Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.
Capítulo 3
Era difícil no tomárselo como un insulto. Este vertedero en mitad de la nada de chozas en ruinas y habitantes agradablemente ignorantes era difícilmente la animada metrópolis que se había esperado como su encargo. Aun así, sabía que no debía cuestionar a su amo. Agradecía que lo hubiera ascendido a capitán y, por lo que respectaba a los poderes superiores, ese era el fin de la historia. Nada que preguntar, nada que cuestionar. Aceptaba lo que le daban y seguía adelante.
Pero no era ningún secreto entre sus hombres que el capitán Yorino no tenía ningún deseo en absoluto de estar allí. Sí, había muchos temas para los que no se atrevía a llamar la atención de su amo. Por ejemplo, por qué le habían ordenado pedir ayuda para exterminar demonios que habían estado atormentando a la aldea en la que estaba apostado. Con el poder que su amo le había otorgado tan amablemente podía subyugar con facilidad a las odiosas criaturas. Sí, él no podía matarlas, pero sus hombres podían hacer el resto. Se le escapaba el porqué de que tuviera que pedir la ayuda de cuatro exterminadores de demonios, pero no le correspondía cuestionarlo. El capitán Yorino creía que era un hombre honorable y leal, pero solo podía aguantar hasta cierto punto antes de frustrarse.
Yorino se había despertado aquella mañana con el insufrible sonido de los gallos de la aldea cacareando, y tuvo que contenerse para no ordenarle a uno de sus hombres que cogiera su arco y le disparase. El apaciguamiento de los aldeanos, según le habían dicho, era de vital importancia. No podía arriesgarse a causar un alboroto, sin importar lo fácilmente que se subyugarían los plebeyos. Estaban allí para mantener el control de un importante punto estratégico en la campaña para apoderarse del país y, aunque enfadar a los aldeanos sin duda no la pondría en peligro, haría la vida mucho más fácil mantenerlos tranquilos. Con todo, eso no era difícil de hacer. Eran casi vergonzosamente simples.
Su vida estos últimos meses había sido un tira y afloja de tarea en tarea. Seguir órdenes, asegurarse de que sus hombres hicieran lo mismo y supervisar su participación en esta campaña para restaurar el orden en las tierras devastadas por la guerra. Yorino cumplía con su deber y lo hacía bien. Así que, cuando los exterminadores de demonios entraron en su patio en compañía de un inu hanyou, Yorino tuvo que preguntarse qué estaba planeando exactamente su amo. Para ser tan específico al exigir que contratasen a estas personas, debía haber sabido que había una bestia entre ellos.
Aun sí, la decencia solo podía llegar hasta cierto punto, y no significaba que tuviera que acoger al desgraciado en su aldea. Entrecerró los ojos y, sin pensárselo dos veces ni arrepentirse, chasqueó los dedos. Los samuráis que lo rodeaban echaron mano obedientemente de sus espadas, esperando la orden para desenvainarlas.
Observó que el inu hanyou estiraba su brazo y se colocaba delante de la sacerdotisa, gruñéndole a él y, sin duda, reclamando a la mujer como su territorio como un perro salvaje. La sacerdotisa estiró la mano y la apoyó en el hombro del hanyou. Evidentemente, a ella también le habían enseñado a obedecer. El monje y la taijiya se tensaron y se acercaron un paso el uno al otro, pero tenían poco interés para él.
Un largo momento de silencio vagó por lo que podría convertirse rápidamente en un campo de batalla en el patio, llenado solo con el gruñido salvaje del hanyou. Finalmente, la sacerdotisa pareció haber tenido suficiente y salió de detrás del demonio.
—Creo que ha habido un malentendido… —comenzó vacilante, apretando su agarre sobre el arco rojo que tenía en la mano.
—¿Qué crees que estás haciendo, Kagome? —soltó el hanyou—. ¡Atrás!
Claramente, realmente la joven no sabía lo que creía que estaba haciendo, pero no parecía muy inteligente dejar que eso la detuviera.
—¡Nos hicieron llamar para ayudar con su problema de demonios! ¡Hemos venido como aliados! —Como los soldados no retrocedieron y Yorino se encontraba demasiado intrigado como para ordenarles que lo hicieran, el color empezó a irse de las mejillas de la mujer. Yorino levantó la mano.
El hanyou se estiró para agarrarla por el hombro.
—¡He dicho atrás, Kagome!
