Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.
Capítulo 10
El estallido de un trueno.
Inuyasha le rodeó la cintura con un brazo, curvándose alrededor de ella y sosteniendo su cuerpo contra el suyo. Le susurró algo al oído, su voz tragada por el eclipse, que captaba todo sonido. Kagome sintió que su corazón tartamudeaba de miedo, su mente se revolvía para comprender lo que él había dicho cuando lo único que podía oír era el vacío y, todo este tiempo, estaban cayendo.
El mundo se derritió en tonos de color rojo sangre alrededor de ella y, de repente, estaba de pie en una playa. Los acantilados naranjas se alzaban detrás de ella. Kagome sintió la cálida agua lamiendo sus pies descalzos mientras miraba hacia el vasto océano. Nubes negras premonitorias se derramaban por el horizonte, sus volutas eran atraídas lentamente hacia el eclipse que había encima. Casi pudo sentir que su alma se alzaba más y más alto hacia el vacío que giraba lentamente de la luna negra, como si quisiera abandonar su cuerpo en la arenosa orilla. Una brisa húmeda echó mechones de pelo contra su rostro.
Kagome se despertó escupiendo contra una ola de agua extremadamente fría que se derramó sobre su cabeza. Antes de que estuviera totalmente despierta siquiera, se levantó de golpe de su futón y se frotó el rostro con desesperación, el puro frío obligó rápidamente a que su mente se pusiese al ritmo de su cuerpo.
—¡Takuya, el sol ni siquiera ha salido todavía! —se quejó mientras cogía la toalla que guardaba junto a su cama específicamente para cuando pasaba esto. Al otro lado de la habitación pudo oír las risitas pobremente disimuladas de Inuyasha. Con una mirada de furia por parte de ella, su sonrisa engreída desapareció—. Le dejaste entrar sin más, ¿no? —lo acusó.
—Técnicamente no le dejé hacer una mierda. —Inuyasha se encogió de hombros.
Kagome entrecerró su mirada de furia.
—Pero tampoco le detuviste.
—Ni de broma.
—¡Basta de vuestras disputas de adolescentes! —Takuya metió su cubo bajo un brazo a su costado y obligó a Kagome a ponerse de pie, empujándola ansiosamente hacia la puerta a pesar de sus protestas quejumbrosas—. ¡Hoy vamos a trabajar en el arte de la sanación! —proclamó.
Kagome dirigió su mirada fulminante hacia él por encima del hombro.
—¿Más flores?
—Es una forma de entrenamiento completamente válida, ¡y no quiero oír más quejas! Fuera, jovencita —ordenó Takuya, dándole un último empujón a Kagome para que saliera por la puerta—. ¡Tú también, Rin! —Girándose hacia el futón de la niña en el rincón, se encontró con solo una maraña de pelo asomando por debajo de su manta. El sacerdote frunció el ceño, acercándose lentamente hacia ella con su cubo todavía medio lleno de agua. En cuanto lo levantó por encima de su cabeza, la almohada surcó el aire y lo echó hacia atrás, cayendo en cambio sobre el hombre. Takuya gritó, sacándose el cubo de la cabeza para mirar con furia tanto al hanyou, que lo había atacado tan agresivamente, como a la sacerdotisa cuyos ojos estaban llenos de lágrimas de risa en la entrada.
Inuyasha miró a Takuya con un encogimiento de hombros en gesto de indiferencia.
—Rin te va a echar la bronca si la despiertas. La enviaré al templo cuando se levante.
Kagome fulminó a Inuyasha con la mirada en gesto acusador, la amenaza se vio arruinada por su propia carcajada.
—¿Pero dejas que me despierte a mí?
—Rin me da más miedo.
Con una última mirada fulminante a Inuyasha, Takuya refunfuñó por lo bajo y empezó a arrastrar a Kagome hacia la puerta.
Sabiendo por experiencia que la resistencia era fútil, Kagome obedeció, pero no sin antes asomar la cabeza de nuevo por la puerta para sonreírle a Inuyasha.
