Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.
Capítulo 9
Kagome se había ido sin sus sandalias. Al caminar con los pies descalzos por la aldea, los campos de arroz y hasta bien entrada en el bosque, apenas había notado su error hasta que sintió la hierba empapada de rocío entre los dedos de sus pies. Kagome titubeó en el sendero del bosque, bajando la mirada a los pies. El cansancio pareció alcanzarla a la vez, días de sueño inquieto y una noche sin dormir en absoluto finalmente afectaron su mente y su cuerpo. Por un momento, debatió sobre volver atrás, pero antes de que pudiera actuar, sintió que algo le tiraba del hakama. Kei tenía la tela roja entre sus dientes, mirándola con sus oscuros ojos que resplandecían a la luz del farolillo. Con un resoplido, el perro soltó su hakama y regresó por el sendero con Jun, ambos echando la mirada hacia atrás hacia ella antes de seguir avanzando.
—De acuerdo, capto la indirecta —dijo Kagome con un bostezo mientras los seguía.
Los perros la condujeron por el desgastado camino y se adentraron en el bosque, caminando al borde del brillo del farolillo. Kagome podía sentir la ingravidez del farolillo en sus manos, casi deslizándose de sus cansados dedos en varias ocasiones. Le escocían los ojos, faltos de sueño, su visión se volvía borrosa al mirar al camino que tenía ante ella.
Fue solo cuando pensó que podría quedarse dormida en mitad del bosque que lo oyó. Distraída de los ruidos que la rodeaban, el sonido de hachas contra madera y el chasquido de ramas chocando contra el suelo del bosque resonó entre los árboles. Kagome sintió que se le aceleraba el pulso. Con ladridos frenéticos, Jun y Kei corrieron por delante de ella, las garras se enterraban en la tierra mientras destrozaban el camino. Kagome los siguió, la fatiga mental olvidada y la fatiga corporal ralentizándola.
Un chasquido ensordecedor por delante le dio la advertencia suficiente para detenerse en seco antes de que un árbol cayese sobre el camino, levantando polvo en una nube cegadora. El farolillo se le escapó de las manos, elevándose y llevándose su luz consigo. Kagome intentó atraparlo débilmente sin éxito mientras volaba fuera de su agarre. Pronto quedó olvidado. Otro árbol fue derribado más adelante del camino, perturbando la quietud de la mañana temprana. Avanzando a tientas en la oscuridad, Kagome trepó sobre árboles caídos y siguió el sonido de los ladridos de los perros, con el aliento atascado en su garganta. Podía oír voces rodeándola por todas partes, hombres intercambiando burlas y llamándose a medida que caían más y más árboles. Incluso en la oscuridad, con solo los ladridos de Jun y Kei para guiarla, sabía a dónde estaba yendo. Le aterraba.
Cuando Kagome entró tambaleándose en el conocido claro, encontró sus miedos confirmados. Con la pálida luz de la luna perforando el dosel de hojas, pudo ver al grupo de hombres macheteando los árboles con sus hachas, más hombres cortando troncos y acarreándolos hasta los carros, y los caballos relinchando y dando pisotones impacientemente con sus cascos. Nadie pareció ver o darse cuenta de su presencia hasta que los perros empezaron a mordisquear los tobillos de cuatro hombres que avanzaban hacia el Goshinboku. Sus hachas destellaron y a Kagome se le detuvo en seco el corazón.
—¡Alto! —gritó, su voz resonó por el bosque y silenció el chasquido de acero contra madera cuando los hombres se detuvieron para mirarla. Kagome se puso delante de los hombres que estaban junto al Árbol Sagrado y tiró del hacha levantada para golpearlo. El hombre hacia el que se abalanzó rugió y la apartó, su espalda chocó contra el tronco del árbol. Jun gruñó en su defensa, yendo a por sus piernas solo para que lo apartaran con un aullido—. ¡Parad! —gritó Kagome, poniéndose en pie a pesar del moratón que podía sentir que se le estaba formando en la espalda.
El hombre la ignoró, levantando su hacha hacia Jun. Incluso con la limitada luz, Kagome pudo ver la sangre filtrándose por el hakama de él y la ira en sus ojos hacia el perro que le había hecho esto. Tambaleándose hacia delante, atrapó la mano del hombre antes de que él pudiera bajarla. Kei se puso protectoramente delante de Jun, con el pelaje erizado y los dientes al descubierto.
