NOTAS:¡Aquí traigo un capítulo recién salido del horno! ¡Disfrutad! Y si os ha gustado, no dudéis en dejar voto y/o comentario ʕ•́ᴥ•̀ʔ


CAPÍTULO 2

BOKUTO

―Te lo advierto, Bokuto, como des un paso más, te enchufo con el ambientador ―me amenaza Atsumu desde lo alto del sofá.

―Dime el nombre de Cinco. No te lo vuelvo de repetir… ―le digo por vigésima vez y dando un paso al frente. Atsumu esgrime el ambientador de lavanda que Osamu siempre compra a nuestro pesar y, por un instante, mi casi nulo instinto de supervivencia se sincroniza con mi nariz. Sé que es una mala idea, y que voy a estar vomitando margaritas violetas un mes, pero ya estoy harto de esperar a que me los gemelos me den una respuesta. ¡Necesito saber quién es Cinco!

―Pero hombre… Díselo y ya está. Lleváis así casi una semana… ―dice Kuroo, nuestro vecino de enfrente, que observa la escena apoyado en la puerta.

―¡Que no me da la gana he dicho! Si se lo digo, el experimento se irá a la mierda. Todos los aquí presentes sabemos que Bokuto saldrá corriendo en busca del sujeto número cinco, y entonces parte del trabajo habrá sido para nada.

―Qué exagerado eres… ―susurra Kuroo.

―No, si tiene razón. En cuanto me diga su nombre salgo pitando de aquí―admito. ¿Es que acaso pensaban que iba a reaccionar de otro modo?

―¡¿Ves?! ¡Ni siquiera disimula! ¡Bokuto, al menos ten la decencia de mentirme a la cara, hombre!

―¿Para qué? ― le pregunto acercándome un paso más al sofá― Si dentro de un minuto me lo habrás contado todo ―otro paso―, todito ― tres pasos―, todo ―cuarto paso. Planto mis pies con fuerza en el suelo y flexiono mis rodillas…

―¿Po-por qué pareces tan grande de repente? ―tartamudea Atsumu. Antes de que pueda reaccionar, doy un salto gigante hacia el sofá, como si el punto de partido dependiera de la sola fuerza de mis piernas. De la garganta de Atsumu escapa un grito agudísimo, pero termina escapándose por los pelos. El ambientador sale disparado por los aires y Atsumu echa a correr como un demonio, dando la vuelta al salón y utilizando a Kuroo como escudo humano. Treinta segundos más tarde me encuentro golpeando la puerta del baño.

―¡Sal de ahí, cobarde! ―le grito mientras intento forzar el pomo de la puerta, pero Atsumu ha echado el pestillo y no abre.

― ¡Tú te drogas si realmente te piensas que voy a abrir esta puerta con tu cara de psicópata esperándome al otro lado! ―me contesta él, y conociéndolo como lo conozco me lo imagino incluso haciéndole una peineta a la puerta. Yo aprieto los puños. Estaba tan cerca… Toda la semana los gemelos han conseguido darme esquinazo para evitar que me pusiera pesado. Esta ha sido la primera vez en seis días que he conseguido dar con uno de ellos, y solo porque he faltado a una clase para que ellos, pobres ilusos confiados, volvieran a casa pensándose que yo no estaría.

―¿Sabes? Las puertas pueden desencajarse… Con las herramientas apropiadas podrías sacar las juntas… ―me dice Kuroo, que asoma la cabeza por el pasillo.

―¡Pero cállate, imbécil! ―exclama Atsumu desde el baño.

―Eh, sin insultar, que yo solo estoy aquí por el drama.

―Vigila la puerta― le digo mientras voy a por la caja de herramientas que guardamos bajo el fregadero de la cocina. Kuroo asiente, feliz como una hiena en pascua. Sin embargo, mi marcha casi militar hacia la cocina se ve frenada en cuanto escucho unas llaves encajarse en la cerradura de la puerta principal.

