Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 8

Miroku apenas había conseguido apartarse antes de que una estampida de guerreros a caballo llegara dando pisotones por el camino que conducía a la aldea. Alzó la manga hacia su rostro ante la nube de polvo que levantaron sus cascos, mirando con una creciente sensación de temor. Las banderas llenaban el cielo, inundando las calles mientras alteraban de nuevo el polvo asentado en el suelo. Le hizo un gesto con la mano a una familia que estaba encogida de miedo detrás de él, en la entrada de su hogar, enviándolos de regreso al interior.

Había sentido por primera vez que la tierra empezaba a retumbar bajo sus pies a un kilómetro y medio a las afueras de la aldea. Al ver las banderas de brillantes colores destellando entre los árboles en las colinas detrás de él, aceleró el paso y salió del sendero del bosque justo a tiempo para evitar que lo pisotearan. La aldea se disolvió en un estado de asombro y caos silencioso a su alrededor, las familias se escondieron en sus hogares y los pocos más valientes corrieron hacia el centro de la aldea para ver lo que estaba ocurriendo. Se estaba empezando a reunir una nerviosa multitud. Tras dirigir una mirada hacia la colina en la que vivía su familia y al ver que no había guerreros ascendiendo hacia allí, se unió a ellos.

—¡Miroku! —gritó un hombre detrás de él al que reconoció como Shiro, un granjero de la aldea que le había ayudado a construir su casa. Shiro trotó para encontrarse con él antes de igualar su paso y continuar a su lado—. ¿Qué opinas de sus banderas? ¿Quiénes son estos hombres? —preguntó, dirigiendo una mirada de preocupación detrás de él a su hogar familiar.

Miroku agarró con fuerza su báculo, avanzando entre la creciente multitud.

—No lo sé. Nunca antes los había visto y sus banderas no me resultan conocidas —respondió sinceramente, con su voz calmada y controlada.

El pequeño mercado en el centro de la aldea se había echado a perder. Los comerciantes cerraron sus puertas y bajaron las persianas, temiendo un asalto a los bienes de los que dependían sus vidas. Los guerreros galoparon descuidadamente montados a caballo, otros crearon columnas visualmente molestas, sin importarles los carros machacados que había en su camino mientras se movían en manada detrás de su líder. Miroku se detuvo y vio con el corazón en la garganta que un niño pequeño se encontraba llorando entre el rápido flujo de las patas de caballos que golpeaban contra el suelo, demasiado asustado como para moverse. Un caballo se dirigía directamente hacia él, haciendo oídos sordos ante el grito de advertencia del monje. En un destello rojo, el niño desapareció, de repente estuvo de pie al lado del hogar de su familia. Inuyasha se enderezó, asintiendo en dirección a la histérica madre antes de dirigir su atención hacia Miroku. Los dos intercambiaron una mirada cómplice antes de seguir por su camino.

La caballería formó sus filas en el centro del mercado, líneas de cascos retumbantes echaron a la población con gritos de indigencia y temor. Inuyasha y Miroku se abrieron paso hasta el frente de la multitud que se estaba formando alrededor del caos, encontrándose con el líder destacando sobre ellos en su semental. Inuyasha gruñó bajo en su pecho, descubriendo los dientes ante la figura familiar en toda su creída gloria. El capitán Yorino encontró su mirada con venenoso desdén, su labio se curvó ante la visión del hanyou debajo de él.

Inuyasha movió la mano hacia la empuñadura de la Tessaiga.

—¿Qué cojones estás haciendo aquí? —gruñó.

—No tengo obligación de responder ante ti, hanyou —soltó Yorino, tirando de las riendas de su caballo cuando su corcel se puso inquieto. Inuyasha no se retrajo ante los cascos que se agitaron salvajemente en el aire, pero se agachó en preparación para atacar. El báculo de Miroku contra su pecho lo sacó de su ira sin sentido, empujándolo para que retrocediese un paso y haciendo que perdiese el equilibrio.