El hombre soltó el hacha con sorpresa, solo para dirigir su ira contra Kagome, agarrándola por la muñeca en un calloso agarre, obligándola a que le soltara la otra mano.
—¿Qué diablos crees que haces? —gruñó el hombre.
—Mierda —intervino uno de los demás hombres, acercándose mucho más a Kagome de lo que ella se sentía cómoda—. Cuidado, es la sacerdotisa de la aldea.
El captor de Kagome echó la vista atrás hacia su compañero.
—¿La zorra que le disparó al capitán? Me importa una mierda quién sea, está en medio.
Intentando liberar su mano frenéticamente, Kagome los fulminó con la mirada.
—¡No podéis talar árboles aquí! ¡Este bosque es sagrado! —rogó.
—Oh, ¿así que no podemos? —El agarre del hombre sobre su muñeca se apretó dolorosamente, arrancando un jadeo de dolor de sus labios mientras la sostenía en alto sobre la cabeza de ella. Prácticamente colgando de su agarre, sintió que su hombro se desencajaba del esfuerzo—. Porque no veo nada que nos lo impida, aparte de la puta de un demonio.
Pensando con rapidez, Kagome usó su agarre sobre ella para darle una patada en el estómago, obligándolo a soltarla. Él retrocedió tambaleándose con un gruñido, soltando la mano de Kagome y permitiendo que se enderezase. La mirada de furia de ella rayaba lo venenoso.
—No podéis. Talar. Este bosque —dijo echando humo.
Por intimidante que estuviera intentando ser, incluso Kagome sabía que era inútil. Lo que quedaba de su severa compostura se hizo añicos cuando el soldado se incorporó y sus compañeros la rodearon, peligrosas chispas en sus ojos le dijeron que acababa de causarse muchos más problemas de los que estaba preparada para manejar por su cuenta. Aun así, se negó a moverse. La marca que Inuyasha había dejado en la corteza del Goshinboku se hundió en su espalda mientras se presionaba contra el árbol. Se alzó un puño, pero bajó uno distinto. Kagome se encogió, anticipando el golpe antes de que un destello rojo y blanco lo interceptase. Con un grito de ira, Inuyasha saltó entre ella y los hombres que la rodeaban, atacando a aquellos que se atrevían a intentar hacerle daño. Aterrizando agachado sobre sus pies, Inuyasha se incorporó lentamente en toda su altura, una ira salvaje irradiaba de él.
—Ya la habéis oído —gruñó.
Uno de los hombres se adelantó.
—Tenemos órdenes de nuestro señor, necesitamos esta leña para la nueva base —argumentó.
Inuyasha igualó su avance, haciendo que estuvieran cara a cara.
—Ya la habéis oído —rugió—. Fuera.
Un tenso silencio siguió a la confrontación, ninguno de los beligerantes estaba dispuesto a echarse atrás, es decir, hasta que un paso amenazador más por parte de Inuyasha hizo que los sirvientes del señor Masao reculasen. Con un juramento gruñido, el hombre al que Inuyasha le había dado un puñetazo se puso de pie y les dio la espalda, caminando hacia los carros tirados por caballos que estaban al borde del claro.
—¡Recoged! Tenemos lo que hemos venido a buscar —gritó, sosteniendo su mano contra la nariz. Aun así, la sangre ya se filtraba a través de los dedos del hombre.
Ni Inuyasha ni Kagome se movieron hasta que los hombres hubieron desaparecido de su vista, el alba estaba iluminando lentamente el cielo y les permitió ver desaparecer las nubes de polvo levantadas por sus caballos. Inuyasha fue el primero en moverse, con los hombros hundidos. Kagome pasó su mano por su espalda hasta que el hanyou se dio la vuelta para mirarla. Con la amenaza fuera, no fue capaz de seguir ocultando su debilidad. Aun así, parecía estar mucho mejor de lo que lo había estado durante la noche. Kagome bajó la mano por su brazo, entrelazando los dedos con los de él.
—Gracias.