―¡Atsumu, el de la tienda dice que no le ha llegado tu pedido!― grita Osamu mientras entra en la casa― ¡Le he dejado tu número para que te envíe un mensaje cuando le llegue!

Y así, ante la expectativa de una nueva y despreocupada víctima, mi cabeza se alza sobre la tensa cuadrícula de mis hombros.

―¡Corre, Osamu! ¡Corre por tu vida! ―le advierte Atsumu golpeando la puerta del baño como un poseso. Osamu, que al fin es consciente de lo que está ocurriendo, sale disparado en dirección contraria a mí, y yo le sigo a toda velocidad. Pero claro, el piso es pequeño, no hay muchos sitios en los que esconderse.

―¡Dime su nombreeeeee! ―grito tras él.

―¡Nuncaaaa! ―grita él, agudizando su voz al verme tan cerca de él.

―¡A los soplones se les entierra en zanjas, Osamu! ¡Ni se te ocurra cantar! ―le grita Atsumu a su vez, seguramente reconociendo el grito de su hermano y temiendo que abra la boca.

―¡Canta, canta, pajarito! ―le digo yo mientras estiro mi brazo y le agarro de la manga de la camiseta. Osamu da un grito desesperado, como si le persiguiera un zombie, y acelera todavía más. La camiseta se rompe y yo, que había frenado en seco, me caigo de culo con el pedazo de tela en la mano. Osamu aprovecha el tiempo extra y se mete en el único lugar al que puede escapar desde su posición: el balcón. Pero a diferencia del baño, el balcón no tiene pestillo. No por fuera, al menos. Sonrío victorioso. Me levanto del suelo y me dirijo hacia allí, pero Osamu siempre ha sido capaz de improvisar muy rápido y, antes de que yo llegue, él ya ha puesto una de las sillas que tenemos siempre afuera como contrapeso detrás de la manija.

―Juro por Dios que pienso sacar todas las puertas de esta casa… ―gruño después de intentar inútilmente abrir la puerta del balcón. Osamu, que no parecía demasiado seguro de su propio invento hasta entonces, suspira aliviado. Diez minutos más tarde, Osamu está sentado en el suelo del balcón y yo en el sofá, mirándolo fijamente y tratando de dar con alguna forma de sacarlo, pero ni modo. Del baño no sale ningún sonido tampoco.

―Bueno, ha sido divertido, pero Kenma tiene clases hasta tarde, así que hoy me toca a mí hacer la cena… ―se excusa Kuroo mientras se levanta del sillón en el que ha estado esperando el desenlace de la escena― Ánimo, eh, que de todo se sale ―le dice a Osamu con recochineo, a lo que el tranquilo de los Miya le saca el dedo. ―En cuanto a ti ―se dirige a mí―, deja de mirar la puerta del balcón de esa manera, hombre. Que tienes la misma cara que los toros cuando ven rojo y empiezas a dar miedo ―se ríe. Me da un buen manotazo en la espalda que casi me tira y acto seguido se va. No pasa mucho hasta que le oigo cerrar la puerta, cruzar el descansillo y entrar en su apartamento. Yo, por mi parte, me quedo rumiando algo que ha dicho.

―Rojo… ―murmuro para mí, mis neuronas haciendo una de esas conexiones mágicas entre cosas que nada tienen que ver la una con la otra, dando lugar a una de las ideas más brillantes de mi vida ― ¡Rojo! ―exclamo finalmente, con el mismo entusiasmo que un «¡Eureka!». Como si me fueran a robar la idea, me dirijo a toda prisa al dormitorio de Atsumu. Y ahí está, pintado de ese color rojo que lo distingue del resto de cajones de la habitación y de la casa entera. Me acerco hasta la cómoda de Atsumu con una sonrisa triunfal y me dispongo a desencajarlo para llevármelo conmigo y poder torturar psicológicamente a Osamu. Sin embargo, imágenes de lo que Atsumu guarda en ese cajón me vienen a la cabeza como los bombardeos de una guerra cruel. Un escalofrío me recorre de arriba abajo y, por un momento, una vocecita me pregunta si realmente estoy dispuesto a hacer pasar a uno de mis mejores amigos por semejante horror.

