Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 13

El estallido de un trueno.

El mundo se derritió en tonos de color rojo sangre alrededor de ella y, de repente, estaba de pie en una playa. Los acantilados naranjas se alzaban detrás de ella. Kagome sintió la cálida agua lamiendo sus pies descalzos mientras miraba hacia el vasto océano. Nubes negras premonitorias se derramaban por el horizonte, sus volutas eran atraídas lentamente hacia el eclipse que había encima. Casi pudo sentir que su alma se alzaba más y más alto hacia el vacío que giraba lentamente de la luna negra, como si quisiera abandonar su cuerpo en la arenosa orilla. Una brisa húmeda echó mechones de pelo contra su rostro.

Al darle la espalda al océano infinito, Kagome miró detrás de ella, hacia la orilla, y se le hundió el corazón al ver a Inuyasha acostado e inmóvil en la arena, su pelo negro estaba extendido a su alrededor como un velo. Gritó su nombre, su voz se vio tragada por el eclipse y enmudecida mientras cruzaba la playa.

Kagome se despertó sobresaltada antes de que pudiera alcanzarlo. Su corazón todavía estaba acelerado mientras fijaba la mirada en los tablones avejentados de su techo. El sol estaba a solo minutos de llegar a lo más alto en el horizonte oriental, la débil luz azul proyectaba sombras a través de la esterilla de la entrada y sobre sus paredes. Kagome se pasó varios minutos mirando la luz mientras avanzaba por la madera, tranquilizándose con que esto era real, que estaba despierta y no corriendo por la playa iluminada de rojo. Cerrando los ojos, suspiró por la nariz y se incorporó en el futón, entendiendo poco después qué le había despertado. Podía oír las sandalias de Takuya contra la grava y la tierra fuera de la cabaña. Oh, no, hoy no. Kagome salió apresuradamente de la cama y se puso de pie. En cuanto su maestro entró y la vio ya despierta, bajó el cubo de agua que llevaba. Kagome le sonrió.

—¿Estás decepcionado?

Takuya le dio la espalda para esconder su mohín.

—¡Claro que no! Esto solamente significa que al fin te estás despertando lo suficientemente temprano.

Kagome negó con la cabeza mientras estiraba los brazos por encima de su cabeza, las últimas imágenes fugaces de su sueño se desvanecieron.

—Claro, claro, por supuesto —se burló—. Estaremos fuera en unos minutos.

Takuya se detuvo, fulminándola con la mirada como si quisiera reñirle por burlarse de él, pero al final simplemente asintió y salió por la puerta. Kagome esperó hasta que se hubo ido para empezar a prepararse para el día. Con ella moviéndose por allí, no pasó mucho tiempo antes de que los perros se despertasen y empezasen a gimotearle a Rin impacientemente, empujándola y lamiéndola para persuadirla de que se levantase. Era la misma rutina de cada mañana. Rin terminaría por salir de debajo de la calidez de sus mantas y se uniría a Kagome para vestirse y asearse. Cuando terminaran, subirían por la colina hasta el templo, se unirían a Takuya para tomar un desayuno ligero en lo alto de los peldaños y luego se pondrían a trabajar.

Esta había sido su vida durante las últimas dos semanas y ese día no era diferente. Cuando las dos jóvenes salieron a la temprana mañana, se estremecieron ante el frío y subieron corriendo al templo, ansiando el cálido té de jazmín de Takuya. Frescos vientos bajaban de las montañas, el mar de hojas cambiaba de color en oleadas. Se acercaba el otoño.

Al llegar finalmente al templo, Kagome y Rin se alegraron de ver a Takuya esperando con arroz, caquis y té. Los tres se sentaron en los peldaños y observaron el sol alzándose sobre las montañas mientras comían, como hacían cada mañana. Rin estaba ansiosa por acabar el desayuno para poder pasar a la siguiente cosa emocionante, Takuya comió a su propio ritmo, riñéndole a Rin de vez en cuando por engullir su comida, y Kagome apenas tocó la suya. La taza de té reposaba en su regazo, el vapor rodaba lentamente por el borde mientras se enfriaba, su arroz y su caqui estaban olvidados a su lado. Comer era lo último que tenía en mente.