La sacerdotisa apretó los dientes cuando Yorino cortó el aire con su mano, esperando un ataque. Echó la mano atrás, hacia el carcaj que llevaba a la espalda, sus dedos rozaron contra una flecha. Al unísono, los samuráis guardaron sus catanas y se enderezaron. Kagome se encogió ante el repentino movimiento, pero en cuanto se dio cuenta de lo que ocurría, empezó a relajarse lentamente. El Capitán la miró desde lo alto de las escaleras.
—Kagome. El nombre me resulta familiar. —El Capitán frunció el ceño, pasando su mirada penetrante sobre el grupo que estaba ante él—. ¿Confío en que son ustedes los guerreros que derrotaron a aquella molestia de Naraku hace tres años? —Su mirada permaneció sobre Inuyasha—. Y su perro.
—Cuidado —soltó el medio demonio. Kagome estiró la mano hacia él, lo único que evitó que él mismo iniciara una pelea.
El monje, Miroku, según recordaba, se enderezó a regañadientes para dirigirse a Yorino y a sus hombres.
—Somos esos mismos. Inuyasha es el más fuerte de nosotros. Yo le mostraría un poco de respeto. —Un mediador. Interesante, pensó Yorino, que esta pacificación pareciera extinguirse en lo referente a una criatura tan impía.
—Un hanyou —dijo Yorino con desprecio, aquella sola palabra fue suficiente para avivar su discusión.
—Mire —dijo la taijiya entre dientes—, ¿quiere nuestra ayuda o no?
No la quería. Esa era la respuesta más simple. El Capitán no había querido tener nada que ver con un grupo de exterminadores de demonios desde un principio y ahora todavía menos. ¿Qué era lo que pretendía su amo al hacer que un medio demonio entrase en sus tierras? Su especie era exactamente lo que su campaña se había dispuesto a erradicar. Tendría que buscar su consejo más tarde. Por ahora, sin importar cuán amargo regusto permaneciese en su boca, tendría que tranquilizarlos.
—Muy bien —gruñó—. Debo… disculparme por mi reacción. No son lo que esperaba y, como a muchos, se me enseñó a ser… cauto con los demonios. —Con esto, movió su fría mirada de nuevo hacia Inuyasha—. Soy el capitán Yorino, del ejército del gran caudillo Masao Takeda. Bienvenidos.
Fue todo lo que pudo hacer Yorino para no desenvainar su propia espada cuando vio a la sacerdotisa inclinándose para susurrar en el oído del hanyou, los dos compartieron una carcajada apenas reprimida en su presencia. Yorino encontró la mirada de Inuyasha, le tembló el labio. La criatura tenía la osadía de sonreírle con suficiencia. Yorino exhaló bruscamente por la nariz.
—Se les mostrará su alojamiento y les darán una buena comida. Por la mañana, los conducirán hasta el demonio —concluyó el Capitán, haciéndole un gesto con la mano a uno de sus hombres. El samurái hizo una reverencia, aunque a regañadientes, y se salió de la fila para guiarlos.
—Por aquí —gruñó el soldado.
Intercambiando miradas en una silenciosa conversación, el grupo aceptó seguirlo, aunque con vacilación, caminando por detrás a una buena distancia por si las cosas volvían a agriarse. El capitán Yorino los vio irse, observó cómo el hanyou se ponía al lado de la joven, observó que la sacerdotisa rozaba sus manos en un consuelo sin palabras. Que aquella hermosa joven, y una sacerdotisa, además, llamase a un hanyou compañero le hacía hervir la sangre. En un arrebato de furia, levantó la mano y la curvó alrededor del pálido cristal que colgaba de su cuello. Una ola de satisfacción se estrelló contra él cuando el cristal emitió su brillo azulado.
El efecto fue rápido. El desgraciado no había dado más de tres pasos antes de que cayera su compostura y tropezó solo para mantenerse erguido. Su mano fue rápidamente hasta su frente, un gruñido bajo de dolor desgarró su garganta.
La mano de la sacerdotisa estuvo en su espalda en un instante.
—¿Inuyasha? —Frunció el ceño. La preocupación de su voz hizo que a Yorino le bramase la cabeza.
—Estoy bien —gruñó Inuyasha.
Kagome permaneció impávida ante su mentira.
—Mentiroso —replicó. No tuvo ni la idea ni el sentido de buscar la fuente externa de su dolor. Aun así, su mirada de sospecha fue hacia Yorino. Con un movimiento sutil, soltó el cristal y les dio la espalda a sus invitados indeseados. Justo cuando entraba en su morada, pudo oír a la sacerdotisa suspirar—. Venga. Vamos dentro. Nos vendrá bien a todos descansar un poco.