El monje no miró a su amigo, tenía los ojos clavados en el Capitán.

—Simplemente queremos saber por qué está en nuestra aldea —explicó, su voz estaba peligrosamente controlada.

La mano de Yorino imitó la de Inuyasha en la empuñadura de su catana, sin dirigirle una segunda mirada al monje.

—No tengo obligación de responderte —repitió.

—¿Sí? ¡Porque puedo cambiar eso muy rápidamente! —gritó Inuyasha. Un destello de luz salió de la vaina de Tessaiga cuando Inuyasha la liberó.

Yorino levantó la mano por encima de su cabeza, su pálido cristal destelló con la luz al ser arrancado de la cadena de su armadura.

—¡Vete al infierno!

La espada cayó de la mano de Inuyasha, sin transformar.

El hanyou cayó de rodillas con un aullido de dolor, aferrándose la cabeza con las manos. Todo sonido se vio ahogado por la sangre rugiente y martilleante en su cabeza, un dolor intenso le hacía imposible pensar, imposible respirar. Sintió manos sobre sus hombros arrastrándolo por el suelo, sintió las vibraciones de alguien gritando en su oído, pero el mundo exterior era sofocante en su cabeza palpitante y no podía luchar contra ello.

Una sombra corrió ante él, desviando la luz del sol detrás de sus párpados. Tan pronto como vino, el dolor desapareció, reemplazado por un grito agónico por encima de él. Parpadeando entre la cegadora luz del sol, Inuyasha obligó a sus ojos a abrirse para encontrar un cristal salpicado de sangre cayendo al suelo y una flecha atravesando la palma de la mano de Yorino. El Capitán se agarró la mano por la muñeca, su grito rasgó su garganta. Un par de hakama rojos bloqueó de repente la vista de Inuyasha, la colocación de un arco y una flecha interrumpió los penetrantes alaridos.

—¡Yorino! —soltó Kagome mientras escudaba al hanyou—. No dejaré que vuelvas a hacerle daño. ¡Vete de nuestra aldea!

Rechinando los dientes, Yorino rompió la flecha por la mitad y la sacó en dos trozos, levantando su mano ilesa en el aire. Con mil clics, los guerreros prepararon sus mosquetes y los apuntaron hacia Kagome. Inuyasha luchó por moverse, intentando quitarse en vano las manos firmes de Sango de sus hombros. Kagome se encogió, pero no cedió, su compostura no flaqueó en ningún momento mientras preparaba su flecha.

—¡Alto! —bramó una voz de entre la infinita multitud. Una mano salió disparada y agarró la de Yorino por la muñeca, y todo movimiento se detuvo. La acallada multitud vio que un señor regulaba las riendas de su caballo y fruncía el ceño en dirección al Capitán. Inuyasha lo reconoció inmediatamente como el señor de la masacre de hacía días. Sus ojos fueron rápidamente hasta sus hombres, encontrando sin duda los mosquetes colgando a sus espaldas. Se le erizó el vello del cuello, se le formó un nudo en el estómago.

El señor pasó su severa mirada del Capitán a los aldeanos reunidos bajo él, su mirada se suavizó cuando aterrizó sobre la sacerdotisa. Liberando la muñeca de Yorino, sostuvo las manos en el aire en una muestra de intenciones inofensivas.

—Señorita sacerdotisa, le ruego su perdón y me disculpo por el comportamiento de mis hombres —anunció.

Kagome bajó lentamente el arco, aflojando la tensión sobre la cuerda, pero sin soltar la flecha en ningún momento.

—Solo lo vamos a preguntar una vez más —dijo con ferocidad en su voz—. ¿Qué están haciendo aquí?

El señor se detuvo, su mirada calculadora pasó sobre Kagome. Gesticuló en dirección al suelo, creando una barrera de respeto entre ellos. Todos los pasos correctos, diplomático y cauteloso. Kagome asintió, apretando su agarre sobre el arco. Con cuidado, el señor se bajó de su montura y del caballo, situándose cara a cara con la multitud que tenía ante él.

