Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.
Capítulo 11
Rin se agachó debajo de un tablón de madera que llevaban dos aldeanos mientras perseguía a Jun y a Kei, gritando una disculpa por encima del hombro cuando protestaron. Los perros habían estado malhumorados últimamente, y su comportamiento inquieto estaba empezando a sacar de quicio a sus vecinos. De verdad que no necesitaban más razones para que los aldeanos se enfadasen con ellos, y así se encontró Rin intentando mantener a los perros bajo control para evitar más enfados.
No era tarea fácil.
Esquivando otro tablón por poco, se deslizó por el suelo con los pies descalzos e intentó rodear corriendo una cabaña para coger desprevenidos a los perros. El tablón, junto con muchos otros, iba de camino a la hoguera que estaban construyendo en el centro de la aldea. Iban a celebrar un festival en honor del señor Masao y de sus guerreros como un pequeño agradecimiento por «protegerles» de la inminente amenaza de la guerra. Por recelosa que estuviera de los recién llegados, estaba esperando con ganas una fiesta divertida. Aunque no era exactamente lo primero que tenía en mente, actualmente demasiado preocupada por juntar a Jun y a Kei como para pensar en mucho más. Rodeando la cabaña con los perros por el otro lado, Rin corrió hacia la esquina y se abalanzó hacia ellos. Sus dedos rozaron apenas la cola de Jun al resbalar en un charco de la lluvia del día anterior y cayó de cara en el barro.
—¡Más te valdría tener cuidado! —se rio una voz profunda desde encima de ella. Levantándose lentamente del suelo, Rin alzó la mirada y encontró a uno de los soldados arrodillado delante de ella con la mano extendida. La cogió con vacilación, dejándole que la pusiera de pie—. No deberías haber estado corriendo de esa forma —dijo con una carcajada—. ¡Mira, ya te has estropeado tu bonito kimono antes del festival!
Rin se miró e hizo un mohín. Estaba cubierta de barro de la cabeza a los pies, se le había rasgado el kimono y se le había manchado con la caída.
—No pasa nada —dijo con un suspiro mientras intentaba sacarse el barro del pelo—. Tengo más.
El hombre alzó una ceja con diversión.
—¿Sí? ¿Cómo pudiste permitírtelos?
Rin se encogió de hombros con indiferencia, demasiado ocupada limpiándose como para ofenderse.
—Fueron regalos.
El soldado sonrió con calidez.
—Ah, entonces debes de tener un pretendiente acaudalado intentando ganarse tu corazón.
Rin negó con la cabeza.
—No, no tengo de eso.
Con la sonrisa desapareciendo gradualmente de su rostro, el soldado la miró con creciente sospecha.
—Entonces, ¿de quién son?
—Son regalos de mi señor.
—Imposible, ¿por qué iba el señor Masao a hacerle regalos a una niñita tonta? —dijo con una risita.
Rin frunció el ceño, su labio se tensó en un mohín.
—No. No sea estúpido. El señor Sesshomaru los trae cuando viene a visitarme.
—¿Quién…?
—Oye, Rin. —En un destello de blanco y carmesí, Inuyasha cayó desde arriba y aterrizó diestramente delante de ella—. ¿Qué diablos hiciste?
Rin se miró, el barro se estaba secando y apelmazándose contra su piel, antes de volver a mirar a Inuyasha y encogerse de hombros.
—Resbalé.
—Ya, no me digas —dijo el hanyou, riéndose por lo bajo—. Sango y Miroku van a llevar a los niños al río para asearse antes del festival. Vete con ellos, lo necesitas.
Rin le sonrió ampliamente.
—¡Vale! —trinó, abrazando su pierna con un fuerte apretón antes de salir corriendo hacia el río.
En cuanto se fue, Inuyasha se volvió hacia el soldado con un gruñido.
—Deja en paz a la niña.
El soldado se puso más recto bajo la mirada acalorada del hanyou, curvando su labio en gesto de asco.
—Ella no es de tu propiedad, bestia. Sé cómo piensan los de tu especie —acusó.
—Rin no es propiedad de nadie, pero definitivamente no debería tener que soportar que cabrones como tú la interroguen —soltó Inuyasha.
El soldado se burló.
—¡No debería tener que soportar a monstruos como tú en su hogar!
Un bramido de acuerdo encontró su proclamación. A Inuyasha le dio un vuelco el corazón cuando se dio la vuelta y descubrió de repente que los rodeaban aldeanos y soldados que animaban ansiosamente a su oponente. En el calor de su ira, no había notado que se habían reunido, tampoco había visto a Kagome abriéndose paso a través de la multitud hacia él. La sacerdotisa se plantó a su lado, con la mano firmemente en su hombro mientras se dirigía a los aldeanos.
—Inuyasha ha estado cuidando de Rin con la señora Kaede desde hace años, no es otra cosa que bueno con ella —argumentó en su defensa—. Por favor, esto lo sabéis todos.
Kagome se volvió hacia la multitud, rogándoles en silencio que atendieran a razones. Una joven de aspecto atribulado avanzó un paso, abriendo la boca para intervenir. Su defensa quedó en silencio en su lengua cuando su hermana tiró de ella hacia atrás. A su lado, un samurái observó a las hermanas con una mirada de advertencia, su mano se movió a la empuñadura de su catana. Se volvieron a mezclar con la multitud, mirando de nuevo a su sacerdotisa con disculpas en sus ojos.
