Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 16

Rin estaba ayudando a Takuya a limpiar sus macetas esa mañana en la cabaña vecina del sacerdote. La estación cálida había terminado y, con ella, sus dulces recuerdos de la primavera y el verano. El otoño estaba tomando un agarre implacable y, con el amargo frío en el viento, el bosque quedó desnudo. Pero, aun así, nadie dijo nada cuando Kagome oyó los tambores aquella mañana durante el té y murmuró que iba a ir al bosque a por hierbas. No quedaría ninguna e, incluso si encontraba alguna, estarían muertas y podridas, y no les servirían de nada en absoluto. Nadie se opuso. Rin observó, tal y como hacía muchas mañanas encapotadas, que Kagome dejaba su té con calma y se ponía de pie. Cogió su cesta, se puso un grueso abrigo hanten y salió por la puerta, sus pies en retirada igualaron el paso de los tambores que avanzaban.

En cuanto se hubo ido, Rin soltó un largo suspiro y miró hacia Takuya.

—Echo de menos a Kagome.

—¿De qué hablas? —contestó Takuya mientras enrollaba habilidosamente hojas de té entre los pétalos de las flores de jazmín que había recogido esa mañana—. Se fue hace solo cinco segundos.

—No. —Rin negó con la cabeza—. Me refiero a que echo de menos a la Kagome de antes de que viniera Masao. No solo porque Inuyasha estuviera aquí, sino porque no tenía que ponerse una fachada todos los días. Ya no es la misma.

Takuya se encogió, sus ojos se dirigieron rápidamente hacia la ventana. Afortunadamente, los soldados todavía no habían llegado.

—Debes tener cuidado cuando lo menciones a él, Rin —le riñó amablemente—. Pero sí, entiendo a qué te refieres. Entiendo que no la conozco desde hace tanto como sus amigos y tú, pero puedo ver claramente lo infeliz que está.

Rin asintió, bajando la maceta que había estado limpiando mientras veía destello de la figura roja y blanca de Kagome entre las hendiduras de la esterilla de bambú de la puerta.

—Se convierte en una persona diferente durante el día, como si se hiciese… fría.

—Supongo que todos hacemos lo que debemos en estas circunstancias —respondió Takuya con cuidado mientras él también se ponía de pie y se acercaba a la puerta. Fuera, los soldados finalmente habían bajado del camino de la montaña y se estaban esparciendo por la aldea, siendo saludados ansiosamente por aquellos que estaban despiertos—. Pero ahora no es el momento de hablar de esto. No es seguro. Sigamos trabajando y tal vez podamos tener una buena comida al fuego para cuando Kagome vuelva del bosque.

Rin soltó otro largo suspiro, pero asintió y obedeció, cogiendo la siguiente maceta. Mientras trabajaba, hundiendo su trapo en el agua y lavando la tierra de la arcilla, envió continuamente miradas hacia la puerta hasta que la figura roja y blanca desapareció por completo.


Dejando la aldea atrás, Kagome hizo su procesión en solitario adentrándose en el bosque, pasando los áridos campos de arroz y los árboles muertos. Había multitud de lugares en los que sabía que podía buscar hierbas, en el caso improbable de que algo estuviera vivo aún, pero pasó junto a ellos sin mirar dos veces. Ondeando ociosamente la cesta a su costado con una mano, se permitió vagar sin rumbo a través del bosque hasta que llegó a una arboleda de pinos amontonados. Los árboles de hoja perenne eran las únicas cosas vivas que quedaban en todo el bosque. Allí, dejó caer bruscamente la cesta e igualmente se sentó en una cama de hojas secas.

Años atrás, habría estado encantada con el suave crujir de las hojas y no habría perdido el tiempo en hacer montones en los que saltar y dar patadas. Recordaba hacer eso en sus viajes, meter un puñado en la parte de atrás de la túnica de Miroku cada vez que se metía con ella. Sango se había reído tan fuerte que había bufado e Inuyasha no dejó que se olvidara en días hasta que Shippo consiguió hacerle hacer lo mismo metiéndole arroz por la nariz mientras dormía. No creía que se hubiera reído tanto en su vida como en aquellos días más simples. No era el otoño lo que la deprimía… era ansiar aquellos días más simples.

Soltando un pesado suspiro, Kagome siguió con la mirada fija en el cielo lleno de nubes, intentando ignorar los sonidos de los soldados de Masao en la aldea lejana. Cerró los ojos, centrando su atención en el crujido del viento a través del bosque desnudo y en los arroyos cercanos, esperando que ahogase los sonidos de la aldea.