—Soy Masao, nuevo señor del clan Takeda —se presentó, su atención barrió la multitud—. Mis hombres y yo hemos venido aquí en nuestra conquista con la esperanza de establecer la paz en estos tiempos turbulentos. Hace solo unos días, impedimos que dos ejércitos se enfrentasen, una batalla que habría entrado en vuestra aldea si no hubiéramos estado allí. Solo deseamos vuestra ayuda para crear paz.

—Sandeces —gruñó Inuyasha desde detrás de Kagome, poniéndose lentamente en pie. Una regañina quedó muda en la lengua de Sango mientras él se ponía de pie, dejando que sus manos se deslizasen de sus hombros en lugar de retenerlo. El hanyou estaba pálido y sus extremidades temblaban con cada movimiento, pero miró con furia al señor Masao con cada gota de veneno que pudo reunir—. Lo que hiciste no se llama paz.

La expresión del señor Masao flaqueó, un centelleo de asco destelló en sus ojos. Allí había algo más… un odio más profundo del que Inuyasha rara vez había experimentado en su vida. Sabía qué aspecto tenía el odio. Sabía qué aspecto tenían la desconfianza y los prejuicios cuando los humanos miraban a un medio demonio. Esto era otra cosa y solo ese centelleo fue suficiente para tensar los dientes de Inuyasha. Lo habría llamado personal, pero nunca había visto a este hombre. Fuera lo que fuera, era poderoso y cada instinto infernal en el cuerpo de Inuyasha lo ponía en guardia. El señor Masao relajó el ceño.

—Les di una oportunidad justa a aquellos hombres. Eso es mucho más de lo que nadie obtiene en estos días —dijo, su voz estaba mortalmente tranquila. Dirigiendo su atención de nuevo hacia la multitud, Masao sostuvo la cabeza en alto y se dirigió a ellos—. No hago matanzas y no saqueo. Creo en la piedad y en las segundas oportunidades para todos aquellos que se oponen a mí y a mi causa. —Miró a Kagome, toda hostilidad se desvaneció de su rostro—. Y protejo a los míos. Solo pido vuestra lealtad.

Inuyasha curvó los labios.

—Puedes coger tu idea de la protección y metértela por el culo.

—¡Inuyasha! —dijo Kagome entre dientes, dándose la vuelta para fijar la mirada en él. La advertencia en su voz era desesperada. Lo escondía bien, pero estaba asustada e Inuyasha no necesitaba más razón para continuar.

Tambaleándose sobre sus pies, Inuyasha hundió su espada en el suelo y se apoyó en ella para tener un punto de apoyo.

Yo protejo esta aldea.

El señor Masao volvió a mirar al hanyou despectivamente.

—Y haces un buen trabajo, estoy seguro —dijo arrastrando las palabras. Inuyasha le gruñó, una gota de sudor bajó por su frente. Sango tiró de él hacia atrás sin esfuerzo, su cuerpo se tambaleó sin equilibrio hasta que pasó el brazo de él por encima de sus hombros. Su orgullo le dijo que no aceptase ayuda, que se negase a mostrar debilidad delante de esta amenaza, pero su cuerpo estaba cediendo a su pesar. Sabía que parecía un patético desastre, pero maldita sea si no iba a dar pelea. Pero el señor Masao no pareció reconocer su determinación, dirigiendo su atención de nuevo hacia la aldea—. No obstante, quedaos tranquilos, pues vuestra aldea está vigilada desde el castillo Seichi, al norte. Enviaré una compensación por cualquier cosa que hayan dañado mis hombres y espero que aceptéis mis disculpas. Aquí, ante vosotros, hago una promesa de proteger vuestra aldea. Comenzaremos con la construcción de un fuerte en lo alto de la montaña de inmediato para asegurar vuestra seguridad. —Con nada más que un breve asentimiento, el señor volvió a montarse en su caballo y ordenó a sus hombres que salieran de la aldea. Con una marcha más lenta y ordenada, la caballería se fue de la aldea y volvió a las montañas.