Inuyasha no sabía qué lo enervaba más. Que la mayoría de los aldeanos creyese de verdad la perorata del samurái o que aquellos que no lo hacían se vieran amenazados para que permanecieran en silencio.
—Sacerdotisa —dijo el guerrero desdeñosamente—, nuestro puesto de avanzada, que protege su aldea, siempre necesita más madera. Tenga eso en cuenta la próxima vez que abra la boca.
Al igual que la joven de la multitud, la protesta de Kagome cayó en silencio de su lengua. Su rostro palideció. Estos hombres cumplirían esa amenaza, Inuyasha no lo dudó ni por un segundo. El hanyou se puso delante de ella, curvando el labio en gesto de desafío ante el samurái.
El soldado permaneció inmóvil ante su silenciosa amenaza.
—Sigue así y terminarás como la última bestia que…
—Cállate —dijo Inuyasha entre dientes. Todavía no se lo había contado a ella…
El soldado se tensó, pasando los ojos rápidamente del hanyou que tenía delante a algo que había más allá de la multitud. Una expresión de frustración pasó por su rostro.
—Mis disculpas —se obligó a decir entre dientes apretados, mirando más allá de Inuyasha a Kagome—. Espero de verdad que me perdone por mi grosería… por favor, no deje que esto le impida asistir al festival de esta noche. Sería una pena que la estimada sacerdotisa de la aldea faltase. —Con eso, les dio la espalda y se abrió paso entre la multitud, desapareciendo entre el grupo.
Inuyasha gruñó, cada hueso de su cuerpo bramaba que fuera tras él, solo para sentirlos silenciados con el tacto de Kagome contra su hombro. La multitud se estaba dispersando, pero todavía podía sentir sus miradas ardiendo en la piel de su espalda. Captó brevemente la mirada de Kagome, su expresión atribulada reflejaba la de ella. No era necesario decir nada.
—Venga. —Soltó la tensión de sus hombros y sonrió, ofreciéndole la mano. Él se la dio sin vacilar.
El distante amontonamiento de madera en la hoguera, el pescado chisporroteante sobre fuegos abiertos y el murmullo de charla emocionada bombardeó sus oídos en un menos que placentero recordatorio de lo que implicaban las festividades. No podía caminar por la aldea sin que lo mirasen con furia, caras que una vez le habían dado la bienvenida y que lo habían aceptado se tornaban resentidas y temerosas con su presencia. Desde que aquel caudillo había llegado, todo había ido cuesta abajo para él. Esto no era algo de lo que pudiera salir peleando, como le recordaban las decoraciones que colgaban de cada cabaña. Ahora, mientras avanzaba por la aldea a la que había llamado hogar durante tres años, estaba rodeado de las últimas de las manualidades que le había vendido al mercader colgando de las entradas.
Colgaban sus farolillos, pero no lo miraban a los ojos.
Ansioso por alejarse de las multitudes, Inuyasha siguió a Kagome hasta el templo. Mientras empezaba sus tareas diarias, se posó en la rama de un árbol sobre ella y simplemente observó. Por encima de la aldea, los sonidos de la creciente emoción más abajo podían ser ignorados en pro de Kagome pasando la escoba y su silencioso canturreo. Aun así, no pasó mucho tiempo antes de que ella rompiese el silencio.
—Escucha, Inuyasha… tal vez sería mejor que dejases la aldea un tiempo.
Inuyasha abrió los ojos de golpe para mirarla a los de ella.
—¿Qué? —gruñó.
Kagome puso los ojos en blanco, anticipando su reacción.
—Solo hasta que las cosas se calmen…
—¡¿Te has vuelto loca?! —El hanyou saltó al suelo ante ella—. ¡¿De verdad piensas por un segundo que te voy a dejar aquí sola con ellos?! —gritó, gesticulando salvajemente hacia el pie de la colina.
—¡Es que estoy preocupada por ti! ¡Las cosas se están poniendo hostiles, no puedes culparme!
—Ahórratelo.
—¿Por qué tienes que ser tan testarudo?
—¡Mira quién habla!
—Sois los dos testarudos, si me preguntáis —interrumpió Takuya mientras subía los últimos peldaños hasta el templo. Con sendas miradas fulminantes, la pareja que discutía apartó la vista, aceptando a regañadientes que su discusión no los estaba llevando a ninguna parte—. No os podéis permitir estar atacándoos en un momento como este —continuó el sacerdote, poniéndose entre ellos.
—Tienes razón —suspiró Kagome, dejando que sus ojos volvieran hacia los de Inuyasha. Kagome todavía tenía aquella chispa de testarudez en sus ojos, un medio reconocimiento… claramente, creía que ella tenía razón. Aun así, no presionó más. Retomando desde donde había dejado la tarea de barrer el templo, se mantuvo ocupada solo unos instantes antes de que su mente empezase a vagar—. Inuyasha… —se interrumpió, las cerdas se quedaron quietas contra la piedra—. Antes, cuando aquel hombre dijo «terminarás como la última bestia», lo interrumpiste muy rápido… ¿sabías de qué estaba hablando?
