Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 2

No quedaba mucho que decir. Nada que importase de verdad. Los detalles eran ocurrencias tardías.

Rin había llegado corriendo a la cabaña cuando había oído los gritos de Kagome. Inuyasha y Kagome la recibieron por poco al otro lado de la puerta, la joven sacerdotisa todavía lloraba cuando se arrodilló para contarle a la niña lo que había pasado. Rin se lo había tomado asombrosamente bien, entrando con una lágrima deslizándose por su mejilla mientras depositaba un beso en la fría frente de Kaede. La muerte, sin importar cuán repentina, no le era desconocida. Inuyasha había aprovechado aquel momento, con Rin y Kagome dentro de la cabaña, para salir a informar a un aldeano vecino de que Kaede estaba muerta. Y así sucedió: la suya era una aldea pobre, pero tenían los recursos necesarios para preparar un cuerpo para incinerarlo. Se harían cargo. Lentamente, las noticias empezaron a viajar por la aldea y gente apenada llegó a presentar sus respetos.

Pero no era un lugar en el que quisieran quedarse mucho tiempo. Así, con Inuyasha llevando a Rin sobre su espalda y Kagome caminando cerca de él, fueron hasta las afueras de la aldea, subiendo hasta la cima de la colina hacia el hogar de Miroku y Sango. Las noticias se entregaron en susurros quebrados, las gemelas jugaban en un rincón y el recién nacido, Mamoru, dormía, completamente ajenos a la gravedad de la conversación de los adultos. El resto de aquella noche se pasó en solemne silencio, la pérdida de la sabia y cariñosa anciana pendía pesadamente sobre todos. Kagome y Rin se quedarían con ellos todo el tiempo que necesitasen e Inuyasha se iría al día siguiente para llevarle las noticias a Shippo en el monasterio de los Kitsune. Del funeral, según la tradición, se encargarían los aldeanos y Miroku se presentó voluntario para comunicar que Kagome necesitaría un nuevo maestro para completar su entrenamiento como sacerdotisa. Todos los asuntos decididos, todos los problemas resueltos. Kagome había intentado consolarse un poco con todo aquello aquella noche, pero había poco consuelo que encontrar.

Inuyasha regresó el día en que Kaede iba a ser incinerada acompañado de Shippo, permitiéndole al joven demonio despedirse una última vez de Kaede. Shippo más tarde le contaría a Kagome lo sorprendentemente cuidadoso que había sido Inuyasha al informarle de la muerte de Kaede y al comprender su dolor. No lo había apartado cuando Shippo se hizo un ovillo, pegándose a él, y lloró. Inuyasha había estado, a través de este calvario, ampliamente en silencio, haciendo todo lo posible para que este proceso fuera lo más indoloro posible. Incluso entre su dolor, Kagome se encontró asombrada con él, con la forma en la que trabajó sin quejarse junto con los aldeanos para despedir a su sacerdotisa. Cortó la madera para la pira funeraria de Kaede. Llevó su cuerpo, envuelto en lino, y lo colocó allí. Y, con una mano gentil, equilibró a Kagome mientras ella bajaba la antorcha hacia la yesca, sosteniéndola cerca mientras retrocedían y observaban cómo se alzaban las llamas.

Y eso fue todo lo que quedó, en realidad. Tan solo los detalles vacíos. El funeral vino y se fue y, para cuando las ascuas de la pira se enfriaron, la tumba de Kaede ya estaba preparada en el templo, al lado de su hermana. Las cenizas de Kaede fueron depositadas en una urna, barrieron el carbón de la pira y de repente no quedó nada. Nada que decir.

Días después del funeral, Shippo regresó al monasterio. Rin se fue para quedarse un tiempo con Sesshomaru, hasta que las cosas se tranquilizasen otra vez. Con todo, se estaba… odiosamente tranquilo. Kagome no desconocía la pérdida. Solo había sido una niña cuando su padre había muerto. Apenas recordaba el funeral, ni el día en que había fallecido. Lo que recordaba eran las secuelas, aquella sensación de un agujero enorme abriéndose justo en mitad de su vida y siendo incapaz de llenarlo sin importar cuánto lo intentase. Recordaba los días de consiguiente silencio, la asfixiante quietud de su casa. Uno de sus recuerdos más vívidos, de hecho, era estar sentada en su cama y mirando por la ventana, preguntándose cuándo volverían las cosas a la normalidad. En su inocencia, había encontrado perfectamente razonable esperar que todo esto fuera a pasar al olvido y que su vida regresase a exactamente como había sido.

Ahora sentía lo mismo, en cierto modo… solo que, con la edad, ahora sabía que estas pérdidas no se cerraban. El dolor no terminaría, pero se desvanecería con el tiempo y… echaría de menos a Kaede. Lo único que podía hacer ahora era echarla de menos.