El crepitar del fuego aquella noche hizo poco por calentar el frío ambiente de la aldea de fuera. La cabaña que les habían dado para alojarse era bastante decente, más que adecuada para una corta estancia, pero con su trato anterior seguían sin poder decir que fuera cómoda. Minutos después de su reunión con el estirado Capitán, se había cerrado cada puerta y ventana de la aldea, los susurros se extendieron por cada una de las calles mientras los aldeanos los miraban con miedo y leve repulsión. Aunque el plural no era exacto del todo. Cada mirada de odio iba dirigida a Inuyasha. Sus compañeros solo eran vistos como secundarios. Incluso cuando Inuyasha mantenía la cabeza en alto y se negaba a mirar a ninguno de ellos a los ojos, su intolerancia se extendió por la aldea hasta que cada uno de sus habitantes se hubo encerrado.
Pero aquello no era nada nuevo. No había nada extraordinario en ello. Inuyasha se había acomodado demasiado en una aldea de gente que probablemente solo lo toleraba por sus amigos y por el poder que tenía para protegerlos a todos. Fuera de aquel minúsculo refugio, el resto del país no había cambiado y nunca había tenido la expectativa de que lo hiciera. Lo único que le había molestado en lo más mínimo había sido la reacción de Kagome al verlo. Ver su rostro desencajado, su brazo enlazado al de él mientras los conducían a su alojamiento, sosteniéndolo con fuerza, había sido una tortura. Inuyasha se habría dado la vuelta con mucho gusto y se habría marchado de la aldea para lidiar con la invasión de demonios por su cuenta si no hubiera sido por el estúpido corazón de oro de ella.
Más tarde, esa noche, cuando se acomodaron y se relajaron, les dieron una olla de guiso para que lo cocinaran sobre su hogar, junto con cantimploras de agua fresca. Lo habían dejado en el porche, delante de la puerta, el aldeano que lo entregó todo había llamado y se había marchado antes de que ninguno de ellos pudiera ver quién era. Inuyasha la verdad es que había olfateado someramente en busca de veneno antes de permitir que lo trajeran dentro.
—Pero es extraño —comentó Sango una hora más tarde mientras empezaba a repartir su comida en cuencos con un cucharón—. Normalmente, nos llevarían inmediatamente hasta el demonio y luego nos darían alojamiento para descansar por la noche. Si tan urgente era, ¿por qué esperar?
—Hay algo sospechoso sobre este lugar —convino Miroku mientras cogía uno de los cuencos y se lo pasaba a Kagome. Le ofreció otro a Inuyasha, que montaba guardia junto a la puerta. Ante la mirada de asco del hanyou, Miroku suspiró y se quedó el cuenco.
Con sus orejas girándose hacia la puerta a cada sonido que había, Inuyasha puso los ojos en blanco.
—Sabéis perfectamente lo que pienso. —Se encogió de hombros. Sin duda no había hecho ningún intento por esconder su desdén hacia la aldea, especialmente para con aquel pomposo Capitán. Inuyasha miró a través de una rendija en la puerta shoji por enésima vez aquella tarde y vigiló la calle vacía que había fuera. Mientras tanto, prácticamente podía sentir la mirada de Kagome quemándole en la espalda. Cuando finalmente devolvió su atención hacia el interior de la cabaña, su paciencia había llegado a su fin—. Kagome, ¿quieres dejar de mirarme así?
La sacerdotisa en cuestión frunció el ceño, pero apartó rápidamente la mirada.
—Solo me aseguraba de que estuvieras bien.
—Bueno, pues no lo hagas.
—Inuyasha —lo llamó Miroku, su voz tranquila y garantizando detener cualquier discusión que estuviera a punto de empezar—. ¿Captaste el olor de algún demonio por la zona?
—Nada —respondió, moviéndose para apoyarse contra la pared—. Así que, sea lo que sea este demonio, debe de estar escondido y atacar solo ocasionalmente. Si no, nos habrían conducido directamente hasta él.
—Eso tendría sentido… —Kagome se interrumpió.
Al captar la vacilación en su voz, la actitud severa de Inuyasha hacia ella cambió en un instante. Su expresión se suavizó con preocupación.
—¿Qué pasa?
—Bueno —empezó Kagome—, puede que no sea nada. Es que cuando veníamos hacia la aldea no sentí ninguna aura demoníaca. Lo que sí sentí fue otra cosa, algo… siniestro, supongo. Fuera lo que fuera, no era demoníaco.