Ahí fue cuando oyó la voz. Un suave murmullo bajo el traqueteo de las ramas de los árboles. Kagome abrió los ojos de golpe cuando un hueco entre las nubes ondulantes dejó que la luz dorada del sol bañase el bosque, calentándole la piel contra el frío viento. Apurando para ponerse recta, Kagome miró a su alrededor, intentando encontrar la fuente de la silenciosa música. Una suave vibración resonó por los árboles y, mientras se levantaba, un leve brillo azulado viró bruscamente a través de los árboles hacia ella. Kagome contuvo la respiración. Un shinidamachū voló hacia ella, rodeando su cuerpo antes de seguir por el bosque, donde la luz del sol se estaba moviendo. Aunque sus primeros pocos pasos fueron vacilantes, Kagome pronto partió corriendo, siguiéndolo a él y a la voz cantarina.

Farolillos parpadeantes flotando en el cielo.

El shinidamachū la condujo a través de la más densa arboleda, sin vacilar nunca en su veloz paso, sin importar lo atrás que se quedase Kagome. Si estaba intentando conducirla a algún lugar, al menos podía tener la cortesía de esperar por ella. Pero pronto, Kagome empezó a reconocer el camino, con piedras, árboles caídos y hendiduras en la tierra actuando como marcadores. Todo ese tiempo, la voz cantarina se iba haciendo más fuerte y clara.

Aunque podamos separarnos, este no es un adiós.

Kagome tropezó con una raíz que sobresalía de la tierra, deteniéndose apenas con sus manos. Las piedras dentadas del suelo del bosque le mordieron las palmas.

Farolillos parpadeantes, no me digáis adiós.

Haciendo una pausa para recuperar el aliento, Kagome levantó la mirada hacia el brillante rastro que dejó atrás la criatura. Ya no había duda alguna de dónde estaba yendo esto. Levantándose, Kagome salió corriendo detrás de él, jadeando mientras atravesaba los densos arbustos y entraba a trompicones en el claro bañado por el sol del Árbol Sagrado.

Hasta que nos volvamos a encontrar, nuestra promesa en el cielo.

Kaede estaba allí otra vez, en la forma de una joven. Como siempre, estaba sentada en las nudosas raíces del Árbol Sagrado, cantando para sí misma mientras metía y sacaba la aguja de su tela bordada. Las hojas del árbol estaban todavía aferrándose a las ramas, de un rojo intenso y dadas la vuelta a pesar de las tormentas que ya habían pasado. Cuando Kagome entró en el claro, Kaede levantó la mirada, sonrió, y se puso de pie. La sacerdotisa viva se llevó la mano al corazón. La había estado esperando. En cuanto se dio cuenta de eso, la sonrisa de Kaede se iluminó con travieso deleite, con los ojos bien abiertos y la ceja levantada mientras asentía con la cabeza en dirección al lado derecho del claro. Con el recolector de almas a la zaga, el espíritu partió corriendo en aquella dirección.

Kagome gimió.

—¿Otra vez? Por qué hay que correr tan… ¡Kaede, espera! —Interrumpiéndose antes de que perdiera de vista al espíritu, la sacerdotisa se resignó a su destino y empezó a correr detrás de ella.

Intentar perseguir a un espíritu resultó ser mucho más difícil que al recolector de almas. La efímera imagen de Kaede atravesó directamente los árboles más jóvenes sin vacilar mientras zigzagueaba y bailaba alrededor de los árboles más majestuosos y antiguos. En ocasiones, pasaba alrededor de algún obstáculo que ya no estaba allí, o subía por escaleras y plataformas por encima de la cabeza de Kagome que ya no existían. A lo largo de todo esto, Kagome se esforzó por seguirle el ritmo, con el corazón acelerado en su pecho, hasta que finalmente volvió a tropezar. Deslizándose por el suelo sin elegancia para detenerse otra vez, hizo una mueca ante su rasguñada rodilla y se incorporó para ver con qué se había enganchado su pie.

Un bloque erosionado de piedra sobresalía del suelo. Al principio, Kagome no le dio más importancia, interpretando como una extraña anomalía que una piedra tuviera una forma tan pulida. Pero cuanto más la miraba, más claro veía que, aunque su lustre ya no estaba y los elementos la habían erosionado, solía ser un camino de piedras. Kagome frunció el ceño, mordiéndose el labio pensativamente mientras se movía para mirarla desde un mejor ángulo. Mientras pasaba la mano por el suelo, sintió la cama de hojas secas deslizándose para revelar otro bloque. Un barrido de tierra y hojas con las manos reveló otra piedra y otra yacía en la tierra a su lado.