—¡Buenos días! —dijo animadamente antes de que, como era de esperar, Takuya estirase la mano y la llevara de nuevo al exterior. Pudiendo oír apenas la risita de Inuyasha al otro lado de la pared, Kagome sonrió para sí misma mientras aceptaba su destino. Tras tenderle una maceta y un puñado de incienso, el sacerdote la guio hacia las escaleras del templo. Kagome bostezó mientras empezaban a ascender por los peldaños de piedra que se alzaban sobre la aldea que dormía más abajo. Fue solo a medio camino hacia arriba que Kagome se dio cuenta de que, aunque fuera estaba oscuro, había un tenue brillo dorado iluminando su camino. Deteniéndose entre dos peldaños, ladeó la cabeza y miró atrás, encontrando a Takuya siguiéndola detrás de ella con un farolillo que le resultaba familiar en la mano.
—Takuya… —empezó—, ¿de dónde sacaste eso?
—¿Esto? —aclaró Takuya, levantando el farolillo solo un poco más en sus manos—. Se lo compré a uno de los mercaderes en el mercado. Pensé que sería perfecto para excursiones tempranas como estas.
—¿Puedo? —Con un asentimiento por parte del sacerdote, Kagome cogió el farolillo y lo giró en sus manos, usando su propio brillo para examinar los finos detalles. La estructura era mucho más pesada que la de los que conocía, pero sabía que había visto este mismo farolillo en el arcón de Kaede—. Bueno, supongo que tengo que darle las gracias a Inuyasha por que me llamaran para despertar así de temprano. —Sonrió para sí mientras le devolvía el farolillo a Takuya.
—¿Perdón?
—Da igual.
Kagome se pasó la mayor parte de las primeras horas del día a la luz del farolillo de Inuyasha, sentada delante del modesto templo de madera y rodeada de las plantas de Takuya. El incienso que había clavado en el suelo se alzaba en oleadas que formaban espirales. A su lado, la tumba de Kikyo reflejaba el brillo de forma opaca y erosionada en comparación con la tumba más reciente que tenía al lado. Aun así, las tumbas hermanas estaban a cada lado de ella, igualmente fuertes y sagradas por derecho propio. Con cada honda inhalación, Kagome asimilaba el aroma de sus ofrendas y, con cada exhalación, oía las criaturas de la mañana zumbando mientras el amanecer ascendía desde detrás de las montañas. Mientras tanto, sus manos se cernían sobre un brote incipiente en la tierra de la maceta. Su mente, no obstante, mostró rápidamente imágenes de la cabeza de Inuyasha en su regazo en su lugar, su rostro liberaba lentamente todo el dolor y la tensión bajo las puntas de sus dedos. Siempre se quejaba del entrenamiento de Takuya, por poco convencional que fuera, pero si podía hacer aquello por Inuyasha, nunca se negaría al mismo.
Un ligero par de pisadas y un bostezo cansado atrajeron su atención hacia Rin, que subía por las escaleras hacia el templo frotándose los ojos con las manos mientras se arrastraba hacia el brillante farolillo. Sin decir una palabra, la niña estiró los brazos por encima de su cabeza, cogió una escoba que había a un lado del templo y empezó a barrer. Era una vieja tarea que había realizado bajo el cuidado de Kaede, algo para ayudar a la anciana mujer para que no hiciera esfuerzos. Kagome le había dicho muchas veces que podía barrer el templo ella sola, pero Rin siempre cogía igualmente la escoba. Había comprendido rápidamente que era una vieja costumbre suya que la consolaba, del mismo modo que lo era acompañarla en su entrenamiento, y no iba a alterar eso.
El ligero roce de la paja contra el suelo pronto se mezcló con los pájaros y los insectos de la mañana, permitiendo que Kagome volviese a sumirse en la concentración. Parecía que apenas acababa de cerrar los ojos de nuevo cuando Rin estuvo de repente entre ella y la tumba de Kaede a su derecha.
—Kagome, ¿dónde crees que está la señora Kaede? —preguntó la niña mientras se apoyaba en la escoba.
Kagome intentó no parecer sorprendida mientras levantaba la cabeza. Esta era la primera vez que Rin había hablado de Kaede desde su fallecimiento.
—Creo… que está en muchos sitios, Rin —respondió cuidadosamente, recordando haber visto su espíritu junto al Goshinboku—. Creo que nos cuida y creo que permanece por los lugares que significaron mucho para ella en su vida, y creo que está en paz donde van todos los humanos a descansar. Un espíritu no es algo físico que exista en un solo lugar en un solo momento.
—¿Es lo mismo con la señorita Kikyo?
—Eso creo.
—¿Y qué hay de los youkai?
Esta vez, Kagome no pudo silenciar su aspiración sobresaltada.
