Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 5

El cielo estaba encapotado e Inuyasha estaba inquieto. Se había pasado la mayor parte del desayuno alternando entre revolver su comida y discutir con Kagome sobre llevarla él en el viaje de regreso a casa, a lo que ella se había negado tercamente. Él argumentó que su tobillo todavía estaba herido y que solo empeoraría las cosas si intentaba caminar con él durante dos días seguidos. Ella contestó diciendo que él se había pasado la mayor parte de la noche enfermo y con fiebre, y que no debería esforzarse por una nimiedad. Aquello no iba a ninguna parte. Miroku y Sango, al menos, fueron lo bastante inteligentes como para mantenerse al margen. Cuando Inuyasha no estaba discutiendo o buscando pelea, se paseaba o se sentaba y movía la rodilla de arriba abajo, o repiqueteaba las garras contra el suelo, o en general hacía que todos se subieran por las paredes. Sango finalmente amenazó con volver a dejarlo inconsciente, solo conteniéndose de hacerlo cuando Miroku señaló que tendrían que llevarlo ellos de vuelta. Kagome simplemente se alegraba de que pareciera estar sintiéndose mejor, aunque un poco irritado.

Pronto fue hora de partir de nuevo. Ninguno de ellos podía decir que lamentara exactamente el irse. La mañana estaba oscura, las nubes de tormenta se derramaban por las montañas, subiendo por el valle, pero ninguno estaba dispuesto a quedarse en la aldea más tiempo del necesario. Era solo cuestión de recoger su paga y marcharse antes de que los alcanzase la lluvia. Podrían estar en casa para la tarde siguiente.

Caminando a través de calles vacías, Kagome envió miradas constantemente hacia Inuyasha en busca de señales de enfermedad o fatiga. El hanyou apenas se dio cuenta, tenía los ojos enfocados en el centro de la aldea, con las orejas moviéndose ante cada pájaro cantor o escaramuza en la hierba. Ella no dijo nada. Tenía todo el derecho a estar alerta. Cuando se aproximaron a la mansión en el centro de la aldea, con su elaborado tejado alzándose sobre el mar de modestas cabañas, se acercó a ella lentamente, su brazo rozó contra su hombro. Para cuando llegaron al patio, estaba colocado justo delante de ella.

—Buenos días. Confío en que hayan descansado bien —saludó el capitán Yorino con amabilidad desde las escaleras de la mansión, nuevamente flanqueado por sus samuráis a cada lado.

Miroku se adelantó, impertérrito ante la silenciosa muestra de poder bajo la apariencia de honor.

—Sí, y le damos las gracias de nuevo por su hospitalidad. —Hizo una reverencia—. En cuanto a la cuestión del pago…

Kagome dejó de prestar atención en ese momento, como siempre había hecho durante el tiempo que habían estado de viaje. Al final, Miroku conseguiría obtener justo un poco más de lo que merecían, y todos pondrían los ojos en blanco y lo reprenderían por estafar a su mecenas, pero no harían nada al respecto. Dudaba que hoy fuera a ser diferente. Apartando los ojos de Miroku y dirigiéndolos a la espalda de Inuyasha y a las montañas distantes, intentó precisar cuánto tiempo les quedaría antes de que empezase la tormenta. Con suerte, llegarían a casa antes de eso, o al menos pondrían tanta distancia entre ellos y esta aldea como fuera posible. La atención de Kagome fue hacia el capitán Yorino, sin oír nada de la conversación. El hombre era más o menos promedio, no había nada extraordinario en él, al margen de aquellos ojos entrecerrados, demasiado parecidos a los de una serpiente, que revoloteaban entre ella y sus compañeros. Era como cualquier otro Capitán que hubiera conocido: un héroe de guerra, una autoridad respetada y un imbécil arrogante. Pero el capitán Yorino le hacía subir náuseas instintivas por sus venas con una mirada, como si solo sus ojos pudieran contaminar su piel. Apartó la mirada de golpe antes de que pudiera sorprenderla mirándolo con furia, posando los ojos sobre el pálido cristal que colgaba de una cadena en su cinturón.

El suave tintineo de monedas sacó a Kagome de sus pensamientos. Volvió a centrarse cuando le tendieron a Miroku un saquito de monedas de oro y procedió a guardarlas entre los pliegues de su traje. El capitán Yorino parecía más que ansioso por darles lo que fuera que quisieran.

