Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 7

La niebla era densa esa noche, pero aun así, Kagome podía ver leves estallidos de luz en el cielo nocturno desde el extremo oriental de la aldea que dibujaban la silueta de Inuyasha en la entrada. En cada ocasión, tan similar al trueno, el bajo sonido retumbante llegaba segundos más tarde. Inuyasha empujó la esterilla y salió a lo que debería haber sido una noche perfectamente tranquila. Sus orejas se movieron con cada disparo distante. Kagome se puso lentamente en pie, todavía intentando no molestar a Rin mientras se unía a Inuyasha en el exterior. Inuyasha estaba tenso, su rostro como de piedra mientras miraba fijamente en dirección a los fogonazos.

—¿Qué pasa? —preguntó Kagome, acercándose a su costado y enlazando un brazo con el de él.

Inuyasha vaciló un instante antes de responder, sus ojos no se desviaron en ningún momento de la dirección oriental.

—Huelo sangre —dijo. Al mirar Kagome con más atención, los distantes estallidos de luz iluminaron las nubes de humo que se alzaban por encima de los árboles. Esto estaba ocurriendo todo a kilómetros de distancia, sin posibilidad de que los molestaran en su pequeño y tranquilo caserío. Aun así, el conocimiento de lo que era se hundió en la boca de su estómago como plomo fundido. Inuyasha dejó que se apoyara contra su costado, yendo tan lejos como para acercarse cuando sintió su inquietud—. Debe de ser una batalla —gruñó Inuyasha.

Kagome frunció el ceño mientras el humo se extendía hacia el norte con el viento, apretando su agarre sobre el brazo de Inuyasha.

—¿Deberíamos ir a detenerla? —preguntó con vacilación.

Inuyasha negó con la cabeza.

—Está lo bastante lejos como para que no nos alcance —le aseguró—, pero deberíamos ir a asegurarnos de que no se extienda. No hay razón para que debamos interferir. Si quieren matarse y llamarlo honor, que lo hagan. Hay batallas así todos los días.

Kagome soltó una larga exhalación. Era un hecho, pero uno que incluso tras todo su tiempo en esta época encontraba difícil de digerir. Habría incontables batallas como esta durante las próximas décadas mientras los terratenientes luchaban por la supremacía. Así era la historia, e incluso con sus previsiones, no había nada que pudiera hacer para detenerlo. Sin embargo, leerlo en un libro de texto y verlo por sí misma eran dos cosas completamente distintas. No fue hasta que oyó otro disparo, seguido de cientos más al unísono, que se dio cuenta de que aquello no era del todo cierto.

—Esta batalla no es como las demás que hemos visto con anterioridad.

Inuyasha bajó la mirada hacia ella.

—¿Qué quieres decir?

Kagome frunció los labios.

—Vamos. —Era reacia a dejar a Rin, por si se despertaba, pero Jun y Kei estaban allí para protegerla. La noche se había vuelto a quedar completamente en calma, el espeluznante silencio provocó que un estremecimiento le recorriese la espalda. No podía significar nada bueno. Inuyasha asintió, agachándose para que ella pudiera subirse a su espalda. En cuanto sus manos se aferraron a sus hombros, salió corriendo por el bosque, un espectro carmesí entre los árboles.

Pasó mucho antes de que llegasen al campo de batalla, una ladera desnuda de tierra destrozada y contaminada con hombres caídos. Inuyasha los escondió tras un árbol, a una buena distancia del peligro, pero lo suficientemente cerca para ver lo que estaba ocurriendo. Dos ejércitos enfrentados estaban situados a cada lado, al fondo de la colina, mirando hacia lo alto paralizados de asombro. Un tercer ejército cubría la cumbre, la armadura relucía bajo la luz de la luna que atravesaba las nubes. Inuyasha se posó en la rama, manteniendo el brazo alrededor de la cintura de Kagome para mantenerla equilibrada.