—Rin…
La niña bajó al suelo y se arrodilló junto a Kagome, dejando la escoba a su lado.
—Un día me haré mayor y moriré, y mi señor no. Lo sé —explicó con sencillez mientras miraba fijamente su reflejo en la lápida de Kaede—, pero me gustaría, incluso aunque no fuera hasta el final de los tiempos, poder volverlo a ver.
El cielo seguía de un oscuro añil, todavía no estaba iluminado del todo, pero mientras Kagome miraba a Rin, sintió que nunca había visto a la niña con tanta claridad. Ya no era la niña que seguía a Sesshomaru pisándole los talones, sino una joven que había visto muy poco del mundo, pero que sabía mucho. Kagome siguió su mirada hasta la tumba.
—Bueno… creo que hay un lugar donde ser humano o youkai, o incluso una deidad, no importa. Algún lugar más allá incluso del inframundo. No sé cómo se llama, pero no creo que eso importe tampoco. Solo sé que es donde te das cuenta de que tus seres queridos nunca te dejaron, o de que tú nunca los dejaste a ellos. En ciertos sentidos, ya estamos todos allí.
—Me gusta esa idea —decidió Rin—. Creo que sería terriblemente solitario de otro modo.
Las dos jóvenes intercambiaron una cálida mirada.
—Rin, a veces me pregunto si no serás la más sabia de todos nosotros —dijo Kagome con una sonrisa.
El sonido de tambores de guerra desde las colinas las silenció a ambas. Con el pavor hundiéndose en su corazón, Kagome se puso de pie, encontrándose con la visión familiar de banderas coloridas y polvo levantado por las sandalias en el sendero de la montaña. La idea de otro día soportando la compañía de los soldados hizo que a Kagome se le revolviera el estómago, pero no había nada que pudiera hacer. Los aldeanos les habían dado la bienvenida y su papel como sacerdotisa no era gobernar sobre ellos ni sobre sus pensamientos. No tenía más elección que soportarlos. A su lado, Rin también se puso de pie y bajó la mirada hacia el ejército que avanzaba.
—A veces me pregunto si tú eres la más tolerante —murmuró Rin.
Kagome apartó la mirada del valle que había más abajo.
—Estoy segura de que Inuyasha tendría algo que decir al respecto —dijo sonriendo, distrayendo la atención de la niña de la nefasta visión. Toleraba a los hombres del señor Masao porque no tenía más opción. Desafiarlos, se daba cuenta, significaría poner tanto a la aldea como al Árbol Sagrado en posible peligro.
Una taza caliente se apoyó suavemente en sus manos antes de que pudiera dejar vagar su mente. Al bajar la mirada hacia ella, el vapor subió hasta su rostro y, cuando la nubecilla se aclaró, encontró té suelto flotando en el agua hirviendo. Detrás de ella, Takuya le dio también una pequeña taza a Rin, sosteniendo la suya mientras se arrodillaba junto a las tumbas.
—Es suficiente por esta mañana, señoritas —dijo con un asentimiento mientras se arrodillaba. Gesticuló para que ambas se unieran a él en el suelo, esperando hasta que se arrodillaron a cada lado suyo para estirarse y arrancar una flor de la planta de jazmín de la maceta que tenía delante. Soltando la flor en su propia taza, hizo luego lo mismo en la de Kagome y en la de Rin, murmurando una oración sobre ellas antes de llevársela a la boca. Con un largo sorbo, bajó las manos a su regazo y suspiró con satisfecha paz—. Podéis iros.
Emocionada al escuchar que había terminado con sus tareas matutinas, Rin se puso rápidamente en pie y le hizo una reverencia a Takuya en gesto de agradecimiento. El sacerdote sonrió, estirándose para darle una palmadita en la cabeza antes de que bajara corriendo por las escaleras y hacia la aldea. Apenas pudieron oír su chillido y su queja sobre que el té caliente se le derramase en las manos desde la parte de abajo. Kagome se rio mientras se ponía también lentamente en pie.