Kagome se giró lentamente y encontró un claro de ruinas de piedra reluciendo bajo la luz del sol. Poniéndose de pie con el aliento atrapado en su pecho, sus ojos barrieron el claro, intentando reconstruir esto que una vez había estado en su imaginación. Esto no podía haber estado lejos de donde Inuyasha y ella habían estado el día en que Kaede había muerto, cuando su voz los condujo a través de una parte desconocida del bosque. En efecto, el sonido del río donde habían jugado juntos ahora era más claro que nunca.

Pero ¿qué era este lugar? Kagome asimiló sus alrededores mientras caminaba por lo que debía de haber sido el viejo camino de un patio, girando lentamente para poder ver todos los detalles. El grueso hanten que la mantenía abrigada se enganchó en una de las piedras más grandes. Resoplando con frustración, tiró de él hasta que se soltó, el impulso hizo que retrocediera tambaleándose y que se diera la vuelta hasta que estuvo cara a cara con el espíritu de Kaede.

El espíritu sonrió y algo en la curva de sus labios y en la forma en que se le iluminó su ojo visible mientras se le arrugaba en el borde le hizo asemejarse mucho a la anciana mujer que Kagome había conocido. Ambas sacerdotisas avanzaron un paso a la vez.

—… ¿Kaede?

—En serio, ¡es una tontería por tu parte que duermas todo el día! —dijo Kaede con una carcajada—. ¿Qué dirían tus señores?

Kagome frunció el ceño.

—¿Qué? Yo no…

—Sí, bueno, sigo estando segura de que no lo apreciarían —continuó Kaede. Fue solo entonces que Kagome se dio cuenta de que el espíritu estaba mirando más allá de ella, justo por encima de su hombro derecho. Tras salir de en medio, Kaede ni parpadeó y siguió mirando en la misma dirección. La sacerdotisa fallecida hizo una pausa, asintiendo con la cabeza mientras escuchaba a alguien que estaba hablando con ella antes de responder—. Los vasallos del clan Takeda tienen sus deberes, así como las sacerdotisas. Vas a hacer que ambos nos metamos en problemas.

Kagome miró desde unos pasos más atrás, observando al espíritu. Le hablaba a nada, nada que pudiera ver, en cualquier caso, pero se reía y sonreía como si estuviera viva. La sacerdotisa miró en la dirección en la que Kaede tenía la mirada fija, casi recibiendo un susto de muerte cuando vio una borrosa figura oscura, justo una ausencia de luz a la sombra de un árbol. No se movió ni adoptó ninguna forma, pero Kaede la miró como si fueran amigos íntimos.

—¿Qué hacías ahí fuera? Te lo he dicho, no funciona. Yo misma he intentado arrancar la flecha. —Kaede suspiró—. Parece que solo mi hermana puede liberar a ese hanyou. —Kagome se encogió ante la dura forma en la que se refirió a quien solo podía asumir que era Inuyasha. Era el mismo lenguaje que los aldeanos y los guerreros habían usado contra él—. No tiene sentido obcecarse con eso, supongo… Oh, calla. Venga, mi familia del templo de Sengen viene hoy de visita y podrían estar aquí en cualquier momento. ¡Quiero ver cuánto ha crecido mi primo pequeño!

Mientras hablaba, el shinidamachū apareció otra vez, fluyendo hacia el espíritu de Kaede. Por un momento, su alma se iluminó y Kagome pensó que la criatura estaba a punto de llevarse su alma, pero tras vacilar un momento, la soltó. En tres ocasiones, hizo un círculo a su alrededor e intentó agarrar al espíritu, pero Kaede permaneció sin darse cuenta hasta el último intento. Frunció el ceño, se detuvo y se giró lentamente hacia Kagome, sus ojos destellaron en gesto de reconocimiento. Kaede se estiró hacia ella con la mano aferrando su bordado, la tela cayó de sus manos.

La tela nunca llegó al suelo. En un instante, desapareció, cualquier traza de ella se desvaneció con ella. Kagome retrocedió a trompicones hasta que pudo sentarse en una de las piedras que tenía detrás, con el corazón todavía latiendo a toda velocidad. El recolector de almas hizo un último baile a su alrededor antes de irse volando hacia el bosque. El trozo de cálida luz del sol a través de las nubes pronto volvió a cerrarse, dejándola fría y preguntándose si se lo había estado imaginando todo.

Saliendo de su estupor, Kagome decidió que había tenido suficiente de esconderse en el bosque por ese día y empezó a intentar encontrar el camino de vuelta a donde había tirado la cesta para poder volver a la aldea. Para cuando estuvo cruzando de nuevo los arrozales, era bien pasado el mediodía y todavía podía sentir que le daba un vuelco el corazón cada vez que pensaba en lo que acababa de ver.