—Bueno, si no van a necesitar nada más…

—Su cristal —le interrumpió Kagome sin vacilar y sin pensárselo dos veces. Inuyasha se dio la vuelta, mirándola con los ojos abiertos como platos en gesto de confusión y advertencia. Enviándole un asentimiento tranquilizador, salió de detrás de él.

—¿Disculpe? —gruñó Yorino.

—Es una decoración interesante en una armadura. Nunca he visto nada igual —continuó Kagome—. ¿Podría decirme qué clase de gema es?

Yorino vaciló, la duda no le pasó desapercibida a la sacerdotisa.

—Fue un regalo —le informó—. De mi amo, el señor Takeda Masao. Es extremadamente rara e imposible de adquirir. Por supuesto, no fue una hazaña menor que mi amo la encontrase.

—¿Y no mencionó el nombre?

Con la mandíbula tensa, Yorino soltó una fuerte exhalación y respondió:

—Se llama Piedra Divina.

Kagome frunció el ceño, perpleja ante el nombre desconocido y ante cómo le sonaba internamente.

—Bueno, es una gema hermosa —dijo con un asentimiento, forzando una sonrisa—. Si alguna vez vuelve a necesitar nuestra ayuda, por favor, no dude en llamarnos. —Difícilmente era lo que quería decirles después de la forma en que habían tratado a Inuyasha, pero estaba obligada a ser educada. No era inteligente hacerse enemiga de personas como estas. En cualquier caso, el tono de su voz traicionó su cortés despedida: váyanse al infierno.


La tormenta se mantuvo a raya detrás de ellos, desapareciendo en el horizonte para cuando se hizo de noche sin señales de que fuera a seguirlos. La noche estaba despejada, permitiéndoles la libertad de dormir bajo las estrellas sin buscar cobijo. Se sobreentendió, pero ninguno de ellos tenía ganas de entrar en otra aldea de esa zona.

—Piedra Divina —murmuró Kagome para sí, el nombre cayó de sus labios mientras recogía ramitas secas para el fuego del campamento. El tenue brillo de los troncos ardiendo apenas le iluminaba el camino a través de las largas sombras de los árboles, pero la luz de la luna era más que suficiente. Desde que habían dejado aquella aldea, el nombre había acechado sus pensamientos, la imagen de la mirada fría y hambrienta de Yorino era suficiente para hacerla estremecer. Algo siniestro en aquella piedra y en su dueño no estaban dejando que su mente estuviera tranquila—. Piedra Divina…

—De verdad que no puedes dejarlo estar, ¿eh?

Kagome gritó, sobresaltada mientras se daba la vuelta y tropezaba con sus propios pies. Hábiles brazos la rodearon por la cintura antes de que pudiera chocar contra el suelo. Fue solo un segundo del mundo enderezándose antes de que pudiera levantar la mirada para ver quién era, no fue una sorpresa en absoluto.

—¡Inuyasha! —se quejó, frunciendo el ceño mientras lo miraba a él y a su exasperantemente brillante sonrisa—. Has hecho que tire mis palos.

—Yo no te hice tirar nada. Lo hiciste todo tú sola, torpe —replicó Inuyasha, poniendo los ojos en blanco mientras la volvía a poner de pie. Al menos, se agachó para ayudarla a recoger el desastre—. Sabes que deberías prestar más atención —dijo mientras le sonreía desde su posición agachada—. Podría haber sido un bandido o un demonio, y ya estarías muerta para ahora.

Kagome le dio un codazo en el brazo mientras se encorvaba para ayudarle a reunir la yesca.

—Yo diría que un hanyou grosero es casi igual de malo. Tiemblo de miedo. —Inuyasha le devolvió el codazo y, si no fuera por la limitada luz y los palos que tenían en los brazos, ella habría iniciado una guerra de codazos. Los dos se pusieron en pie, Inuyasha le pasó el montón que había reunido—. ¿Cómo puedes dejarlo estar? —dijo con un suspiro, retomando su pregunta inicial.

Inuyasha se encogió de hombros.

—Supongo que simplemente no me he vuelto loco con ello.

—Pero ¿por qué? —preguntó Kagome mientras se metía el montón bajo el brazo—. Fuera lo que fuera ese cristal, estoy segura de que tuvo algo que ver con lo que te pasó. Dijo que era un regalo de su amo y prácticamente imposible de encontrar, pero aquel bandido con el que nos encontramos tenía el mismo cristal alrededor de su cuello y también te afectó.