Takuya la observó por el rabillo del ojo mientras ella tenía la mirada clavada en el horizonte. La luz del sol brilló contra su piel mientras se alzaba, pero ella no pareció recibir de buena manera su calidez. La expresión de Kagome se entristecía a cada momento que pasaba, lamentando el fallecimiento de la noche. Otro amanecer significaba otro día de lidiar con el señor Masao y sus hombres, y otra noche en la que Inuyasha no había regresado. Sus ojos se movieron entre la oscuridad en retirada y el bosque. Su esperanza era tangible en el temblor de su mirada, deseando que un farolillo se alzase por encima de los árboles. Pero en cuestión de minutos, el cielo estuvo demasiado iluminado y fue demasiado tarde.

Kagome cerró los ojos y exhaló ese último retazo de esperanza entre sus labios.

—Kagome, se te enfría el desayuno —le informó Takuya cuando sintió que sí respondería.

Pareciendo salir de un aturdimiento en el que no era consciente de estar metida, Kagome bajó la mirada a su comida y se encogió.

—Oh, perdón —se disculpó rápidamente mientras le daba un sorbo a su té y lo dejaba para coger su arroz. Afortunadamente, todavía estaba lo suficientemente caliente.

—No lo pienses más —contestó Takuya, comprensivo—. Rin, ¿por qué no empiezas a barrer? —Desvió su atención hacia la más joven, dirigiéndole una mirada incisiva que sugería que no replicase. Pasando la mirada entre Kagome y él, Rin cedió y asintió, dirigiéndose hacia la pagoda del templo para ir a buscar la escoba. Una vez estuvo ocupada, Takuya se volvió hacia Kagome—. Estás preocupada por él.

—Claro que lo estoy —susurró Kagome por miedo a ser oída por un aldeano errante en la calle más abajo—. Han pasado dos semanas y todavía no ha vuelto. Sabía que tendría que pasar un tiempo para que no levantásemos sospechas, pero… nunca pensé que sería tan duro —dijo riéndose amargamente y negó con la cabeza—. ¿Sabes? Antes de que decidiera convertirme en sacerdotisa aquí estuve separada de él durante tres años… Pensé que eso sería lo más duro por lo que pasaría nunca. Incluso pensé que haría más fácil esta separación, pero el hecho de que esté ahí fuera y que podría ir con él si no estuviera atrapada aquí… No sé. Supongo que es un tipo de dolor distinto.

Takuya se había quedado sin palabras, algo que rara vez le ocurría.

—Estás haciendo lo correcto, Kagome —se esforzó por calmarla—. Es solo que lo correcto no siempre es fácil.

—No lo sabré yo —suspiró Kagome.

Cualquier ulterior conversación se vio interrumpida por una mujer agitada que subía corriendo los peldaños de piedra hacia el templo. Se detuvo bajo la puerta torii, haciendo una profunda reverencia delante del sacerdote y de la sacerdotisa.

—Discúlpeme, señorita Kagome, pero a mi hijo le dio fiebre por la noche. Todavía es muy pequeño, ¿podría venir a verlo?

Sintiendo pena por la agitada madre, Kagome asintió y se puso en pie, despidiéndose por última vez de la noche mientras la ahuyentaban tonos rosados y dorados.

—Claro. —Sonrió—. Muéstreme el camino.

Kagome la siguió colina abajo y hacia la aldea, recordándose que esta era la vida que había escogido. Quería ser sacerdotisa, ayudar a la gente que acudía a ella, hacerse más fuerte en cuanto a sus poderes espirituales. Esto simplemente no era exactamente como se lo había imaginado. No podía permitirse preguntarse si habría escogido esta vida si Inuyasha no estuviera en ella, era un camino peligroso por el que no estaba dispuesta a ir. No es que importase en ese momento. Esta era su realidad y la afrontaría. Además, ver el rostro del pequeño iluminándose cuando ella entró en la cabaña fue suficiente para hacerle sobrevivir.