—¡Señorita Kagome! —gritó uno de los guerreros cuando ella entró en la aldea—. ¡Venga a ver mi nueva piel de zorro! —El hombre presuntuoso le dio una palmada a la tira de piel que colgaba de su cinturón—. ¡El botín de la campaña! ¡Si quiere, le traigo una para usted la próxima vez que marchemos!

—Es muy generoso por su parte —contestó Kagome, siguiéndole la corriente con una endurecida sonrisa—, pero no pase por todos esos trabajos para desperdiciarlos conmigo.

Otro guerrero se rio y le dio una palmadita en la espalda a su alicaído camarada.

—¡Así es la señorita Kagome! Siempre tan piadosa.

Forzando una carcajada hueca, Kagome se inclinó y siguió por su camino lo más rápido que pudo, poniendo los ojos en blanco una vez estuvo a una distancia segura. Se le erizó la piel al pensar en que le dieran algo así, en especial cuando se le vino Shippo a la cabeza. Apretando su hanten más sobre su kimono, Kagome se centró en atravesar la aldea hacia su cabaña, así que cuando oyó que la llamaban por su nombre, contuvo un gemido, compuso una expresión neutral y se dio la vuelta. Todo eso se derritió por completo cuando se dio cuenta de que era Miroku quien la había llamado, con Sango y los niños detrás.

—¡Hola! —Se rio con alivio.

Poniendo a las gemelas en el suelo para que pudieran correr hacia Kagome y aferrarse a sus piernas, Miroku sonrió mientras veía a la sacerdotisa arrodillándose y rodeándolas con un abrazo y un beso tonto en cada una de sus mejillas.

—Kagome, ¿estás ocupada ahora mismo? —preguntó.

—¡En absoluto! —respondió Kagome ansiosamente—. ¿Por qué lo preguntas?

—Queremos invitarte a que vengas con nosotros al templo de Mushin para el festival del Bodhi —contestó Sango, equilibrando a Mamoru en su cadera—. No es hasta dentro de más o menos un mes, pero… —Tras pensarlo un momento, se arrodilló y susurró—: pensamos que sería bueno que salieses un tiempo de la aldea.

Kagome asintió en gesto de comprensión. A decir verdad, apreciaría unas vacaciones más que nada, y siempre podía pedirle a Takuya que estuviera pendiente de un farolillo para que Inuyasha no se volviera loco si ella no acudía a él. Poniéndose de pie con una gemela en cada brazo, les sonrió a sus amigos para no levantar sospechas por parte de los aldeanos que pasaban por allí.

—¡Me parece maravilloso ir a celebrar el Bodhi con vosotros! Tendréis que enseñarme qué hacer para no perturbar vuestras costumbres.

—Sabes que siempre eres bienvenida —ofreció Miroku—. Además, es un intercambio justo, ¿verdad? Tú me enseñaste a ayudarte a cuidar del templo, así que yo te enseñaré algunas cosas del Bodhi.

—Vi las celebraciones algunas veces en mi, eh, mi casa, porque la mayoría de la gente allí es budista, ¡pero será interesante ver cómo se hace aquí! —Kagome podía decir sinceramente, por primera vez en mucho tiempo, que estaba emocionada por algo. El tiempo transcurría al mismo ritmo de siempre, pero siempre sentía como si se viera arrastrada por el sol y la luna, levantándose y cayendo, y prácticamente empujándola hacia delante con cada día y cada noche. Sería agradable olvidarse de sus cargas durante unos días.

—¡Kagome viene con nosotros! —dijo Sayuri animadamente mientras Umeko simplemente se acurrucaba un poco más contra la sacerdotisa que la sostenía.

—¡Así es! —Kagome sonrió antes de volverse hacia sus amigos—. ¿Por qué no entráis y coméis con Takuya, Rin y conmigo?

Tras un poco de convencimiento por no querer molestar, Kagome finalmente persuadió a Miroku y a Sango para que la siguieran de regreso a su cabaña. Mientras los seis empezaban a ponerse en marcha, no se dieron cuenta en absoluto del hombre solitario en la atestada multitud que los había visto. El capitán Yorino frunció el ceño, volviendo a meterse entre el gentío de aldeanos.