Y entonces cierro los ojos, dejándome llevar por el recuerdo de Cinco. Por esas larguísimas pestañas acariciando mis mejillas cada vez que acercaba mi cara a la suya para volver a besarle. Si me concentro lo suficiente, puedo sentir cómo me envuelve en sus brazos y sus rodillas chocan contra las mías. El ligero cambio de ángulo cuando se puso de puntitas para alcanzar mejor mi boca con la suya.

No estoy acostumbrado a estas cosas…

¿A qué exactamente: a tener público o al afecto?

A ninguna de las dos, para ser sincero…

¡A la mierda! Que sufran esos dos idiotas. Yo necesito encontrar a Cinco; ¡me estoy volviendo loco! Cada vez que pienso en cómo temblaba y suspiraba, la forma en la que se encogía, como si de verdad no estuviera acostumbrado al contacto íntimo… Mi cabeza está embotada de pensamientos suyos, de su olor y del tacto rasposo de sus labios, como si los tuviera cortados por el frío de diciembre… Solo puedo pensar en las ganas que tengo de ir a buscarle y empezar de nuevo, pero esta vez sabiendo su nombre y cuál es el color de sus ojos.

En un arranque de coraje, abro el cajón y, sin dejar que el miedo me detenga, miro dentro. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, violeta… Que Atsumu ordene sus vibradores y demás juguetitos sexuales en el orden cromático de la bandera LGTBIQ+ da que pensar… Hago una nota mental para pedirle a Osamu el número de su psicólogo y, dejando a un lado las ganas de extirparme con una cuchara afilada esa parte de mi cerebro que se está preguntando por qué motivo puede necesitar Atsumu tantos juguetes, saco el cajón de la cómoda.

―Esto va por ti, Cinco…― susurro mientras marcho por el pasillo de vuelta al salón.

―¡Eh! ¿Qué está pasando ahí afuera? ¡Osamu! ¡Osaaaaaamuuuuuu! ―grita Atsumu, todavía atrincherado en el cuarto de baño. Castigándole con el látigo de mi indiferencia, le dejo desgañitándose mientras yo torturo a su hermano. En cuanto me planto frente al balcón, Osamu reconoce el cajón rojo de su hermano entre mis brazos. Ni que decir tiene que mis niveles de serotonina aumentan en cuanto veo a Osamu retroceder angustiado, negando con su cabeza, mudo del terror.

―Mira, Osamu, yo tampoco quería llegar a esto… Pero no me dejas más opción. Dime lo que quiero saber o atente a las consecuencias. Esta es tu última oportunidad.

Osamu me mira desde el suelo con ojos suplicantes. Las manos le tiemblan y sé que va a ceder, lo puedo sentir en mi interior, pero entonces aprieta sus labios y cuadra los hombros. No, Osamu, no… ¿Por qué tenías que hacerte el valiente justo ahora?

―Por encima de mi cadáver ―me dice a través del cristal con renovado fuego en sus ojos.

―Tienes todo mi respeto por esto, Osamu… Pero que sepas que podrías haberte ahorrado este trauma ― le respondo yo. Acto seguido, le doy la vuelta al cajón y todos y cada uno de los juguetes sexuales de Atsumu van cayendo al suelo como una procesión de traumas sin sanar. Y si, mientras esto ocurre, suena el estribillo de El himno de la alegría, no es culpa mía, sino de Kuroo, que le gusta poner música clásica a todo volumen mientras cocina, como el psicópata que es. Además, las paredes de este edificio son como papel de fumar. Pero bueno, que me voy del tema. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Penes de silicona. Penes de silicona cayendo a cámara lenta y estrellándose contra el suelo.

―Bokuto, no estás pensando con claridad. ¿Es que acaso no ves que lo que te pasa es que quieres echar un polvo y listo? ¡Es solo un calentón, joder! Por favor, para esto ―me suplica.