Inuyasha se quedó paralizado, con el aliento atascado en su garganta. Ahora no podía evitar el tema, no podía mentirle. Pensando rápido, miró al sacerdote y asintió con la cabeza en dirección al templo, pidiendo silenciosamente un poco de privacidad. Sin hacer preguntas, comprendiendo la profunda tristeza en los ojos del joven, Takuya asintió y los dejó sin preguntar, dirigiéndose hacia la modesta pagoda del templo. Sabía lo suficiente como para ver que esto era algo de lo que los dos necesitaban hablar a solas.
Kagome lo captó inmediatamente, el estómago se le revolvió con creciente ansiedad. Al ver su rostro palideciendo, Inuyasha tiró suavemente de ella para meterla entre sus brazos.
—Antes de la lluvia de hace unos días, Myoga vino a mí con noticias —comenzó lentamente—. Me contó que los hombres de Masao habían tomado una aldea no lejos de aquí y que habían matado a un demonio que vivía entre humanos.
Kagome frunció las cejas.
—Recuerdo haber oído a algunos soldados hablando de eso en el mercado.
Inuyasha asintió, respirando hondo.
—Pero se equivocaban. No era un demonio, era un medio demonio. —El rostro de Kagome quedó vacío de todo color, su charla sobre una criatura gigante que no había opuesto mucha resistencia resonó en sus oídos con pavor—. Kagome… era Jinenji.
—¿Qué? —exhaló Kagome a pesar de sus sospechas.
—Lo siento —suspiró Inuyasha, encogiéndose ante las lágrimas que se reunieron en los ojos de ella—. Quería contártelo, pero sabía que dolería y simplemente no tuve el valor de hacerlo.
—No, no, no lo sientas, es solo que… —Inhaló temblorosamente—… da miedo. No se merecía eso. —Kagome se mordió el labio solo para evitar estallar en lágrimas. No podía desmoronarse en ese momento, por mucho que quisiera hacerlo desesperadamente. Al amable gigante podía llorarlo cuando pudiera hacerlo adecuadamente. Pero eso no evitó que las lágrimas cayeran.
—Oye… —Inuyasha frunció el ceño y pasó la yema de su pulgar suavemente por su labio inferior para liberarlo de sus dientes—. No hagas eso. —Sus dedos permanecieron allí, rozando contra sus labios—. Todo irá bien. No dejaré que ocurra nada.
Inuyasha era un hombre que se apegaba a sus convicciones. Nunca había querido darle a Kagome una razón para dudar de él en su vida. Cuando prometía algo, lo cumplía, pero mientras los farolillos en la aldea empezaban a brillar bajo el cielo que se oscurecía y la música se alzaba con la brisa, ni siquiera él podía ignorar el presentimiento de pavor que se aferraba a su pecho.
Kagome se tensó entre sus brazos, metiendo su rostro contra su pecho. Durante un largo momento, simplemente se quedaron allí, abrazándose como si en el segundo en que se soltaran fueran a hacerse pedazos.
—Debería irme… —murmuró Kagome sin un auténtico esfuerzo por apartarse—. No quiero averiguar lo que harán si no asisto…
—Voy contigo. —Inuyasha apretó su agarre alrededor de ella.
Kagome negó con la cabeza mientras levantaba el rostro.
—Inuyasha, no tienes que hacerlo.
—Y una mierda. —Inuyasha se encogió de hombros—. Si no puedo evitar que vayas, entonces no voy a dejar que vayas sola. Fin de la discusión.
No habría forma de hacerle cambiar de opinión y, después de todo por lo que habían pasado juntos, ambos bien lo sabían. A decir verdad, las noticias del fallecimiento de Jinenji lo habían alterado. No estaba seguro de cómo se habían puesto las cosas tan mal tan rápido, pero la influencia de Masao parecía haberse alzado de ninguna parte y haberse extendido por la tierra como una niebla tóxica. Inuyasha no quería que Kagome estuviera lejos sin él esa noche. Aun así, mientras descendían juntos del templo, la inquietud inundó cada uno de sus pensamientos. Podía sentirlos, de pie precariamente al límite, a un empujón de distancia de caer. Pasaron debajo de un farolillo rojo que colgaba de la puerta torii inferior. Los ojos de Inuyasha viajaron hacia arriba para fijar la mirada en la llama bailarina del interior. Inuyasha recordaba haberlo hecho, recordaba estar sentado en la silenciosa seguridad de la cabaña de Kagome, cuidándola a ella y a Rin mientras dormían, con sus manos trabajando con el papel sobre la estructura. Por toda la aldea, las llamas bailaban y la gente bailaba alrededor de las llamas. Al atravesar la puerta torii, Inuyasha sintió con una comprensión irreal que este era el borde, el último paso.
—¡Kagome! —Rin corrió hacia ella con las pocas otras niñas de la aldea de su edad, sus cabellos tenían lazos de seda y los kimonos ondeaban a su alrededor—. ¡Venga, todos están bailando, es muy divertido! —Sonriendo ampliamente con dichosa inocencia, tomó la mano libre de Kagome y tiró de ella hacia el fuego. Las demás niñas tiraron insistentemente de su hakama y de la manga de su kimono, coreando: «¡Venga con nosotras, señorita Kagome!», «¡le enseñaremos a bailar!», «¡baile con nosotras, señorita Kagome!».