De vuelta en la cabaña, los saludaron de modo entusiasta Rin y Takuya, quienes estaban más que complacidos de ver el cambio en el humor de Kagome tras su conversación de aquel día. En cuanto entraron, se encontraron con los ladridos emocionados de Jun y Kei, que se pusieron en pie de un salto y trotaron hasta la puerta. Dejando a las gemelas en el suelo, Kagome dio una palmada para ahuyentar a los perros antes de que se emocionaran demasiado y ellos lo acataron obedientemente, sentándose juntos al lado de la puerta.

No pasó mucho tiempo antes de que su modesta comida estuviese servida, junto con un poco del té que Takuya había terminado de preservar. Kagome solo había dado unos bocados antes de que no pudiera mantener su ardiente curiosidad reprimida.

—Takuya, tú viniste aquí de niño, ¿verdad? ¿A visitar a Kaede?

Takuya asintió, tragándose un bocado de arroz.

—Y muy a menudo.

—Entonces, ¿sabes qué solía haber en el bosque? —Esa sola pregunta llamó la atención de Miroku, Sango y Rin, los tres intercambiaron miradas de confusión.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sango.

—Bueno —empezó Kagome—, cuando estuve hoy en el bosque… volví a encontrar al espíritu de Kaede y me condujo a una parte del bosque que nunca antes había visto. Había unas ruinas de piedra que parecía como si no se hubieran tocado en años.

Takuya tuvo que meditar la pregunta unos instantes antes de poder responder.

—Eso debe de ser lo que queda del viejo templo.

Kagome lo miró con intriga.

—¿El viejo templo?

—Sí, ese templo había estado ahí durante siglos, transmitido en la familia. Con todas las guerras y la aldea volviéndose tan pobre, quedó en ruinas, supongo. Los bandidos robaron los tesoros que quedaron después de que la perla sagrada se quemara con el cuerpo de Kikyou y los restos se usaron para hacer reparaciones en la aldea. No creí que quedara nada —explicó Takuya—. Estaba construido alrededor del Árbol Sagrado, si lo recuerdo correctamente. Después de todo ese conflicto, Kaede trasladó el templo a la colina de detrás de esta cabaña para que la aldea pudiera protegerlo.

—¿Pasó algo malo… o incluso algo realmente bueno allí? —insistió Kagome.

Takuya suspiró, frotándose la frente.

—Tienes que recordar que solo era un niño en aquel entonces, Kagome. No recuerdo mucho más que eso.

Aunque no estaba completamente satisfecha con la información que tenía, Kagome dejó de insistir con el tema y regresó su atención a su comida. Aun así, eso no significaba que sus preguntas estuvieran silenciadas. ¿Por qué la había conducido Kaede al viejo templo? ¿Y por qué había estado allí aquel recolector de almas? Por lo menos, su reprimida curiosidad no estropeó su apetito, pero su mente estuvo de todo menos en paz durante el resto de la tarde.

Sango y Miroku se quedaron unas horas mientras las niñas jugaban, todos disfrutaron de la compañía, pero como era de esperar, las gemelas quedaron reventadas de tanta diversión y decidieron que era mejor que volvieran a su propia casa. Como los días se estaban haciendo más cortos, el anochecer llegaba cada vez antes cada día y no querían volver al frío. El único consuelo ante eso era el hecho de que, cada día, las visitas de los soldados también eran más cortas. Para cuando Miroku y Sango se marcharon con sus hijos, los guerreros se estaban poniendo en fila y marchando de regreso a las montañas al ritmo de un intenso tambor.

Kagome se apoyó en la entrada a pesar del fresco, viendo a los hombres irse, sus antorchas solo un leve brillo mientras el sonido de sus tambores se veía ahogado por la distancia. En cuando el último eco se desvaneció, un brillante punto en la esquina derecha de su visión le llamó la atención con enfermizo pavor. Un farolillo se alzaba por encima del bosque, empujado por el impredecible viento. Ni siquiera estaba completamente oscuro todavía, tonos de violeta y dorado todavía se aferraban al horizonte occidental y el cielo estaba de un intenso añil. A Kagome se le enfrió la sangre.

—T-Tengo que irme —dijo apresuradamente, agarrando su hanten y, pensándolo después, su carcaj y su arco.

—Kagome, ¿qué pasa? —preguntó Rin.

—Hay un farolillo, pero todavía hay demasiada luz fuera. Tengo que ir antes de que alguien lo vea.

Takuya se estiró para agarrarla por el codo, con ojos preocupados y suplicantes mientras intentaba retenerla.

—¡Kagome, debes esperar! Si alguien os ve a los dos…

—¡Algo va mal, Takuya! —argumentó Kagome.

—¡Más razón para ser cuidadosos!

Kagome soltó su codo de su agarre.