Sus garras atravesaron limpiamente la peonza de madera que volaba hacia su cabeza. Inuyasha dio una voltereta hacia atrás, aterrizando en las ramas de un árbol mientras el juguete volvía a unirse y se estampaba contra el suelo en una nube de polvo. A través de la nube, una figura oscura se abalanzó hacia él. Se estiró y agarró al atacante por su cola peluda antes de que tuviera oportunidad de atacar.

—¡Au! ¡Inuyasha, suelta! —protestó Shippo mientras colgaba derrotado del agarre de Inuyasha.

Inuyasha se encogió de hombros, soltando al kitsune sin pensárselo dos veces.

—Como quieras.

Habiéndose olvidado de lo altos que estaban en el árbol, Shippo no tuvo oportunidad de retractarse de su exigencia antes de caer sin piedad hacia el suelo del bosque, arañándose con ramitas y ramas hasta que finalmente dio contra el imperdonable suelo. Gruñendo por lo bajo mientras se incorporaba y se frotaba su dolorida cabeza, fulminó a Inuyasha con la mirada.

—¡Eso es pelear sucio! —se quejó.

Inuyasha puso los ojos en blanco mientras bajaba de un salto del árbol y aterrizaba agachado al lado de Shippo.

—Da igual, aun así, perdiste —gruñó.

—¡Pero no fue justo! —discutió Shippo.

—¿Crees que eso va a significar una mierda en una pelea de verdad? —El hanyou arqueó su ceja mientras cuestionaba al joven demonio zorro—. Como si un demonio que intenta romperte la espalda fuera a darte la revancha porque «no fue justo».

Shippo se cruzó de brazos tercamente.

—No… ¡pero tú ya conoces todos mis trucos!

—Entonces, inventa unos nuevos. No puedes confiar en los mismos juguetes y trucos viejos para siempre. Tarde o temprano alguien va a usarlos en tu contra.

—Shippo. —El jefe kitsune de la escuela estaba en el borde del claro entre el monasterio y el bosque, con las manos cerradas a su espalda mientras llamaba a su pupilo—. Es hora de cenar. Ven adentro.

—Eh, sí, maestro Kenta. —Shippo se puso rápidamente en pie, desempolvando su ropa sucia mientras corría hacia su profesor. Solo se detuvo a medio camino cuando se dio cuenta de que Inuyasha no le seguía. Se había puesto de pie, manteniendo la mirada firme sobre Kenta mientras se enderezaba. El kitsune anciano no apartó la mirada. Shippo se mordió el labio, un hábito que parecía haber sacado de Kagome—. ¿Inuyasha? ¿Vienes?

El maestro Kenta se burló, haciendo un pobre trabajo por ocultar que Inuyasha no era bienvenido para cenar con el resto de los kitsune. No había dejado que comiera con ellos desde que había llegado. Su presencia era una molestia y había dejado esa opinión perfectamente clara. Inuyasha no era de los que se quedaban en un lugar donde no lo querían… prueba de su actual dilema.

—Adelántate, Shippo —lo llamó Inuyasha sin apartar su mirada de furia de Kenta—. Yo no tengo hambre.

Shippo vaciló, pero una mirada a su profesor hizo que se encogiera y se escabullera en el interior. Inuyasha lo vio irse, esperando hasta que estuviera fuera de su vista antes de avanzar hacia el kitsune mayor.

—Sé que no me quieres aquí y, la verdad, yo tampoco quiero estar aquí. Pero no voy a abandonar a ese niño y no voy a hacer que se vaya. Así que vas a tener que aprender a lidiar conmigo, ¿entendido? —gruñó. Puede que esta confrontación hubiera estado injustificada, después de todo, Kenta no había dicho ni hecho nada para desencadenarla, pero a Inuyasha nunca se le había dado muy bien contener la lengua.