―No, Osamu. Yo he sentido lujuria antes ―le digo, cogiendo del suelo un vibrador rosa fosforescente― y lo que Cinco me hizo sentir… Eso no es lujuria. No sé qué es, eso es verdad. Pero tiene algo; algo que, de momento, quiero explorar. Y ahora mismo, solo tú te interpones.

La nostalgia con la que admitió su falta de afecto. Quiero arrancársela a besos…

―Lo siento, amigo, pero en el amor y en la guerra todo vale.

Con esa última frase, presiono el botón del vibrador, que empieza a temblar en mi mano y entonces, ante la cara de pánico de Osamu y mientras el Himno de la alegría alcanza su apogeo máximo, con el coro cantando a máxima capacidad pulmonar y la orquesta dándolo todo, dejo caer el vibrador al suelo.

Supongo que conocéis el efecto dominó. Bueno, pues he aquí el efecto vibrador. En cuanto el de rosa fosforito cae sobre la pila de juguetitos, todos los demás empiezan a encenderse. Nuestra tarima se convierte así en un collage de perversión lleno de vibradores de colores que se sacuden los unos contra los otros, de tal manera que el suelo entero empieza a temblar. Es una maldita orgía a colorines.

Osamu pega tal chillido que parece una Banshee, pero no es capaz de apartar la mirada, y es en ese preciso instante, mientras sus ojos se inyectan en sangre, que sé que acabo de romper a un hombre bueno.

―¡Sugawara Koushi! ¡El nombre del sujeto número cinco es Sugawara Koushi! Es ayudante de profesor en la Facultad de Humanas de nuestra universidad. Creo que está en el departamento de Historia…

El silencio que se hace en la casa es sepulcral, incluso Kuroo ha apagado la música. Oigo una puerta abrirse de golpe y, justo después, unos pasos que se precipitan hasta el salón.

―¡Osamu! ¡¿Pero qué has hecho?! ―le pregunta Atsumu. Osamu le responde algo, pero yo ya no escucho el resto de la conversación. Mi cerebro parece avasallado por la nueva información y me cuesta largos segundos reaccionar. Cuando finalmente lo hago, mi cuerpo se mueve con vida propia. Mis piernas corren más rápido que nunca y, para cuando quiero darme cuenta, estoy bajando las escaleras del edificio de tres en tres.

El trayecto desde nuestro piso hasta la universidad es de quince minutos andando, pero consigo recorrerlo en tan solo cinco. Son las siete y media de la tarde y, aunque soy consciente de que ya es la última hora lectiva y que, por tanto, es más que probable que no lo pueda encontrar, la esperanza me late en el pecho.

Cruzo la puerta del campus como un rayo y paso de largo la facultad de Tecnología y la de Medicina. La piel de las piernas me pica; la sangre me bombea tan rápido que está empezando a ser molesto, pero en cuanto veo la gran fachada de paneles grises que viste la facultad de Humanas, todo mal se me olvida. Entro como alma que lleva al diablo, asustando incluso a algunas personas que salen por la puerta a la vez que yo entro, sorteándolas como obstáculos para no chocar y perder velocidad. Llego a los ascensores y freno en seco, casi estampándome contra la pared. Junto a ellos hay dos carteles guía: uno es un plano del piso y el otro es un índice de los departamentos que hay en cada piso. Me fijo en el segundo y cuando mis ojos al fin encuentran lo que buscaba doy un salto de júbilo.

3ª planta:

Departamento de Filosofía y Sociología.

Departamento de Filología y Literatura

Departamento de Historia, Arte y Geografía

Llamo al ascensor, apretando desesperadamente el botón para que llegue antes. El viaje se me hace eterno y cuando por fin llego a la tercera planta mis pies vuelan sobre las baldosas. Después de buscar con desenfreno entre los despachos del pasillo asignado al departamento de Historia, al fin doy con el cartel indicado.