Yorino permaneció detrás de las columnas de hombres que marchaban hacia el camino de la montaña. Su rostro estaba retorcido de dolor, tenía la piel pálida, con un aborrecimiento en sus ojos mientras fulminaba a Kagome con la mirada que era casi opresivo. Kagome aguantó la mirada sin flaquear, manteniéndose firme delante de Inuyasha. Con un fuerte tirón de las riendas de su caballo, Yorino se unió al ejército en retirada.

No fue hasta que el polvo se hubo asentado y la aldea estuvo en silencio que Inuyasha no pudo seguir manteniéndose en pie. Le temblaron las piernas bajo su peso y habría cedido si Sango no lo hubiera estado sosteniendo.

—Despacio —dijo ella con un suspiro, gruñendo mientras lo alzaba—. Deberíamos llevarlo adentro.

Miroku asintió, apartando los ojos del horizonte.

—Sí. Llévalo de vuelta a la cabaña de Kagome. Yo iré a por los niños. —Encontró la mirada de su esposa y movió rápidamente los ojos hacia el camino vacío y otra vez hacia ella—. Me intranquiliza que estemos todos separados esta noche.

Sango lo entendió sin más explicaciones. Si aquellos hombres regresaban con malas intenciones, Inuyasha no sería capaz de proteger a nadie. Solo rezaba por que no llegaran a eso.

—De acuerdo. ¿Kagome? —llamó a la sacerdotisa.

Kagome salió del aturdimiento en el que había caído, quedándose mirando los centelleantes mosquetes en las espaldas de los guerreros. Con un sobresalto, se dio la vuelta para ver quién había pronunciado su nombre.

Sango suavizó la mirada.

—Deberíamos llevar a Inuyasha adentro.

—C-Cierto —tartamudeó, avanzando hacia ellos solo para detenerse cuando algo dio contra la punta de su sandalia. Inuyasha, que se estaba esforzando por mantener la vista enfocada, siguió su mirada hacia el cristal del capitán Yorino, que yacía en los charcos que su sangre había salpicado. Parecía una cosa tan inofensiva, un trozo de cuarzo opacado captando la luz del sol, pero había algo más allá de su benigno exterior que hizo que le recorriera un escalofrío por la espalda. Kagome lo recogió del suelo, viendo cómo captaba la luz del sol mientras lo giraba en su mano. Inuyasha pudo sentirlo al instante, un zumbido que resonó por sus huesos, una especie de pureza con la que nunca se había encontrado. Una aguda agonía atravesó su cabeza, obligando a que un penoso gemido saliese de su garganta. Kagome sacó un trapo de la cinta que le rodeaba los hombros, envolviendo el cristal ensangrentado, y lo guardó en su kimono—. Vamos.

Los aldeanos ya estaban alborotados por el nuevo señor, las opiniones chocaban en charla emocionada mientras asimilaban los resultados. La multitud que había rodeado la plaza principal se dispersó pronto, permitiendo que un consternado Takuya pudiese pasar.

—¡Kagome! —gritó el sacerdote—. ¿Qué es lo que ha sido eso?

—No estoy completamente segura —respondió Kagome honestamente—. Pero eso ahora mismo no importa, podemos hablar de ello más tarde. Inuyasha está enfermo.

—No es verdad —dijo el hanyou echando humo, ganándose únicamente una mirada severa de la sacerdotisa.

—¿A quién engañas? ¡Apenas puedes mantenerte en pie! —soltó, su duro tono se le escapó cuando vio que le temblaban las manos. La regañina llegaría más tarde, primero necesitaba ayuda—. Olvídalo —suspiró Kagome, cogiendo la Tessaiga de la mano temblorosa de Inuyasha. La espada regresó a su forma normal en cuanto sus dedos tocaron la empuñadura. Kagome la envainó por él. Ignorando sus protestas a medio formar, echó su otro brazo sobre su hombro y ayudó a Sango a llevarlo de regreso a su cabaña.