Inuyasha resopló.
—Entonces se le da muy bien esconderse, ¿y qué?
—No —dijo Kagome negando con la cabeza—, había algo familiar en esta aura.
—No me gusta cómo suena eso —dijo Sango frunciendo el ceño.
—Sí, bueno, sea lo que sea, lo averiguaremos por la mañana —gruñó Inuyasha mientras se apartaba de la pared de un impulso—. Estaré fuera.
Kagome apoyó su cuenco.
—Inuyasha, tal vez deberías quedar…
—He dicho que estaré fuera —soltó Inuyasha. No se dio tiempo para arrepentirse del arrebato. Girando sobre sus talones, hizo a un lado la puerta deslizante, la atravesó y la cerró de un portazo detrás de él. Hacía tiempo que la noche se había enfriado y el aire fresco que lo envolvía era un alivio instantáneo frente al calor agobiante de dentro de la cabaña. Inuyasha se obligó a expulsar un ronco suspiro, pasando la mano hacia atrás entre su flequillo. No pasó ni un minuto antes de que oyera la puerta abriéndose y cerrándose de nuevo detrás de él. Gruñendo por lo bajo, Inuyasha se dio la vuelta para mirarla—. Tal vez no entendiste el mensaje, Kagome, pero iba implícito que quería estar solo. —En cuanto se dio la vuelta, aquel agrio remordimiento lo alcanzó, pero era demasiado tarde para retirarlo. La forma en la que la luz de la luna y el brillo del fuego a través de la ventana iluminaban las facciones de Kagome fue suficiente para hacer que apretara los puños, avergonzado.
—No, no es verdad —declaró, ni un ápice de duda en su voz—. Te dices eso, pero en realidad no lo dices en serio.
A Inuyasha le ardió el pecho.
—¿Y cómo sabes eso? —dijo con mordacidad, todavía incapaz de mantener la hostilidad lejos de su voz.
Kagome ni se inmutó.
—Porque… te conozco. Y esto es exactamente lo que haces cuando sufres. Adoptas esta —Gesticuló en su dirección—, esta estúpida actitud de tipo duro. Atacas verbalmente y a todo y a todos para protegerte, y… no tienes que hacerlo, Inuyasha.
—¿Que sufro? —repitió Inuyasha con incredulidad—. Mira, si crees que la opinión retrógrada de un idiota ha herido mis sentimientos, te equivocas. Estoy acostumbrado a esto, Kagome, es mi vida.
Al acabársele la paciencia, Kagome puso los ojos en blanco.
—¿Quieres parar ya?
—¿Parar qué?
—¡De alejarme!
—¡No sé cómo se hace!
Los grillos del ocaso grillando en los árboles inundaron el vacío tras el grito resonante de Inuyasha. Mientras se miraban en el silencioso después, sin que ninguno se atreviese a respirar, una brisa pasó flotando e hizo crujir la hierba descuidada. Kagome dejó ir su tensión, avanzando un paso para cerrar la distancia entre ellos. Inuyasha no se atrevió a moverse mientras ella se acercaba, apenas podía respirar mientras la observaba. Kagome se detuvo a centímetros delante de él. Levantó la mano y sostuvo su mejilla contra su palma. En cuanto lo tocó, Inuyasha se desinfló. Cerró los ojos, apoyándose contra su mano mientras se inclinaba y presionaba la frente contra la de ella.
—No… no quiero eso, Kagome. No intento alejarte…
—Pero tampoco me dejas acercarme —murmuró Kagome.
Inuyasha no pudo refutar eso.
—Lo que dije, lo dije en serio… —Soltó una temblorosa exhalación, mirando finalmente a Kagome a los ojos—, solo que no de la forma en que lo dije. Estoy acostumbrado a esto, Kagome.
Ella negó con la cabeza, le brillaban los ojos.
—No deberías tener que estarlo.
—Pero lo estoy —dijo Inuyasha con una exhalación—. Simplemente es… mi vida, y no sé cómo lidiar con ello de otro modo.
—Entonces, deja que te ayude.
Las palabras eran tan simples. Inuyasha sintió que sus pulmones flaqueaban ante la calmada certeza de su voz. Asintió, cerrando los ojos de nuevo mientras Kagome se apartaba. Había esperado que se alejara, que volviera dentro, pero en el momento en que sintió sus labios contra su mejilla, abrió los ojos de golpe y su rostro se sonrojó. Todos los instintos que Inuyasha había desarrollado durante su larga vida le gritaron que apartara la mano de su agarre, que corriese, gritase, discutiese, lo que necesitase para mantenerse en guardia. Un roce de Kagome era lo único que hacía falta para que dejase de funcionar.