Aquella noche, Miroku y Sango decidieron aprovechar la oportunidad para explicarles la muerte de Kaede a las gemelas. Umeko y Sayuri habían sido pacientes, aunque habían tenido curiosidad y habían sido incapaces de comprender por qué todos en la aldea estaban tan tristes, demasiado pequeñas como para captar lo que había ocurrido. Después de cenar, Kagome los había dejado para que se ocuparan de ello, no quería entrometerse en lo que estaba segura que sería una conversación difícil. Inuyasha había desaparecido no mucho antes de que hubieran empezado a cenar, probablemente se había ido al bosque. Admitiría que sí que dolía que él desapareciera así sin decir una palabra, pero no le guardaba ningún rencor. En tal caso, había necesitado un poco de tiempo a solas con sus pensamientos.

Kagome se sentó en una piedra en lo alto de la colina y miró hacia la aldea. Ahora le tocaría a ella cuidarla. Los fuegos en la distancia que brillaban entre la modesta colección de casas estaban apagándose lentamente a medida que llegaba la noche y los habitantes los descuidaban en favor de dormir. Desde allí arriba podía ver apenas el templo, la luz de la luna relucía en la nueva lápida pulida. Se le apretó un nudo en el pecho.

Con su suerte, no pasó mucho antes de que la luz de la luna se extinguiera. Kagome levantó la mirada justo a tiempo para oír el trueno y densas nubes flotando en el cielo. Notó la primera gota en su nariz antes de que empezara a diluviar. Kagome se subió el dobladillo de su hakama y corrió por la hierba, agachando la cabeza contra los pinchazos de las gotas de lluvia despellejando su piel hasta que entró tropezando bajo el refugio del porche de Miroku y Sango. Su pelo y su ropa estaban húmedos, pegándose a su piel. Se pasó los dedos por el pelo en un lamentable intento por secarlo, maldiciendo ligeramente por lo bajo. Conteniendo un estremecimiento, Kagome había estado a punto de entrar y ponerse junto al fuego cuando el silencioso movimiento proveniente de la esquina la detuvo en seco. La venció la curiosidad y Kagome se quitó las sandalias y los calcetines, y caminó descalza, sin hacer ruido, hacia la fuente.

Al doblar la esquina, se encontró a Inuyasha sentado con las piernas cruzadas y apoyado contra la pared. Estaba iluminado solo por una pequeña lámpara de aceite y rodeado de un lío de papel, cañas de bambú, cuerda y lo que Kagome juraría que era un cuenco de savia. Tenía los ojos entrecerrados en gesto de concentración, pero sus rasgos estaban completamente relajados, absortos en su tarea.

—¿Inuyasha? —susurró Kagome—. ¿Qué haces aquí fuera?

No podía acercársele sigilosamente. Kagome había visto su oreja moviéndose en su dirección cuando se había aproximado. Inuyasha se detuvo a medio pasar un cuchillo sobre el borde abierto de una caña de bambú, mirándola de arriba abajo.

—Podría hacerte la misma pregunta.

Kagome consiguió esbozar una débil sonrisa.

—Te pregunté yo primero.

Inuyasha se rio entre dientes, el sonido escaso y bajo, pero estaba allí igualmente. Tras empujar el cuchillo hasta el final de la caña hasta que una fina tira se hubo curvado desde el filo, Inuyasha la cortó y la dejó a un lado. Con aquello fuera del camino, asintió en dirección hacia el espacio vacío que había a su lado. Kagome recorrió los pocos pasos que había entre ellos y se puso en el suelo, doblando las piernas a un costado.

—¿Qué estás haciendo? —repitió, su voz fue silenciada por la lluvia.

—Estoy haciendo una cosa. —Inuyasha la empujó ligeramente con su hombro.

Ella le devolvió el empujón, apreciando la antigua provocación ahora más de lo que nunca hubiera creído.

—Eso ya lo veo. Quiero decir, ¿qué estás haciendo?

Inuyasha se estiró por encima del regazo de Kagome para coger el carrete de cuerda. Cortó un trozo pequeño entre sus dientes, usándolo para atar el último trozo de bambú para hacer una estructura.

—Es un farolillo volador —contestó, girando la estructura con cuidado en sus manos para asegurarse de que no había pasado nada por alto.

—¿Un farolillo volador? —repitió Kagome—. ¿Dónde aprendiste a hacer farolillos voladores?

Inuyasha detuvo el trabajo que estaban haciendo sus manos, bajando lentamente la estructura hasta su regazo.

—Me enseñó mi madre —murmuró. Kagome se enderezó solo un poco más al instante. Cualquier mención pasajera de su pasado era extraña en Inuyasha. Al notar su interés, Inuyasha suspiró con resignación—. Era una noble —empezó—, pero la aldea en la que crecí no era muy tolerante exactamente con… bueno, conmigo. Ella todavía tenía su posición, pero le negaron la fortuna de su familia. Así que aprendió a hacer farolillos para ganar dinero. Al final, me enseñó a mí también a hacerlos. —Unos vívidos ojos dorados subieron hasta el mundo lluvioso más allá de su refugio seco en el porche—. Deberías haber visto los farolillos que hacía, Kagome. Eran hermosos, la gente venía de otras aldeas solo para comprarlos. —Bajó la mirada hasta la estructura de su regazo cuando una tira se salió de su sitio, Inuyasha frunció el ceño y volvió a atarla—. Nunca fui tan bueno como ella, pero supongo que cumplo mi función.