Inuyasha tuvo poca opción más que aceptar su ayuda. Le esperaba una noche larga.


Al anochecer, Miroku había traído a Rin, Umeko, Sayuri y Mamoru a la cabaña junto con Jun y Kei, que los seguían por detrás a su ritmo. Las niñas habían sido reacias a regresar a la aldea, pero con el consuelo de Miroku habían aceptado. Rin llevaba a cada gemela en uno de sus brazos mientras avanzaban, las ruedas de los carros que estaban dados la vuelta giraban siniestramente con la brisa vespertina. Umeko cerró su mano en la tela del kimono de Rin. Siempre había sido la más introvertida e intuitiva de las dos, pero su tensión inquieta sin duda se le contagió a su hermana. Sayuri escondió su rostro en el pelo de Rin.

—No pasa nada, niñas —les aseguró Rin, su propia voz estaba tensa mientras miraba hacia las montañas, donde había visto desaparecer al ejército—. Esos hombres ya se han ido. No hay nada de lo que preocuparse.

—Rin tiene razón —añadió Miroku, meciendo ligeramente a Mamoru contra su pecho. El suave tintineo de los aros de su báculo resonó sin rumbo a través de la aldea—. Solo vamos a cenar con Kagome e Inuyasha. Os gusta ir a visitarlos, ¿verdad?

—Me gusta Kagome —dijo Umeko, levantando un pequeño puño para frotarse los ojos con cansancio—. Es guapa. Espero que se case con Inuyasha.

—No, no. —Sayuri negó con la cabeza—. Yo me voy a casar con Inuyasha cuando sea mayor.

Miroku se rio disimuladamente, sonriéndole a su hija.

—Ah, ¿sí?

Sayuri asintió decididamente.

—Sí. Es superfuerte y me gusta jugar con él, así que lo he decidido.

—Lo que tú digas, cariño —dijo Miroku con una carcajada—. Pero tenéis que portaros bien y no hacer ruido esta noche. Inuyasha no se encuentra bien.

Sayuri reaccionó, levantando la mirada hacia él con los ojos de Sango.

—¿Por qué?

—No tenéis que preocuparos por eso —dijo Miroku lentamente cuando se detuvieron delante de la cabaña de Kagome. Era mejor no intentar explicarles los sucesos anteriores, no fuera a ser que sus jóvenes imaginaciones intentasen formar una horrible pesadilla a partir de lo que no podían entender—. Lo único que tenéis que saber es que estamos todos a salvo y que Inuyasha está bien. Volverá a su antiguo yo gruñón en un santiamén.

—¿Podemos jugar mañana? —preguntó Sayuri sin darse cuenta del mohín que recibió por parte de su hermana.

Miroku se rio y se estiró para darle una palmadita en la cabeza.

—Tendrás que preguntárselo a él. Pero no hasta mañana, ¿vale?

Con un asentimiento de ambas niñas, Rin las puso en el suelo y dejó que entraran corriendo, viendo que se detenían con un tambaleo justo al otro lado de la puerta y se silenciaban la una a la otra antes de entrar de puntillas. En cuanto estuvieron fuera de la vista, Rin se estiró y agarró un puñado del traje de Miroku, evitando que las siguiera al interior.

—¿Qué ocurrió, Miroku? —preguntó, sus ojos estaban llenos de preocupación mientras fijaba la mirada en la tenue luz del fuego titilante que salía de la ventana de la cabaña.

Miroku bajó la vista hacia la niña, siguiendo su mirada y soltando un suspiro.

—Parece haber una especie de cristal que es capaz de debilitar enormemente a los demonios. Nos lo hemos encontrado con anterioridad e Inuyasha se vio sometido a su poder. El Capitán de ese ejército, Yorino, lo usó con él. Dice que fue un regalo de su señor… pero encontramos a bandidos con el mismo cristal —explicó. El monje negó con la cabeza—. No tiene ningún sentido. Rin, antes mencionaste que lo encontraste en viajes recientes con Sesshomaru. Dime, ¿qué pasó?