Mientras observaban, un hombre con la armadura elaborada de un caudillo se salió del frente y levantó la mano por encima de su cabeza.

—¡Mis buenos guerreros! ¡Compatriotas! —gritó, su estruendosa voz resonó por el bosque circundante y bajó por la ladera—. ¡Os lo imploro! ¡Ponedle fin a vuestra matanza sin sentido!

Kagome ahogó una exclamación, ensanchando los ojos mientras miraba hacia el extraño panorama. Los caudillos rara vez iban a la batalla con sus hombres, prefiriendo decorarse con finas armaduras para aparentar y usando a sus soldados como carne de cañón para un plan mayor. Si eso no era suficientemente extraño, este caudillo estaba intentando detener una batalla, en lugar de aprovecharse de los otros dos ejércitos. Justo cuando pensaba que lo había visto todo. El propio caudillo era joven, nada notorio en su aspecto aparte de su pulida armadura. Kagome no podía verle bien la cara desde esta distancia. Aun así, una cosa de él resaltaba del resto: un pálido cristal colgaba de una cadena alrededor de su cuello, atrapando la luz de la luna con cada empujón de la brisa de la medianoche.

—Inuyasha… —susurró con inquietud.

—Lo sé —gruñó. Kagome lo sintió tensarse, su brazo se apretó alrededor de su cintura. La sola visión del cristal era un siniestro recordatorio del poder que había tenido sobre él en el pasado… e incluso más, lo que podría pasar si los descubrían observando—. Silencio, te van a oír.

Asintiendo sin discutir, Kagome dirigió su concentración de vuelta a la batalla, esperando a que sus sospechas sobre su naturaleza se vieran confirmadas.

Ningún combatiente parecía tener intención de rendirse. Los dos ejércitos en el lejano pie de la colina tenían a la mayoría de muertos y moribundos, esparcidos sobre la hierba, sus banderas de guerra dañadas y chamuscadas. Sin embargo, era del tercer ejército en lo alto de la colina de donde venía el humo y el fuerte olor a pólvora. El joven caudillo avanzó otro paso y gritó de nuevo por la ladera.

—¡Vuestras batallas son inútiles, amigos míos! ¡Sacrificáis vuestras vidas por nada! ¡Os lo imploro, rendíos ante mí! ¡Soy el señor Takeda Masao y os prometo una vida libre en un mundo al que le sonreirán los dioses! ¡Prometo limpiar esta tierra, si queréis, pero prestadme vuestras manos! ¡Guardad las armas!

El nombre caló hondo en la memoria de Kagome, el nombre que el capitán Yorino había proclamado como el de su amo y el que le había dado el idéntico cristal. Miró hacia Inuyasha y captó su mirada, la comprensión fue inmediata y escalofriante entre ellos.

Más abajo, una orden gritada desde el ejército a la izquierda de la ladera hizo que los arqueros colocasen sus arcos y apuntasen las armas preparadas tanto hacia su enemigo original como hacia el ejército del tercer caudillo. El ejército de la derecha hizo lo mismo. Desde lo alto de la colina, el señor Takeda soltó un gran suspiro, inclinando la cabeza en gesto de decepción.

—Tuvisteis vuestra oportunidad —proclamó mientras retrocedía hacia las filas de sus hombres—. ¡Poned fin a esta patética excusa de guerra!

Con esa orden, la ladera resonó con clics simultáneos, la fila delantera de soldados bajó sus armas mientras las retaguardias se preparaban. El señor Takeda levantó la mano en alto, inclinando la cabeza como si estuviese rezando pidiendo piedad, antes de bajarla de golpe por el aire en un corte fatídico. Estalló un trueno ensordecedor mientras los soldados apuntaban con sus armas y el campo de batalla explotaba en destellos de fuego y humo. Kagome no vio el resultado. Inuyasha la atrajo contra él y la obligó a meter la cara contra su pecho, escudándola de la próxima masacre. Pero no podía esperar ahogar los sonidos de la masacre, la cacofonía de ensordecedores disparos, gritos y carne atravesada. Antes de que los demás ejércitos pudieran contraatacar, la fila delantera empezó a recargar, la segunda fila apuntó e hizo llover la muerte sobre ellos ola tras ola. En el momento en que Kagome empezó a temblar contra Inuyasha, él apartó la mirada de la horrible escena. Acunándola en sus brazos, partió en dirección contraria.