Nadie tenía permitido el paso a las habitaciones interiores de la mansión y la razón era precisamente esta. El capitán Yorino cerró la puerta detrás de él y echó el cerrojo, mirando a través de la persiana de papel para asegurarse de que sus guardias no estuviesen mirando. Era la habitación más oscura e interior de la mansión, rodeada de nada más que de pasillos vacíos y espacios vacantes, el único lugar en el que estaba remotamente a salvo. Sus hombres nunca cuestionaban ni se imponían a él, un respeto exigido que los mantenía bien obedientes. Yorino se aseguraba de ello e, incluso si fracasaba, su temerosa estima para con su amo reprimiría cualquier desobediencia. No podían espiar estos rituales. Nadie se atrevió a preguntar qué pasaría si lo intentasen.
Era una clase de autoridad que Yorino podía ejercer, afortunadamente, y una por la que se había esmerado durante toda su carrera. Antes de prometerle su servicio a su amo, Yorino había sido el Capitán del ejército de otro caudillo. Era todo lo que había conocido al pertenecer a una larga estirpe de guerreros. Había servido a incontables caudillos en esta era de constantes batallas. Sin embargo, la ganancia y pérdida de aldea tras aldea se volvió tediosa. No había honor en revolver en busca de pedazos de tierra, ninguna victoria, ninguna gloria. Cuando caía un caudillo, seguía adelante para servir a otro, una serpiente deslizándose por un campo de batalla.
Ya no. Si había un amo al que le era leal, era al señor Masao, el legítimo heredero de los Takeda. La suya al fin era una causa en la que Yorino creía y un señor lo bastante poderoso al que valía la pena servir.
Arrodillado en el centro de la habitación, Yorino tiró del pálido cristal de su armadura y lo lanzó al aire delante de él. El cristal colgó en el aire, emitiendo una pura luz azul mientras su cadena ondeaba en un viento invisible.
—Amo —llamó, inclinándose hacia abajo sobre la alfombra.
Una voz le respondió desde dentro del cristal.
—¿Han llegado?
—Así es —confirmó Yorino—. Tendrá… tendrá que perdonarme, mi señor, pero uno de ellos, es…
—Un hanyou. —La luz que emanaba del cristal se tornó de un brillo rojo como la sangre—. ¿Creía que no era consciente, Capitán?
—¡N-No! —Yorino se acobardó—. No, por supuesto que no, mi señor. Solo… pedía una aclaración, supongo. Amo, si fuera tan amable de contarme por qué me hizo llamarlos.
Durante un largo momento, el cristal no respondió. A Yorino se le puso el vello de la nuca de punta.
—Un hanyou —repitió la voz—. Creía que era usted un hombre inteligente, Capitán, pero tal vez le haya dado demasiado crédito. —Yorino apretó las manos en su regazo—. Esto es una prueba. Mañana usará el cristal y observará. ¿Entendido?
—Sí, amo.
Sin otra palabra de reconocimiento, el cristal cesó con su brillo y cayó al suelo con un ligero repiqueteo. Yorino se quedó mirando el lugar en el que había estado una vez, sus ojos se ajustaron a la falta de luz mientras se sumía en sus propios pensamientos. Fuera quien fuera este hanyou, el amo creía que era lo suficientemente importante para que se necesitase precaución. Nunca lo diría en voz alta, pero hasta ahí era evidente. Si no, lo mataría al instante. Sin duda no era de los que hacía preguntas primero.
Tras recoger el cristal del suelo, Yorino se lo colgó del cuello de nuevo y se puso en pie. Ahora no podía hacer nada más que seguir órdenes. Eso sí podía hacerlo y hacerlo bien.