Rin dejó que la mano bajase para juguetear con su obi.

—Quería ver el océano. Había pasado tanto tiempo desde que había visitado las playas y, la última vez que viajé con mi señor, pasamos un día allí. Tras dejar a la señora madre, fuimos a Nagasaki. Estaba tan emocionada, no creí… Solo quería caminar por la orilla, así que me fui mientras el señor Sesshomaru estaba descansando. El señor Jaken me siguió hasta el puerto, donde vimos a un par de soldados… —Rin se detuvo, sus movimientos nerviosos ahora se dirigieron a rascarse las uñas—. Pensaron que estaba intentando secuestrarme. No quisieron escuchar. Cuando sacaron esos mismos cristales, el señor Jaken cayó al suelo, vencido por un terrible dolor. El señor Sesshomaru debió de haberme oído gritar, porque vino inmediatamente y echó a los soldados, pero…

Miroku frunció el ceño.

—Pero ¿qué?

—El señor Sesshomaru… se encogió cuando dirigieron los cristales hacia él. Sus puños se curvaron hasta que enterró sus garras en sus palmas. Permaneció sosegado, pero yo lo vi.

—¿Afectó incluso a Sesshomaru? —aclaró Miroku con incredulidad. Rin canturreó en señal de confirmación, entrelazando las manos a su espalda. El pavor se asentó como un peso tangible en los pechos de ambos—. Gracias, Rin —rompió finalmente el silencio Miroku.

—¿Qué crees que está pasando?

—No lo sé —respondió con sinceridad—. Pero pase lo que pase, lidiaremos con ello. Y ahora, venga, vamos dentro. Creo que puedo oler la cena —añadió con una sonrisa, esperando levantarle el ánimo. Rin era una niña tan alegre, verla tan preocupada no iba acorde a sus suaves facciones.

Rin asintió, dejando el tema por el momento mientras Miroku y ella se adentraban en la cabaña. Al retirar la esterilla, se vieron golpeados al instante con lo silenciosa que estaba la única habitación. El crepitante fuego, el ligero susurro de movimiento y la respiración trabajosa de Inuyasha eran las únicas cosas que lo penetraban. Las niñas se habían juntado con su madre, ya calladas y contentas mientras Sango les daba la cena y las colocaba para que se sentasen en el rincón opuesto. Kagome estaba sentada al otro lado de la habitación con la cabeza de Inuyasha en su regazo, el hanyou estaba estirado en un futón mientras ella le masajeaba la cabeza.

Sango levantó la mirada cuando Miroku y Rin entraron, ofreciendo un asentimiento a modo de saludo y nada más. No tenía que decirles que permaneciesen lo más en silencio que pudiesen, el pesado ambiente lo hizo por ella. Kagome les dirigió una mirada y una sonrisa lúgubre, pero su atención volvió rápidamente al hanyou que tenía en su regazo. Sus manos masajearon hábilmente su cuero cabelludo, pasando por su pelo lo más suavemente que podía. El rostro de Inuyasha permaneció tenso y cubierto de sudor, moviéndose mientras se esforzaba por respirar a través del dolor que se apoderaba de cada hueso de su cuerpo. Se sacudió en el regazo de Kagome, un alarido agonizante se quedó atrapado en su garganta.

—Shhh, Inuyasha, no pasa nada —intentó silenciarlo Kagome, peinando su pelo hacia atrás con los dedos—. No pasa nada, estoy aquí, solo… aquí, sé que no te gusta, pero tienes que beberlo, ¿vale? —dijo, obligando a su mano a no temblar mientras le llevaba la taza de té medicinal a los labios, el mismo que le había dado tras el exterminio. Inuyasha obedeció, aunque solo fuera tragando. Ni siquiera reaccionó ante el líquido asqueroso. Kagome contuvo lágrimas ardientes. Se había estado esforzando al máximo para no entrar en pánico hasta el momento, pero ver a Inuyasha en este estado le estaba haciendo mella—. No funciona nada —dijo con voz entrecortada.