Kagome escuchó, embelesada con cada palabra.

—No sabía eso, Inuyasha —dijo con una sonrisa, acercándose más a su lado—. Cuéntame más.

—¿Sobre qué?

—Sobre tu madre.

Sus labios se presionaron en una fina línea.

—Bueno… era lo único que tenía. Crecer entre humanos fue duro. A madre la había rechazado el pueblo de mi padre, los inu yokai, así que en realidad no teníamos otro sitio a dónde ir. Nunca sentí que tuviera un lugar al que pertenecer, excepto a su lado. Digo, era como cualquier otra madre, como la tuya. Era buena y compasiva, y… era hermosa. Nobles y señores venían a menudo para pedirle la mano, pero ella siempre me dijo que seguía enamorada de mi viejo. En cuanto me veían, siempre se marchaban, en cualquier caso —confesó—. Lo era todo para mí… pero era humana y yo no. Se hizo mayor.

Había una verdad amarga en aquella declaración en la que Kagome no quería detenerse. Pasó un momento de silencio, lleno solo con el suave golpeteo de la lluvia. Kagome estiró la mano, pasando los dedos por el armazón del farolillo.

—¿Por qué nunca te he visto hacer uno?

Los ojos de Inuyasha permanecieron fijos en un punto distante de la lluviosa noche. Por un momento, Kagome temió que no fuera a responder.

—No he hecho ninguno desde que murió —confesó.

Kagome lo entendió e igualmente su corazón se rompió un poco por él. Entre esta tragedia, Inuyasha había sido el que la había estabilizado, el que la había ayudado a sobrellevarlo… pero él también había perdido a alguien que le importaba. Los dedos de Kagome rozaron el delicado papel que Inuyasha había extendido ante él. Cuando levantó la mirada, descubrió sus ojos sobre ella y sonrió.

—¿Me enseñarás cómo se hacen?

Inuyasha parpadeó, su mente se puso en blanco durante un momento.

—Eh… sí, claro. Ten, coge ese cuchillo y corta el papel así —instruyó, trazando una larga curva sobre la superficie—, pero con cuidado, está más afilado de lo que parece.

Pasaron las altas horas de la madrugada en sociable silencio y en murmullos bajos mientras Inuyasha le enseñaba la manualidad a Kagome. La lluvia siguió cayendo, los truenos retumbaban en las montañas distantes, pero nunca los alcanzaron del todo. Cada cierto tiempo, Kagome no podía contenerse y miraba hacia Inuyasha mientras él trabajaba con diestros dedos y movimientos memorizados. Era hipnotizante en sentidos que no pudo comprender del todo en un primer momento, pero poco a poco empezó a entenderlo a medida que transcurría la noche. Kagome había observado a Inuyasha derrotando a enemigos de cien veces su tamaño y conocía el poder que tenía de destruir lo que se interpusiera en su camino. Observarlo confeccionar algo tan delicado con aquellas mismas manos no era nada menos que impresionante.

Kagome no estaba del todo segura de cuándo se quedó dormida. Se había desplomado contra el costado de Inuyasha, con la cabeza en su hombro, y se despertó con él dándole un pequeño codazo.

—Eh —dijo mientras la persuadía para que se despertara—. Venga.

Kagome se quejó, apartándose de Inuyasha con un bostezo. Había parado de llover. El cielo en el este estaba empezando a iluminarse mientras las nubes se alejaban flotando y se alzaban los primeros atisbos de la mañana. Al bajar la mirada ante el lío de trozos ante ellos, Kagome se sorprendió un poco al encontrar dos farolillos voladores completos. Inuyasha había terminado el de ella después de que se hubiera quedado dormida. Kagome le dio la mano al hanyou y dejó que Inuyasha la pusiera de pie antes de recoger los farolillos con cuidado.

—Tú lleva la lámpara —le instruyó él.

Kagome asintió, frotándose el puño sobre su ojo mientras se encorvaba para recoger la lámpara.

—¿Adónde vamos? —preguntó con otro bostezo. Inuyasha le volvió a dar la mano y la guio fuera del porche y hacia el camino embarrado. La fría tierra empapada de lluvia contra sus pies descalzos fue suficiente para obligarla a despertar con un estremecimiento.

Inuyasha no respondió a su pregunta, pero mientras la conducía más lejos, no tuvo que hacerlo. Caminaron por el bosque, guiados a través de la oscuridad solo por la débil llama de la lámpara de aceite. Kagome estaba lo bastante despierta para ese momento como para entender lo que estaba pasando. Al atravesar el borde de los árboles, se encontraron con un repentino desnivel, un precipicio que bajaba hasta el bosque más denso. Desde esta posición ventajosa podían ver la totalidad del valle, la aldea y las montañas más allá, alzándose sobre todo aquello. Allí, en el borde, se detuvieron y encendieron sus farolillos. Inuyasha sostuvo ambos hasta que Kagome pudo dejar la lámpara en el suelo para coger el suyo.