Su emoción era contagiosa, y Kagome se rio y dejó que tiraran de ella, echando la mirada atrás hacia Inuyasha con una sonrisa de disculpa. No opuso resistencia al respecto, asintiendo con una sonrisilla mientras las niñas la arrastraban. Si iba a tener que soportar este festival y lo que significaba, entonces bien podía divertirse solo para fastidiar a los que de verdad lo celebraban. Inuyasha vio irse a Kagome, dejando caer de nuevo su mano a su costado, su palma estaba fría donde había estado la calidez de ella. Por más que lo intentara, no podía deshacerse de la ansiedad que se apoderaba de cada latido de su corazón. Tamborileaba a través de sus venas, exigiendo su atención.
Así que, por supuesto, la ignoró.
Metiendo las manos en las mangas de su haori como hacía habitualmente, Inuyasha fue detrás de Kagome a una buena distancia, lo suficientemente cerca para tenerla a la vista. A medida que se acercaba a la hoguera, el centro de las festividades, buscó entre el apabullante bombardeo a sus sentidos hasta que encontró a Miroku y a Sango. Estaban apartados de la multitud, debajo de un árbol al borde de la luz del fuego. Sango estaba de pie, inclinada para sostener la mano de cada una de sus hijas y bailando con ellas. Miroku miraba desde donde estaba sentado contra el tronco, meciendo a Mamoru en su rodilla. En cuanto Inuyasha se acercó, las gemelas chillaron de alegría y se precipitaron hacia él, con las manos levantadas para que las cogiera. Sonriéndoles, el hanyou las tomó a cada una en un brazo.
—Parece que os estáis divirtiendo, niñas.
Sayuri soltó una risita y le tiró de la oreja.
—¡Inu, baila con nosotras! —dijo animadamente. Umeko se contentó con juguetear con las cuentas encantadas que había alrededor de su cuello, observando cómo reflejaban la luz del fuego.
—Eh, ¿qué dije de las orejas, niña? —dijo sin auténtica convicción, moviéndolas para liberarlas de su agarre solo para hacerla reír.
Sango le sonrió burlonamente.
—Tal vez deberías bailar con ellas, Inuyasha.
Inuyasha negó con la cabeza y dejó a las niñas de nuevo sobre sus pies inestables.
—Oh, no. Yo no bailo.
—Como quieras. —Se encogió de hombros mientras sus hijas volvían hacia ella para seguir bailando.
Volviendo a incorporarse por un momento, Inuyasha vio que Sango sostenía a las gemelas y se movía con ellas al ritmo de la música, sus pies hacían círculos en la tierra mientras se desplazaba entre él y el fuego. Lo único que podía ver de su amiga era su oscura silueta, pero aun así sabía que la sonrisa en su rostro cuando miraba a sus hijas eclipsaría a la luna. Por el rabillo del ojo captó a Miroku acunando a su hijo contra su pecho mientras lo dejaba agotado, presionando los labios contra la palma del niño. Ambos habían escapado de sus demonios, pero le quedaba claro con cada mirada de furia que sentía ardiendo en su espalda que él nunca escaparía de esto.
Dejándose caer al lado de Miroku, Inuyasha suspiró y se estiró perezosamente para alborotar el pelo de Mamoru mientras este se quedaba dormido.
—Todos parecen estarse divirtiendo —comentó.
Miroku asintió, levantando la vista para mirar por encima de la multitud, pero descubriendo que sus ojos no iban mucho más allá de su esposa. Sonrió.
—Sango ni siquiera quería venir, pero las gemelas nos lo estaban rogando. Estaban muy emocionadas por un festival. Ni siquiera sabían por qué se celebraba. Supongo que es fácil bajar la guardia con cosas como esta cuando lo único que quiere alguien a quien amas es bailar.
Inuyasha resopló.
—No te veo bailando, monje.
—Alguien tiene que cuidar de Mamoru y, ¿quién soy yo para negarle a mi esposa el placer?
—Por favor, solo quieres el placer de mirarla.
—Me hieres, amigo mío.
Inuyasha rio a pesar de sí mismo, dándole un codazo a su amigo en el costado sin molestar al infante dormido. Mientras se desplomaba contra el árbol, poniéndose lo más cómodo que iba a permitirse, encontró su mirada una vez más ojeando por encima de la multitud. Dondequiera que miraba, había risa y celebraciones. Los guerreros de Masao se mezclaban tanto entre los aldeanos que no sería capaz de diferenciarlos si no fuera por sus catanas y sus armas centelleando a la siempre danzarina luz. Justo cuando estaba empezando a preguntarse por qué iban a necesitar traer sus armas a un simple festival, una luz completamente diferente captó su mirada a través de la oscuridad. Su rostro se suavizó, irguiéndose en la más ligera sonrisa mientras observaba a Kagome al otro lado del fuego.
Rin y las niñas de la aldea se estaban esforzando al máximo para enseñarle a Kagome a bailar, soltando risitas cuando la sacerdotisa sin gracia tropezaba con cada paso desconocido. Aun así, se podía oír su risa por el valle. Mientras Inuyasha la observaba, el tiempo pareció ralentizarse, cada giro movía su fluido kimono y su pelo azabache brillaba bajo la luz de sus farolillos.
—¡No, señorita Kagome, así! —intentó instruirla una de las niñas, riéndose de su juego de pies descoordinado.