—Me diste un susto de muerte —le riñó Inuyasha—. ¿Qué diablos estabas haciendo aquí fuera?
Kagome se encogió de hombros.
—No podía dormir, así que fui a dar un paseo. Creo que los perros estaban intentando advertirme de lo que estaba pasando —admitió. Su propia fatiga ya estaba empezando a volver a entrar en ella, asentándose profundamente en sus huesos. Inuyasha vio el cambio en ella inmediatamente cuando la adrenalina desapareció. Resoplando por lo bajo, le soltó la mano, se agachó delante de ella y dejó que se subiera a su espalda. Kagome negó con la cabeza—. Inuyasha, no vas a llevarme de regreso, acabas de recuperarte…
—Exacto —la interrumpió Inuyasha—, me he recuperado. Me encuentro bien, Kagome. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que has dormido?
Kagome cedió, acomodando su peso en su espalda, y rozó la barbilla contra su hombro mientras sus brazos se enroscaban alrededor de su cuello.
—¿Unos dos días? —dijo encogiéndose. No desde que había visto aquella masacre en el valle, eso seguro.
Inuyasha suspiró, enganchando los brazos alrededor de sus muslos mientras se incorporaba.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No lo sé —dijo con un bostezo—. No lo pensé. ¿Cómo me encontraste, de todos modos?
—Me desperté cuando me di cuenta de que no estabas, seguí tu aroma al exterior y vi uno de mis farolillos suelto en el bosque —explicó con una mirada de soslayo a las ramas del Árbol Sagrado. Kagome siguió su mirada hacia arriba y encontró el farolillo que había llevado con ella apagado y atrapado en lo alto de las ramas. Lo debía de haber llevado el viento cuando había volado demasiado alto y había caído de nuevo hacia el bosque.
Kagome se mordió el labio y enterró su rostro en la nuca de Inuyasha.
—Lo siento —murmuró—, lo usé sin tu permiso y lo estropeé.
Inuyasha negó con la cabeza y empezó a atravesar el claro, de regreso al sendero del bosque.
—No es para tanto, no te preocupes. Solo debo diez para dentro de seis días y he hecho ocho… o supongo que ahora son siete. Simplemente haré otro.
Kagome frunció el ceño, olvidando momentáneamente su metedura de pata mientras recolocaba la barbilla en su hombro.
—¿Debes farolillos? ¿Para qué?
Al darse cuenta de su propia metedura de pata, Inuyasha se apresuró a cubrirse.
—Nada, olvídalo.
—En serio, ¿qué tramas? —Kagome se estiró para tirarle ligeramente de la oreja.
Con un movimiento de su oreja, se liberó de su agarre y la fulminó con la mirada por encima del hombro.
—Nos vamos a casa y vas a dormir —la amonestó.
Fue un pobre intento de cambiar de tema. Kagome frunció el ceño, pero no se quejó, dejando que sus pesados ojos se cerrasen voluntariamente.
—A casa —suspiró—. Me gusta cuando la llamas así.
Inuyasha titubeó a mitad de un paso, pero por qué razón, Kagome no lo sabía. Sus ojos ya se le estaban cerrando, cansada y contenta por primera vez en días. Presionó la mejilla contra el hombro de Inuyasha, con el rostro girado hacia su cuello para bloquear la incipiente luz del amanecer. En cuestión de instantes, lo sintió moverse otra vez, tomándose su tiempo para caminar en lugar de correr por el sendero del bosque. Kagome estuvo dormida en minutos, un sueño ligero, pero mejor que el pobre descanso que había tenido en estos últimos días.
El día estaba finalmente despuntando para cuando Inuyasha llevó a Kagome a la aldea y la acostó en su futón. Kagome se acomodó en instantes, sin abrir ni una vez los ojos mientras se movía para ponerse cómoda en su futón. No tenía forma de saber cuánto tiempo pasó, durmiéndose y despertando hasta que oyó pasos acercándose a su cabaña desde fuera. Apenas pudo reconocer la voz de Takuya, mascullando para sus adentros mientras entraba, y ni siquiera tuvo el ánimo para anticipar el cubo de agua como su llamada para despertar. En cualquier caso, no llegó nunca. Momentos antes de que se sumiera en un sueño más profundo, oyó que la mano de Inuyasha se cerraba alrededor de la muñeca del sacerdote y la ligera salpicadura de agua interrumpida goteando contra el suelo.