El maestro Kenta permaneció en silencio. Sus ojos taladraron los de Inuyasha y pudo ver al instante que lo estimaba indigno de una respuesta. Inuyasha gruñó, haciendo crujir sus nudillos en gesto de amenaza mientras el kitsune le daba la espalda y empezaba a caminar hacia dentro. Todo dentro de Inuyasha gritaba que se abalanzara hacia él, que lo desafiara, que le hiciera pagar, pero por una vez se contuvo. Este hombre era el maestro de Shippo, le gustase o no.

—Lo hace mejor cuando estás tú aquí.

Inuyasha salió de golpe de sus pensamientos para descubrir que Kenta se había detenido a solo unos metros, dándole todavía la espalda mientras hablaba.

—¿Qué?

—Shippo se esfuerza más, se concentra más cuando estás tú aquí. Debe de sentir que tiene más que demostrar… alguien a quien impresionar. —Kenta lo miró por encima del hombro, sus ojos brillaban como un animal en la oscuridad—. Supe desde el momento en que llegó a mi escuela que estaba a leguas de sus compañeros de clase. Shippo no ha llevado la vida resguardada de sus colegas. Ha visto la batalla, ha sobrevivido y se ha obligado a ser valiente.

A pesar de sí mismo, Inuyasha sintió el orgullo creciendo en su pecho.

—Sí —dijo cruzándose de brazos—, el enano es bastante duro cuando le hace falta.

—Pero —continuó Kenta con un tono cortante mientras se giraba para mirar a Inuyasha—, ha pasado demasiado tiempo confiando en ti y en los compañeros humanos de los que tanto nos ha hablado. Tiene que practicar a vivir con su propia especie. Esos humanos no van a estar mucho tiempo en su vida.

Inuyasha intentó no mostrar cuánto le afectaron esas palabras. Al recordar el día en que Sesshomaru había llevado a Rin de regreso a la aldea, las palabras de su hermano resonaron en su cabeza, el mismo recordatorio resonó en cada palabra. Evitaba pensar en la mortalidad de sus amigos… en la de Kagome. Aun así, sabía que el kitsune tenía razón. Era la misma situación en la que se había encontrado Rin el día en que Sesshomaru la había dejado atrás.

—Mira —suspiró Inuyasha—, no estoy intentando llevármelo de vuelta a nuestra aldea, si es eso lo que estás pensando. El niño necesita esto. Pero debajo de esta montaña, el mundo está cambiando. La amenaza contra los yokai está creciendo y voy a asegurarme de que esté a salvo tanto si tú me quieres aquí como si no.

Kenta entrecerró los ojos.

—¿Qué amenaza?

—Esa es la parte complicada. Todavía estoy intentando averiguarlo.

Contemplando todo lo que había dicho el joven que tenía delante, el maestro Kenta finalmente le dio de nuevo la espalda.

—Entonces… puedes cenar con nosotros, hanyou.

Inuyasha curvó los labios.

—Tengo nombre.

Kenta no respondió. Su figura se retiró al monasterio, tragado por la luz de dentro a medida que se hacía más oscuro fuera. Inuyasha resopló, medio inclinado a rechazar la oferta del maestro solo por fastidiarle. Al final, sin embargo, cedió y terminó comiendo en el comedor. Se sentó apartado de las mesas de estudiantes y profesores, en un rincón retirado de la sala donde podía echarle un ojo a Shippo. El niño permanecía inocentemente inconsciente del conflicto de su amigo, hablando y riéndose con los amigos que había hecho aquí. La peor parte de todo era que Kenta tenía razón. Shippo necesitaba estar aquí, entre los de su propia especie. Estaba prosperando aquí de una forma que sencillamente no había hecho antes, sin que sus «amigos humanos» tuvieran la culpa, como Kenta los había llamado. Inuyasha no podía obligarse a sentirse culpable o a arrepentirse de haberlo acogido, pero tal vez era hora de dejar ir al niño.

—¡Inuyasha! —llamó Shippo desde su mesa, ondeando la mano para obtener la atención del hanyou—. No me creen. ¿Quién fue el que derrotó al último miembro de la tribu de los demonios del trueno? —preguntó, sacando pecho mientras sus amigos discutían en su mesa.

Inuyasha frunció el ceño.

—¿Qué? Yo maté a Hiten.