—¡Lo intento! —se rio Kagome por encima de la música. Inuyasha sonrió, mirando mientras las niñas se movían con la multitud que daba vueltas alrededor del fuego hasta que las luces no fueron más que manchas alrededor de ella, pero todo se detuvo de golpe. Inuyasha siguió su mirada hasta donde el señor Masao estaba sentado al borde del círculo de baile sobre una modesta manta, rodeado de sus hombres. Sus rostros estaban rosados con el sake regalado, su risa era ruidosa y bulliciosa. Hizo que se le revolviera el estómago. Tras ellos, el capitán Yorino estaba de pie con la espalda recta y las manos entrelazadas detrás de su espalda mientras observaba el júbilo y se negaba a participar en él. Durante solo un momento, la mirada de Masao fue rápidamente hacia Kagome. La forma en que la miró, incluso a aquella distancia, hizo que algo primitivo echase humo dentro de Inuyasha. Solo duró un latido. Cuando Inuyasha volvió a mirar a Kagome, ella le estaba devolviendo la mirada.
Separándose de la multitud, Kagome corrió hasta Inuyasha y lo agarró por las manos.
—¡Venga, baila conmigo! —le animó, tirando de él para que se pusiera de pie.
—¿Qué? No, Kagome, yo no… ¡oye! —Inuyasha se esforzó por encontrar un argumento, su protesta salió volando de su lengua mientras ella lo levantaba y lo arrastraba al círculo.
Antes de que pudiera negarse, estuvo bailando otra vez, un lío desequilibrado mientras giraba y saltaba con el flujo de la multitud. Cuando se dio cuenta de que él no estaba haciendo nada más que seguirla a trompicones, intentando librarse de esto, ella se limitó a reír y volvió a agarrarle las manos. Kagome le sonrió ampliamente mientras los hacía girar a ambos, completamente diferenciados de los demás bailarines. Esto le resultaba completamente ajeno a él, su guía era rara y como nada que hubiera visto nunca. Pero había una maravillosa clase de inocencia que irradiaba de ella y, pronto, se vio atraído. Reírse de ella se convirtió en reírse con ella mientras le dejaba llevar la batuta, esforzándose solo por seguir el ritmo. Ni una sola mirada de furia o murmullo de odio fue en su dirección y, aunque lo hubiera habido, no se habría dado cuenta. Lo único que existía en el mundo eran Kagome y él.
La música se detuvo en un último ritmo, pero el impulso de Kagome la hizo seguir hasta que chocó contra el pecho de su compañero de baile, sus manos la rodearon al instante para mantenerla en equilibrio. Riendo mientras se enderezaba, levantó la mirada hacia Inuyasha con una sonrisa sin aliento. Él le sonrió en respuesta.
El pulso atravesó directamente el centro de su ser. Una agonía abrasadora estalló desde la médula de sus huesos, carcomiéndolo con un fuego infernal desde dentro. Golpeó todo al mismo tiempo, como si su cráneo hubiera sido atravesado por una pica ardiente. Inuyasha empujó a Kagome para apartarla de él mientras su consciencia se escapaba de su control, un chillido estrangulado salió a la fuerza de su garganta.
Kagome se quedó paralizada.
—¿Inuyasha?
Todo se volvió demasiado apabullante: la gente, el sonido, los olores, el parpadeo incesante de la luz que cubría hasta el último centímetro de sus alrededores. Inuyasha luchó por llenar sus pulmones mientras el fuego y la ira salían disparados por sus venas y engullían cada centímetro de él. No podía detenerlo. Sabía que se avecinaba, podía sentirlo ocurriendo, pero aun así no fue capaz de recuperar su mente antes de que se deslizase en la oscuridad. Con un gruñido etéreo, la cabeza del hanyou se levantó de golpe.
Kagome jadeó, encontrándose con brillantes iris de color azul hielo nadando en rojo. Colmillos alargados, enfermizas marcas violetas trepando por sus mejillas, lo reconoció con una puñalada de puro terror.
—¡¿Inuyasha?!
Él no respondió. Rugiendo con furia desenfrenada, atacó contra la víctima más cercana, atravesando la valla que mantenía el fuego a raya. Los transeúntes gritaron y huyeron del círculo de baile cuando colapsó, las llamas salieron disparadas hacia el cielo. Kagome levantó los brazos para escudarse del destello de ascuas calientes y humo, trastabillando con toses que hacían temblar su figura. Antes de que pudiera ver con claridad, la silueta de Inuyasha estaba saltando a través del humo, rasgando todo lo que había en su camino. Las cuerdas que sostenían en alto sus farolillos se cortaron bajo sus garras, cayendo en un montón compactado.
—¡Inuyasha, para! ¡¿Qué ocurre?! —gritó Kagome, corriendo tras él solo para sentir los brazos de Sango alrededor de ella, reteniéndola.
—¡Kagome, no! ¡No nos reconoce! —rogó, luchando por mantener su agarre sobre Kagome mientras la sacerdotisa luchaba por acercarse al hanyou—. ¡Rin! —gritó Sango por encima del hombro—. ¡Lleva a los niños a casa!
Corriendo hacia ellos desde la frenética multitud, la joven se detuvo en seco y echó la vista atrás hacia Inuyasha.
—Pero…
—¡Vete!