Durante un largo momento, ninguno hizo o dijo nada. Miraron hacia las colinas neblinosas, el salvaje bosque, la aldea y el rosado alba con una calmada tranquilidad, hasta que una suave brisa subió por la colina y los dos los soltaron. Los brillantes farolillos flotaron vacilantes sobre el suelo antes de atrapar el viento y viajar hacia el cielo, retorciéndose y rodeándose entre ellos sin separarse en ningún momento. Kagome e Inuyasha los observaron hasta que sus débiles brillos se fundieron en la distancia y no pudieron distinguir el uno del otro.

Mientras veían los farolillos flotando juntos hacia el cielo, Kagome se puso al lado de Inuyasha y apoyó la cabeza contra su pecho mientras él rodeaba su cintura con un brazo, vacilante.


Pasaron otros cincuenta días antes de que nada realmente memorable ocurriese en la aldea. Según la tradición sintoísta, cincuenta días después del fallecimiento de un ser querido, los familiares más cercanos no podían tomar parte en ninguna celebración. A Kaede no le quedaban familiares cercanos y, por tanto, toda la aldea llenó el hueco, ofreciendo plegarias y ocupándose de su tumba. Cada flor fresca depositada en la pulida lápida era otro recordatorio de lo amada que era la anciana. Kagome no estaba muy preparada para asumir el papel de suma sacerdotisa de la aldea y su templo, pero se esforzó al máximo mientras tanto. Había sido cuidadora de un templo durante toda su vida, después de todo. La mayoría de las obligaciones no eran nada nuevo, pero en lo referente a habilidades como crear medicinas y ofrecer ayuda espiritual, descubrió rápidamente una cosa importante: era demasiado para ella. Así que, cuando llegaron noticias de que una aldea rogaba ayuda para exterminar a un demonio aterrador, no pudo estar más ansiosa por ir.

El tiempo sanaba. La vida volvía a empezar a asentarse. Aquellas semanas pasaron, la primavera tardía se convirtió en verano y con el tiempo se volvió más fácil respirar de nuevo. Kagome se descubría en ocasiones sintiéndose tan feliz, que casi se olvidaba del fallecimiento de Kaede. La culpa y la pena resurgían durante solo un instante, robándole la sonrisa y agarrándose con fuerza alrededor de su garganta, pero con cada día que pasaba, el dolor permanecía menos y menos. No se podía parar el tiempo, ni siquiera para estar de luto. Lo único que se podía hacer era avanzar. En cualquier caso, sus amigos nunca la dejaban deprimirse durante mucho tiempo y, a cambio, ella hacía lo mismo por ellos.

Andando a su lado por el camino aquella mañana temprano fue la primera vez en siglos que Kagome se sintió viva en semanas. Había echado de menos esto. Durante los primeros meses desde que había regresado, Kagome había ido a unos pocos y pequeños viajes de exterminio, una vez con Sango y una vez con Miroku e Inuyasha, pero no habían podido viajar juntos así hasta el momento. Sin embargo, Mamoru al fin era lo bastante mayor para que se quedara con una familia de confianza en la aldea, junto con las gemelas, y la petición de su ayuda había garantizado que fueran los cuatro. Era casi un poco agridulce cuánto se parecía a los viejos días de su búsqueda de los fragmentos de la esfera. Habían cambiado tantas cosas desde entonces (y con ese pensamiento, claro, llegó la punzada como una aguja de la pérdida, un dolor que se desvaneció tan rápido como vino).

Kagome estiró los brazos por encima de su cabeza, echándola hacia atrás, hacia la luz del sol, con un fuerte suspiro.

—Se siente tan perfecto. —Sonrió ampliamente—. ¡No hay nada como ponerse en camino de nuevo!

—Sí, como ya has dicho cien veces. —Inuyasha puso los ojos en blanco con impaciencia a su lado.

Kagome se encogió de hombros sin arrepentimiento, soltando los brazos para que cayeran a su costado. El movimiento casi hizo que su carcaj con flechas se le deslizase del hombro. Kagome tropezó con sus propios pies, luchando por cogerlo antes de que se derramase sobre el camino. Inuyasha se rio disimuladamente a su lado. Mirándolo con furia, Kagome volvió a colocar el carcaj en su sitio y le dio un codazo.

—¡Bueno, es verdad! —replicó—. No hemos podido hacer esto juntos desde hace años. ¡Perdóname si estoy emocionada!

—Eso dices ahora —se mofó Inuyasha—. Vas a quejarte de que te duelen los pies dentro de veinte minutos. —Sonó seguro de sí mismo hasta que Kagome entrecerró su mirada fulminante e incluso Inuyasha se descubrió encogiéndose ante su ira. Kagome, por su parte, estaba bastante orgullosa de sí misma por no ceder ante la expresión de su rostro. Con su trabajo allí hecho, levantó la cabeza en alto y se fue ofendida por delante de él, enlazando su brazo con Sango un poco más adelante por el camino.