—Kagome. —Takuya estaba sentado junto al fuego, en el centro de la sala, mirándola por encima de las llamas. Kagome levantó la mirada hacia él con la angustia escrita en cada arruga de preocupación de su rostro. El sacerdote observó la forma en que sus manos seguían trabajando en la cabeza del chico antes de que sus ojos volvieran rápidamente hacia arriba para encontrar los de ella—. Pon tus manos sobre su rostro.

—¿Qué? —Kagome frunció el ceño, su angustia solo aumentó con confusión añadida. Takuya no ofreció ninguna explicación, haciendo simplemente un gesto para que hiciera lo que le decía. A regañadientes, Kagome retiró las manos del pelo de Inuyasha y las colocó justo a un centímetro de su rostro, con las palmas hacia abajo y sus manos ahuecadas cubriéndole los ojos.

—Bien. —Takuya asintió, teniendo cuidado de mantener la voz baja—. Ahora, medita como lo hemos estado haciendo con nuestras flores.

Kagome retiró las manos apresuradamente.

—Le haré daño.

Habiéndose esperado esa respuesta, Takuya se puso lentamente en pie y se movió hacia ella.

—¿Por qué?

—Es… —empezó Kagome, intentando anticipar lo que quería decir él—. Es pura, mi energía es pureza espiritual, lo atacará.

—¡Mal! —proclamó Takuya, solo para encogerse cuando Inuyasha se tensó ante el fuerte sonido—. Disculpa, hijo —susurró mientras se arrodillaba al lado de Kagome, apoyando sus manos sobre el hombro del medio demonio. Aclarándose la garganta, continuó en un tono más suave—. ¿No te has dado cuenta? La energía que te he estado enseñando a canalizar es diferente de tu poder espiritual.

La angustia empezó a marcharse gradualmente de las facciones de Kagome al darse cuenta. Aquella energía sí que la notaba distinta, pero hasta entonces, siempre lo había achacado a su imaginación. Era un flujo diferente, algo que provenía del ambiente a su alrededor en lugar de del interior.

Al ver la luz en los ojos de Kagome, Takuya sonrió y asintió.

—Es la misma energía que usaste para hacer florecer tu campanilla. Deja que tus manos se ciernan sobre él y simplemente medita.

Cierto es que estuvo reticente en un principio. Era algo que no parecía que fuera a hacer ningún bien, demasiado simple y demasiado genérico como para ayudarle de verdad. Al final, no supo por qué, pero decidió confiar en Takuya y aceptar su consejo. Fue un tirón, una fuerza que sintió en sus palmas guiando sus manos hasta su cabeza y su mente en un profundo estado de calma. Cada sonido de la cabaña se desvaneció, el fuego crepitante y los gemidos ocasionales de Mamoru no fueron más que un calmante sonido de fondo. Inuyasha empezó lentamente a soltarse contra ella, la tensión contenida en cada músculo de su cuerpo se marchó. Kagome no sabía qué estaba haciendo exactamente, pero si funcionaba, no iba a cuestionarlo.

Con el tiempo, dejó que sus manos se movieran a donde sentía que debían estar: sobre sus sienes, sus orejas, su coronilla, su nuca. Con cada posición, podía sentir el dolor de Inuyasha, que no se iba por completo, pero haciéndose manejable. Casi contuvo el aliento cuando abrió los ojos y la miró entre sus ámbares cansados.

—Inuyasha… —susurró, apartándole su flequillo empapado de sudor de su frente—. ¿Te sientes algo mejor?

Inuyasha gruñó en respuesta, sus ojos se desenfocaban y se enfocaban en la joven que se inclinaba sobre él con la luz del fuego parpadeando sobre su piel.

—Sí.

Kagome sonrió.

—Bien.