—No, no es verdad —contestó Inuyasha secamente. Kagome lo miró frunciendo el ceño, sin dejar ni una oportunidad de discutir. Inuyasha se mantuvo firme contra ella durante varios instantes antes de apartar la mirada de golpe. No era exactamente una confesión de derrota, pero se le acercaba—. Olvídate de ello, Kagome —dijo resoplando.

El repentino cambio en el humor del hanyou ante la mera mención de aquel cristal puso tensa a Kagome.

—¿Por qué debería hacerlo? —debatió—. Esta cosa tiene el poder de hacerte daño. ¡No voy a olvidarme de ello sin más!

Inuyasha gruñó por lo bajo, el esfuerzo que le estaba costando no explotar creaba tensión en sus hombros.

—Olvídalo —repitió—. Hay muchas cosas que pueden hacerles daño a los demonios, a los humanos, a los espíritus, a lo que sea. Hay un arma para cada uno.

Kagome apartó los ojos hacia la húmeda hierba, mordiéndose el labio inferior. Tenía razón, pero lo odiaba. Con todo lo que habían visto y con todo por lo que habían pasado, ¿por qué se quedaba con eso? Había armas más poderosas allí fuera que podían hacerle mil veces más daño a cualquiera de ellos. Pero ese era el problema. Lo sabía perfectamente bien y, aun así, no podía olvidar aquel pálido cristal, un prístino miedo en ella se removía con solo pensar en ello. Solo era una piedra, se dijo. Una piedra en una aldea que ahora estaba lejos de ellos. No era nada por lo que perder una noche de sueño.

—Vale —se rindió, levantando la mirada hacia el hanyou… solo para encontrar su atención desviada hacia otra parte. Siguió su mirada hasta un matorral de arbustos al otro lado de un burbujeante riachuelo, donde silenciosos gimoteos y lloriqueos se encontraban ahogados por las ramas.

Inuyasha saltó sobre el riachuelo y se acercó al arbusto, retirando las ramas para ver lo que había dentro. Kagome lo siguió de cerca, avanzando de puntillas sobre las rocas del lecho del riachuelo, con el borde de su hakama hundiéndose en el agua turbia.

—¿Qué pasa?

Inuyasha estiró la mano de golpe para evitar que se acercara demasiado, sus ojos no se apartaron en ningún momento del arbusto. Al captar su lenguaje corporal, Kagome no protestó, pero consiguió asomarse por encima de su hombro. Dos perros estaban sentados acurrucados en la densa broza, uno yacía de costado mientras el otro se acurrucaba a su alrededor protectoramente, descubriéndoles los dientes en un gruñido amenazador.

—Inuyasha… —empezó Kagome, su voz pesada con la pena—. Está herido. —El pelaje del perro caído estaba apelmazado con sangre seca y suciedad, su pata izquierda delantera colgaba flácida e hinchada—. Tenemos que ayudarle.

Inuyasha gruñó por lo bajo, pero no pudo encontrar ninguna razón para negárselo.

—Vale, vale, échate hacia atrás —dijo con un suspiro, apartándola más de él con un pequeño empujón.

Kagome se lo quedó mirando con confusión, pero a pesar de ello obedeció, retrocediendo unos pasos para poder observar desde la distancia. El perro salvaje se giró y gruñó ante el movimiento, dirigiendo su hostilidad hacia Kagome. Inuyasha dio un paso a un costado para impedir que la viera, con el pecho tenso y las orejas en alto. El perro redirigió su hostilidad hacia él, imitando su lenguaje corporal. Pasaron largos momentos de silencio, llenos solo por los gruñidos bajos antes de que Inuyasha volviera a moverse, girando su cuerpo a un lado y poniéndose en cuclillas. El perro reaccionó solo con un ladrido de advertencia. Lentamente, Inuyasha se arrastró hacia ellos, con pasos laterales y agachado, adoptando un paso tranquilo a medida que el comportamiento del perro empezaba a cambiar. Kagome contuvo la respiración mientras observaba el intercambio. El perro empezó a pasearse alrededor de su compañero herido, caminando con vacilación entre este e Inuyasha. Cuando se acercó a él, Inuyasha se quedó quieto y extendió su mano, permitiendo que el perro le olfatease la palma. Un gemido del perro y cambió todo su comportamiento. El perro bajó la cola y se apartó de en medio, permitiendo que Inuyasha cogiera con cuidado a su compañero. Alzándolo en sus brazos, se dio la vuelta para encontrar a Kagome mirándolo fijamente.