—Bueno —empezó Kagome, lo bastante alto para asegurarse de que Inuyasha fuera perfectamente consciente de que lo estaba ignorando—, ¿qué decía el mensaje de la aldea?

Sango metió su mano libre en un morral que colgaba sobre su delantal y sacó un pequeño pergamino.

—La aldea está justo al noreste del monte Fuji. —Empezó a desenrollarlo entre Kagome y ella—. Afirman estar aterrorizados por una horda de demonios en el bosque junto a sus fronteras. No dieron muchos detalles, pero sí solicitaron que fuéramos con «todos nuestros efectivos», sea lo que sea que quieran decir con eso.

Kagome leyó por sí misma el mensaje.

—¿Ni una pista de qué pueden ser los demonios? —preguntó.

—Nada. —Sango se encogió de hombros mientras volvía a guardar el pergamino—. Tal vez no se han acercado lo suficiente para verlos.

—Entonces ¿cómo puede ser que los demonios los estén aterrorizando? —intervino Inuyasha desde detrás de ellas—. No tiene ningún sentido.

Miroku le dio una palmadita en el hombro, para irritación de Inuyasha.

—Aunque estoy de acuerdo —concedió—, tenemos el deber de al menos responder a su llamada. Además, ofrecieron una buena paga. Lo peor que podría pasar es que tengamos menos trabajo que hacer.

—Oh, así que solo nos importa la paga, ¿eh? —Inuyasha apartó la mano de Miroku de su hombro, fulminándolo con la mirada cuando el monje se limitó a esbozar una sonrisilla y le rodeó el cuello con el brazo.

—Bocas que alimentar, Inuyasha —dijo Miroku con una carcajada.

—¡Bocas que alimentar! —gruñó Inuyasha, agachándose para librarse del agarre y apartando a Miroku de un empujón. El monje cedió para este punto, levantando las manos en gesto de rendición, con el báculo tintineando por encima de su cabeza.

—No esperaba que lo entendieses —dijo antes de bajar la voz y adelantándose despreocupadamente—. Todavía no, en cualquier caso.

Inuyasha se quedó rezagado ante el comentario y, cuando Kagome miró atrás por encima del hombro hacia el hanyou, él la estaba mirando fijamente con un frunce perplejo. Soltó su brazo del de Sango, se detuvo y se giró para mirarlo, aprovechando el descanso para golpear sus sandalias de madera contra el suelo y tirar del talón de su calcetín.

No tuvo oportunidad de preguntarle en qué estaba pensando antes de que él empezase a negar con la cabeza.

—Te dije que te iban a doler los pies. —Se cruzó de brazos por dentro de sus mangas mientras volvía a empezar a andar.

Kagome, incluso mientras lo miraba con fingida indignación, caminó a su lado.

—¡No he dicho nada!

—Sí, pero ya te estás preocupando por tus sandalias. —Inuyasha puso los ojos en blanco—. Voy a terminar llevándote igualmente… bien puedo quitármelo ya de encima.

—Puedo caminar sola perfectamente —dijo Kagome haciendo un mohín.

—Claro, hasta que empieces a quejarte.

Oh, se estaba divirtiendo demasiado metiéndose con ella. Kagome podía verlo en aquella sonrisilla engreída mientras dirigía su mirada penetrante hacia el camino.

—No me das suficiente crédito.

—No hay mucho crédito. —Inuyasha ensanchó la sonrisa.

Ahora fue el turno de Kagome de detenerse. Se cruzó de brazos, negándose a dar otro paso. Inuyasha solo se adelantó unos cuantos hasta que se dio cuenta de que no lo estaba siguiendo, dándose la vuelta y arqueando una oscura ceja en gesto interrogante. Kagome sonrió con satisfacción.

—Ss…

A Inuyasha se le desencajó la expresión.

—No te atreverías.

Ella sonrió con satisfacción.

—Ssssss…

—¡Kagome! —gimió.

—Ssssssssiiiiii…

—¡Vale, lo siento!

—… ¡glos! ¡Siglos!

Inuyasha se encogió. Se quedó así paralizado durante un largo momento antes de que le llegara la risa de Kagome. Sus orejas se movieron mientras se enderezaba, una sombra cayó sobre su rostro, al parecer no le divertía la risa de Kagome a sus expensas. No lo habían «sentado» ni una vez en más de tres años y, aunque planeaba mantener esa racha, no iba a dejar que jugase así con su ego. Con un gruñido en broma, saltó en el aire, aterrizando justo delante de la sacerdotisa con los brazos en alto, mostrando las garras y preparado para atacar en cualquier momento. Sin duda un panorama agresivo. Kagome chilló y esquivó su arremetida contra ella, rodeándolo rápidamente y corriendo hacia delante por el camino de tierra. Inuyasha la persiguió inmediatamente.

Cuando pasaron corriendo por su lado, Miroku y Sango se los quedaron mirando, siguiéndolos a un paso tranquilo mientras el medio demonio y la sacerdotisa jugaban al gato y al ratón, corriendo en círculos sin dirección por delante de ellos. Sango sonrió ligeramente ante la adorable escena.