—Estaré bien, lo prometo. Simplemente no puedo arriesgarme. —Antes de que él pudiera discutir, Kagome se dio la vuelta y dejó la cabaña, caminando tan rápido como pudo sin llamar la atención sobre sí misma. Muchos de los aldeanos seguían fuera, pero ella asintió y les sonrió a medida que pasaba, rezando porque ninguno de ellos la parase para hablar.

Takuya salió corriendo detrás de ella, solo para detenerse cuando se dio cuenta de que en las calles todavía había vida. No podía gritarle que volviese, no sin descubrirla. Apretó el puño, ignorando intencionadamente las miradas que había recibido por salir corriendo de la cabaña tan frenéticamente.

—Solo… ¡intenta dispararles a dos o tres pájaros para nosotros, Kagome! —la llamó tras debatirse en busca de una excusa—. Necesitaremos una buena comida para tu entrenamiento de mañana.

Kagome se detuvo justo cuando estaba a punto de adentrarse en los arrozales, dándose la vuelta para mirar a Takuya.

—Lo haré —respondió.


El sol se había puesto completamente para cuando Kagome llegó al bosque, pero la luz todavía se aferraba al cielo con siluetas de líneas en las nubes. Era justo la luz suficiente para que Kagome pudiera ver claramente sin tropezar, porque los dioses sabían que ya había tenido suficiente de eso por ese día, pero estaba lo suficientemente oscuro como para que sintiera la ansiedad insidiosa de que la estaban siguiendo. Con la luna menguante alzándose más alto en el cielo, descartó su miedo y siguió adelante, aferrando su arco como si fuera una espada.

Al llegar finalmente al claro, las hojas del Árbol Sagrado seguían de un intenso carmesí en contraste con el grisáceo bosque, Kagome encontró a Inuyasha paseándose bajo sus ramas. Apenas había pasado una semana desde la primera vez que había vuelto y, aunque estaba aterrada por lo que eso pudiera significar, una parte de ella simplemente estaba feliz de verle.

—¡Inuyasha! —exhaló mientras corría hacia él, sorprendida y preocupada porque no se hubiera dado cuenta de su presencia inmediatamente—. ¡¿Qué haces aquí?! ¡Todavía hay luz, podría haberlo visto alguien! ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

Levantando la cabeza de golpe cuando Kagome corrió hacia él, Inuyasha estiró una mano libre para agarrarla por el hombro.

—Kagome, cálmate —la apremió con firmeza.

—¡No voy a calmarme, Inuyasha! —protestó Kagome—. No hasta que me cuentes qué pa… ¿quién es ese? —Su pánico no remitió, pero bajó a un lento y ardiente burbujeo mientras miraba al niño arropado contra las raíces del Goshinboku.

La expresión del hanyou de repente pesó con la culpa. Con las orejas aplastadas contra su cráneo, inclinó la cabeza mientras se hacía a un lado para revelar el rostro del niño y sus rasgos característicos a la tenue luz. Las manos de Kagome volaron a su boca, sus ojos pasaron rápidamente entre Inuyasha y el niño.

—¡¿Shippo?! —La respiración del kitsune era superficial y trabajosa, su frente estaba cubierta por un ligero brillo de sudor. Un puño cerrado en la hierba seca, el rostro contraído en un dolor constante. Eran síntomas que Kagome recordaba bien de cuando los había visto en Inuyasha. Simplemente no podía creer que este fuera Shippo, del tamaño de un niño humano con dos colas sobresaliendo de su espalda. Inuyasha se limitó a asentir en gesto de confirmación.

Los dos se arrodillaron en el suelo al lado de él, donde Kagome apoyó su cabeza en su regazo y le desató suavemente el lazo de su pelo para poder pasar los dedos por su cuero cabelludo en gesto tranquilizador.

—Inuyasha, ¿qué pasó? —preguntó de nuevo, de algún modo más calmada ahora que sabía que tenía que estarlo.

Inuyasha se movió para sentarse al lado de ella.

—El Monasterio de los Kitsune fue atacado por los guerreros de Masao mientras yo no estaba. Fue una masacre, ardió todo el lugar… —Kagome inhaló bruscamente cuando se dio cuenta ahora de dónde había salido la piel de zorro que llevaba aquel soldado. Al ver su reacción, Inuyasha se detuvo antes de que empezara a soltar los detalles horripilantes—. Lo encontré así. —Gesticulando hacia la segunda cola y al estado debilitado en el que estaba, Inuyasha suspiró y levantó la mano para frotarse el rostro con cansancio—. Creo que le dieron fuerte con ese cristal… apenas ha estado despierto desde entonces. ¿Crees que puedes ayudarle?

Kagome asintió, con su rostro dispuesto en gesto de determinación.