La voz de Inuyasha fue lo último que oyó.
—Hoy se cancela el entrenamiento.
En una semana, los guerreros del señor Masao se habían dado a conocer en la aldea. Todos los días, los hombres entraban en la aldea en hordas, interactuando con los aldeanos, comprando artículos en el mercado y nunca fallaban en dejar un desastre detrás cuando llegaba su hora límite por la tarde. Terminaron construyendo su base, una fortificación a las afueras de la aldea, pero su leña vino de otro lugar. Nadie de la aldea sabía de su deforestación en tierra sagrada. Pero si lo hubieran sabido, no habría supuesto ninguna diferencia. Muchos de los aldeanos, en particular mercaderes y granjeros, disfrutaban de su negocio, y no les importaba limpiar llegado cada atardecer. La aldea estaba creciendo, y era todo gracias al joven caudillo y a sus guerreros.
Miroku y Kagome oyeron una conversación así mientras entraban en el centro de la aldea, regresando tras una tarde pasada dando mantenimiento a los templos. Kagome miró atrás por encima de su hombro cuando pasaron al lado de dos mujeres que estaban hablando de Masao, la cesta en su cadera casi se le cayó con su descuido.
—Hablan de ellos como si fueran salvadores —suspiró. A pesar de lo grosera que sabía que probablemente sonaba, no podía evitar resentir a los guerreros, no al menos después de lo que había visto de ellos.
—Están trayendo una buena prosperidad para la aldea —razonó Miroku, aunque era inconfundible la tensión en su voz—. Supongo que la gente tiene todo el derecho a disfrutar del beneficio.
—¿Por qué no les construimos un monumento, entonces? —refunfuñó.
Miroku intentó no reírse y fracasó.
—El rencor es impropio de ti, Kagome.
Kagome lo miró con furia en broma.
—Seré todo lo rencorosa que me plazca… oh, da igual. —Negó con la cabeza con un suspiro, estirando su dolorida y amoratada espalda—. Solo quiero recoger mi incienso, llevarlo de vuelta al templo y terminar el día con un poco de paz. —Por supuesto, eso no podía ocurrir hasta que los guerreros regresasen a su puesto, pero no tenía que vocalizarlo. Ambos lo sabían.
Con sus asuntos en el mercado finalizados lo más rápido posible, Miroku y Kagome se pusieron en marcha por el camino de regreso a las calles más tranquilas, el incienso rodaba libremente al fondo de su cesta. El sol del mediodía caía a plomo sobre ellos, interrumpido solo por la pesada brisa que rodaba desde los campos. Por hermoso que estuviera el día, motas de oscuras nubes se avecinaban desde las montañas distantes. La atención de Kagome pasó naturalmente por la montaña, vagando alrededor de la aldea. Lo último que se había esperado era verse atraída hacia un brillante destello rojo yendo hacia ellos desde la otra punta de la calle. Inuyasha iba en su dirección y, por lo que parecía, no los había visto todavía ni a Miroku ni a ella. Bajo cada brazo, el hanyou llevaba una selección de farolillos de colores brillantes de distintas clases. Habiéndole picado la curiosidad, Kagome corrió a toda velocidad por el camino, metiéndose en un arbusto cercano.
—Parece que la temporada de tifones va a empezar temprano este año —comentó Miroku ociosamente—. ¿Qué opinas, Kagome? —Se detuvo, dándose cuenta por primera vez de que ya no había pasos siguiéndolo por detrás—. ¿Kagome?
Kagome salió de repente de los arbustos que bordeaban el camino, lo agarró por el traje y tiró de él con fuerza a través de las ramas, sacándole un aullido de sorpresa cuando cayó. Su báculo retumbó contra la hierba y apenas tuvo tiempo de estirarse hacia él antes de que otra mano lo empujara hacia abajo. Miroku se recuperó, sacudiéndose las ramitas del pelo.
—¡Kagome! ¿Qué haces? —se quejó.