Inuyasha y Kagome pasaron las altas horas de la noche tumbados en la herbosa ladera, mirando las estrellas y disfrutando de las frescas brisas entre el húmedo ambiente. Hablaron. Solo hablaron. Era tan cómodo que Kagome se descubrió sonriendo sin ninguna otra razón, mirando cansada a Inuyasha cada vez que él la sorprendía haciéndolo. Cada cierto tiempo, Kagome señalaba un grupo de estrellas y trazaba una constelación, y se deshacían en conversaciones sobre su mundo y el tiempo que habían pasado separados. A medianoche, Kagome había empezado a quedarse dormida. Buscando subconscientemente calidez, se había acurrucado contra el costado de Inuyasha y se había quedado dormida. En algún momento, apenas podía recordar moverse mientras Inuyasha la cogía en brazos y la llevaba dentro, acostándola en su jergón. La cabaña seguía cálida a causa de las casi extintas ascuas. Kagome había suspirado, vagamente consciente de que Inuyasha se sentaba contra la pared mientras echaba una manta sobre su figura. Volvió a dormirse en cuestión de instantes.
Y, como siempre, la mañana llegó demasiado rápido.
Kagome gimió mientras despertaba y apretó más la manta a su alrededor, apartando de un golpecito el pie de Inuyasha mientras presionaba persistentemente su costado.
—Venga, levántate ya —la incitó Inuyasha.
—Cinco minutos más —se quejó, tirando de la manta por encima de su cabeza.
—Ni de broma.
—¡Vale, vale! —cedió finalmente Kagome. Con un largo bostezo, se estiró y se incorporó, la manta cayó de sus hombros. Le llevó unos momentos de más darse cuenta de que su supuesta manta era el haori de Inuyasha. Un sonrojo escarlata se abrió paso sobre sus mejillas antes de que pudiera contenerlo—. Eh, puede que quieras que te devuelva esto —dijo mientras se lo tendía, apartando el rostro. Dioses, era como si volviera a tener quince años. Los recuerdos de la noche anterior volvieron de golpe, acostada inocentemente en la fría hierba y quedándose dormida contra el costado del hanyou. No era nada de lo que avergonzarse, pero sus traicioneras mejillas al parecer no estaban de acuerdo.
Inuyasha cogió el haori y se lo volvió a poner. Puede que Kagome se lo hubiera estado imaginando, pero juraría haber visto un tinte de color también en las mejillas de él.
—No tenemos todo el día —se burló mientras se ataba la tela y la colocaba.
—¡Estoy despierta! —discutió Kagome, la risa en su voz apenas oculta bajo su parodia de ira. Poniéndose en pie, Kagome fue hasta la jofaina de agua del rincón y se lavó la cara, el intenso frío del agua sirvió para obligarla a despertarse del todo—. Así está mejor —dijo con un suspiro—. ¿Dónde están Miroku y Sango?
—Sango está fuera, detrás de la cabaña, calentando para el exterminio. Miroku está fingiendo meditar para poder mirarla.
—Claro que sí. —Kagome negó con la cabeza—. Bueno, iré a ver si puedo conseguir algo para que desayunemos —ofreció, caminando hacia la puerta solo para que Inuyasha se interpusiera en su camino.
—No creo que esa sea buena idea —insistió bruscamente.
Kagome puso los ojos en blanco.
—¿Por qué no?
—Hay un demonio ahí fuera, en algún lugar, Kagome. ¿Y si vuelve mientras estás por ahí? Además —vaciló un momento—, no confío en esta gente.
Eso era comprensible. Si a ella la hubieran tratado como a él cuando habían llegado, tampoco confiaría en ellos. De hecho, solo por la forma en que lo habían tratado, la verdad era que no confiaba. Pero era por esa misma razón que no quería que él saliese con ella. ¿Quién sabía cómo reaccionarían los aldeanos?
—Estaré bien —le aseguró—. Prometido. —Con Inuyasha apaciguado por el momento, salió por la puerta antes de que él pudiera cambiar de opinión.
La mañana ya era luminosa y clara, la humedad de la noche anterior todavía colgaba en el aire. Detrás de la cabaña pudo oír a Sango practicando sus katas y el ligero tintineo del rosario de Miroku oscilando mientras fingía meditar. Más allá de su apartado alojamiento, el resto de la aldea estaba viva y bullía de actividad. Los granjeros se dirigían a sus campos, las familias jugaban fuera con sus hijos y los carros tirados por ganado eran arreados de arriba abajo por los caminos. Estaba un poco más concurrida que su aldea, pero era tranquila a su manera… y eso solo hacía abundantemente claro lo deliberado de su reacción para con Inuyasha.
Avanzando por el camino de tierra, Kagome se imaginó que su mejor opción de encontrar el desayuno era ir a la mansión en el centro de la aldea. Por el camino se encontró con reverencias de respeto de la gente que pasaba, sus actitudes eran tan agradables que Kagome no pudo evitar encontrarlas mezquinas. Intentó ser educada, saludar e inclinar la cabeza en respuesta según pasaba, pero al mismo tiempo aceleró el paso para ver si podía conseguir lo que necesitaba y regresar con sus amigos lo más rápido posible.
