Trece: Adaptación.
La vida de Hally nunca había sido tan distinta. A partir del cumpleaños de su padre, se dio cuenta que había una sola cosa que extrañaba del orfanato: la compañía de otros niños. Pero eso lo compensaba reuniéndose de vez en cuando con Rose en Hyde Park, luego de pedir el permiso correspondiente. Se percató, luego de unos días, que vivir con una familia no era tan difícil para ella, pues sus padres parecían saber que le estaba costando trabajo acostumbrarse a su nueva vida y hacían cambios paulatinamente. Por ejemplo, a la hora de las labores domésticas: los tres se turnaban para cumplir con determinada tarea todas las semanas, y eso a Hally le parecía justo. La primera semana que pasó con sus padres, ellos le pidieron que se encargara de lavar los platos después de la comida y ella aceptó encantada, pues no quería pasarse las vacaciones sin hacer nada. Así las cosas, el ritmo de vida de los Potter poco a poco se fue haciendo normal, pero el segundo fin de semana que Hally estuvo en casa se le grabó mucho, porque por primera vez, supo lo que significaba ser una Potter.
—Buenos días —saludó el señor Potter, cuando su esposa y su hija bajaron a desayunar —Hice huevos y tocino, espero que les guste.
—Te levantaste temprano hoy —notó la señora Potter —¿Porqué?
—Voy a reportarme a los cuarteles —informó el señor Potter, sirviendo tres platos con huevos y tocino —Me han tenido mucha tolerancia todos estos años, pero no quiero valerme de eso para hacer lo que quiera. Además, creo que me necesitan.
La señora Potter asintió con cierto pesar.
—Ahora que lo dices, yo también tengo que reportarme al Departamento de Misterios. Me encargaron ciertas investigaciones aprovechando que estaba de viaje y debo rendir informes.
—Entonces¿no van estar en todo el día? —quiso saber Hally, ayudándole a su padre con el desayuno al servir jugo de naranja en tres vasos.
—Eso me temo —dijo la señora Potter —Y en el caso de Harry, tal vez no lo veremos en días.
Hally se puso algo triste, pero lo disimuló. Ahora recordaba que sus padres tenían empleos que habían tenido medio abandonados por la búsqueda que habían estado haciendo y no podía reprocharles que ahora quisieran retomarlos. Entonces, mientras mordisqueaba un trozo de tocino, se le ocurrió una idea.
—En ese caso¿puedo pasar el día con Rose? —preguntó.
—No veo porqué no —dijo la señora Potter —Pero quizá Luna tenga algo qué hacer. Primero voy a llamarla y luego veremos.
La señora Potter llamó a la madre de Rose después de desayunar, antes que ella y su esposo se fueran al Ministerio. Los Potter y la señora Luna tenían todas las facilidades muggles en sus casas y sabían usarlas, por lo que la señora Potter la llamó por teléfono en vez de usar el modo habitual entre los magos, ya que no era una emergencia. Habló con su amiga unos cuantos minutos, mientras el señor Potter y Hally terminaban su desayuno, y volvió al comedor al poco rato diciendo que no habría problema.
—Luna dice que el trabajo que tiene para la revista puede hacerlo en casa —dijo la señora Potter —Así que te espera en cuanto nosotros nos vayamos.
—¿Cómo se va al Ministerio de Magia? —inquirió Hally, apurando su jugo de naranja.
—De varias maneras —respondió el señor Potter —Hay una entrada de visitantes en un callejón muggle, unos magos se aparecen y otros usan la Red Flu.
—¿Y ustedes cuál usan?
—Casi siempre nos aparecemos.
Al terminar el desayuno, los Potter se cambiaron de ropa y se pusieron túnicas de magos. Hally nunca los había visto así, por lo que se extrañó un poco. Su madre llevaba una túnica azul oscuro y su padre, una marrón. Le dieron algunas indicaciones para cuando fuera a casa de Rose (como fijarse bien al cruzar las calles y cuidarse de los extraños) y acto seguido, desaparecieron frente a ella con un leve plin. Luego de que sus padres se fueron, Hally se vistió de forma muggle con una blusa y unos pantalones de mezclilla, arregló el contenido de una pequeña mochila azul que se colgó al hombro y tomando unas llaves de una mesita junto a la puerta, salió de la casa, procurando cerrar con llave. Cruzó la calle precavidamente y caminó tranquilamente hacia Hyde Park.
Para Rose, también había sido un poco extraño adaptarse al hecho de vivir con su madre, pero para ella fue más sencillo, o al menos así lo sintió. Se preguntó si sería por todas las veces que había tenido que cambiar de casa, yendo de pariente en pariente. Pero lo que de verdad la maravillaba era que su madre, a pesar de ser una excelente bruja, supiera cómo usar todo lo que tenía que ver con muggles. Como esa mañana a mediados de agosto, cuando sonó un timbre que la sobresaltó.
—Calma, Rose, es el teléfono —le dijo su madre, parándose de la mesa de la cocina. Siempre comían allí desde que la señora Luna había regresado —Ya lo has oído antes.
—Perdón —se disculpó la niña —Es que no me acostumbro a las cosas muggles.
—Tu padre quiso que las tuviéramos —la señora Luna estaba a punto de levantar la bocina del teléfono, que estaba en una mesita en el pasillo —Dijo que a veces la mejor forma de llevar una vida tranquila sin magos latosos es vivir como muggle.