Los jóvenes kitsune estallaron en carcajadas en su mesa.

—¡Lo sabía! —desdeñó uno de los otros muchachos—. Es imposible que un niño como tú pudiera con un demonio del trueno.

A Shippo se le puso la cara roja como un tomate.

—¡No! A Hiten no, a Soten, ¿recuerdas? ¿La que me desafió a mí específicamente a un duelo?

Inuyasha sonrió con suficiencia, cruzándose de brazos mientras se recostaba contra la pared. Le seguiría el juego, pero solo esta vez.

—Oh, sí —contestó—, Soten. Para cuando os alcanzamos, el campo de batalla estaba… —Intentó no reírse mientras buscaba la palabra adecuada, recordando el mar de bellotas y setas cuando los dos se habían quedado agotados—, eh… cubierto de escombros.

—Pero yo fui el claro ganador, ¿verdad? —insistió Shippo.

—Claro que sí.

El coro de gritos impresionados y de alabanzas que Shippo recibió de sus colegas valió la pena lo retorcida que fue la verdad. Inuyasha vio a Shippo empaparse de todo con una sonrisa… más tarde le daría una lección de humildad, pero le dejaría tener su momento de gloria por ahora.

Esa misma noche, su torbellino de pensamientos finalmente lo alcanzó. Se le había dado bien enmascararlo durante el día, manteniéndose ocupado ayudando a Shippo a entrenar, pero cada noche era lo mismo. Esa noche fue la primera vez que los kitsune le permitieron dormir dentro, sus prejuicios contra él al fin se habían agotado. No había futón alguno, pero Inuyasha en ningún momento lo había querido, en cualquier caso. En aquella habitación libre y polvorienta, Inuyasha se recostó contra la pared, con las piernas cruzadas mientras levantaba la mirada hacia la luna desde la shoji abierta. El cambio de paisaje del bosque al monasterio no les había hecho ningún bien a sus noches sin dormir. Cada pensamiento que tanto luchaba por contener a lo largo del día volvía con todas sus fuerzas.

Se sentía constantemente como si estuviera esperando por algo. Volver a la aldea demasiado pronto lo había mantenido a raya todo este tiempo, temiendo que un regreso apresurado fuera a poner la vida de Kagome en peligro. No estaba dispuesto a arriesgarse, lo sabía, pero solo podía soportar esto hasta cierto punto. Entonces, ¿a qué estaba esperando? ¿Simplemente no quería volver con las manos vacías? Se había pasado todo este tiempo en las montañas, ¿y para qué? No estaba más cerca de arreglar esto que la noche en que se había marchado. No quería decepcionar a Kagome.

—¿Inuyasha? —susurró una voz cansada en la oscuridad. Shippo se frotó los ojos mientras se incorporaba. El niño había insistido en dormir en su habitación mientras se quedase allí, afirmando que solo él podría ser capaz de evitar que los otros niños traviesos le gastasen bromas al hanyou.

—Vuelve a la cama —gruñó.

Ignorando la orden de Inuyasha, Shippo se arrastró hacia él. Se detuvo a su lado, sentándose bajo la luz de la luna donde la brisa nocturna todavía le llegaba desde la puerta.

—¿No puedes dormir?

—¿A ti qué te parece?

—¿Estás pensando en Kagome?

—Mmm.

Shippo sonrió.

—La aaamaaas, quieres besaaarlaaa.

Inuyasha se estiró, desordenando bruscamente el pelo del niño antes de tumbarlo.

—Sí, cállate.

Shippo se tragó un grito de protesta, mirando con furia a Inuyasha mientras volvía a peinarse. Aun así, el chico había estado esperando algo mucho peor que eso. A punto de abrir la boca para interrogarlo, Shippo de repente encontró la mano de Inuyasha estampada contra su boca. El hanyou lo acalló, girando las orejas hacia un ruido extraño fuera. A Shippo le llevó unos segundos más oírlo, pero a medida que se acercaban los ruidos, se hicieron claros.

—Los atacaron humanos en las llanuras. Un pequeño grupo de kitsune, tres familias, aniquiladas.