—¿Qué los retiene? —se preguntó en voz alta—. Incluso después de todo este tiempo, siguen sin admitir sus sentimientos. Es decir, Kagome ya ha decidido pasar su vida aquí con él. Cualquiera pensaría que lo harían oficial.

Miroku se encogió de hombros.

—Tal vez simplemente no están listos. El amor joven es así.

Sango arqueó una ceja, pasando la mirada entre el hanyou y su marido.

—Amor joven, ¿eh? Inuyasha tiene ciento cincuenta años.

—Eso sin duda no significa que actúe como tal —dijo Miroku con una carcajada. Pero era verdad. A pesar de su auténtica edad, Inuyasha seguía siendo física y mentalmente un joven—. Acabarán poniéndose de acuerdo —le aseguró Miroku—. Estoy seguro de que ambos conocen sus auténticos sentimientos por el otro, pero parecen bastante cómodos tomándose su tiempo. —Redirigió su atención de nuevo hacia su esposa con una sonrisa ladina—. Y, cambiando de tema, ¿he mencionado lo cautivadora que estás hoy, mi amor?

Sango puso los ojos en blanco.

—Silencio.

Delante de ellos, en el camino, Kagome e Inuyasha estaban todavía inmersos en su juguetona pelea. Inuyasha podría haberla vencido fácilmente cuando le placiera, sin duda, pero ese no era el tema. El tema era la risa. Kagome no se había reído tan genuinamente desde hacía más de un mes, e Inuyasha tampoco. Aunque solo fuera un rato, pudo sentirse como hacía años, cuando este mundo seguía siendo nuevo y emocionante para ella, con su mejor amigo, lo aceptaría al instante. Kagome escapó del alcance de Inuyasha justo antes de que pudiera agarrarla, con el corazón tan acelerado y su cabeza tan llena de luz, que el sendero del bosque a su alrededor pareció desvanecerse.

Un arbusto crujió en el bosque.

Inuyasha se lanzó hacia Kagome, curvando su cuerpo alrededor de ella mientras rodaban por el suelo, el instinto había sido inmediato. Kagome no tuvo tiempo para gritar. Una flecha atravesó el aire donde había estado de pie momentos antes, clavándose en un árbol al otro lado del sendero. Inuyasha estuvo en pie y en pose de batalla antes de que nadie pudiese parpadear, con los colmillos descubiertos y las garras tensas.

Salvajes gritos de batalla salieron de la sombra del bosque, un grupo de bandidos llenó el sendero y rodeó rápidamente a los incautos viajeros. Miroku y Sango sacaron sus armas con la misma velocidad, serenos y preparados para una pelea. Kagome se puso temblorosamente en pie y sacó su arco, todavía intentando hacer que el mundo dejase de dar vueltas.

—¿Tenéis ganas de morir? —gruñó Inuyasha mientras inspeccionaba a sus oponentes.

—Dejad vuestras armas y cosas de valor en el suelo. —Uno de los bandidos, el líder, por lo que pudo deducir Kagome, dio un paso adelante. Ella todavía luchaba por seguir el ritmo con lo repentino de la emboscada. En toda su emoción por este viaje, había pasado por alto el peligro que a menudo iba unido a viajar en esta época. Sus amigos se habían puesto en guardia en un instante, dejándola para que los alcanzase, pero no iba a ser una carga para ellos. Kagome deslizó la mano hacia atrás, agarrando una flecha de su carcaj y colocándola en la cuerda del arco. Captó la mirada de Inuyasha por el rabillo del ojo y le dirigió un firme asentimiento. El líder de los bandidos no la vio con buenos ojos—. ¡He dicho que dejéis vuestras armas! —gruñó, extrayendo la espada de su vaina y apuntándola con la hoja.

Kagome respondió antes de que Inuyasha tuviera siquiera la oportunidad de destrozarle la garganta a aquel hombre.

—Ni de broma.

El líder entrecerró los ojos.

—¡Puta insolente! —gruñó. Con su espada todavía desenvainada, el hombre metió una mano en su pechera y sacó un pequeño cristal con una cadena—. ¡Traédmela!

El cristal palpitó con un centelleo azul pálido. Kagome se preparó para un peligro desconocido, pero no ocurrió nada. El cristal osciló al final de la cadena, reluciendo bajo la luz del sol, pero no salió nada de allí. No pasó nada, al menos nada que ella pudiera ver. Kagome frunció el ceño, sintiendo que la tensión de su arco le tiraba de los brazos, pero reacia a soltarlo todavía. Ahí fue cuando el líder empezó a sonreír. El estremecimiento de asco no había acabado de bajar por su espalda cuando finalmente notó a Inuyasha delante de ella, la forma en la que tenía los hombros hundidos y retrocedía del bandido, le empezaban a temblar las piernas bajo su peso. Con su atención sobre él, Kagome aflojó la tensión de su arco, la flecha se deslizó entre sus dedos y repiqueteó contra el suelo mientras apoyaba la mano en la espalda de Inuyasha. Inuyasha gruñó, echando su brazo a un lado para que se mantuviera atrás, pero Kagome ya había visto el sudor perlando su frente.