—¡Shhhh! —Kagome lo silenció inmediatamente llevándose un dedo a los labios—. ¡Mira! —susurró. Separando dos ramas, Kagome señaló entre la abertura para revelar a Inuyasha entrando directamente en el mercado. Él alzó una ceja y se volvió hacia Kagome, evidentemente no entendía por qué era importante. Al captar su expresión, lo explicó—: Ha estado actuando muy raro últimamente en relación con esos farolillos y no me quiere contar qué pasa.
—De ahí el esconderse en los arbustos —masculló Miroku, sacándose más hojas del pelo.
Kagome se encogió.
—Perdón —susurró—, pero él sabía que yo estaba pasando la tarde contigo y sería sospechoso que te quedaras ahí fuera y señalases que me estaba escondiendo en los arbustos.
—De verdad que tienes que trabajar en tu sutileza —suspiró, pero sin quejarse más. A pesar de sus quejas, su propia curiosidad se había encendido y observó a través de los arbustos con Kagome que Inuyasha se aproximaba a un carro en la plaza del mercado. Tras intercambiar algunas palabras, le tendió al mercader todos sus farolillos y, a cambio, le dieron un saquito que tintineó cuando cayó en su palma. El mercader le hizo una inclinación, pero Inuyasha ya se estaba yendo, metiéndose el saquito en su haori.
—¿Los está vendiendo? —le susurró Kagome al monje mientras dejaba que las ramas volviesen a su sitio.
Miroku se volvió hacia Kagome con un asentimiento meditado.
—Eso es lo que parece. Me pregunto cuánto tiempo lleva haciendo esto. ¿Y qué está haciendo con el dinero? —reflexionó.
—No lo sé —dijo Kagome con un mohín, asomándose de nuevo entre los arbustos para ver si podía ver al hanyou—. Ha estado intentando esconderlos en el arcón de Kaede, pero el día que volvió Rin dijo directamente que había ido al mercado para comprar materiales para hacer farolillos. Si está intentando no parecer sospechoso, no está haciendo muy buen trabajo.
—¿Qué hacéis vosotros dos ahí abajo?
Kagome y Miroku se sobresaltaron, dándose la vuelta para encontrar a Sango de pie detrás de ellos con Mamoru a su espalda y las gemelas a sus costados, mirándolos con una ceja arqueada. Miroku fue el primero en ponerse rápidamente en pie, usando su báculo como apoyo.
—Solo… ¡discutíamos sobre cómo es posible tener una esposa tan hermosa, unas hijas tan adorables y un hijo tan encantador!
Sango alzó una ceja en desafío a su honestidad. Por cierto que fuera, obviamente, dudaba que fuera eso de lo que hubieran estado hablando. Kagome tendía a ser un poco entrometida y, aunque Miroku normalmente intentaba respetar la privacidad personal, tenía una naturaleza curiosa. Júntalos a los dos y siempre iba a haber problemas.
—Ya —suspiró.
Miroku fingió ofenderse ante su silencioso desafío, pero no dijo nada, optando en cambio por darle un beso en la mejilla y sacar a Mamoru de la tela que llevaba atada alrededor de su espalda. Poniéndose en pie, Kagome vio con una sonrisa que Miroku cogía en brazos a su hijo, besando la palma derecha del niño, donde una pequeña marca de nacimiento pintaba su piel. Mamoru chilló, retorciendo las extremidades y dando carcajadas desdentadas.
Soltando la mano de su madre, Sayuri fue hasta Kagome e intentó asomarse a su cesta.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó, poniéndose de puntillas y aun así sin ser capaz de ver por encima del borde.
Kagome se arrodilló a su lado e inclinó la cesta hacia delante para que pudiera mirar dentro.
—Incienso para los templos.
Sayuri cogió una de las varillas y se la llevó a la nariz.
—¡Huele muy bien!
—¿Quieres ayudarme a ofrendarlas? —preguntó Kagome.
A Sayuri se le iluminó el rostro.
—¿Como una doncella de un templo?
Kagome asintió.
—Igual que una doncella de un templo. Puedes ser mi ayudante y te enseñaré a encenderlo.
—¡Vale! —dijo Sayuri alegremente, dándole la mano a Kagome con el incienso aferrado en la otra.
Con la pequeña arrastrándola hacia el templo antes de que pudiera ponerse adecuadamente en pie, Kagome se rio y trastabilló para incorporarse. Sango y Miroku las siguieron con los otros dos pequeños, sus manos iban entrelazadas mientras se encaminaban hacia el templo.