Para cuando volvieron a la aldea, la niebla de la guerra que habían dejado atrás se había aclarado y Kagome todavía no había sacado la cara del pecho de Inuyasha. El hanyou la puso lentamente sobre sus pies justo fuera de la cabaña, con sus manos sobre sus bíceps para mantenerla firme.

—¿Kagome? —murmuró, la culpa ahogaba su voz. Ella no contestó al principio—. Mierda, lo siento, no debería haberte llevado…

—No pasa nada. —Kagome tomó aire profundamente del limpio aire nocturno libre de humo. Al captar su mirada intensa, Kagome se frotó sus ojos rojos y se giró para esconder su rostro—. Volvamos dentro —murmuró.

Inuyasha no se quejó, apartando la puerta y siguiéndola al interior de la cabaña. Mientras lanzaba algunos troncos al fuego del hogar, que se estaba apagando, ella se dirigió hacia la ventana y cerró el tablero que había estado abierto, alejando al mundo que había al otro lado. Un suave brillo envolvió la cabaña. Rin todavía dormía profundamente en su rincón, curvada entre Jun y Kei, su silenciosa respiración estaba ahogada por el crepitar de la leña. Kagome tiró de su esterilla de dormir un poco más hacia el fuego, sentándose sobre las suaves sábanas y abrazándose las rodillas contra su pecho mientras miraba hacia las llamas.

Inuyasha tomó asiento al pie de su esterilla. Incluso él seguía alterado.

—Qué… ¿qué fue eso? ¿Eso eran disparos?

Soltando un suspiro, Kagome lanzó un puñado de yesca al fuego y observó las llamas comiéndosela antes de que aterrizara.

—En 1543 del calendario moderno, así que hace no mucho de ahora, un pequeño barco chino se vio obligado a orillar en la isla de Tanegashima por una tormenta —empezó, lanzándose a contar toda la historia—. Aventureros de un país llamado Portugal, al otro lado del mundo, estaban en el barco y traían consigo las armas de su pueblo. El señor de Tanegashima estaba tan impresionado que compró dos y luego le ordenó a un espadero que las copiase. En cuestión de años, se hicieron miles de ellas y fue un punto de inflexión para toda la época. ¿Te acuerdas de Jakotsu? Cuando lo vimos por primera vez, había asesinado a un ejército de hombres portando esas mismas armas y le llevó una a Renkotsu para crear el cuerpo de Ginkotsu —explicó, pasando brevemente la mirada del fuego a los ojos de Inuyasha—. Las armas se llaman mosquetes de mecha. Armas de fuego. Usan explosivos para disparar bolas de plomo contra el enemigo, más rápido y con más fuerza que una flecha. No son muy precisos para este punto y tienen fallas, como el tiempo que tardan en cargar, y que son inútiles con lluvia… pero un día, las armas de fuego reemplazarán a todas las demás armas y matarán a millones de personas por todo el mundo.

—Kagome… —empezó Inuyasha—, ¿te dan miedo esas cosas?

Sus ojos volvieron hacia las ascuas ardientes.

—Claro que sí. Al igual que me dan miedo las espadas y las flechas. Son armas, es lo normal. Pero las armas de fuego… lo que se aproxima. Sé en qué se convertirán. Y las armas de fuego llevan a cosas como los cañones y las bombas. —Se estremeció—. Solo con saber de lo que son capaces… sí, me dan miedo.

—Bueno —se burló Inuyasha en un intento por tranquilizarla—, no tienes que preocuparte por ellas cuando yo esté cerca, ¿de acuerdo?