—Lo intentaré.

Recordando lo que Takuya le había instruido que hiciera la última vez que Inuyasha había caído ante el cristal, Kagome cerró los ojos y dejó que las manos se cernieran sobre Shippo, concentrándose en canalizar la energía con la que había meditado a lo largo del verano. No hubo ninguna luz o brillo, como con sus poderes espirituales, nada que indicase incluso que estuviese funcionando, pero Kagome pudo sentir la calidez fluyendo a través de sus palmas y entrando en el kitsune, restaurándolo inofensivamente de cualquier daño que le hubieran impartido. Inuyasha la observó tentativamente. Siempre había sido el perjudicado en esto y, por tanto, claramente estaba intrigado por la concentración pacífica y diligente de Kagome. Incluso estando cerca de ella, podía sentir la calidez y el amor irradiando de su cuerpo.

La luna se había alzado completamente en el cielo antes de que Kagome se detuviera. Un ligero sonido por parte del niño en su regazo la sacó de su trance y, aunque tuvo que negar con la cabeza y parpadear un par de veces para ver con claridad, sus cansados ojos esmeraldas mirándola fueron un inmenso alivio.

—Mmm… ¿Kagome? —graznó.

—Hola, Shippo —susurró, consciente del dolor de cabeza que debía de tener. Aun así, su sonrisa fue más que suficiente para mostrarle lo contenta que estaba porque estuviera despierto sin exclamar y causarle dolor—. Te he echado de menos. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor —murmuró, intentando asimilar sus alrededores—. Dónde… ¿E-Estamos en el Árbol Sagrado?

Kagome asintió, contentándose con masajear su cuero cabelludo y sus hombros.

—Inuyasha te trajo aquí desde el monasterio.

—¿Sí? —El niño movió su mirada cansada al hanyou que estaba al lado de ella. La propia mirada de Inuyasha se suavizó cuando Shippo levantó la vista hacia él. Kagome no debería haberse sobresaltado tanto ante su tierna expresión. Su primera reacción ante cosas como esta, especialmente en lo referente a Shippo, era quitarle importancia y hacer un comentario sarcástico o grosero, pero después del susto que le había dado el niño, no parecía tener corazón para hacerlo—. Gracias, Inuyasha —murmuró Shippo.

—Olvídalo. Lo digo en serio. —Inuyasha suspiró, estirándose para revolverle el pelo al niño cariñosamente. Shippo le dio un manotazo a su mano para apartársela, infructuosamente, ya que cayó de nuevo a su costado.

—Deberías dormir un poco —insistió Kagome.

Shippo hizo un mohín con terquedad.

—No estoy cansado.

—Mentiroso. —Kagome sonrió, inclinándose para darle un beso en la frente—. Necesitas dormir para recuperarte. Nosotros estaremos aquí mismo todo el tiempo.

Shippo estaba tan agotado que ni siquiera pudo esperar discutir y solo consiguió asentir antes de que se le cerrasen los ojos y se quedase dormido otra vez. Kagome se rio ligeramente por lo bajo ante lo rápido que se había quedado dormido. Eso solo dejaba un problema. Apartando su regazo de debajo de la cabeza de Shippo, lo situó contra el árbol y se sacó el hanten para cubrirlo con él como si fuera una manta. Para cuando pudo ponerse de pie, le dolían las piernas y la espalda, pero no le importó. Inuyasha se puso de pie con ella, pero se negó a encontrar su mirada hasta que ella se puso directamente y a la fuerza en su campo visual.

—Para con eso —dijo frunciendo el ceño.

—¿Parar con qué?

—¡Para de echarte la culpa! —susurró, intentando mantener la voz baja en lugar de gritar y despertar a Shippo—. Pude verlo desde el momento en que me contaste lo que pasó, te culpas.

—Sí, lo gracioso de esto es que es culpa mía, Kagome —resopló Inuyasha, poniendo los ojos en blanco mientras se apartaba ofendido de ella, yendo hacia el otro lado del claro.

Kagome ladeó la cadera y posó las manos en su cintura, todas las reservas sobre mantenerse silenciosa olvidadas. Nunca había sido excelente en cuanto a no alzar la voz.

—Vale, uno: no te atrevas a sacar esa actitud de tipo duro y apático conmigo, ya hemos tenido esta discusión. —Caminando detrás de él, su comportamiento se volvió gentil cuando apoyó la mano en su hombro—. Y dos: no tenías ni idea de lo que pasaría cuando te marchaste. Te marchaste para ayudar, Inuyasha.

Inuyasha apretó los dientes.