El templo se asentaba en lo alto de una empinada colina, mirando desde arriba a la cabaña de Kagome, la puerta torii roja se alzaba por encima de tejados y árboles. Los peldaños estaban desgastados y quebrados tras años de uso y sin dinero para repararlos, pero Kagome nunca había creído ni por un momento que eso lo hiciera menos sagrado que el propio templo de su familia en Tokio. El aspecto del templo no importaba, eran los rezos y el respeto que iban con él lo que lo hacía un lugar sagrado. Sin embargo, en cuanto rodeó la esquina en la base de la colina, Kagome se dio cuenta de que había algunas cosas que podían hacer que un templo pareciese impío. El señor Takeda Masao estaba sentado al pie de las escaleras, rodeado de aldeanos, aldeanas y niños. No había ni un samurái protegiéndolo y ni un arma colgaba de su elaborada armadura. El señor Masao estalló en una afable y rugiente carcajada, dándole una palmada en el hombro a uno de los aldeanos antes de revolverle el pelo a una niña, sonriendo ante su nerviosa vergüenza. Era la imagen del carisma, un hombre de su pueblo y, por razones que ni siquiera Kagome entendía, hacía que se le revolviera el estómago.
Al ver la multitud de gente contenta, Sayuri intentó ir corriendo a unirse a ellos, solo para ser detenida por el agarre de Kagome en su mano. La pequeña levantó la mirada hacia la sacerdotisa con confusión. Cuando una fuerza inadvertida le hizo dirigir los ojos hacia su hermana, escondiéndose detrás de las piernas de su madre, su emoción disminuyó. Si Umeko estaba inquieta, tal vez ella también debería estarlo. Su padre portaba la misma expresión adusta.
El señor Masao detuvo la conversación cuando se acercaron lentamente, sonriendo e incluso yendo tan lejos como para dirigirles un breve asentimiento. Solo por obligación, con los ojos de los aldeanos sobre ellos, Kagome, Miroku y Sango hicieron una reverencia. El señor Masao sonrió.
—¡Ah, pensé que tal vez vendrían! —declaró, estirando los brazos como si les estuviera dando la bienvenida a su hogar. Kagome apretó su agarre sobre su cesta. Tenía que haber sabido perfectamente que estaba de pie delante del hogar de la sacerdotisa de la aldea: su hogar. El señor Masao o no notó su semblante tenso o simplemente no le importó—. ¿No se unen a nosotros?
—Íbamos de camino a llevar ofrendas al templo, señor Masao —declinó Kagome educadamente—. Tendrá que disculparnos.
El señor Masao asintió.
—Por supuesto, por supuesto, pónganse en marcha. Pero ¿van todos ustedes? —preguntó, mirando hacia Miroku.
Miroku se enderezó más, sosteniendo la cabeza en alto.
—Sí —respondió.
El joven caudillo frunció el ceño pensativamente.
—He de decir que esta es la aldea más extraña con la que me he encontrado nunca en mis viajes —admitió—. Su compañía ya es bastante extraña, pero ¿un monje budista ayudando en deberes sintoístas? Y parece que la sacerdotisa y usted también son buenos amigos. —Hizo una pausa—. Discúlpenme, estoy siendo grosero. Es solo que no es algo que haya visto.
Miroku y Kagome intercambiaron una mirada perpleja.
—Bueno —empezó Kagome—, no es nada inusual aquí. No sé cómo son estas cosas de donde procede usted, señor Masao, pero nosotros nunca hemos diferenciado aquí entre las dos. Siempre he tenido el mayor de los respetos para con Miroku. —Por supuesto, eso no era completamente cierto. Como monje, había sido más que cuestionable en el pasado, pero era cierto en el hecho de que Kagome siempre había tenido un gran respeto en relación con su habilidad espiritual y su valor como amigo. Sus decisiones eran una cuestión completamente diferente y una mirada por parte de Sango le dijo que ella estaba pensando lo mismo.