Prof. Fujiwara Kimura

Aydte. Sugawara Koushi

Mis pies se convierten en cemento. Pesan y no puedo moverme. Siento pinchazos recorriendo los músculos de mis cansadas piernas. Sin embargo, mi cabeza se despresuriza, como la cabina de un avión. La ansiedad que me ha estado carcomiendo los últimos días me abandona, dejándome totalmente exhausto. Y, a pesar de todo ello, una sonrisa gigante me parte la cara.

Doy una buena bocanada de aire. Estoy nervioso, ¡eufórico! Bueno, no estoy muy seguro de si «eufórico» está bien usado en esa frase, pero me gusta como suena.

―Hola, ando buscando a Sugawara Koushi ―saludo nada más entrar. Y ahora que lo pienso, quizás hubiera sido buena idea llamar a la puerta antes de entrar como si nada, pero es que estoy muy ansioso, ¿sabéis?

―Ah, soy yo… ¿En qué puedo ayudarte? ―dice una voz a mi izquierda. Giro la cabeza y ahí está. Sentado tras un escritorio, se encuentra un chico joven, de pelo grisáceo y ojos castaños. Sus facciones son gentiles y su sonrisa es muy amable. Es muy guapo.

―Soy yo, Cuatro ―le digo y cuando veo su cara deformarse en una mueca de incomprensión sé que algo no encaja, pero vuelvo a intentarlo―. Ya sabes, el chico del experimento. Tú y yo nos besamos el martes pasado… ―le recuerdo, a lo que Sugawara solo atina a sonrojarse, pero antes de que él pueda decir nada, una voz detrás de mí le interrumpe.

―¿Cómo que os besasteis?

Sugawara y yo miramos hacia la puerta. Allí plantado y con un ceño fruncido que, por algún motivo, me pone muy nervioso, se encuentra otro joven también de mi edad, de piel morena y pelo corto. Es más bajo que yo, pero igualmente fornido.

―¡Daichi! ¿Qué haces tú aquí? ―pregunta Sugawara, levantándose de su silla de un salto. De repente, parece bastante nervioso.

―Pues nada, resulta que hoy he salido un poco temprano y he pensado que podría recoger a mi novio de la universidad, invitarle a un café y volver a nuestro apartamento dando un paseo. En cambio, me entero de que se ha estado besuqueando con otro…

Espera… ¿Ha dicho «novio»? No… Nononononononono.

A estas alturas de la conversación, mi cerebro es un manicomio: miles de mini yo corren por interminables pasillos blancos gritando desesperados.

―Que no, que no. Que todo esto es un malentendido, de verdad ―asegura Sugawara. Daichi parece realmente molesto, pero parece dispuesto a creerlo, porque cada segundo que pasa mirándole a los ojos, su postura se relaja un poco más. Sin embargo, no tarda mucho en recordar que yo también estoy allí, porque se gira hacia mí, y lo hace recuperando la rigidez anterior.

―Besa bien, ¿eh? ―me pregunta mientras cruza los brazos sobre su pecho.

―¡Daichi! ―le riñe Sugawara.

―¡Ni se te ocurra daichearme ahora, Suga! ―le reprende, con la ironía haciéndole rechinar los dientes. Sugawara se pone todavía más rojo que antes, su cara un poema de vergüenza e incomodidad.

―¡Eh! No le hables así ―le amonesto yo.

―¿Que no le hable así? Pero tú… Tú… ¡Tú tienes un morro que te lo pisas, hombre! ¡Así que no solo vas por ahí besando a los novios de otros, sino que ahora vienes a dártelas de caballero andante!

―¿Qué has dicho?

―¡Basta! Por Dios, callaos los dos ―exclama Sugawara, metiéndose entre nosotros y obligándonos a separarnos―. Mira, siento decírtelo, pero no soy yo a quién besaste ―me dice agitado. Varios parpadeos más tarde, consigo responder.

―¿Perdón?

Sugawara nos obliga a sentarnos y, aunque a regañadientes, ambos obedecemos. Por algún motivo, impone un poco. Al menos lo suficiente como para obligar a dos hombres más grandes que él a hacer lo que quiera.