—Yo también me voy, entonces —dijo mientras estiraba un brazo por encima de la cabeza y usaba el otro para llevarse el té a los labios. El sabor era más dulce de lo que había esperado, pero le hizo entrar en calor frente al fresco de la mañana. Durante un momento, cerró los ojos y sintió el líquido caliente abriéndose paso por su garganta y a través de su pecho, y fue capaz de olvidar a los hombres vulgares que inundaban su aldea más abajo. Esto es, hasta que oyó que un carro volcaba y que los contenidos se derramaban por las calles. Le siguió un coro de carcajadas. Kagome pasó por debajo de la puerta torii y vio que el grupo de hombres que lo había volcado seguía caminando y que el dueño del carro se reía con ellos antes de recoger él mismo el desastre. Puso los ojos en blanco, dándole otro sorbo al té con la esperanza de que calmase su asfixiante irritación. No sabía cuánto tiempo más podría soportar esto antes de estallar.
Bueno, nada con lo que no haya estado lidiando desde hace semanas, pensó Kagome para sus adentros mientras empezaba su descenso por las escaleras. Cuando llegó al pie, rodeó su cabaña hasta la puerta y se asomó dentro, encontrando que Inuyasha hacía rato que se había ido. Sin nadie allí, no se molestó en ocultar su decepción. Había esperado que pudieran pasar el día juntos. Había estado actuando cada vez más raro y últimamente estaba más reservado, y ella siempre estaba entrenando. Parecía que había pasado una eternidad desde que habían pasado un día juntos. De nuevo… nada con lo que no haya estado lidiando desde hace semanas.
No había más tareas o deberes que atender ese día, así que en lugar de quedarse sentada y obcecarse con todas las cosas que la exasperaban, Kagome decidió llevar su cesta de mimbre hasta el claro junto al Goshinboku para buscar hierbas. El sol matutino se estaba alzando rápidamente y ya estaba aumentando la temperatura, así que no se lo pensó dos veces antes de meter los brazos entre las aberturas de las mangas de su kimono y atarlas a su espalda. Estaba segura de que a Takuya le daría un ataque si la veía, pero empezaba a pensar que se había rendido en cuanto a hacerle cambiar la costumbre. No es que a ella le importase demasiado en aquel punto, en cualquier caso. Hacía calor. Lista para salir al día, Kagome dio un último vistazo a su alrededor y se encaminó hacia la puerta solo para detenerse tras dos pasos.
Pobremente oculto bajo el futón de Inuyasha en el rincón, no es que alguna vez durmiese en él, en realidad, podía ver que asomaba un paquete envuelto en tela. Mirando rápidamente por la puerta para asegurarse de que Inuyasha no estaba cerca en absoluto, empujó el futón hacia arriba con el dedo del pie para encontrar, como se medio había esperado, materiales para farolillos. Los contenidos que sobresalían de debajo eran mucho más elaborados que lo que había visto antes, con diferentes metales para la estructura y papeles de colores, así como pinturas que nunca antes había visto. Parecía como si los hubiera metido debajo del futón a las prisas, haciendo que se preguntase si no había intentado ocultarlo rápidamente cuando Takuya había entrado para despertarla aquella mañana.
Incluso mientras atravesaba la esterilla de bambú de la puerta, Kagome frunció el ceño pensativamente, intentando descubrir qué podría estar tramando Inuyasha. Sabía que estaba vendiendo los farolillos, lo había visto, y seguía haciendo más, pero Inuyasha no era exactamente del tipo doméstico y empresario. ¿Y por qué hacerlo ahora? Si esta era una habilidad que tenía, ¿por qué no usarla durante los tres años en los que ella no había estado? Tendría mucho más sentido, pero en realidad, nada de lo que él hacía tenía sentido.
Esos pensamientos pronto se desvanecieron, relegados al fondo de su mente por el momento mientras avanzaba por una calle concurrida. Mientras caminaba, no obstante, no pudo evitar oír una conversación entre tres samuráis y algunos aldeanos.
—Recibimos noticias de ello justo anoche. Nuestros hombres en un puesto de avanzada no lejos de aquí han librado a una aldea vecina de su problema de youkai. Una criatura gigante, no opuso mucha resistencia —alardeó un samurái.
Uno de los jóvenes ladeó la cabeza.
—Es bueno oírlo. ¿Los estaba aterrorizando?
—No, vivía con ellos, si os podéis creer eso —resopló otro guerrero—, pero se habría vuelto en su contra. Todos lo hacen.