—Es una asociación que no he visto nunca antes. —El señor Masao se encogió de hombros con un aire de indiferencia hacia lo que acababa de explicarle—. Aun así, tal vez estoy más acostumbrado a solo tener un estilo de vida sintoísta. Nunca he visto el atractivo de las prácticas extranjeras. —Con eso, volvió a mirar a Miroku—. Pero me complace enormemente ver que nuestra cultura se preserva en templos como este.
—Todos en la aldea aportan para preservar el templo —intervino Miroku, su voz tranquilamente controlada—. Es lo menos que podíamos hacer después de todo lo que las anteriores guardianas del templo han hecho por nosotros.
—Sí, me he enterado de la pérdida —suspiró el señor Masao—. La última sacerdotisa falleció recientemente, ¿verdad? ¿La señora Kaede? —Un estremecimiento recorrió la espalda de Kagome desde la base de su cráneo por la forma en que Masao dijo el nombre de Kaede. Había una agudeza en su lengua, un tono mordaz que Kagome no podía empezar a comprender. Masao giró su rostro hacia ella—. Lo lamento muchísimo.
—Gracias. —Kagome intentó sonreír, ansiosa por marcharse y alejarse del tema de su fallecida mentora. Atravesando la multitud y haciéndole una reverencia al pasar al señor Masao, sus acompañantes y ella subieron por las escaleras hacia las puertas torii rojas—. Ahora, si nos disculpa…
—¿Cómo falleció, si se me permite la pregunta? —preguntó el señor Masao de repente.
Kagome se detuvo a mitad de un paso. Apretando la mandíbula, asintió hacia Sango y Miroku para apaciguar sus miradas de preocupación antes de darse la vuelta y bajar la mirada hacia el señor Masao.
—De vejez, sospechamos. Fue muy repentino, nadie lo vio venir. La encontramos ya fallecida.
—¿Encontramos?
—Inuyasha y yo.
—Oh, sí, ese hanyou. —El joven caudillo asintió pensativamente—. ¿Y quién fue el último que estuvo con ella?
A Kagome le dio un vuelco el corazón, un pavor enfermizo le atravesó el pecho. Vaciló a la hora de decirlo, pasando la mirada sobre los aldeanos que los estaban escuchando. No podía mentir. Ellos lo sabían.
—Fue Inuyasha.
El señor Masao asintió otra vez, mirando a los hombres y mujeres que lo rodeaban con una mirada firme y cómplice.
—Qué compañía más extraña hay en esta aldea. Bueno —Volvió a mirar a Kagome con nada más que una sonrisa y un centelleo en los ojos que decía que había obtenido lo que había venido a buscar—, no voy a mantenerla alejada de sus deberes más tiempo, señorita Kagome.
Kagome hizo una inclinación apresuradamente, tirando suavemente de la mano de Sayuri para que pudieran seguir moviéndose. No había dado otro paso antes de que la voz del señor Masao la detuviera de nuevo.
—Oh, y ¿señorita Kagome? Me he enterado de aquel desafortunado incidente de la semana pasada. Mis hombres no tenían ni idea de que ese terreno era sagrado, me disculpo en su nombre. —Le mostró rápidamente otra sonrisa—. Quédese tranquila que, dada su cooperación, lealtad y hospitalidad, el Bosque Sagrado no va a ser perturbado.
Kagome palideció, ya capaz de sentir su agarre sobre ella, como una serpiente enroscándose alrededor de su cuello.
Cuando Inuyasha la encontró, la tarde estaba dorada y ella estaba estirada en la hierba debajo del Goshinboku. Tras terminar sus asuntos en el mercado más temprano ese día, había encontrado a Miroku, Sango y los niños dirigiéndose a su hogar. Kagome, le habían dicho, se había marchado por su cuenta después de dejar incienso en el templo. No se molestó en buscarla durante la primera hora, pero cuando siguió sin regresar, se imaginó que como mínimo averiguaría dónde estaba. Incluso si no hubiera captado su aroma, solo el instinto lo habría llevado a este claro, y parecía que solo con el instinto bastaba.
La luz del sol se filtraba entre las hojas que había encima y hacía titilar sombras sobre su rostro, tan sosegada que incluso él tuvo la consciencia de no romperlo. Inuyasha se unió a ella, dejándose caer en la descuidada hierba y acomodándose a su lado con los brazos cruzados bajo su cabeza. Durante un largo momento, Kagome no reconoció su presencia. Cuando lo hizo, incluso su voz no pudo romper el sereno silencio.