Kagome sabía que eso no era verdad. Ni siquiera Inuyasha era lo bastante rápido para esquivar una bala, ni tampoco podía partirla en el aire como a una flecha. No tenía duda alguna de que podía sobrevivir a un impacto, pero el dolor y el daño que podía causar eran inmensos. Inuyasha era resistente, pero ni siquiera él era inmortal. Aun así, le sonrió al hanyou y asintió, depositando toda su confianza en él.

—Lo sé —se acercó más a él, apoyando la cabeza contra su hombro—. Gracias, Inuyasha. —Suspirando de alegría, Kagome miró hacia el fuego, la luz bailaba contra las paredes, sobre su rostro y sobre una rareza al otro lado de la habitación que le llamó la atención. Enderezándose para poder ver por encima de las llamas, localizó un montón de papel y armazón abandonados descuidadamente contra la pared—. ¿Qué es eso?

Al captar el objeto de su atención, Inuyasha se tensó al instante.

—¿Qué es qué? —preguntó con una inocencia horriblemente fingida. Kagome se puso de pie y atravesó la habitación de puntillas, apartando la mano de Inuyasha con un golpecito cuando él intentó agarrarla—. ¡Espera, Kagome!

—Oh, silencio, vas a despertar a Rin. —Ignorando su ruego, Kagome se arrodilló al lado del descartado montón y cogió el armazón, girándolo en sus manos. No le llevó mucho tiempo identificarlo como el comienzo de un farolillo como el que Inuyasha y ella habían hecho justo después de que Kaede falleciera. Solo que ahora los materiales eran más gruesos, más pesados, el papel era de colores y el armazón más elaborado. Este no era de los que volaban. Frunció el ceño pensativamente, frunciendo los labios mientras miraba a Inuyasha—. ¿Sabes? Recuerdo que esta tarde dijiste que tenías un paquete de materiales para hacer farolillos, pero ahora que lo pienso, ¿por qué estás haciendo más farolillos exactamente? Me imaginaba que era cosa de una vez.

Inuyasha se puso de pie de un salto y atravesó la habitación dando traspiés, arrebatándole apresuradamente el armazón de las manos y metiéndolo en un baúl en el rincón.

—¡No es nada! —afirmó, solo para palidecer cuando volvió la mirada atrás y encontró a Kagome asomándose por encima de su hombro—. ¡Kagome! —El baúl estaba lleno hasta rebosar con farolillos, algunos sin terminar, como el que estaba intentando esconder, otros completos con una hermosa variedad de diseños. Kagome ensanchó la mirada con sorpresa, no afectada por la ira y la vergüenza de Inuyasha—. ¡Métete en tus asuntos! —se quejó.

—¿Qué tramas? —preguntó, entrecerrando los ojos con sospecha mientras se estiraba para pellizcarle una de sus orejas.

Inuyasha gruñó por lo bajo y le apartó la mano. Tras cerrar el arcón con llave, se levantó y cruzó la habitación hasta la esquina contraria, donde se dejó caer y se recostó contra la pared.

—Duerme, niña.

—Oh, niña, hace tiempo que no oigo eso —bromeó Kagome mientras volvía hasta su jergón—. Debo de haberte tocado la fibra sensible.

Duerme.

Kagome le sacó la lengua en represalia, pero a pesar de ello obedeció.

—Buenas noches, Inuyasha. —Encontrándose con solo un gruñido por respuesta, Kagome se deslizó en las inquietas horas sin esperanza de descansar tranquilamente. Los sonidos de la batalla distante resonaron por las montañas hasta tarde. Los disparos removieron algo en su interior, un temor instintivo que no podía precisar del todo que la mantenía despierta. Se removió en las profundidades de la boca de sus entrañas, hundiendo sus dientes y aferrándose. Finalmente, incluso Inuyasha se quedó dormido, sentado con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada contra su pecho. Dándose cuenta de que el sueño seguiría evadiéndola si seguía allí acostada y con la mirada fija en las ascuas moribundas del hogar, Kagome se puso silenciosamente en pie y cruzó la habitación hasta la puerta. Al salir al exterior, una poderosa explosión de disparos atravesó las montañas. Su brazo rodeó inconscientemente su torso. Por hermosa y cálida que fuera la noche, su sangre estaba fría. Tanto si era por la distante masacre o por el trueno de su pesadilla haciéndose realidad en la noche rota, no pudo encontrar la paz.