—Bueno, entonces supongo que es bueno que vuestros hombres lo destruyeran a tiempo —dijo un anciano asintiendo—. En fin, debéis venir todos al festival. No es dentro de mucho y la aldea quiere daros las gracias a vosotros y a los demás hombres por…
Kagome frunció el ceño mientras dejaba que el resto de la conversación se escapase de su atención, apretando el agarre sobre su cesta. No podía soportar mucho más de esto, no cuando iban tras youkai que no habían hecho nada malo. Le tocaba demasiado profundamente. Con los ojos echando chispas, se giró para avanzar furiosamente hacia ellos, pero no pudo dar más que unos pasos antes de que algo se interpusiese en su camino. Kagome se detuvo a tropezones antes de que pudiera chocar contra el obstáculo, levantando la mirada para encontrar al capitán Yorino cerniéndose sobre ella con los ojos perforando los suyos. A Kagome le dio un vuelco el corazón, pero se dispuso a no palidecer al verlo o al ver la horripilante cicatriz que le había quedado en su mano flácida. Transcurrió un largo momento antes de que pudiera disponerse a respirar, encogiéndose cuando el capitán le hizo una reverencia.
—Señorita Kagome —saludó con frialdad.
Kagome correspondió a la reverencia.
—Capitán —dijo con un asentimiento mientras volvía a enderezarse—. ¿Qué le trae por la aldea? No le he visto desde que vino por primera vez.
—Solo tomaba aire fresco —respondió el capitán, aunque Kagome pudo ver que no tenía deseos de conversar con ella—. También se me ocurrió que usted podría tener algo que me pertenece.
La mente de Kagome vagó hasta el cristal que había dejado caer, que ahora descansaba en una caja al fondo de su alacena.
—Lo siento, creo que no es así. —Se encogió de hombros inocentemente.
Los ojos de Yorino destellaron peligrosamente, pero no hizo ningún avance contra ella.
—Qué desafortunado. No obstante, estoy seguro de que no es raro que las cosas desaparezcan en una aldea como esta, con ese hanyou acechando en las calles.
Su cesta cayó a su lado. Ya estaba bien. Kagome pensaba que antes había llegado al límite de su paciencia, pero estaba más que lista para explotar ahora en su cara. Avanzó un paso, levantando un dedo para empezar a regañarlo cuando de repente le agarraron la muñeca y su dedo se desvió hacia los árboles. Con los ojos muy abiertos en gesto de confusión, miró a su izquierda para encontrar al culpable. Takuya sostenía su mano firmemente, abriéndose paso entre ella y el capitán.
—¡Bueno, mira tú por dónde! —exclamó, señalando en la misma dirección por si acaso—. ¡Las hojas se han dado la vuelta! Parece que nos espera un poco de lluvia.
Kagome dirigió la vista rápidamente hacia las ramas del árbol que tenía encima. Como era de esperar, cada hoja de la rama estaba mostrando su parte inferior, un cambio del que ni siquiera se había dado cuenta.
—¿Qué?
—Las hojas del revés son una señal clara de una tormenta incipiente. Capitán, espero que vuelva a su fortaleza a tiempo, ¡porque tengo el presentimiento de que va a diluviar! —divagó el sacerdote, soltando rápidamente la mano de Kagome a favor de guiarla lejos de lo que podría haber sido un enfrentamiento devastador. Cogió la cesta de Kagome del suelo y la ondeó por encima de su cabeza—. ¡Velocidad para usted y sus hombres! ¡No se resbalen en el barro al salir! —En cuanto estuvieron lo suficientemente lejos, Takuya aceleró el paso de ambos y le murmuró al oído—: El arte de la sanación está bien y eso, pero creo que lo siguiente en lo que deberíamos trabajar es en el arte de contener la lengua.
Kagome hundió los labios en un firme mohín ante el comentario, pero no se obcecó en ello. Al levantar la mirada hacia los árboles junto a los que pasaron, vio que todas y cada una de las hojas estaban del revés, pero no había ni una nube en el cielo. ¿Una señal clara de una tormenta incipiente?
—¿Estás seguro? —gruñó Inuyasha mientras bajaba la mirada a la aldea desde el prado. Las flores hacía tiempo que habían desaparecido del claro, dejándolo verde y desnudo. Cada ráfaga de viento que pasaba creaba olas en la hierba alta.
Myoga estaba sentado con las piernas cruzadas sobre su hombro, la pequeña pulga era solo una manchita contra la tela roja.
—Eso me temo, amo. Lo vi con mis propios ojos —le informó solemnemente.
Inuyasha apretó los puños.