—¿Qué le estás haciendo? —le gritó Kagome al líder de los bandidos mientras su grupo empezaba a avanzar hacia él—. ¡Detente! —rogó.

Inuyasha le rodeó la cintura con su brazo, todavía intentando empujarla detrás de él.

—Kagome, atr…

La colisión de cerámica contra cráneo se registró antes de que ninguno de ellos se diera cuenta de lo que acababan de ver: una maceta volando por el aire y haciéndose añicos contra la cabeza del líder. Colapsó al instante, inconsciente y cubierto de tierra y fragmentos de arcilla. Durante un solo latido, no se movió nadie. Ni los bandidos ni los viajeros hicieron nada más que quedarse mirando al hombre con desconcierto. El silencio solo se vio perturbado por una voz que iba hacia ellos desde el sendero.

—¡Alejaos de ellos! ¡Fuera! —gritó un escandaloso hombre de mediana edad con un kimono blanco y un hakama azul mientras corría hacia ellos con otra maceta sostenida por encima de su cabeza. Los bandidos intercambiaron miradas entre ellos y su líder caído, mientras el recién llegado corría directamente hacia ellos, moviendo la maceta de un lado a otro como si esperase perseguirlos solo con la cerámica y, al parecer, así era. Les tiró otra maceta, que se hizo añicos a sus pies—. ¿Quién os creéis que sois? —gritó el hombre—. ¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡No tenéis derecho al bandidaje en este sitio!

Colectivamente, parecieron darse cuenta de que esta pelea ni de cerca valía la pena. Tras dejar a su líder inconsciente en el suelo, el grupo de bandidos volvió corriendo hacia el bosque.

Observando con completa incredulidad al hombre de la maceta ahuyentando a los bandidos con nada más que gritos dementes, Inuyasha se relajó lentamente y se enderezó. Miroku, Sango y Kagome pronto siguieron su ejemplo.

—Bueno, eh… —empezó Kagome mientras veían al hombre pasar al lado de ellos corriendo—, esto es nuevo.

—Cosas más extrañas han pasado —añadió Miroku—. Pero sí, definitivamente… nuevo.

Ahora que no parecían encontrarse en peligro inminente, Inuyasha gimió y se agarró la cabeza con una mano. Kagome lo observó atentamente, pasando los dientes por su labio inferior. Fuera lo que fuera que le hubiera hecho aquella piedra, claramente se estaba desvaneciendo, pero Inuyasha todavía parecía desorientado. Pasó la mano sobre su espalda y entre sus omóplatos.

—¿Estás bien? Estás un poco pálido.

Inuyasha resopló rápidamente, pero no rechazó abiertamente su caricia.

—Estoy bien. Y no es así.

—Si tú lo dices…

Con los bandidos adecuadamente ahuyentados, el hombre de la maceta caminó a paso tranquilo hasta el patidifuso grupo.

—¡Buenas tardes, viajeros! —saludó alegremente, sosteniendo una maceta extra bajo su brazo mientras ponía las manos en sus caderas.

Sango fue la primera en salir de su confusión, ofreciéndole una sonrisa un tanto cauta al hombre.

—Gracias por su ayuda.

Inuyasha metió las manos en las mangas de su haori.

—No la necesitábamos —refunfuñó.

—¡Inuyasha! —soltó Kagome.

—¿Qué? ¡No la necesitábamos!

—Aun así —interrumpió Miroku antes de que los dos pudieran empezar a discutir—, le estamos muy agradecidos. Si hay algo que podamos hacer para compensárselo, por favor, díganoslo.

El hombre de la maceta les restó importancia.

—Os lo aseguro, ¡no hace falta dar las gracias!

Inuyasha puso los ojos en blanco, lanzándole una mirada a Kagome para expresar silenciosamente su frustración no dando las gracias cuando el hombre claramente no las quería. Kagome puso los ojos en blanco con un resoplido de igual frustración, aunque por una razón completamente distinta. Volviendo a centrar su atención en su extraño héroe, Kagome compuso una sonrisa.

—Bueno, ¿veo que es un sacerdote? —dijo, gesticulando en dirección al atuendo del hombre.

—¡Así es! —proclamó—. Soy Takuya, antiguo cuidador del templo Sengen.

Kagome ladeó la cabeza.

—¿Antiguo?

—Sí. —Takuya sonrió—. Voy de camino a encargarme del entrenamiento de una joven sacerdotisa de una aldea no lejos de aquí.

Inuyasha gruñó.

—Qué suerte la nuestra. ¡Eh! —protestó, mirando con furia a Kagome porque le hubiera clavado el talón en el pie.

Kagome dibujó una sonrisa inocente.

—Creo que puede que sea yo la sacerdotisa que está buscando —dijo, aunque aquella sonrisa flaqueó un momento. Nadie podía reemplazar a Kaede, pero era un alivio saber que tendría ayuda para asumir sus obligaciones—. A mis compañeros y a mí nos han llamado para ayudar con un problema de demonios en otra aldea, pero en cuanto llegue allí, por favor, siéntase como en casa. Nuestra aldea no es gran cosa, pero la gente es muy acogedora.