—¿Qué?

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó con genuino interés.

Inuyasha se encogió de hombros, bajando la mirada al antes agresivo perro que ahora estaba relajado a su lado.

—Solo le dije que se tranquilizase de una vez para poder ayudarla.

—No dijiste nada.

Inuyasha arqueó una ceja.

—¿Qué? ¿Esperabas que le ladrase? —Cuando Kagome tardó un poco demasiado en contestar, puso los ojos en blanco—. Es todo lenguaje corporal, tonta.

—Bueno, discúlpame por no hablar perro —dijo Kagome haciendo un mohín.

Volviendo a poner los ojos en blanco, Inuyasha empezó a avanzar de nuevo hacia el riachuelo, con un perro en brazos y el otro trotando a su lado. Ahora que habían salido de los arbustos y estaban bajo la luz de la luna, Kagome podía verlos claramente. El pelaje del macho era principalmente de un gris entrecano, con patas negras y el pecho blanco, mientras que la hembra, por lo que podía ver entre la sangre y la mugre, era de un tostado más oscuro. Desprendiéndose de Inuyasha por el momento, el macho trotó hacia Kagome y cargó contra ella, con la cola y las orejas en alto. Al ver esto, Inuyasha se puso delante de ella y bajó para pellizcar rápidamente al perro en el cuello con los dedos. El comportamiento del perro volvió a cambiar, tranquilizándose y retrocediendo unos pasos. Kagome se puso de puntillas y apoyó la barbilla en el hombro del hanyou para mirar al perro, que ahora estaba sentado pacientemente delante de ellos.

—¿Qué le has dicho esta vez?

Aunque Inuyasha la miró con una ceja arqueada, no la ignoró.

—Dudaba de ti —explicó—. Le dije que retrocediera. Que eres… eh… estás conmigo. —Inuyasha se aclaró la garganta, ajustando al perro herido en sus brazos mientras se volvía hacia el riachuelo—. Regresemos.

Su desliz no le pasó desapercibido a Kagome, pero tras sopesar los pros y los contras de burlarse de él por ello, decidió dejarlo pasar. El tono rojo de sus mejillas le dijo que ya estaba suficientemente avergonzado por sí mismo. Siguiéndolo a través de la oscuridad de vuelta al campamento, Kagome dirigió la mirada periódicamente hacia el perro salvaje que trotaba de delante atrás entre ellos, olfateándolos con curiosidad y habiendo desaparecido todos los signos de hostilidad. Confiando en que Inuyasha le hubiera mostrado que no eran ninguna amenaza, se atrevió a tenderle la palma al perro para que pudiera olfatear mejor su aroma. El perro pegó su frío hocico contra su palma, dándole unos pocos lametones antes de empujar toda su cabeza contra su mano. Kagome sonrió y le rascó detrás de las orejas, viendo que su cola oscilaba alegremente.

En cuanto entraron en el pequeño claro donde Sango y Miroku habían estado montando el campamento, el perro gris se detuvo en el límite con el bosque y se quedó observando con nerviosismo mientras Inuyasha dejaba al perro marrón en el suelo junto al fuego. Kagome pasó la mirada entre el perro gris e Inuyasha, que captó su mirada y se encogió de hombros, diciéndole silenciosamente que no se preocupara por ello.

—¿Queremos saberlo? —preguntó Sango desde donde estaba sentada al otro lado del fuego, sacándole las tripas a un montón de pescado para cocinarlo.

—Inuyasha es un gran blandengue —dijo Kagome con una sonrisa mientras se sentaba al lado del perro herido. Había guardado todo lo que se había traído para el viaje en una tela doblada y atada alrededor de sus hombros, tal y como le había enseñado Sango. En cuanto estuvo acomodada, la desató y la extendió, sacando algunas vendas y ungüentos.

Inuyasha resopló.

—Eras tú la que quería ayudarle.