—Mierda —gruñó. ¿Qué se suponía que debía contarle a Kagome? ¿Podría encontrar siquiera el valor para decirlo? Ella ya había pasado por mucho, no podría soportar la idea de alterarla. Sus gritos del día en que habían encontrado a Kaede todavía lo acechaban en momentos de tranquilidad, el recuerdo le constreñía el pecho hasta que apenas podía respirar. No podía volver a decepcionarla—. Esto no pinta bien, Myoga.
—¿Qué? —La pulga dio un salto para posarse en la nariz del hanyou—. ¡Pensaba que usted, más que cualquiera, soltaría una bravuconería sobre ponerle fin rápidamente!
Inuyasha gruñó por lo bajo con creciente irritación, levantando la mano para sacar de una bofetada al pequeño demonio de su cara.
—¡Dije que no pintaba bien, no que no pudiera encargarme de ello! —argumentó mientras Myoga caía de nuevo en su palma—. Me encargaré de ello —repitió—, pero no puedo cargar sin más contra ellos, no es solo mi vida la que está en riesgo.
—Y esa es otra cosa que nunca pensé que oiría de usted.
—Cuidado.
—¡Lo decía como un cumplido! —se retractó Myoga, levantando la mirada al cielo y encontrando nubes oscuras agitándose rápidamente encima de los picos de las montañas—. Solo muestra que ha madurado, amo. Ahora, si me disculpa, me iré antes de que descargue la tormenta. Regresaré para informarle de cualquier progreso del que me entere. —Y con eso, la pulga se marchó, desapareciendo de la palma de Inuyasha y metiéndose en la hierba más abajo.
Inuyasha suspiró y dejó caer la mano, sus ojos barrieron sus alrededores desde la aldea a las ondulantes colinas, valles y ríos de más allá. No pasaron ni dos segundos antes de que los cielos se abrieran encima de él y la lluvia empezase a caer. Maldijo por lo bajo, partiendo colina abajo y en dirección a la aldea. A través del cegador velo, apenas podía ver las banderas empapadas de los hombres de Masao retirándose a su puesto de avanzada. Al fin.
Para cuando volvió a la cabaña de Kagome, estaba irremediablemente empapado hasta los huesos. Inuyasha atravesó la puerta y empezó a escurrir su pelo en el suelo de tierra, deteniéndose solo cuando vio a Kagome sentada sobre el arcón de Kaede con los brazos cruzados y sus materiales a sus pies, igualmente empapada con solo su kimono blanco interior. Ella arqueó una ceja en gesto de desafío y levantó la barbilla para decirle que no tenía intención de moverse. Inuyasha se subió a la plataforma de madera y avanzó hacia el brasero vacío.
—Kagome, ¿qué haces? —preguntó mientras empezaba a quitarse el traje. Recogiendo troncos y yesca del montón del suelo, los llevó al brasero y avivó el fuego.
Kagome permaneció inmóvil ante su indiferencia.
—Quiero respuestas.
—¿A qué? —dijo encogiéndose de hombros.
—Ya sabes a qué.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te llamé entrometida? —replicó el hanyou, deteniéndose para soplar sobre las ascuas ardientes que había creado—. Porque creo que tengo que decirlo de nuevo.
Kagome entrecerró los ojos.
—¡Inuyasha!
—Entrometida.
—No me voy a mover hasta que obtenga respuestas.
—Espero que estés cómoda.
Kagome soltó un grito de frustración y se recostó contra la pared que tenía detrás. Le goteaba el pelo y se le pegaba a la piel en mechones relucientes, haciendo nada por ayudar a su irritación mientras se lo apartaba.
—¿Por qué no me lo cuentas y punto? ¡¿Cuál es el gran secreto?! ¡Arg, eres imposible!
Inuyasha puso los ojos en blanco, poniéndose en pie. Detrás de él, el fuego empezó a alzarse lentamente por los troncos y a iluminar la habitación.
—¿Por qué tienes tanta necesidad de saberlo? —replicó.
—¡Porque estás siempre yéndote a hurtadillas, actuando sospechosamente! Es… ¡irritante!
—Lo que es irritante es que te entrometas todo el maldito tiempo. ¡No tiene nada que ver contigo!
—¡Evidentemente que sí, si sientes que tienes que ocultármelo!
—¡Deja el tema y punto, Kagome!
