así fue. Se trataba de un pequeño claro rodeado de árboles. Muy cerca de él, una senda parecía atravesar el valle que formaban dos montañas.

En cuanto se sentó, se sintió desfallecer. Un agradable hormigueo le recorrió las piernas, pero se forzó a mantenerse despierto. Habían fracasado en su misión a gerudo; no solo no habían podido detener la invocación de Ganondorf, sino que habían perdido a gente por el camino. Solo había dos elecciones, pelear hasta la muerte o rendirse y huir. La segunda opción le suscitaba una perversa atracción. No quería verse atrapado en un barco condenado a naufragar.

Zelda garabateaba algo con una rama en el suelo. Cuando levantó la vista hacia él, supo que abandonar el barco estaba descartado, ella no iba a abandonar. Una sensación de tranquilidad se instaló en su estómago, no por saber que aún había esperanza para Hyrule, sino porque parecía volver a ser ella misma.

–¿Qué piensas? –preguntó él.

–Tengo una idea, pero no estoy segura de que sea lo mejor. ¿Se te ha ocurrido algo a ti?

No se le había ocurrido nada porque ni siquiera había pensado en ello. Él ya había dado el asunto por perdido. Se forzaba a sí mismo para no implicarse en algo de lo que ya no era responsable. Pero no era eso lo que ella estaba esperando, así que exprimió su cabeza para poder darle alguna respuesta.

–Creo que podríamos hablar con Do Bon. –Se le ocurrió de pronto. En su cabeza había tratado de pasar de puntillas por el hecho de que la única persona que lo había reconocido estaba muerta. Una persona que en otro tiempo se había enamorado de él. –Creo que merece saber lo que le ha pasado a su hija.

Zelda rodeó algo en su dibujo. Link se acercó a gatas a ella para descubrir que se trataba de un mapa, y lo que había rodeado era el Dominio. No podía dejarse llevar por sentimentalismos; había una guerra en ciernes. –Además, quizás podamos ponerlo de nuestra parte al contárselo. Contar con su apoyo –añadió.

Con un movimiento lento, Zelda dibujó una línea que unía el Dominio con la Montaña de la Muerte. –Ellos creen que fueron los goron quienes lo hicieron.

–Nosotros no hemos sido –protestó Rumba, que se había acercado a ellos dos–. Fueron las goromujeres malas.

–Sí, pero eso lo sabemos nosotros, no ellos –respondió Zelda. Miró a Link–. ¿Cómo los convenceríamos? No tenemos pruebas.

–Y dudo que podamos tenerlas hasta que venzamos a las gerudo –completó Link. Zelda asintió–. Debemos descartar a los zora por el momento.

Cogió una ramita y tachó el Dominio del dibujo. –Los goron.

–Sí, tenemos que ir a la goromontaña. Papá se alegrará mucho de vernos –dijo Rumba, animado. Sus ojos parecían haber ganado brillo. Todos los niños quieren volver a casa.

Link recordó el camino que llevaba a Ciudad Goron. –Pero no podemos llegar allí. Los goron sellaron el camino desde Kakariko. No nos dejarán ni entrar.

–¿Han cerrado el gorocamino? ¿Por qué?

–No lo sé –dijo Link. Era algo que también se había preguntado. Miró a Zelda, que a su vez parecía mirar a Rumba.

–Rumba, ¿quién es tu padre?

–Papá es el goron más fuerte de todos. Darunia.

Link dio un respingo. –¿Cómo que Darunia? ¿Eres el hijo del líder de la tribu goron? –Rumba asintió, orgulloso. Aquello solo enfadó más a Link. –¿Y no se te ocurrió decirlo antes?

¿Cómo no había caído en aquello? Él había conocido al hijo de Darunia en su momento, pero no se llamaba Rumba, sino Link, igual que él. Lo cierto era que el nombre se lo puso en su honor, tras haber evitado que murieran de hambre. Pero eso había sido antes, o nunca. Lo cierto es que en aquel mundo no había pisado Ciudad Goron. Pensar en ello le dejó un regusto amargo.

–Me lo temía –dijo Zelda, con seriedad–. En el Bazar Gerudo escuché de Gorobar y su compañera que habían secuestrado a alguien importante, pero que culpaban a los zora por ello.

–Los zora pensaban que los goron eran los culpables, y viceversa. –Todo encajó en su cabeza. –Ganondorf lo ordenó todo para enfrentarlos entre ellos. Maldita sea, ¿quiere otra guerra civil?

Zelda asintió de nuevo, aunque podía ver cómo una pequeña arruga se formaba en su frente. Todo ese tema estaba enfadándola. Y no era para menos. Hyrule sangró durante muchos años hasta que consiguió unificarse. Aquello no supuso una unión de culturas, pero por lo menos sí trajo la paz. Ahora Ganondorf parecía jugar con esa estabilidad, quería dinamitar aquello que con tanta sangre y esfuerzo los líderes de las tribus habían conseguido.

–Pero ahora sí tenéis goropruebas –dijo Rumba–. Yo lo he visto todo. Puedo contar la goroverdad.