—¿Has oído las noticias? —le preguntó uno de los aldeanos a un lado del camino a su amigo mientras ambos cargaban su carro de huevos—. Nuestro señor Masao ha tomado más tierra al norte, ¡apenas sin disparar!
Al oír la conversación, Kagome ralentizó el paso lo suficiente para escuchar.
El hombre más mayor asintió mientras se incorporaba tras desenganchar su buey del carro.
—Bien. Si puede cumplir lo que promete, le deseo todo Japón.
—Un mundo sin demonios. Ya era hora, digo yo.
Kagome frunció el ceño, incapaz de precisar por qué eso hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo. Todos deseaban un mundo sin la plaga de los demonios tomando vidas y destruyendo todo por lo que habían trabajado. Era una opinión bastante común. Aun así, la forma en la que lo habían dicho no le sentó bien. Con los ojos permaneciendo sobre los dos hombres mientras cargaban sus mercancías esa mañana, volvió a empezar a caminar, solo para sentir una mano en la espalda de su kimono tirando de ella hacia un lado. Kagome chilló de sorpresa, tropezando para recuperar el equilibrio mientras se esforzaba por comprender lo que acababa de pasar. Un samurái se interponía en su camino, con expresión contrariada porque casi hubiera chocado contra él. Tras ella, Inuyasha todavía tenía su mano en su espalda, mirando con furia al hombre con armadura.
—¡Oh! Lo siento mucho, no estaba prestando atención —se disculpó Kagome.
—No pasa nada, sacerdotisa. —El samurái hizo una reverencia, aunque su severa mirada permaneció clavada en el medio demonio que tenía ella detrás—. Solo iba de camino a llevarles el desayuno a usted y a sus compañeros.
—Nos encargaremos nosotros a partir de aquí, entonces —gruñó Inuyasha, cogiendo la caja negra de comida del samurái. Parecía igual de ansioso por volver a su cabaña como lo estaba Kagome. Pero en cuanto sintió el peso de la caja, frunció el ceño y Kagome supo que algo no iba bien. Abrió la caja una rendija y, mientras Kagome miraba por encima de su hombro, vio claramente que solo había tres paquetes más pequeños dentro, con un cuarto espacio vacío. Mirando con furia al samurái, Inuyasha percibió el saco colgando de su costado y sonrió con suficiencia—. ¿Sabes? Miroku resulta bastante antipático, pero aun así deberías darle algo de comer —se burló mientras arrancaba el saco del costado del samurái y sacaba otra caja más pequeña. Como era de esperar, dentro estaba la ración que faltaba.
Con los puños apretados a sus costados, el samurái permaneció rígido.
—Un simple error. No volverá a ocurrir.
—Estoy segura de que solo fue un malentendido —intervino Kagome, la tensión en el ambiente fue cortada por su suave voz—. Gracias por nuestra comida. Vamos, Inuyasha. —Enlazando su brazo con el de él, forzó una sonrisa en dirección al samurái y arrastró al hanyou hacia su cabaña—. ¿Sabes? No ayudas nada a tu causa actuando así.
Inuyasha resopló.
—¡Es culpa de ellos!
—Lo sé —dijo Kagome con un suspiro—, pero puedes… no sé, ser mejor que ellos y demostrar que se equivocan.
—¿Cuándo he querido serlo?
—Había que intentarlo.
Al mediodía, los cuatro exterminadores de demonios estaban bien descansados e iban de camino por el bosque que bordeaba la aldea. Los bosques se extendían hasta un valle llano más allá de la montaña, el suelo del bosque estaba lleno de musgo y raíces, haciendo el viaje más difícil al adentrarse más en él. Inuyasha se quejó más de una vez, diciendo que sería más rápido si pudiera limitarse a saltar por los árboles, pero un intento lo había dejado enredado en una red de vides. Kagome había estallado en carcajadas mientras observaba a Sango discutiendo sobre si cortarlo, hasta que la taijiya terminó por dejarlo caer al suelo de cara. El capitán Yorino y el pequeño grupo de soldados que había reclutado para que lo siguieran estaban menos que divertidos con toda la escena.
—Por aquí —los llamó el capitán Yorino mientras se adelantaba, sus hombres se quedaron detrás del grupo para asegurarse de que no se perdían.