—Es desafortunado, pero nada nuevo.

Shippo se arrastró hacia la puerta, asomándose al porche para ver a dos figuras conversando en el jardín.

—Es el maestro Kenta —le susurró a Inuyasha.

Inuyasha lo arrastró hacia atrás.

—¡Silencio!

—Pero es nuevo —insistió la otra figura, uno de los profesores—. Nunca habían hecho nada para darse a conocer a los humanos. Seguían con sus vidas en paz. Nunca permitían que sus hijos les gastasen bromas. Y, aun así, una banda de humanos los sacó de sus madrigueras con fuego y los destruyó en cuestión de minutos.

Desde el porche, Inuyasha pudo ver que los ojos del maestro Kenta destellaron bajo la luz de la luna.

—¿Cómo es eso posible?

—La única superviviente fue una de los niños. Describió una especie de cristal…

Inuyasha estuvo de pie en un instante, saltando sobre el porche para aterrizar a pocos metros por detrás de los kitsune. Se tensaron cuando se incorporó, solo bajando la guardia cuando se puso bajo la luz de la luna. Pero Kenta mantuvo la espalda tensa. Inuyasha lo ignoró.

—Conozco ese cristal —declaró Inuyasha—. Conozco a la gente que lo usa.

El profesor frunció el ceño.

—¿Los conoces? ¿Son aliados tuyos?

—Difícilmente —soltó Inuyasha, dirigiéndole una mirada cómplice a Kenta—. Son la razón por la que estoy aquí.

El cambio que le sobrevino a Kenta fue inmediato, su defensa se desvaneció.

—Esta es la amenaza de la que hablabas.

—Sí.

—¿Qué sabes de ella?

Inuyasha resopló con frustración y se rascó la nuca.

—No mucho —admitió—. Se la he visto usar a los soldados de un caudillo, Takeda Masao. No puedo describir exactamente lo que hace, pero yo mismo la he sentido. Es casi como si absorbiera la vida de cualquier demonio contra el que se use, pero puede que también sea capaz de controlarnos…

Kenta se volvió hacia el profesor.

—Necesitamos saber más sobre esto. —Con la aprobación del otro kitsune, se giró de nuevo hacia el medio demonio—. Te la has encontrado, obviamente. ¿Crees que puedes averiguar más?

Inuyasha sonrió con suficiencia.

—Sería mi condenado placer. —Sin esperar una respuesta, para desaprobación del maestro Kenta, Inuyasha saltó de regreso al porche, donde Shippo había salido para escuchar su conversación. Aterrizó agachado delante del niño a la altura de su mirada, estirándose para alborotarle el pelo, aunque solo fuera porque sabía que le ponía de los nervios—. Volveré en unos días, ¿de acuerdo? Más te vale inventar trucos mejores para probar cuando regrese, ¿entendido?

Shippo frunció las cejas con confusión y le apartó las manos de un manotazo.

—¿A dónde vas?

Inuyasha le dirigió una sonrisa.

—¿A dónde crees tú? —Al ponerse de nuevo de pie, a punto de partir hacia los árboles sin más dilación, Inuyasha se detuvo y se volvió de nuevo hacia el joven kitsune—. Pero antes de que me vaya… ¿dónde está el mercado más cercano?


El pequeño se había estado recuperando fantásticamente durante los últimos días. Resultó que solo era una fiebre estacional, traída por el frío cambio de tiempo, y volvía a estar bien con unos tés de hierbas y mucho descanso. El único problema era que parecía estarse extendiendo a todos los niños de la aldea. Cuando incluso Rin acudió a ella esa mañana quejándose de una leve fiebre, supo que iba a necesitar muchas más hierbas.

Kagome estaba más que feliz de salir de la aldea, en cualquier caso. Se retiraba al bosque ante cualquier oportunidad que tenía para evitar cada rostro al que había visto clamar por la muerte de Inuyasha. Solo horas atrás, había atendido a la hija del hombre que había acusado a Inuyasha de matar a la señora Kaede en el festival, incapaz de mirarlo a los ojos. Sabía que esto era algo con lo que tendría que lidiar y nunca le retiraría el cuidado a su familia ni a él, pero eso no hacía que fuera fácil. Cada grito condenatorio de aquella noche estaba grabado a fuego en su memoria.