—Tú eres el que habla perro —replicó Kagome burlonamente mientras empezaba a tratar las heridas del perro marrón—. Buena chica —murmuró cuando el perro gimoteó y se retrajo ante el ungüento. El perro gris en el límite del bosque gimoteó y se paseó ansiosamente ante el sonido, pero volvió a quedarse quieto con una mirada mordaz de Inuyasha, bajando al suelo con la cabeza sobre sus patas. Al obtener al fin la reacción que quería, Inuyasha asintió, permitiendo que el perro entrase trotando en el campamento y se plantase justo a su lado.

—Para de perseguirme —gruñó Inuyasha mientras se agachaba al lado de Kagome, frunciendo el ceño cuando el perro hizo lo mismo. El perro, en cambio, simplemente se lo quedó mirando, resopló y miró a su compañera.

—Le gustas —dijo Kagome con una sonrisa mientras untaba un ungüento diferente en la pata del perro marrón y empezaba a vendarla.

Inuyasha puso los ojos en blanco.

—Solo sabe que aquí soy el líder.

—Ah, ¿sí? —lo desafió Sango en broma mientras colocaba el pescado en palos junto a las llamas.

Cruzándose de brazos, Inuyasha sonrió con satisfacción y sostuvo la cabeza en alto.

—Sí, lo soy.

—Muy bien, puedes ir a buscarte tu propia cena —dijo Sango con un encogimiento de hombros.

El hanyou se desinfló inmediatamente.

—Vale, vale, de acuerdo, pero en lo referente al perro, lo soy —explicó—. Es como… una jauría para ellos.

—¿Es eso lo que somos? —preguntó Miroku, ayudando a Sango a ensartar el pescado para prepararlo para cocinarlo—. ¿Tu jauría?

Hubo de nuevo un tono rojo en sus mejillas. Bajando la cabeza pensativamente, Inuyasha fijó la mirada en las llamas.

—Bueno… sí. Más o menos. Es decir, no es que sea algo de perros, es solo lo mismo que… ya sabéis, tu gente, tu…

Kagome le sonrió ampliamente, comprendiendo qué le estaba costando tanto decir en voz alta.

—¿Tu familia?

Inuyasha le devolvió la mirada, la rojez se apoderó de su rostro antes de que pudiera apartar la vista.

—Eh, sí. Entonces, no mi jauría, sino mi jauría en el sentido de la jauría de la que soy parte… a ojos del perro, quiero decir.

—Es una muy buena forma de expresarlo —dijo Kagome sonriendo ampliamente y riéndose mientras Inuyasha resoplaba y se daba la vuelta. No era ningún secreto que el hanyou se avergonzaba con cosas como esas, pero cuando encontraba el valor para hablarles así, tan abiertamente, siempre le calentaba el corazón—. Bien —dijo animadamente, atando la venda alrededor de la pata del perro marrón—, ¡eso debería bastar! —Se estiró hacia su tela para coger un bote de agua, lo abrió y vertió un poco en su palma, dejando que cada perro la lamiese—. Estoy pensando… Jun y Kei.

Inuyasha reaccionó con confusión.

—¿Eh?

—Jun para el chico y Kei para esta dulce pequeña —dijo Kagome con una sonrisa mientras acariciaba suavemente el costado del perro marrón.

—Oh, no. —Inuyasha negó con la cabeza—. No nos vamos a quedar con los perros, Kagome.

—Nos quedamos contigo —bromeó Kagome.

—No. Nos vamos. A quedar. Con los perros.

—En cualquier caso —dijo Miroku con una carcajada, lanzándoles un pescado a los dos perros—. Hay suficiente pescado para todos. Comed.

La noche se desarrolló con sociable charla, disfrutando bajo el cielo iluminado por las estrellas y el brillo del fuego. Para el crepúsculo, Miroku y Sango estaban dormidos y acurrucados juntos al otro lado de su campamento, e Inuyasha y Kagome estaban acostados sobre sus espaldas, mirando hacia las estrellas, mientras que los recién nombrados Jun y Kei estaban acurrucados junto al fuego.

Era en pequeños momentos de tranquilidad como estos cuando Kagome comprendía cuánto había echado de menos la Época Feudal. Había pasado incontables noches separada de este mundo con la ventana de su habitación abierta, intentando ver las estrellas a través de las luces de Tokio. A veces incluso pasaba horas bajo el Árbol Sagrado, descansando contra el tronco e intentando sentir a Inuyasha a través de su última conexión. Pero siempre terminaba regresando a su propia cama. Las noches eran amargamente frías y no podía sentirse tan segura como cuando Inuyasha estaba cuidando de ella, incluso con su hogar justo al otro lado del templo. Nunca era lo mismo y, tras su tiempo en la Época Feudal, sabía que nunca sería lo mismo. No después de la libertad y el miedo que había sentido tan profundamente y sin contención. Aquellas noches eran algunas de las más duras.