—¡Se supone que soy parte de tu vida! —gimió Kagome, su voz estridente le atravesó directamente el corazón. Ambos se detuvieron, el sonido de la fuerte lluvia contra el tejado y el crepitar de la leña solo intensificaron el silencio. Kagome fulminó a Inuyasha con la mirada, con ojos tristes detrás del fuego reflejado en ellos—. Es que… estuvimos separados durante tanto tiempo, y nunca hablamos de ello, no desde la noche en que regresé, y… No soporto la idea de que me estés ocultando cosas, incluso si es algo estúpido. Me quedé para pasar mi vida aquí contigo, pero ya me he perdido muchas cosas.
La terca tensión de Inuyasha se desinfló solo con la expresión del rostro de ella.
—Kagome… —se interrumpió, su voz se volvió irremediablemente suave. Soltando un suspiro, caminó hacia ella y pasó suavemente un brazo por debajo de sus rodillas y el otro alrededor de su espalda. La cogió en brazos, equilibrándola contra su pecho desnudo mientras la llevaba hasta el fuego y la dejaba en el suelo. A la ardiente luz del fuego, su kimono blanco empapado era transparente, y a ninguno pareció importarle mientras Inuyasha volvía al baúl y ella empezaba a escurrirse el pelo. Finalmente, tras revolver un poco el baúl, Inuyasha se colocó a su lado y soltó un grueso saquito de monedas entre ellos. Kagome abrió los ojos como platos y levantó rápidamente la mirada hacia el hanyou, que apartó la suya inmediatamente para esconder pobremente el tono tenue de sus mejillas—. Te quedaste para pasar tu vida aquí conmigo… —repitió lo que había dicho ella en un murmullo bajo—. Tu hogar probablemente era mucho más cómodo y debes de echar de menos todas las cosas que no tenemos aquí. A una sacerdotisa siempre la cuida la aldea, así que nunca tienes que preocuparte de cosas como la comida, pero no es que ganes dinero, exactamente. S-Sé que no es mucho, pero pensé que tal vez… podría ayudar, ya sabes, con todo lo demás.
El calor que inundaba el pecho de Kagome se filtró en su acelerado corazón. Levantó la mirada hacia Inuyasha, pero la mirada de él permaneció fija en el parpadeante fuego, evitando tercamente la de ella. Siempre había sido un viajero, vagando libremente y sin echar raíces, y ahora aquí estaba él, intentando asentarse y sustentarla. Kagome siempre había temido un poco que estuviera refrenándolo, pero se le estaba haciendo abrumadoramente claro ahora que había estado equivocada desde un principio.
—Inuyasha… sabes que no necesito esto —dijo con una exhalación.
—Lo sé —suspiró, reuniendo finalmente el valor para mirarla a los ojos—. Pero aun así quise hacerlo.
A Kagome no le importaba el dinero. No le importaba si era pobre mientras estuviera con Inuyasha. Había estado segura de ello cuando se lanzó por el pozo y regresó con él. Así que no fue el dinero, sino el propio acto, la idea y el corazón que había puesto en ello, lo que provocó que lo rodease con los brazos y frotase el rostro contra su cuello.
—Gracias, Inuyasha.
Liberando lentamente la tensión, Inuyasha le rodeó los hombros con los brazos y la atrajo más hacia él, bajándolos hasta que él estuvo apoyado contra el baúl y ella acostada contra su pecho desnudo.
—Sí… no hay de qué.
La tierra todavía estaba cubierta por la lluvia del día anterior cuando Kagome entró en el claro del Árbol Sagrado aquella tarde, pero eso no le impidió acostarse en la hierba y disfrutar de la cálida luz del sol que se filtraba entre las hojas del revés de encima de ella. Incluso después de la lluvia, mientras los demás árboles regresaban a la normalidad, las hojas del Goshinboku permanecían del revés, todavía esperando la tormenta incipiente. Kagome frunció el ceño mientras miraba las ramas pensativamente, la quietud irreal del bosque se filtraba por sus venas y la hacía pesada, como si pudiera hundirse directamente en el suelo.
Metiendo las manos en los pliegues de su kimono, Kagome sacó el cristal que había mantenido a salvo del capitán Yorino y lo sostuvo entre sus dedos bajo la luz del sol. Parecía bastante común, como un trozo de cuarzo, pero podía sentir el poder surgiendo por debajo de su dura superficie.