Sentada en la hierba en un claro del bosque, Kagome suspiró y recolectó ociosamente entre un campo de flores, reuniendo los pétalos uno a uno en su cesta. En su cabeza, repasó los pasos para hacer el té como un mantra: déjalos al sol, sécalos, muélelos, mézclalos y bendícelos. Justo como le había enseñado Kaede. Acababa de repetírselo por octava vez cuando una sombra cayó sobre el campo de flores. Ahogando una exclamación, Kagome levantó la mirada para localizar al intruso. Se le detuvo el corazón en seco en el pecho.

El señor Masao estaba sobre ella, su armadura decorativa había desaparecido y tenía el pelo recogido. Casi no lo reconoció sin todas las galas. Podía confundírselo fácilmente con cualquier plebeyo de la aldea, con su pelo atado y vestido con un sencillo sayo. Casi pareció tímido cuando gesticuló a la hierba vacía a su lado.

—¿Puedo? —le preguntó.

Kagome abrió la boca para responder, pero él se estaba sentando antes de que pudiera pronunciar una palabra. Se mordió la lengua para mantener su temperamento bajo control.

—Sí, por supuesto. —Forzó una sonrisa con una inclinación respetuosa.

—Gracias. —Masao correspondió a su inclinación mientras se acomodaba.

Kagome se esforzó por no revelar cómo su sola presencia hacía que le ardiera la piel mientras seguía recolectando sus flores.

—Yo… me disculpo, señor Masao —empezó, desesperada por mantener su voz estable y libre de emoción—. No esperaba verle en la aldea. Había oído de sus hombres que había regresado al castillo de Seichi. Me sobresaltó, discúlpeme.

—Así era —contestó Masao con sencillez—. Pero estaba ansioso por regresar para ver cómo se están recuperando mis nuevos súbditos de su traumática experiencia. Sobre todo usted, señorita Kagome. —Sonrió—. ¿Estas son para su medicina? He oído grandes alabanzas sobre los remedios que ha creado —preguntó mientras arrancaba una de las flores vivas y se acostaba de espaldas.

—No es nada complicado. La señora Kaede me enseñó a hacerlas —contestó Kagome de modo cortante. No tenía ningún deseo en absoluto de entretener a este hombre más de lo necesario.

Masao se rio por lo bajo mientras giraba lentamente la flor entre sus dedos.

—Sí, según tengo entendido, la señora Kaede sabía hacer muchísimas cosas —reflexionó.

Había un humor siniestro en su tono, uno que Kagome no entendía del todo, pero que aun así hizo que se estremeciera.

—Sí.

—Pero usted no es que no tenga una reputación tampoco. —Masao volvió a mirar a Kagome—. Una joven sacerdotisa cuyo poder es mayor que el de sus predecesoras, y aún no ha alcanzado todo su potencial. Muchos la tienen en alta estima. —Kagome inhaló para responder educadamente a su cumplido, pero se vio interrumpida de nuevo antes de que pudiera hablar—. Sin embargo, también hay muchos que no la tienen en alta estima. Su aldea confía completamente en usted, pero hay quienes piensan en su reputación como una niña tonta, embrujada por un hanyou, cuyo poder fue desperdiciado. Yo no creo eso, por supuesto, señorita Kagome. Creo que usted tiene un buen corazón, pero cometió un error y la llevaron por el mal camino. Creo que ha visto sus errores. —Le ofreció una sonrisa mientras se incorporaba y apoyó el tallo de la flor en su palma—. Y creo en las segundas oportunidades.

Kagome cerró los dedos alrededor del tallo.

Tuvisteis vuestra oportunidad.

Creo en la piedad y en las segundas oportunidades para todos aquellos que se oponen a mí y a mi causa.