—¿Kagome?

—¿Mm? —Kagome dejó caer la cabeza a un lado para ver a Inuyasha incorporándose y negándose a hacer contacto visual con ella.

—Esa, eh… esa cosa que hiciste anoche… —Se frotó la nuca con la mano.

Kagome se alzó sobre sus codos.

—¿El masaje?

Inuyasha dirigió la mirada rápidamente y con vacilación para captar la de ella, apartándola inmediatamente, avergonzado.

—Sí, eso. ¿Crees que podrías… hacerlo otra vez?

La vacilación en su tono le resultó extraña a Kagome.

—¿Te sigue doliendo?

—¡No! No, solo… —Inuyasha se interrumpió, encogiéndose en sí mismo.

Kagome sonrió mientras se incorporaba.

—¿Simplemente te gustó? —terminó por él. Situaciones como esta, cuando Inuyasha se permitía ser vulnerable a su alrededor, eran preciadas y escasas. No iba a estropearlo cruzando la línea y burlándose de él por ello—. Claro que puedo hacerlo otra vez. Ven. —Moviéndose, gesticuló hacia su regazo, dejando que se recostara y apoyara la cabeza contra sus muslos—. Si tanto te gustó, podrías haberlo dicho sin más. No me importa.

Las manos de Kagome empezaron lentamente con el ritual, apretando sus hombros. Inuyasha se derritió en su regazo.

—Sí, bueno… No me gustaría ponértelo demasiado fácil.

—Oh, el cielo no lo quiera. —Siguiendo los movimientos practicados, Kagome se tomó su tiempo con cada paso, asegurándose de que podría sentir los siempre tensos músculos del cuello y los hombros del hanyou relajándose.

—¿Y tú qué? ¿Te sigue doliendo el tobillo? —preguntó.

—¡Nop! Estoy como una rosa.

—¿Qué?

Ella negó con la cabeza.

—Estoy bien.

El sonido de los grillos en los árboles y el crepitar de la leña era todo lo que quedaba para llenar el ambiente nocturno y, por un momento, Kagome pensó que Inuyasha se había quedado dormido. Se habría parado a comprobarlo si él no hubiera abierto los ojos de nuevo para mirar hacia el cielo nocturno. Las estrellas se reflejaban en sus ojos, los iris dorados estaban bañados con puntitos de luz. Podría haberse ahogado en ellos si un débil gimoteo no le hubiera llamado la atención. Levantando la mirada hacia el fuego, vio cómo Jun se recolocaba para curvarse alrededor de Kei y empezaba a lamerle suavemente la cara y el cuello.

—¿Qué está haciendo? —le susurró a Inuyasha, asintiendo con la cabeza hacia los perros cuando él levantó la mirada hacia ella con confusión.

Inuyasha miró a un lado y observó el comportamiento de los perros un momento antes de dejar caer la cabeza de nuevo sobre el regazo de Kagome.

—Ella está sufriendo y Jun lo percibe, así que la está tranquilizando. La está lamiendo, pero es como si le mostrase a Kei que lo sabe y que va a cuidar de ella —explicó.

—Ah —dijo Kagome con un asentimiento, una lenta sonrisa floreció en sus labios—. Los llamaste Jun y Kei. Definitivamente, nos los quedamos.

—No —gruñó Inuyasha.

—Bueno, parece que les gustamos, así que puede que no tengamos elección —dijo con una carcajada, dejando que el sonido se fuera apagando mientras se le venía otra idea a la mente. Jun continuó lamiendo suavemente y acariciando con el hocico a Kei mientras ella descansaba, quien de vez en cuando también lo acariciaba—. Pareces entender mucho de ellos…

—Bueno… —empezó Inuyasha, conteniendo enérgicamente el color de sus mejillas de nuevo—, más o menos. Solo comprendo la forma en la que piensan. Es como cuando Koga corre con lobos, simplemente es natural. —Se encogió de hombros.

—Entonces, ¿es lo mismo con los inu yokai? —preguntó Kagome.