―Hace un par de semanas me presenté como sujeto para un experimento sociológico. Los preparadores del experimento querían comprobar la reacción de varias parejas formadas al azar. Ya sabéis, qué emociones les provocaba tener unos minutos de intimidad con un completo desconocido al que no siquiera podríamos ver.

―Y déjame adivinar: teníais que besaros ―intervino Daichi. Sugawara asintió y el de piel morena se restregó la cara con las manos con aspecto cansado.

―P-pero yo no fui. Al final no. ¡De verdad! Te lo juro, Daichi. En cuanto supe que habría un beso de por medio, no me vi capaz. Tengo que sacarme un par de créditos extra para poder graduarme unos meses antes y así poder empezar las prácticas antes, así que, cuando me enteré de que este experimento estaba abalado por el Consejo de Alumnos universitarios con medio crédito, ni me lo pensé. Me enteré de lo del beso después, cuando ya había dado mis datos ―le cuenta, cogiéndole las manos para quitárselas de la cara y mirarle a los ojos. Daichi le mira intensamente durante un buen rato. Al final suspira. Sus dedos, aún atrapados entre los de Suga, aprietan los del otro en un gesto de cariño.

―Bueno. Pero entonces ¿a quién ha besado él?

―Eso, eso ― asentí yo.

―Yo me sentía muy mal solo de pensar que tenía que besarme con otro hombre que no fuera Daichi, pero también es cierto que realmente necesito terminar el curso antes, así que el medio crédito me hacía falta de verdad.

―Te he dicho mil veces que no tienes por qué apresurar tus estudios ―le recuerda Daichi.

―Y yo me niego a que pagues con tu sueldo el alquiler de una casa en la que vivimos los dos. Daichi, te quiero, y sé que lo haces de buen corazón, pero no pienso ser un mantenido. Estudiante o no. Cuanto antes me gradúe, antes podré hacer prácticas remuneradas y ayudarte con los gastos.

Daichi rueda los ojos, como si fuera una conversación ya vieja y por tanto aburrida, pero puedo ver como lucha por evitar que sus labios dibujen una sonrisa. Parece realmente orgulloso de su pareja.

―El caso es que en pleno ataque de nervios, me topé con Akaashi. Cuando le conté lo que me pasaba, se ofreció a ayudarme. Me preguntó si los preparadores del experimento me habían pedido foto o me habían visto y, cuando le dije que no, me propuso ir él en mi lugar. Así yo no tendría que besar a un desconocido y podría obtener igualmente el medio crédito.

―Espera, espera… ¿Akaashi? ¿Tu Akaashi? ¡Pero si es muy reservado! ―exclamó Daichi.

―Lo sé, pero supongo que me vio tan nervioso que quiso ayudar.

―Entonces, ¿a quién estoy buscando yo es a Akashi? ―les pregunté.

―Akashi, no; Akaashi. Y sí. Su nombre completo es Akaashi Keiji, es el ayudante de la profesora Tamaki, en el departamento de Literatura. Su despacho está a tan solo dos pasillos de aquí ―me explica y a mí me falta tiempo a levantarme y salir de allí corriendo. Eso sí, tropezándome con la papelera primero y con el perchero después.

―No corras tanto, Romeo ―se ríe Sugawara―. No está; hace un par de horas que se fue a casa. Pero mañana a las diez da una clase de Literatura moderna en este mismo edificio. En la clase 2002, para más señas.

―Está en la segunda planta, si no me falla la memoria ―apunta Daichi, regalándome una sonrisa torcida y un guiño.

Siento mis mejillas doler. La sonrisa que debo llevar debe parecer un cuarto de luna colgando de mis orejas. Sin poder evitarlo, me lanzo sobre ellos dos, atrapándolos en un abrazo de oso feliz.

―¡Sois los mejores! ¡Gracias, gracias, gracias!

―Pero qué tipo más raro ―escucho a Daichi suspirar―. ¿Estás seguro de que se lo quieres llevar a Akaashi? ―le pregunta, pero Sugawara solo se ríe.

Akaashi Keiji… ¡Espérame!

CONTINUARÁ...