No lejos de ellos, Inuyasha soltó un gruñido salvaje que resonó contra las cabañas que los rodeaban. La protesta de Rin se detuvo en seco. Corriendo hacia Miroku, cogió a Mamoru en sus brazos y sostuvo la mano de Umeko, con Sayuri agarrada a la de su hermana. No volvió a mirar atrás mientras se iba corriendo, guiándolos a un lugar seguro.
Miroku los vio marcharse con una silenciosa plegaria de protección antes de ir corriendo hacia Sango y Kagome. Takuya atravesó trastabillando la estampida de aldeanos aterrorizados corriendo en dirección contraria para unirse a ellos.
—¿Qué pasó? ¿Por qué se ha transformado? —preguntó Miroku insistentemente.
El viejo sacerdote se los quedó mirando con salvaje confusión.
—¡¿Qué diablos le ha ocurrido?!
—N-No lo sé, él… estábamos bailando y, ¡de repente f-fue como si no pudiera controlarlo! —divagó Kagome con completo pánico, encogiéndose de miedo ante un estallido de madera partiéndose. Sus ojos fueron rápidamente hacia el hanyou transformado, vio que se agarraba la cabeza y que se golpeaba contra la pared de una cabaña cercana, el hogar vecino ya yacía en ruinas. Una y otra vez, se abalanzaba, encerrado en una lucha interna. Estaba luchando por obtener el control—. ¡Inuyasha! —gritó, soltándose del agarre de Sango el tiempo suficiente para escapar. Esprintando por la tierra, corrió hacia él a pesar de las protestas de Miroku y Sango. No estaba pensando con claridad, lo único que sabía era que él la necesitaba.
Pero no pudo acercarse antes de que la empujara sin contenerse con su fuerza.
Kagome se deslizó por el suelo, ignorando el picor en su piel mientras se ponía rápidamente sobre sus manos y rodillas. La batalla de Inuyasha pareció acallarse finalmente y, durante un momento, se atrevió a creer que él había ganado. Lentamente, levantó la cabeza, devolviéndole la mirada sin reconocimiento en su mirada demoníaca. Dio un paso hacia ella. Kagome se quedó paralizada. Solo el crujido de un arco siendo tensado pareció apartar la atención de Inuyasha de ella. Dándose la vuelta en un borrón rápido como el rayo, sus garras cortaron una flecha antes de que pudiera darle, partiéndola en el aire. Le descubrió los dientes al arquero, encontrando que un grupo de hombres habían sacado sus arcos de sus casas y habían regresado a atacarle. En cuanto el hanyou les echó el ojo, no obstante, no se disparó otra flecha. Se encogieron de miedo mientras Inuyasha avanzaba sigilosamente hacia ellos, cada paso era deliberado y depredador.
Iba a matarlos. Sin vacilar un segundo, iba a destrozar a aquellos hombres si ella no hacía nada ya. Pensando con rapidez, Kagome respiró hondo y gritó a todo pulmón algo que no había pronunciado en años.
—¡OSUWARI!
El efecto fue inmediato. Las cuentas alrededor del cuello de Inuyasha empezaron a brillar, desviando su atención e inmovilizándolo al mismo tiempo. Incluso a pesar de toda su fuerza transformado en youkai, no pudo resistirlas cuando lo arrastraron hacia la tierra, su cuerpo cedió gradualmente ante el encantamiento. En un destello cegador, estuvo estampado contra el suelo, el sonido cortó a través de los gritos caóticos que los rodeaban. Solo quedó el silencio mientras una nube de polvo se asentaba en el ambiente, dispersándose al viento para revelar a Inuyasha derrumbado en el suelo. Gruñendo agónicamente, levantó la cabeza, sus iris dorados entrelazaron la mirada con Kagome.
La aldea estalló en órdenes ladradas, los hombres de Masao lanzaron cuerdas y redes encima del cuerpo de Inuyasha. Sus esfuerzos debilitados no lo llevaron a ninguna parte, sus ojos volvieron rápidamente a Kagome con pánico antes de que se lo llevaran arrastrado.
—¡No! —gritó Kagome, poniéndose rápidamente en pie. Apenas tuvo la oportunidad de salir corriendo tras ellos antes de que los soldados la agarrasen a cada lado y la retuvieran—. ¡Soltadle! ¡Soltadle, no fue culpa suya! ¡Inuyasha! —Tras ella, los gritos de Miroku y Sango resonaron con los suyos mientras a ellos también los agarraban. A los tres los empujaron hacia delante, obligados a mirar desde lejos.
Inuyasha gruñó mientras lo empujaban bruscamente contra el suelo a los pies de Masao. El caudillo no le dirigió ni una mirada mientras sostenía la cabeza en alto y se dirigía a la multitud.
—¡Fieles míos! ¡Intenté advertiros del peligro que os traería tolerar demonios entre vosotros y mirad lo que ha pasado! —Gesticuló hacia el jadeante hanyou—. ¡Este es un monstruo haciendo de hombre! ¡Abrid los ojos! ¿Fue coincidencia que sus marcas de garras fueran encontradas destruyendo mercancías en el mercado? ¡¿Fue coincidencia que él fuera el último en ser visto con vuestra amada sacerdotisa fallecida?!
—¡Él mató a la señora Kaede! —se alzó un gritó de la multitud, estimulando ovaciones frenéticas.
—Este es un asunto personal. Lo respeto —anunció el señor Masao—. La decisión la tenéis que tomar vosotros. ¿Qué haréis con él?