Inuyasha se tensó bajo sus manos. En un momento de duda, temiendo haberse pasado de la raya, Kagome casi apartó las manos y se disculpó. Sintió que Inuyasha volvía a quedarse laxo antes de que pudiera reaccionar, no obstante, y continuó vacilante masajeando la base de su cuello.

—No sé, para serte sincero —contestó, levantando la mirada hacia las ascuas que volaban alto por encima de su fogata—. Siempre he asumido eso, pero nunca he tenido mucho contacto con ellos, en realidad. Todavía hay mucho que no sé sobre ellos. Era un marginado, ¿sabes? Criado por humanos con mi madre. Cuando murió, todavía era un niño. Acudí al pueblo de mi padre y… la verdad es que no quisieron tener nada que ver conmigo. Así que, todo lo que aprendí, lo aprendí por mi cuenta.

Llegados a este punto, nada de esto era una sorpresa para Kagome, pero eso no hacía que fuera más fácil oírlo. Escarbando con sus dedos entre su pelo, comenzó a masajear su cuero cabelludo y observó con fascinación que Inuyasha se deshacía bajo sus caricias. No comentó cuánto sentía que le hubiera ocurrido eso, o cómo deseaba que la gente lo hubiera cuidado más, él lo sabía. No cambiaría nada.

—Bueno, sí que es útil con Jun y Kei.

—Kagome, no nos vamos a quedar con los perros.


Jun y Kei los siguieron pisándoles los talones lo que restaba del viaje a casa. Kagome había estado en lo cierto sobre una cosa: no parecía que ellos pudieran opinar al respecto. Si acaso, fueron Jun y Kei los que los adoptaron, de todos modos. Inuyasha se había pasado las primeras horas intentando ahuyentarlos, lanzando palos hacia el bosque con la esperanza de que se perdieran, e ignorándolos hasta que hipotéticamente se aburriesen y se marchasen. No hubo suerte, no obstante. Y menos con Kagome dándoles de comer pequeños trozos de sobras de comida, a pesar de las protestas de Inuyasha. Tras horas de no tener éxito en cuanto a deshacerse de los canes, Inuyasha se cruzó de brazos y cedió. Entonces, había dirigido sus frustraciones a refunfuñar sobre la costumbre de Kagome de adoptar vagabundos… con algunas miradas de burla por parte de Miroku y Sango.

Llegaron a la aldea hacia el final de la tarde de aquel día, atravesando campos de arroz bajo el dorado sol poniente. Kagome se detuvo un momento cuando llegaron a la cima del prado en las afueras de la aldea, mirando por la pendiente hacia el valle y los acres de modestas casas y tierras de labranza. Nunca había tenido la oportunidad ni un motivo, desde su regreso, de mirar desde esta parte y pensar para sus adentros que estaba en casa. Kei ahora brincaba a su lado, adelantándose corriendo para asimilar sus nuevos alrededores y recibiendo ocasionalmente un mordisco de advertencia por parte de Jun cuando se emocionaba demasiado y empezaba a cojear. Kagome observó el intercambio con adoración, pero les dejó ir corriendo a explorar el resto de la aldea cuando partieron por un camino diferente. Inuyasha parecía confiar suficientemente en que no fueran a causar problemas como para dejarlos marchar, y eso a ella le bastaba.

Al final, Miroku y Sango también se separaron de ellos, dirigiéndose por el camino hacia su hogar, sin duda ansiando ver a sus hijos. Eso dejó a Inuyasha y a Kagome para que fueran hacia la vieja cabaña de Kaede… ahora el propio hogar de Kagome. Hacer a un lado la esterilla para encontrarse con una habitación vacía golpeó a Kagome como un viento frío. Su viaje había sido una larga distracción, pero la dolorosa realidad del fallecimiento de Kaede seguía allí. Las pertenencias de la sacerdotisa permanecían intactas donde las había dejado: una olla contra la pared, una alacena abierta, sus sandalias descansando cuidadosamente en el suelo ante la tarima de madera.

Kagome exhaló desde la entrada, incapaz de dar ese primer paso para entrar. Se parecía demasiado a perturbar una tumba.

—Ni siquiera puedo pensar en qué hacer con todas sus cosas —dijo Kagome, pasando las puntas de los dedos por el marco de la puerta.

Inuyasha no dijo nada mientras pasaba por su lado y tiraba unos troncos secos del montón del rincón en el hogar. Con un fuerte golpe de pedernal contra un cuchillo de acero, las chispas prendieron la yesca y la habitación quedó bañada en la suave luz del fuego.