Aun así, pensó mientras levantaba la miraba hacia el cielo nocturno, al menos la luna no está en llamas.


Las noticias de la batalla se esparcieron rápidamente por la región. Tras cuatro días, toda la aldea estaba zumbando con rumores e historias que habían oído de las aldeas más cercanas, viajeros que estaban de paso y soldados heridos, muchos de los cuales habían ido cojeando en busca de ayuda. Según decían, dos ejércitos enfrentados habían empezado a pelear por el territorio, solo para que un tercero apareciese y exigiese la paz. Cuando los ejércitos enfrentados se negaron a retirarse, el tercer ejército, dirigido por un joven caudillo, los diezmó a ambos, dándoles a aquellos que no deseaban luchar la oportunidad de huir. Algunos lo llamaban héroe, otros solo otro noble hambriento de poder. En cualquier caso, el tema principal no era el caudillo. Eran sus armas.

—Nosotros también las oímos —le dijo Sango a Kagome aquella mañana mientras estaba sentada bajo un árbol amamantando a su hijo detrás de la casa de la joven familia—. Miroku les dijo a las niñas que eran truenos, pero nosotros sospechábamos que no lo eran. —Recostándose contra la fría corteza, metió su chal por encima de su pecho y le sonrió a su amiga—. Gracias otra vez por esto.

El agudo chasquido de la madera partiéndose debajo de un hacha enfatizó su gratitud. Kagome se secó su brillante frente con el brazo mientras volvía a incorporarse, correspondiendo a la sonrisa de Sango.

—No es ningún problema. Además, tengo que aprender a hacer esta clase de cosas por mi cuenta. Necesito toda la práctica que pueda conseguir. —Observando el montón de troncos que había que cortar detrás de ella, se detuvo, soltó el hacha y posteriormente se dejó caer debajo del árbol—. Pero la práctica puede esperar. ¡Estoy exhausta!

—Has estado trabajando duro —elogió Sango.

Kagome asintió, tomando un trago de agua de la cantimplora de bambú que había dejado contra el árbol.

—Tengo que mantenerme ocupada —dijo encogiéndose se hombros mientras miraba por la ladera circundante—. Y tengo que evitar a Takuya. No sé cuánto más puedo soportar de su «entrenamiento».

Sango se encogió.

—Estoy segura de que no es tan malo.

—Lo único que hacemos es meditar delante de plantas —se quejó Kagome, hundiéndose más contra el tronco del árbol—. Dice que estamos canalizando energía hacia ellas, haciéndolas crecer, pero creo que el sol hace un buen trabajo haciendo eso solo. ¡Y esa no es ni siquiera la peor parte! ¡Me tira agua encima cuando estoy durmiendo, me hace llevar todas sus bolsas cuando vamos al mercado y ahora no para de intentar exorcizar a Inuyasha porque lo pone de los nervios! Es tan irritante y… ¡Oh, no, aquí viene! —Poniéndose rápidamente en pie, Kagome se olvidó del todo de su agotamiento y arrastró otro tronco del montón hasta el tocón de corte.

Sobresaltada por el frenético salto a la acción de Kagome, Sango dirigió velozmente los ojos en la dirección en la que Kagome había estado mirando y encontró a dicho sacerdote ascendiendo por la colina. Ahogando la risa ante la desafortunada situación de su amiga, levantó la mano y saludó.

—¡Buenas tardes!