—Este tipo debe de ser muy divertido en las fiestas —gruñó Sango por lo bajo mientras lo seguían, ganándose una risa ahogada y un empujón en broma por parte de Inuyasha, dejando olvidado el incidente.
A medida que se adentraban más en el bosque, Inuyasha no pudo evitar darse cuenta de que Kagome se ponía intranquila. La observó como un halcón, ralentizando el paso a pesar de sus anteriores quejas para retrasarse y caminar a su lado. Atrajo silenciosamente su atención al rozar su brazo contra el de ella. Kagome levantó la mirada hacia él. Le ofreció solo una débil sonrisa, una silenciosa confortación de que estaba bien antes de que volviera a dirigir la mirada bosque adentro. Se le vinieron a la mente sus palabras de la noche anterior: que no había sentido ningún aura demoníaca cerca de la aldea, sino una energía familiar. Fuera lo que fuera, estaba preocupada y solo eso bastaba para que él estuviera completamente alerta. Finalmente, el capitán Yorino se detuvo junto a un marcador, un talismán que colgaba de la rama de un árbol.
—Encontrarán a los demonios por ahí. —Señaló hacia delante.
—Era hora. —Inuyasha se estalló los nudillos. Su energía inquieta rogaba por liberarse. Anhelando una buena pelea, condujo a sus compañeros más allá del marcador.
El transitado camino los condujo a un claro donde había pocos árboles, pero eran altos, estirando sus ramas por encima de sus cabezas y creando un dosel de hojas que filtraban la luz del sol. Macizos de flores mustias salpicaban el suelo, extendiéndose sobre musgo y maleza. Ni un solo insecto volaba por el aire y, lo que era más notorio, no había ningún demonio a la vista.
Inuyasha apretó su agarre sobre la Tessaiga, que todavía llevaba a su costado.
—¡Bien, sal, cobarde! —gritó.
—Espera. —La mano de Kagome fue hasta su hombro, con los ojos fijos con aturdimiento por delante de ellos.
Inuyasha frunció el ceño.
—¿Kagome?
—Tú espera —insistió. Asegurándose de que los demás no iban a seguirla, Kagome se adentró ligeramente hacia el centro del claro. Había estado en lo cierto: algo de esta aura le resultaba familiar. Demoníaco, pero no amenazador. Incluso Inuyasha podía sentirlo ahora. Quedándose completamente quieta, sin un hilo de tensión en su cuerpo, Kagome esperó como si estuviera abriéndose a algo más allá de los árboles.
Una suave estridencia salió de las copas de los árboles. Largos zarcillos de criaturas azules nadaron entre los rayos de luz filtrada.
—Recolectores de almas —dijo con una exhalación. Los shinidamachū flotaron hacia ella, enrollando sus cuerpos parecidos a anguilas en el aire y alrededor del cuerpo de Kagome, rozándola con sus trinos susurrados y melódicos. Era casi como un juego. Kagome se rio cuando uno de ellos giró suavemente en espiral, subiendo por un brazo y alrededor del otro, apoyando su cabeza en su mano.
Inuyasha dejó caer su mano flácida de la Tessaiga, su aliento se le quedó atrapado en la garganta mientras observaba cómo se desarrollaba la escalofriante escena. La familiaridad de ella era dolorosa: la hermosa sacerdotisa rodeada de criaturas flotantes. Le dolió el alma. Aun así, mientras miraba, le golpearon tanto la familiaridad como las diferencias: cómo Kagome hacía que los estoicos demonios parecieran cálidos y acogedores, cómo se reía mientras les mostraba afecto. En aquel momento, Inuyasha la observó como a un todo. Podía verla de verdad, toda ella: Kikyo como el gentil pasado y Kagome como el cálido presente y futuro. Sin conflicto, sin intentar separar a una de la otra, solo cómo solía ser y quién era. Los shinidamachū reconocieron su alma y, por primera vez, también lo hizo Inuyasha. Un peso que no sabía que arrastraba después de todos estos años se levantó de su pecho.
La voz de Yorino hizo añicos la tranquila ilusión.
—¿A qué están esperando? ¡Destrúyanlos! —ladró el Capitán desde el borde del claro.
Kagome se giró hacia el Capitán, con los ojos muy abiertos y con pánico.
—Pero ¡son pacíficos!
El capitán Yorino gruñó y entró en el claro.
—¡Destrúyanlos!
Al sentir el aura negativa entrando en su espacio, los recolectores de almas se encogieron de miedo detrás de Kagome.