—Por eso —Masao se puso de pie, bloqueando de nuevo el sol—, sería un honor convertirla en suma sacerdotisa de esta aldea y, tal vez algún día, en suma sacerdotisa de todo mi imperio.

Kagome intentó desesperadamente mantener una máscara de neutralidad en su rostro mientras se inclinaba, presionando la cabeza contra la hierba.

—Entonces… sería un honor aceptar. Gracias. —Cuando volvió a incorporarse, pudo ver la genuina felicidad en la sonrisa de Masao e hizo que se estremeciera una vez más.

—¡Perfecto! Sé que lo hará maravillosamente. Cualquiera que haya dudado alguna vez de usted lo verá. La dejaré con su trabajo, entonces —dijo con una carcajada, mirando a su alrededor antes de inclinarse hacia ella para decir en un susurro—: Tengo que volver a la fortaleza antes de que mi Consejo me vea así. Pueden ser bastante autoritarios.

Mientras Masao empezaba su viaje a través del bosque, Kagome lo observó, poniéndose lentamente en pie. No podía comprender su comportamiento, acudir a ella como un plebeyo, ofrecerle un puesto que ya era suyo. Fueran cuales fueran sus motivos, no tenía más elección que interpretar su papel. Eso se estaba haciendo más claro ahora que nunca. La flor que le había dado ya estaba muerta y seca, y se había convertido en polvo entre sus dedos.

Volvió a la aldea a primera hora de la noche, agradecida de ver que los soldados habían regresado también a su fortaleza, permitiéndole respirar más fácilmente mientras caminaba por las calles. Algunos de los niños a los que había cuidado en los últimos días pasaron corriendo por su lado, riéndose y gritando su agradecimiento mientras jugaban. Sus padres estaban en las entradas de sus casas, llamándolos para ir a cenar mientras ellos se sorbían la nariz y tosían. Kagome negó con la cabeza para sí y bajó la mirada a su cesta. Menos mal que había conseguido pétalos suficientes.

—¡Kagome! —Sango se apresuró hacia ella desde el final del camino de tierra, con Mamoru equilibrado sobre su cadera—. No te he visto mucho en los últimos días.

—Lo siento. —Kagome consiguió esbozar una sonrisa—. Es que he estado muy ocupada con esta enfermedad que está circulando. ¿Las gemelas se encuentran bien?

Sango asintió.

—Miroku les ha estado mirando si tienen fiebre, parecen estar bien… ¿te preocupa algo?

Debería haber sabido que Sango captaría su comportamiento atribulado.

—No es nada, solo que… Masao me acaba de pedir que me convierta en la suma sacerdotisa de la aldea.

—No lo entiendo… creía que ya lo eras. —Sango frunció el ceño.

—Yo también.

La taijiya endureció el rostro cuando llegó la misma comprensión a la que había llegado Kagome. No le estaba ofreciendo más poder. Le estaba poniendo una correa.

—Deberías venir mañana, si no estás ocupada. Podemos hablar —ofreció.

—Me encantaría. —Se despidió de su mejor amiga con un abrazo y Kagome siguió por su camino hacia su cabaña.

El final de la tarde se convirtió en noche, como hacía siempre. Rin todavía tenía fiebre alta, pero había regresado su energía y estaba ansiando conversar tras dormir durante todo el día. Cenaron, le hizo su té medicinal a la niña y estuvieron en cama cuando la luna se alzó por encima de las montañas. No fue hasta una hora después que Kagome se removió de nuevo, despertada por los quejidos de Kei desde la entrada. A la luz de las pocas ascuas que quedaban en el hogar, Kagome gruñó y salió arrastrándose de debajo de su manta.

—Shhh, Rin está durmiendo —acalló al perro. Cuando Kei siguió gimoteando, asomando la cabeza a través de la esterilla de bambú, Kagome suspiró y la apartó para ver ella misma qué la tenía tan obsesionada.

Cuando salió a la noche, el frío viento atravesó su kimono de dormir, pero no había sentido tanto calor en semanas. Kagome sonrió, más brillantemente que la luz de la luna, mientras veía cómo un farolillo encendido se alzaba por encima del bosque.