Ascendiendo hasta la cima de la colina por el sendero, Takuya saludó con la mano en respuesta con un breve asentimiento.

—Buenas tardes para ti también, Sango —contestó cordialmente antes de dirigir su atención a la joven sacerdotisa—. ¡Kagome! —Con el hacha levantada a medio camino sobre su cabeza, Kagome se quedó paralizada y miró hacia su profesor con el miedo escrito por todo su rostro. El sacerdote avanzó hacia ella de brazos cruzados—. ¿Dónde has estado todo el día? Y así no es cómo usa su traje una sacerdotisa joven y distinguida.

Kagome bajó el hacha en gesto de derrota, apoyándola contra el tocón. Las mangas de su kimono estaban atadas a su espalda, con los brazos a través de las aberturas de los hombros, como lo estaban habitualmente en días como este. Se había salido con la suya hasta ese momento, pero era evidente que Takuya estaba menos que impresionado.

—Bueno, verás, he estado ayudándole a Sango a cortar leña. Tiene que cuidar de Mamoru y, eh… Pensé que me ayudaría a aumentar fuerza. Las mangas se interponen en mi camino. —Técnicamente no era mentira. Simplemente dejó fuera la parte de que lo estaba evitando a él.

Takuya se la quedó mirando durante un largo y agónico momento, haciendo que Kagome no desease más que desaparecer allí mismo. Pero, al instante siguiente, Takuya aceptó su excusa y le sonrió con orgullo.

—¡Una idea excelente! ¡Cuando hayas terminado aquí, también puedes cortar mi leña!

Gruñendo por lo bajo, Kagome bajó la cabeza y asintió.

—Por supuesto, me encantaría —gruñó.

—¡Sigue trabajando así de bien! —dijo Takuya con una carcajada. Con unas palmaditas de ánimo en el hombro de su pupila, giró sobre sus talones, se despidió de Sango con la mano y avanzó por la colina.

Kagome lo observó marcharse hasta que desapareció de la cima, fulminando con la mirada el espacio vacío y el hacha.

—Bueno, será mejor que empiece —dijo con un suspiro mientras volvía a alzar el hacha por encima de su cabeza, solo para bajarla de nuevo cuando oyó que Takuya gritaba «¡y ponte bien el kimono!» desde la colina. Aterrizando sobre su espalda, Kagome soltó un chillido de frustración. Con el sol en sus ojos, empezó a levantarse solo para encontrar la luz de repente bloqueada por una figura encima de ella. Al levantar la mirada, encontró una silueta familiar estirando la mano hacia ella.

—Torpe —dijo Inuyasha con una sonrisa de suficiencia.

Momentáneamente sorprendida por la forma en que el sol brillaba tras la cabeza del hanyou como un halo dorado, Kagome se dio un momento para despertarse de su ensueño.

—Vaya, esa no la he oído nunca —gruñó mientras se estiraba para coger su mano.

Inuyasha puso a Kagome de pie, ayudándola a sacudirse la tierra de su traje.

—No tendría que seguir diciéndola si pudieras mantenerte erguida —dijo encogiéndose de hombros.

—¡No es como si lo hiciera a propósito! —discutió Kagome con un resoplido.

—Espera —gruñó Inuyasha, estirándose para sacarle una ramita del pelo—, ya. Ahora ya puedes hacer pucheros todo el tiempo que quieras.

—¡No estoy haciendo pucheros! —resopló, fulminándolo con la mirada por la sonrisilla estampada en su rostro como si pensase que era lo más gracioso de todo el país. Al final, no fue rival para su sonrisilla persistente y finalmente sucumbió, una sonrisa tiró de sus labios antes de que pudiera impedirlo—. ¿Qué tramas? —preguntó mientras se inclinaba para recoger el hacha de nuevo.

—Nada —respondió Inuyasha inmediatamente. Se cruzó de brazos—. ¿Qué hay de ti?