—Piedra Divina… —murmuró para sí mientras le daba la vuelta para mirarla desde todos los ángulos. La luz fragmentada brillaba en todas direcciones cada vez que el sol le daba adecuadamente, pero se estaba volviendo evidente que solo quedársela mirando no iba a liberar sus secretos. Suspiró, dejando caer el brazo a su costado.
Una colisión distante atravesó su melancolía. Kagome se puso en pie, escuchando en dirección al camino que había tomado desde la aldea. Tras un momento de silencio, el rápido aumento de gritos llegó a ella, resonando de las calles. Ni siquiera se habría molestado en escuchar si no hubiera oído una distintiva voz alzándose por encima de las demás voces. Los gritos salvajes de Inuyasha eran reconocibles entre el grito de batalla de un ejército en un huracán, algo que había aprendido a distinguir instintivamente en su tiempo con él. Permitiéndose creer que solo estaba peleándose con uno de los samuráis, suspiró y avanzó por el camino. No estaba ni a medio camino cuando el partido de gritos empezó a intensificarse y ella empezó a preocuparse. Las opciones de lo que podría ir mal no le tenían buena pinta. Acelerando el paso, Kagome salió corriendo del bosque y por los campos de arroz hasta que volvió a la aldea. Cada hombre, mujer y niño en la calle estaba mirando en una dirección: el mercado de la aldea. Pasó esquivando entre la multitud, encontrando más y más difícil atravesar el gentío de transeúntes. Cuando al fin se abrió paso, se detuvo en seco y encontró a Inuyasha a unos tres segundos de estrangular a uno de los mercaderes.
—¿A qué cojones te refieres con que no los quieres? ¡Teníamos un trato! —bramó. Los farolillos del hanyou estaban esparcidos por el suelo a sus pies, como si se los hubieran tirado de vuelta.
—¡No voy a hacer negocios con un demonio! —discutió el mercader—. ¡No después de lo que hiciste!
Inuyasha dio un paso amenazador hacia delante.
—¡Ya te lo he dicho, no fui yo!
—¡Eh! —gritó Kagome por encima de ellos, posiblemente la única persona a la que se le podía oír por encima de Inuyasha—. ¡¿Qué pasa?!
Inuyasha se dio la vuelta, viendo a Kagome por primera vez. Durante un instante, su expresión se suavizó, pero en cuanto se le recordó por qué estaba allí, dirigió su ira de nuevo contra el mercader. El mercader recibió de buena manera la llegada de la sacerdotisa de la aldea, enderezándose bajo la mirada amenazadora del hanyou.
—Señorita Kagome, este… ¡este monstruo destruyó mis mercancías! —gritó acusadoramente señalando hacia el costado de su carro, donde la cubierta había sido rebanada por cinco distintivas marcas de garras—. ¡Y no soy el único! —Como era de esperar, varios carros y puestos del mercado habían sido hechos pedazos o destrozados de alguna manera, todos con las mismas marcas. Los aldeanos corearon su acuerdo, la hostilidad iba dirigida hacia el medio demonio vestido de carmesí en el centro de su multitud.
—¡Esperad, aguardad un momento! —gritó Kagome por encima del ruido—. ¡No podéis creer de verdad que fue él! ¡Inuyasha nunca haría esto!
—No tiene que seguir tratando de defenderlo, señorita Kagome —intervino una de las jóvenes de la aldea, apoyando la mano suavemente en el brazo de Kagome—. Lo sabemos, no pasa nada.
Kagome se apartó de su contacto, su hombro rozó contra el costado de Inuyasha mientras buscaba su mano a ciegas. Él la cogió sin flaquear en su gruñido ante el gentío.
—¡No, conocéis a Inuyasha! É-Él os salvó a todos, ¡¿no lo recordáis?!
—Todos los demonios se ponen en contra —una voz atravesó la multitud mientras se dividía. El capitán Yorino se acercó a ellos, un placer enfermizo goteaba de su mirada—. Está en su naturaleza.
—No sabéis nada de él —soltó Kagome—. ¡Estuve todo el día con él! Estuve…
—Kagome… —la interrumpió Inuyasha, su mano se apretó en su agarre. No había estado con él en absoluto aquel día, los aldeanos lo sabían. Lo habían visto. No tenía coartada, ni testigos, y una sentencia sobre su vida desde el nacimiento. La peor parte era que, a juzgar por la expresión en el rostro del capitán, él también lo sabía. Sabía que había ganado.