Takuya le sonrió ampliamente a Kagome, cogiendo su mano entre las de él. No era un hombre excesivamente alto, ni excesivamente delgado, para el caso, pero su personalidad estaba demostrando ser exuberante.

—¡El destino! —exclamó.

—Mala suerte —corrigió Inuyasha.

—¡Inuyasha!

—¡Bien! —Takuya sonrió, dándole una palmadita a Kagome en la mano antes de soltarla. Se dio la vuelta y trotó por el camino hasta donde había tirado un carro lleno de diferentes macetas llenas de hierbas y otras plantas medicinales. Agarró firmemente ambos mangos a cada lado de él, sus curtidas manos fuertes y robustas—. ¡Aguardo ansiosamente tu regreso! Empezaremos las lecciones en cuanto estés lista. ¡Hasta entonces!

Tras observar al extraño sacerdote desaparecer por una curva del camino, los cuatro compañeros intercambiaron miradas desconcertadas antes de quitarle importancia y seguir adelante. Justo cuando creían que lo habían visto todo.

A medida que continuaron con su viaje, Inuyasha, por una vez, se encontró quedándose en la parte de atrás. Miraba fijamente hacia delante con una mirada distante y desenfocada, y Kagome miró hacia él más de una vez y descubrió la misma expresión vacía en su rostro con el más leve frunce de su ceño. Fuera lo que fuera que le hubiera afectado, claramente le estaba pesando en la mente. Kagome decidió que no iba a permitirlo.

—¡Eh, tortuga! —ahuecó las manos alrededor de su boca y llamó mientras andaba hacia atrás. Cuando captó la atención de Inuyasha, le mostró una sonrisa desafiante—. ¿Tienes plomo en los pies, o qué?

Con las preocupaciones a un lado por el momento, Inuyasha imitó su sonrisa y la persiguió de nuevo alegremente.


Hicieron falta otro día y otra noche de viaje para llegar a la aldea. Habían montado el campamento y pasado la noche en el bosque en cuanto se había puesto oscuro la noche anterior y partieron por la mañana, llegando alrededor del mediodía. Era un poco más adinerada que su humilde aldea, eso pudieron verlo sencillamente con acercarse. Un bajo muro de piedra rodeaba toda una ladera, cerrándose alrededor de una colección de modestas cabañas y una mansión más grande en lo alto de la colina. Caminos de piedras dibujaban senderos a través de la aldea, llegando a su fin en la pendiente y en cada umbral. Al otro lado de la colina, otro muro de piedra separado cercaba un pastizal para sus animales. Claramente allí había dinero y, si no había otra opción, prometía una cómoda noche de sueño y con suerte una buena compensación por sus servicios.

Y, en efecto, al llegar al último tramo del viaje, Kagome estaba sobre la espalda de Inuyasha.

—Echo de menos mis mocasines —se quejó, su barbilla estaba apoyada en el hombro del hanyou, con sus brazos rodeándolo sin apretar.

Inuyasha se mofó, alegrándose un poco demasiado de que se demostrara que él tenía razón.

—Bueno, odio decir que te lo dije…

—Entonces no lo hagas.

Kagome se bajó a regañadientes de la espalda de Inuyasha en cuanto se hubieron adentrado más en la aldea. La carta que les habían enviado les indicaba que fueran a la casa más grande al pie de la montaña y fue allí donde encontraron a un hombre vestido con armadura de capitán esperándolos en las escaleras de entrada. Estaba flanqueado a cada lado por sus oficiales de menor rango, de pie en señal de respeto hacia los exterminadores de demonios que se aproximaban. Kagome no se había esperado tal decoro para su visita, pero razonó que su reputación tras derrotar a Naraku debía de haberse extendido más lejos de lo que había pensado. Sin embargo, una mirada a la leve confusión de sus amigos hizo que descartara esa teoría. El capitán se erguía orgullosamente, con los brazos doblados a su espalda mientras evaluaba a sus visitantes. La bandera del clan Takeda ondeaba en una docena de mástiles, alineando los pilares de la mansión.

El capitán entrecerró los ojos en cuanto divisó a Inuyasha. Con un chasquido de sus dedos, sus hombres echaron mano de las espadas que llevaban en los cintos.

Inuyasha se estiró y se colocó delante de Kagome, mirando amenazadoramente al capitán y, lo que era más importante, al pálido cristal que colgaba de una cadena en su cinturón.


Nota de la traductora: ¡Muchísimas gracias por el acogimiento de esta nueva traducción! Me alegra mucho que os esté gustando.

Como podréis haber notado al leer los nombres de los hijos de Sango y Miroku, esta historia se escribió antes de que existiera Yashahime, por lo que Novaviis los llamó así.

¡Si os ha gustado este capítulo, dejadme vuestras opiniones! Ya sabéis que me dan mucha fuerza para seguir traduciendo.

¡Hasta la próxima!