Kagome lo miró con sospecha. Estaba tramando algo, eso era evidente. Si no, no se pondría tan a la defensiva. El problema era que conocía a Inuyasha y que, cuando se decidía por algo, no había forma de disuadirlo. Eran demasiado parecidos en ese aspecto. Así que tendría que seguirle la corriente.

—Bueno, le estaba haciendo un favor a Sango, pero Takuya lo convirtió en entrenamiento. —Alzó el hacha por encima de su hombro con una sonrisa esperanzada—. ¿A menos que quieras ayudarme?

Inuyasha negó con la cabeza.

—Oh, no, no te voy a rescatar.

Había que intentarlo.

—Gracias por nada —masculló—. Bueno, si vas a hacerme hacer este entrenamiento sola, vete. Déjame con mi miseria.

El hanyou se encogió de hombros, cruzándose de brazos.

—De acuerdo, entonces. Saldré de en medio.

—Bien. —Kagome le sacó la lengua.

—Bien. —Inuyasha la imitó.

Kagome resopló con indignación, con las manos colocadas peligrosamente en sus caderas y lista para reñirle, solo para detenerse en seco. El sonido de los tambores flotó en el viento desde el valle boscoso de más abajo. Se quedó paralizada, mirando a Inuyasha para encontrar sus ojos mirando ya en dirección a su fuente, moviendo las orejas en lo alto de su cabeza al ritmo de los hombres marchando hacia ellos. Sin decir una palabra, se estiró hacia abajo y le cogió la mano, apretándola en silencioso consuelo. Ella le devolvió el apretón.

Bajo el árbol, Sango reajustó su kimono sobre su pecho y sostuvo a Mamoru contra su hombro mientras se ponía de pie. Inuyasha salió de golpe de su aturdimiento lo suficiente para dirigir su atención hacia ella.

—Sango, ¿dónde están las gemelas? —preguntó.

—Están dentro con Rin —respondió con una severa mirada hacia el camino principal que conducía hacia la aldea al otro lado del valle. Destellos de armadura y banderas de colores pasaron entre los árboles. Sin otra palabra, se dio la vuelta y corrió hacia su hogar, abriendo la puerta shoji para revelar la expresión sobresaltada de Rin.

La siguiente conversación entre la joven madre y la niña se vio ahogada por los tambores que se aproximaban, su ritmo palpitó por la tierra mientras las brillantes armaduras y las banderas de colores se derramaban en el mercado de la aldea. Inuyasha y Kagome observaron conteniendo el aliento que el mar de aldeanos les abría paso, metiéndose en sus casas y permaneciendo en las calles.

—Esto no me gusta —gruñó Inuyasha.

Incapaz de formular una respuesta, demasiado sobrecogida ante la visión surrealista, Kagome solo pudo asentir.

—Rin se va a quedar aquí a cuidar de los niños —informó Sango mientras se deslizaba hasta detenerse al lado de ellos, con el pelo flotando a su alrededor mientras miraba hacia la ladera.

Kagome la miró con incertidumbre. ¿No debería quedarse uno de ellos con los niños? Sí, los perros estaban allí y podían detener a cualquiera que intentase subir por la colina, pero parecía más que un poco extraño ignorar la opción de que uno de ellos se quedase.

—Un momento… —empezó, mirando a su alrededor mientras la comprensión de lo que era extraño exactamente empezaba a asentarse—, ¿dónde está Miroku?

Sango apretó el puño, mirando hacia los caminos occidentales.

—Se suponía que llegaba a casa hoy de las llanuras de Musashi.

Kagome abrió los ojos como platos, las implicaciones enviaron un frío miedo por sus entrañas mientras seguía la mirada de Sango. A Inuyasha tampoco pareció sentarle bien. Gruñendo por lo bajo, se agachó sobre una rodilla y dejó que ambas jóvenes se subieran sobre su espalda. Con el viento escociéndoles en los rostros y el sonido de los tambores echándole una carrera al ritmo de sus corazones, Inuyasha las llevó abajo, hasta la cuenca del valle.