La noche pasó en calmado silencio. El fuego murió lentamente hasta que solo las ascuas ardientes proyectaron brillo y los ocupantes de la sala parecieron dormirse con ello. Las gemelas se acurrucaron alrededor de su madre y de su hermano pequeño en una esterilla en el rincón, mientras que Miroku durmió recostado contra la pared que estaba a su lado. Rin se había estirado en el lado contrario del hogar, con Takuya habiéndose retirado a su propia cabaña y los perros descansando a la espalda de Kagome.

Kagome era prácticamente la única persona que no dormía esa noche. Durante las altas horas de la madrugada, masajeó la cabeza, cuello y hombros de Inuyasha, meditó sobre él e incluso le trenzó el pelo mientras dormía inquieto. Le escocían los ojos y le pesaba la cabeza sobre los hombros, pero de nuevo se descubría incapaz de dormir. Desde la noche que habían presenciado aquella masacre en la montaña, había tenido dificultades para dormir. Las imágenes de nubes de humo y destellos de disparos mezclados con los gritos de los guerreros caídos manchaban su memoria hasta que podía saborear la pólvora en su lengua. Mientras tanto, visiones de pasada de su pesadilla de la misma noche, el eclipse e Inuyasha cayendo tras ella bajo una luna ardiente, se retorcieron en su imaginación.

Mientras les daba vueltas a estos pensamientos en su cabeza, terminando ociosamente la trenza del pelo de Inuyasha y dejando caer las manos a sus costados sin nada que hacer, notó por primera vez que ya no había calor a su espalda. Dos sombras en la entrada captaron su atención. Jun y Kei estaban bajo la pálida luz de la luna, mirándola. Un largo instante de silencio transcurrió antes de que los dos perros se dieran la vuelta y empezaran a caminar hacia la aldea. Kagome se quedó mirando la esterilla, que ondeó tras ellos. ¿Quieren que los siga?

Tanto si su mente falta de sueño se lo estaba imaginando como si no, Kagome se imaginó que estar allí sentada hasta el alba no iba a hacerle ningún bien. Puede que una buena caminata larga la ayudase a aclarar su mente, o eso fue lo que se dijo mientras bajaba suavemente la cabeza de Inuyasha sobre su propia almohada y se ponía de pie. Caminando silenciosamente por la habitación, llegó a medio camino de la puerta antes de darse cuenta de que no iba a ser capaz de ver. Con una rápida mirada a Inuyasha para asegurarse de que seguía dormido, abrió el arcón del rincón y sacó uno de sus farolillos. Era casi imposible ver qué estaba cogiendo exactamente en la oscuridad y no fue hasta que lo hubo encendido con una brasa del fuego que se dio cuenta de que era uno de los que volaban. Solo lo usaría para iluminar su camino y lo devolvería, lo justificó. No haría ningún daño.

Con su farolillo en la mano, Kagome salió a la fresca noche y se encontró a Jun y Kei sentados pacientemente, esperándola.


Fue justo antes del alba que el dolor se desvaneció y los sentidos de Inuyasha regresaron a él. Lo primero de lo que se dio cuenta fue de la falta de calidez bajo su cabeza. Incorporándose, miró alrededor de la cabaña para ver si podía encontrar a Kagome. Cuando estuvo claro que no estaba allí, tuvo que contener una ola de preocupación que se removió en su estómago. No podía olerla ni incluso oírla en el exterior, solo las trazas remanentes de su aroma que hacía tiempo que se había ido le dijeron que había estado allí en absoluto.

Sacudiendo la cabeza para aclarar su mente de cualquier fatiga, el hanyou se puso de pie y siguió su aroma saliendo por la puerta. Una fría brisa matutina lo atravesó, removiendo su ropa y la trenza de su pelo que acababa de ver por primera vez. Bien descansado y completamente despierto, ladeó la cabeza contra el aire para captar el rastro del aroma de Kagome, solo para quedarse paralizado en cuanto miró hacia el cielo.

Un único farolillo brillaba contra el alba, elevándose por encima del bosque más allá de la aldea. Un frío pánico apretó su corazón. Inuyasha estuvo corriendo a través de los campos de arroz antes de que el farolillo desapareciera entre las nubes.