—Tal vez no entendiste el mensaje, Inuyasha, pero iba implícito que quería estar sola —dijo sin auténtica convicción, dejando caer la cabeza a un lado para mirarlo entre la hierba que le acariciaba la mejilla. Tenía los ojos rojos e hinchados.
Inuyasha se burló, encontrando su mirada a través de la hierba.
—Sandeces.
Kagome se rio a pesar de sí misma.
—Supongo.
Impulsándose sobre su codo y poniéndose de costado, Inuyasha bajó la mirada hacia ella.
—Dime qué ocurre.
—No es nada.
—Has estado llorando.
Kagome se frotó los ojos con la manga de su kimono.
—No se te escapa nada —suspiró con seco humor. Tomándose un momento para ordenar sus pensamientos, volvió a levantar la mirada a las ramas del Árbol Sagrado que había encima de su cabeza—. Ese caudillo estaba hoy en la aldea, justo delante de las escaleras hacia el templo. Al principio, parecía que solo estaba intentando conocernos, haciendo preguntas para las que no tenía muchos motivos, pero sacó el tema de Kaede y… no sé, me hizo enfadar. Sonaba… sonaba como si estuviera intentando echarte la culpa.
Inuyasha frunció el ceño.
—¿A mí?
Kagome asintió.
—Porque fuiste el último que estuvo con ella.
—¿Crees que ese es el verdadero motivo?
Todavía podía oír los ecos de la forma en que Masao había dicho con desprecio la palabra hanyou en su mente.
—No.
—Bien, yo tampoco —gruñó Inuyasha por lo bajo con frustración, tirándose de nuevo sobre su espalda—. Tengo un mal presentimiento sobre este tal Masao.
En cuanto se pronunció su nombre, alguien empezó a gritar.
Un chillido perforó el aire, atravesando directamente sus cuerpos. En un instante, Inuyasha se levantó del suelo con una voltereta hacia atrás, agarrando a Kagome y escudándola con su cuerpo mientras vientos huracanados giraban en remolinos por el claro, levantando hojas y ramitas, haciendo que volasen a su alrededor. Todo ese tiempo, la voz de una joven emanó de todas direcciones, su lamento etéreo resonó a través de cada hueso en el cuerpo de Kagome. Se aferró al haori de Inuyasha, atreviéndose a mirar por encima de su brazo. El sonido no era real, lo sabía. Al igual que había oído cantar el día que había muerto Kaede, solo en su cabeza oía a esta joven. Saber eso no era suficiente para detener el sonido desgarrador.
—¡Masao! —gritó la voz mil veces y a la vez, sus llantos resonaron desde el bosque con creciente intensidad—. ¡Masao! ¡Vete de este lugar! ¡Vete! ¡VETE!
Kagome entornó los ojos a través de los escombros. En las raíces del Árbol Sagrado, una joven sacerdotisa estaba con los brazos abiertos y su único ojo miraba a través de ellos con una ira atroz. Apartándose de los brazos de Inuyasha antes de que pudiera obligarla a volver bajo su protección, Kagome se puso rápidamente en pie y corrió hacia ella.
—¡Kaede, detente!
En cuanto Kagome estiró la mano hacia ella, sus dedos a solo un milímetro de tocarla, el espíritu se desvaneció. Kagome trastabilló hacia delante mientras el viento se calmaba y los escombros volvían a caer en el suelo del bosque. Con la mano extendida, se sostuvo contra la corteza dañada del árbol. A Kagome le temblaron los pulmones, tenía los ojos abiertos como platos mientras fijaba la mirada en la áspera corteza que le mordía la piel. El viento crujió salvajemente una vez más, agitando las ramas del árbol que había encima de su cabeza. Mientras Kagome levantaba la mirada hacia el árbol, Inuyasha se puso lentamente en pie detrás de ella.
—¿Qué diablos ha sido eso…?
—Inuyasha, mira —dijo Kagome con una exhalación.
Encima de ellos, con el farolillo apagado todavía atrapado en sus ramas, cada una de las hojas del Goshinboku se había dado la vuelta.