–El apoyo de los goron es necesario –dijo Zelda. Sin embargo, el tono que utilizó le dio mala espina, y enseguida supo por qué.

–El apoyo –repitió. No podrían vencer a las gerudo únicamente con los goron. Necesitaban el grueso del ejército hyliano; sin el poder militar de la corona estaban abocados al fracaso–. Zel, ¿podemos contar con tu padre?

Zelda le sostuvo la mirada por un momento, confundida. Entonces cayó en la forma en la que la había llamado. La sangre comenzó a ascenderle por las orejas, y sintió un fuerte calor en la cara.

–Pues… –carraspeó ella, acabando con el incómodo silencio–. No sé. No estaba muy predispuesto la última vez que lo vi.

Aquello era un no. Si un líder militar no atendía a razones, aunque tuvieran objetivos comunes, su falta de estrategia y coordinación con el resto de fuerzas podría provocar una masacre aún mayor. La única fuerza alternativa al ejército hyliano sería la Trifuerza completa, o la Espada Maestra. Todo parecía tan fuera de su alcance.

–Si hablamos con Darunia, es posible que nos ceda el Rubí Goron –continuó Zelda, que parecía haber seguido el mismo razonamiento que él.

Link frunció el ceño. –Con él en nuestro poder, Do Bon no tendría más remedio que darnos el Zafiro.

–Y la Esmeralda Kokiri está en el bosque, ¿cierto?

La mente de Link volvió a aquellas casas hechas de árboles, reductos de infancia cristalizados en forma de recuerdos. Risas y bromas, hadas y niños. La voz más sabia retumbando en la tierra. Asintió en silencio.

–Podría funcionar –asintió Zelda, pero al momento se le ensombreció el rostro–. No, no lo hará.

–La ocarina –dijo Link, cayendo en la cuenta de que también les faltaba la pieza principal.

–No, eso es lo de menos. Creo que yo podría abrirla, como con la puerta del Dominio –respondió ella, restándole importancia–. El problema es que el castillo está cerrado, ¿recuerdas? Y conociendo a mi padre, seguramente tenga un batallón de sheikah en el Templo del Tiempo.

Link se dejó caer hacia atrás, apoyando la espalda en el suelo. Al instante se arrepintió, porque la cabeza comenzó a darle vueltas. Estaba increíblemente cansado. –Por las Diosas, esto es imposible.

Rumba también parecía perdido. Jugueteaba con unas piedras que había en el suelo, pero tenía una mirada triste. La única que no parecía cabizbaja era Zelda. –Hay otra opción.

Link repasó mentalmente todo lo que habían hablado. Alianza con los zora, descartado, alianza con los goron, posible pero insuficiente, contar con la ayuda de la Corona, descartado, contar con la Trifuerza, descartado, contar con la Espada Maestra, descartado. No veía alternativa posible, así que se incorporó de nuevo para encarar a la princesa. –¿Cuál?

–Mi hermano.

Sus recuerdos le llevaron de vuelta a la sala de audiencias del castillo. El rey Dapnhess sentado en su enorme trono y, a su derecha, irradiando inseguridad y miedo, el joven príncipe Noah. En aquel momento era un niño, y ahora apenas habría alcanzado la mayoría de edad. No entendía cómo les iba a ayudar. –¿Qué pasa con él?

–Noah no está en el castillo. Se fue a terminar su entrenamiento militar, y probablemente cuente con una buena guarnición de soldados.

Link recordó una conversación con Impa en la que también le dijo que el príncipe había abandonado en el castillo. –¿Y dónde está?

Zelda desvió la mirada, una mala señal. Si antes de responder a una pregunta lo hacía, era porque la respuesta no le iba a gustar. –Está en la fortaleza de Pico Nevado.

El silencio se hizo entre ambos. Solo Rumba no parecía entenderlo. –¿Qué pasa? ¿Dónde está el goropico?

Responder a aquella pregunta consiguió desbloquear en él un nuevo nivel de cansancio. –En Hebra.


Notas de autor: Está mal que yo lo diga, pero después de revisar un poco el capítulo tengo que admitir que me gustó cómo quedó.

Tiene dos partes claramente diferenciadas, y durante la primera quise que se tuviera esa sensación que se ve en las películas cuando una bomba explota cerca del personaje desde el que tenemos perspectiva, y un pitido nubla toda la escena, como si se estuviera allí y al mismo tiempo no. También quería adentrarme un poquito más en Zelda, porque es cierto que estoy haciéndolo más con Link que con ella. No quiero crear un precedente con el tipo de ideas que tiene, pero creo que había que poner en perspectiva por lo que ella está pasando y lo tensionada que está. Espero haberlo logrado.

La segunda parte es más una respiración profunda. No quiero que esta historia sea una sucesión de eventos que me voy inventando porque sí, sino que los una cierta lógica. Me recuerda un poco al Señor de los Anillos cuando hablan de si van por Moria o por las montañas en las que no les gusta cómo canta Saruman. Razonamiento y lógica.

En cuanto a Noah, es una licencia creativa. Profundizaremos más adelante en él.

Os leo para saber qué os va pareciendo.