Sus gritos fueron unánimes. Ola tras ola de la misma sentencia resonó hasta que las montañas temblaron con su veredicto. Destruidlo. Exterminadlo. Matadlo.
—¡NO! —chilló Kagome, luchando contra sus captores con salvaje desesperación.
Los clics de las armas cargándose fueron los únicos sonidos que vencieron el rugido de la multitud, los soldados formaron un círculo alrededor de Inuyasha con los cañones apuntando hacia el cielo mientras esperaban la orden. No importaba cuánto se resistiera, no podía librarse de sus ataduras, no podía contraatacar. Su poder y su fuerza estaban mermados y no iban a detenerse hasta que estuviera muerto.
Kagome no supo por qué captó su atención en un momento como este, pero así fue. Deteniéndose de repente, levantó lentamente la mirada por la colina hacia el templo distante. Con las enormes llamas detrás de ellos, dos reflejos centellearon en su dirección. Uno, brillante y claro, y el otro a su lado, opaco en comparación, las tumbas hermanas observaban lo que estaba aconteciendo abajo y le dijeron a Kagome exactamente lo que tenía que hacer. No iban a parar hasta que estuviese muerto. Nunca pararían. No hasta que ella les diera lo que querían. Separándose de la multitud, Takuya siguió su mirada, la comprensión se asentó en su rostro avejentado y asintió en gesto de aprobación. Su silencioso consuelo fue lo único que necesitó. Podía hacerlo. Estaba lista.
—¡Espere! —gritó Kagome, viendo que la mano de Masao se detenía en el aire antes de que pudiera darles a sus hombres la orden de abrir fuego. Cuando su atención se volvió rápidamente hacia ella, dejó de luchar contra los soldados que la retenían. Kagome se enderezó e igualó su mirada firme—. Si alguien va a matarlo, esa seré yo.
Un silencio cayó sobre la aldea. Incluso la mano del joven caudillo cayó a su costado mientras todos los ojos se dirigían hacia la sacerdotisa. En sus ojos no revelaba nada, su fría mirada le contaba que decía en serio cada palabra. Miroku y Sango la miraron con asombrado silencio antes de intercambiar una mirada cómplice, una silenciosa confianza en que estaba planeando algo.
Con toda la atención enfocada en ella, Kagome continuó:
—El… el hanyou fue compañero mío durante un largo tiempo, pero ahora entiendo lo que hay que hacer. Considérelo un último adiós. Una pelea justa.
El rostro del señor Masao mostró su sincera preocupación.
—¿Cree que puede acabar con él?
—Sé que puedo.
Susurros de sorpresa ardieron en sus oídos, pero Kagome no les prestó atención, negándose a apartar los ojos del caudillo. Finalmente, le dirigió un firme asentimiento, gesticulando para que los captores de Kagome la soltasen. Uno de los hombres puso un arco en sus manos sin decir nada antes de que pudiera siquiera ponerse en pie por sí misma, el carcaj colgó de su hombro.
—Liberadlo de sus ataduras —ordenó ella.
Sin hacer preguntas, los soldados que rodeaban a Inuyasha se marcharon, solo uno se adelantó para cortar la malla. La cuerda cayó amontonada en el suelo. Inuyasha se detuvo sobre sus manos antes de que pudiera caer hacia delante. Cuando levantó la mirada hacia Kagome, aunque sus ojos estaban cansados y débiles, no había sorpresa. No había traición. Solo profunda confianza.
Kagome se habría desmoronado justo en ese momento, pero se obligó a permanecer tranquila y distante mientras colocaba una flecha en la cuerda de su arco.
—No interfiere nadie —anunció.
El señor Masao asintió.
—Como desee. Que tenga la mejor de las suertes, señorita Kagome. —La forma en que lo dijo hizo que pareciera un juego, una caza, pero conocía sus intenciones. Si ella caía, haría que sus hombres matasen a Inuyasha. No dejaría que ocurriese eso.
Volviéndose hacia Inuyasha, tiró de la flecha hacia atrás y apuntó, susurrando en una voz tan baja que solo él podría oírla.
—Corre.
Y con eso, soltó. La flecha se clavó en la tierra donde Inuyasha había estado arrodillado tan solo segundos antes, el hanyou dio una voltereta hacia atrás sin la mitad de gracia de toda su fuerza. Los dos se marcharon en un instante, su batalla falsa cautivó a los aldeanos mientras observaban. Kagome apuntó y disparó flecha tras flecha, siempre un segundo demasiado tarde mientras Inuyasha evadía cada disparo. Estaban montando un espectáculo, pero Kagome sabía que Inuyasha no duraría mucho más y, así, empezó a obligarlo a salir de la aldea. Inuyasha salió corriendo. Incluso con su debilitada velocidad, no había una oportunidad de que ella lo alcanzara.
Kagome corrió hasta un corral cercano donde habían atado a un caballo de la caballería durante la tarde. Deshizo apresuradamente las ataduras mientras se subía a su lomo. La bestia protestó y se quejó, pero con un tirón de sus riendas, Kagome lo guio hacia el camino que salía de la aldea. Persiguió a Inuyasha por los campos de arroz y hasta el bosque, hasta que el centelleante fuego de la aldea no fue más que un tenue brillo. En cuanto estuvo fuera de la vista, paró de disparar. Al borde del bosque, Kagome tiró de nuevo con fuerza de las riendas, obligando al caballo a detenerse en seco. Cuando se encabritó esta vez, salió despedida, chocando con fuerza contra el suelo, el aire salió momentáneamente de ella. Los aldeanos y los soldados los estaban siguiendo a gran distancia. Tenía tiempo, pero no mucho. Obligándose a ponerse en pie, Kagome se adentró corriendo en el bosque, siguiendo destellos carmesíes a través de los árboles.