—No tienes que decidir ahora mismo —dijo mientras las llamas se hacían más altas—. No es que haya un límite de tiempo para esto.

Kagome asintió, sacándose finalmente las sandalias y subiéndose a la tarima. Aun así, no se atrevió a sentarse todavía. De pie ante el hogar, los ojos de Kagome recorrieron la sala.

—Todavía parece suya —murmuró.

Inuyasha tardó un momento en responder, con la mirada fija en el fuego.

—Lo sé —respondió.

No había más que decir al respecto, que todavía pareciera como si la anciana fuera a entrar por la puerta para ocupar su lugar alrededor del hundido brasero era una sensación mutua. Haría falta tiempo para acostumbrarse. Kagome se sentó al lado de Inuyasha, con la cabeza apoyada contra la de él.

—¿Vas a quedarte a pasar la noche? —preguntó, apenas un susurro.

Inuyasha permaneció completamente quieto.

—Solo si tú quieres.

Kagome cerró los ojos y canturreó por lo bajo, apoyándose más contra su costado. Aunque el movimiento fue vacilante en un principio, Inuyasha empezó a relajarse gradualmente y le rodeó la cintura con el brazo. Acariciándole el hombro con la mejilla, Kagome suspiró con una sonrisa alegre y simplemente se tomó el tiempo de sentir el calor del fuego contra su piel, la sólida presencia de Inuyasha a su lado. En algunos sentidos, las cosas volvían a la normalidad y, en otros, nunca volverían a ser lo mismo.


Alguien echó un cubo de agua fría sobre su cabeza.

Kagome se levantó con un chillido de sorpresa, balbuceando y tosiendo mientras se revolvía para orientarse. La brillante luz de la mañana resplandecía desde las ventanas, una fría brisa jugueteaba con la esterilla sobre la puerta, congelando su húmeda piel. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo mientras la mañana llegaba de golpe. La cabaña en la que se había quedado dormida por la noche estaba casi irreconocible: nada había cambiado de sitio, ni una sola olla o cucharón se habían movido, pero las paredes estaban ahora alineadas con macetas con nuevos brotes, hierbas secas y tierra. Al girar la cabeza para asimilarlo todo, golpeó a Inuyasha de pleno en la cara con su pelo totalmente empapado, despertándolo eficazmente donde estaba sentado contra la pared, al lado de su esterilla.

El hanyou se despertó sobresaltado, secándose la cara con la manga de su haori.

—Pero ¡qué…! ¡ otra vez! —le gruñó al intruso.

—¡Llegas tarde! —anunció una voz familiar y escandalosa desde arriba. Kagome miró detrás de ella y vio al sacerdote Takuya sobre ella con un goteante cubo en sus manos—. ¡Llegas muy tarde!

—¡¿P-Para qué?! —gritó Kagome con incredulidad, retorciendo el agua de su pelo.

—¡Para tu primer día de entrenamiento conmigo! —exclamó Takuya con orgullo, dejando el cubo a un lado.

Kagome gruñó, pero se puso en pie igualmente.

—Bueno, puede que hubiera llegado a tiempo si me hubieras dicho que era mi primer día de entrenamiento.

—¡Ah! Regla número uno: Debes estar preparada para todo, incluso para la situación más inesperada —sermoneó Takuya mientras cruzaba la habitación para escudriñar un grupo de plantas. Cogiendo dos de las macetas más pequeñas, metió una bajo su brazo y puso la otra en las manos de Kagome—. ¡Ven! Hoy aprenderás las antiguas prácticas de canalizar tu energía. —Guiando a Kagome para que saliera por la puerta antes de que tuviera oportunidad de responder, Takuya se lanzó a un sermón sobre la delicadeza de las plantas, la vida que albergaban y cómo su potencial poder era solo un capullo en la tierra, hablando sin cesar hasta que desapareció por la entrada.

Kagome consiguió escurrirse de su agarre lo suficiente para reírse a pesar del grosero despertar y asomar la cabeza de nuevo por la puerta. Le sonrió avergonzadamente al contrariado hanyou.

—¡Buenos días! —trinó mientras la volvían a arrastrar.

Tal vez las cosas iban a cambiar más de lo que habían pensado.


Nota de la traductora: La semana que viene estoy casi segura de que no podré actualizar el martes, pero habrá actualización antes del domingo, eso fijo.