—Si hubiera sido más rápido…

—No —insistió Kagome, usando suavemente la mano en su hombro para hacer que se diera la vuelta—. No vayas por ese camino… —Suavizó la mirada—. Los y si son peligrosos. —Eran igual de peligrosos que los debería, y sabía por experiencia lo dañinos que podían ser cuando uno se sentía culpable.

Inuyasha dejó que ella le hiciera girarse, encontrando finalmente su mirada.

—No te puedes imaginar la carnicería que fue, Kagome… De verdad que creí que estaba muerto. —Bajó la cabeza—. Pensé que me echarías la culpa otra vez.

Kagome vaciló, su mano cayó de su hombro.

—¿Otra vez?

Inuyasha soltó una exhalación lenta y temblorosa.

—Como cuando murió Kaede… No debería haberla dejado sola y tenías razón.

Las lágrimas saltaron a los rabillos de los ojos de Kagome. La idea de cuánto tiempo llevaba asiéndose a eso le rompió el corazón. Avanzando para cerrar la distancia entre ellos, Kagome rodeó al hanyou con sus brazos y enterró el rostro contra su cuello.

—Inuyasha… Lo siento tanto. Nunca te culpé por la muerte de Kaede. —Se le entrecortó la voz, dándose cuenta de que él pensaba que ella, en cierto sentido, creía lo mismo que los aldeanos y aquello por lo que habían estado dispuestos a ejecutarlo.

Inuyasha se quedó paralizado.

—Tú… ¿no?

—¡No! —dijo Kagome con voz entrecortada—. Nunca podría culparte, e-es solo que estaba tan desconsolada cuando la encontramos que lo pagué contigo. Estaba equivocada, lo siento tanto. —Pudo sentir que el peso se levantaba de los hombros de él en una exhalación, el temblor en su pecho cuando correspondió inmediata y desesperadamente al abrazo. Inuyasha apretó a Kagome contra sí, rozando su rostro contra su coronilla—. Lo siento —repitió.

—Olvídalo —murmuró Inuyasha, levantando el borde de su manga para secarle las lágrimas solitarias de sus mejillas—. Lo digo en serio.

—No me digas qué hacer —replicó Kagome con un ligero empujón en broma. El tono desigual de su voz arruinó el efecto. Respirando hondo, lo soltó lentamente para calmarse—. Bueno… —empezó, simplemente intentando empezar un tema nuevo—, ¿qué es lo siguiente que vas a hacer? Ahora que el monasterio no es una opción.

Inuyasha suspiró y se frotó la nuca. Levantó la mirada a la luna menguante en el cielo.

—Hay suficientes puestos de avanzada de Masao que no tienen ni idea de quién soy. Tal vez empiece por ahí. Probablemente intente pasar desapercibido hasta que el niño se recupere.

Kagome se mordió el labio al pensar en que Inuyasha se acercase a cualquiera de los hombres de Masao después de enterarse de lo que le hicieron a la escuela de Shippo.

—Vale, solo… por favor, ten cuidado.

—No voy a hacer ninguna tontería —insistió Inuyasha—. No voy a ponerte en peligro a ti también.

Kagome asintió, pero siguió mordiéndose el labio inferior con la mirada fija en la hierba. Sin importar lo cuidadoso que fuera, siempre se preocuparía por él allí fuera. Nada cambiaría eso.

Al darse cuenta de que lo que estaba diciendo no ayudaba, Inuyasha resopló e intentó pensar en un cambio de tema, esto es, hasta que la vio mordiéndose el labio otra vez. Suficiente.

—Eh —gruñó, ahuecando su rostro en sus manos—. ¿Qué diablos te dije de hacer eso?

Sobresaltada por su reacción, Kagome se recuperó con una idea traviesa. Sonrió con falsa modestia, con su labio todavía atrapado entre sus dientes.

—¿Qué vas a hacer al respecto?

Inuyasha gruñó por lo bajo.

—Oh, haré algo al respecto. —Bajando en picado, capturó sus labios, obligando a sus dientes a soltarlo. Sonrió con satisfacción contra el beso en gesto de victoria antes de profundizarlo solo para jactarse. Kagome ensanchó los ojos, no habiéndose esperado un movimiento tan atrevido por parte de Inuyasha, pero pronto lo olvidó y lanzó sus brazos alrededor de él.

El beso fue solo interrumpido momentos más tarde por una voz bajo el árbol no muy lejos. Para ser justos con Shippo, ver a Inuyasha y a Kagome besándose no era exactamente lo mejor con lo que encontrarse al despertar.

—¡Puaj! ¡Arg! ¡¿Qué estáis haciendo?!