Ambos sabían a dónde estaban yendo. Atravesando los árboles y saliendo al claro, Inuyasha se detuvo tropezando delante del Árbol Sagrado, levantando la mirada hacia las ramas que se cernían por encima de su cabeza. Ante el sonido de Kagome entrando detrás de él, se giró hacia ella con su espalda contra la corteza. Asintió solemnemente en gesto de comprensión ante lo que estaban a punto de hacer.
Ya habían vivido esto.
Kagome se deslizó hasta detenerse, su pecho se movía agitadamente buscando aliento. El brillo de los aldeanos siguiéndolos con antorchas más atrás empezó a brillar entre los árboles. No tenían tiempo. Con las miradas clavadas, una lágrima se deslizó por su mejilla.
—Te amo.
Inuyasha soltó una temblorosa exhalación.
—Te amo.
En cuanto se acercaron los espectadores, saltó hacia Kagome con un gruñido salvaje, las garras tensas para atacar. No tuvo oportunidad antes de que la sacerdotisa tensase el arco y soltase una flecha que brilló con una luz blanca. La punta hizo un sonido enfermizo cuando se hundió en su pecho, su fuerza lo clavó a la corteza del Árbol Sagrado. Su grito agónico fue la única parte auténtica de su actuación y casi la mató. Mientras Kagome observaba con horror, Inuyasha sucumbió al hechizo, su cuerpo se quedó flácido contra el árbol.
Los aldeanos no dijeron nada ante la visión con la que se encontraron, sosteniendo los farolillos del hanyou exterminado para ver su cadáver. Kagome los miró por encima del hombro, igualmente callada. Una palabra y sabía que perdería el control. La multitud se dividió mientras el señor Masao entraba en el claro, apoyando una mano gentil en el hombro de Kagome.
—No soy un hombre sin corazón. Sé que esto debe de haber sido difícil para usted —suspiró—. Pero acabará dándose cuenta de que esto es lo mejor. Los sentimentalismos habrían destruido su hogar. Él se habría rebelado eventualmente. Solo me alegro de que viera el camino correcto a tiempo. —Mordiéndose el labio, Kagome asintió, revolviéndosele el estómago cuando vio la Piedra Divina que colgaba de su cuello brillando con una débil luz azul. El señor Masao esperó a que respondiese, pero pronto se percató de lo que asumió que era su delicado estado mental—. Le daré un poco de tiempo para que se serene.
Finalmente, todos lo siguieron para salir del bosque y volver a la aldea, sus vítores de celebración y victoria se desvanecieron en la distancia. Solo quedaron dos. Una vez estuvieron a solas, Sango cayó sobre sus rodillas al lado de Kagome y la rodeó en un fuerte abrazo. Eso fue todo lo que hizo falta para que se desmoronase, su cuerpo tembló con cada sollozo. Sabía que lo había hecho para protegerle, pero eso no hacía que ver el cuerpo de Inuyasha clavado contra el Goshinboku bajo nada más que la luz de la luna fuera menos mortificante. Miroku se arrodilló al lado de ellas e hizo círculos tranquilizadores en la espalda de Kagome, sosteniendo a su esposa en su otro brazo mientras ambos fijaban la mirada en el árbol. Era algo que habían escuchado en las historias, cómo el hanyou había estado sellado hasta que Kagome lo había liberado, durmiendo durante cincuenta años. Verlo era completamente diferente. Verlo les hacía darse cuenta de que no parecía como si estuviera durmiendo, parecía como si estuviese muerto.
—T-Tenemos que esperar —consiguió decir Kagome una vez se hubo calmado, retirándose para mirar a sus amigos—. Tenemos que darle tiempo.
Miroku suspiró con comprensión.
—Venga, volvamos. Puedes quedarte con nosotros.
Kagome se puso de pie, secándose la cara con la manga de su kimono.
—Gracias. —Lo último que quería hacer era dejar a Inuyasha allí, pero sabía perfectamente que no podía quedarse. Estropearía su única oportunidad. Al menos, no tenía que dormir en su propia cabaña. Estaba demasiado cerca del festival y demasiado vacía sin él. Mientras Sango y Miroku empezaban a avanzar hacia el borde del claro, esperando pacientemente a que ella los siguiera, Kagome le dirigió una última mirada a Inuyasha, su vista subió hasta las ramas que se esparcían en un dosel por encima de él.
—Por favor… protégelo, Kaede.
Nota de la traductora: ¡Hola a todos! Espero que no se os esté haciendo muy largo el tiempo entre capítulos. Estoy intentando tenerlos lo antes posible, pero como sabéis, la vida adulta siempre tiende a complicar los planes de una.
Entramos ya en el grueso de la trama del fic, pero aún queda mucho por leer (y a mí me queda mucho por traducir).
¡Ojalá lo estéis disfrutando! Nos vemos pronto con el siguiente, si todo va bien.