Levantó la bocina, saludó y luego se puso a conversar con entusiasmo. Rose terminó su avena y se levantó de la mesa, llevando sus trastes sucios al fregadero. Cuando salía de la cocina, su madre había regresado.
—Hally vendrá de visita —le informó a Rose.
La niña saltó de alegría.
—¡Al fin, alguien con quién jugar! —exclamó.
—Bueno, pero primero ve a cumplir con tus obligaciones —le recordó su madre.
Rose asintió, subió corriendo la escalera que llevaba a las habitaciones y entró a la suya, dándole la razón a su madre en que tenía que darse prisa. Era verdad que ya llevaba más de un mes viviendo allí, pero debía admitir que el ser ordenada no era su fuerte. Se puso a tender la cama, guardar la ropa sucia que estaba en el piso en un cesto y al estar guardando las cosas del colegio en un baúl, escuchó el timbre de la puerta. Cinco segundos después, su madre la llamó.
—¡Rose! Ya llegó Hally.
Rose guardó los libros que tenía en las manos a la carrera y bajó a recibir a su amiga. Su madre y ella estaban en la sala, esperándola.
—Espero que hayas hecho lo que te dije —le dijo su madre.
—Acabo de terminar —aseguró Rose.
—Entonces las dejo, voy a estar en el estudio —la señora Luna se puso de pie —Necesito revisar los reportajes que saldrán en la revista la próxima semana y me va a llevar mucho tiempo. Rose, si se les ofrece algo, vas y me dices, pero tocas antes de entrar¿de acuerdo?
–Sí, mamá.
Las dos niñas se apresuraron a subir y entraron de inmediato a la habitación. La casa de Rose sólo tenía cuatro habitaciones y la niña había escogido la más sencilla de todas, que tenía por encanto una ventana circular de cristal multicolor que por su posición en la pared, daba la intención de estar en una buhardilla. Rose se sentó en la cama y Hally, en la silla de la mesa que le servía a su amiga de escritorio.
—¿Porqué se te ocurrió venir de visita? —quiso saber Rose.
Hally le contó que sus padres había tenido que ir al Ministerio y que a ella no le agradaba la idea de quedarse sola en la casa, sin nada qué hacer.
—Pues juntas nos divertiremos —aseguró Rose, sonriendo —Oye, prometiste que la próxima vez que nos viéramos, jugaríamos con el regalo que te dieron Frida y Ángel en tu cumpleaños¿me lo muestras?
—En realidad, no es nada del otro mundo —aseguró Hally, abriendo su mochila y metiendo la mano adentro —Es una baraja de naipes explosivos. Quería saber si tú has jugado con una, para que me enseñaras.
—¡Ah, es pan comido! —Rose miró la baraja que Hally acababa de sacar —Te enseñaré.
Las dos se pasaron un buen rato jugando cartas y riéndose cada vez que un pequeño estallido les dejaba la cara chamuscada. Al cabo de una hora, se cansaron de ese juego y Hally buscó en su mochila.
—Belle y Frank me regalaron un juego de ajedrez mágico —le dijo a Rose —Todavía no lo estreno¿jugamos una partida?
Rose asintió y la partida duró más de lo que esperaba. Rose era buena en el ajedrez mágico, pues cuando le tocó vivir con el tío Bill y su familia, él le había enseñado algunos movimientos y después de algún tiempo, podía ganarles fácilmente a su tío y a Frank. Pero no contaba con la mente rápida de Hally, la cual le hizo perder la partida en menos de diez movimientos.
—No sabía que fueras tan buena —le dijo Rose, cuando Hally estaba guardando el ajedrez —¿Dónde aprendiste a jugar?
—En el orfanato —respondió Hally —Era la forma más civilizada de pelear con Sunny¿qué no te lo conté? Cuando se cansó de fastidiarme diciéndome cosas desagradables, se le ocurrió retarme a una partida de ajedrez. Ella es muy buena, así que pensó que la tenía ganada. Me explicó las reglas básicas y nos pusimos a jugar, pero la vencí y cada vez que tenía oportunidad me retaba, diciéndome que ahora sí me iba a ganar. No tengo que decir que nunca lo consiguió.
Rose soltó una carcajada y entonces se escucharon unos golpes en la ventana. La niña se levantó, se subió a un banco de madera y alcanzó la ventana circular, abriéndola. Se hizo a un lado al ver que una lechuza blanca entraba a la habitación, con un pergamino atado a la pata.
—¿Es tu lechuza? —le preguntó Rose a Hally, volviendo a su lugar en la cama.
—Sí, es Snowlight —respondió Hally, cuando el ave se le posó en el hombro —Debe traerme la respuesta de Sunny, ya era hora.
Le quitó el pergamino de la pata, le acarició la cabeza y la llevó cerca de la ventana.
—Vete a casa —le dijo suavemente —Ahí tienes comida. Yo iré en un rato.
La lechuza movió la cabeza, como si asintiera, y salió volando por la ventana.
—De verdad que esa Sunny me sorprende bastante —comentó Rose, observando a su amiga leer la carta —De no haberla visto en el callejón Diagon, defendiendo a tu familia, nunca lo hubiera creído.
—Ya te conté lo que le ha pasado —Hally acabó la lectura y guardó el pergamino en una bolsa de la mochila —Es lógico que después de lo que ha vivido, sea algo gruñona.
—Eso sí. ¿Y qué te cuenta?
—Que Snape sigue siendo un ogro para ella —respondió Hally, sonriendo —Todavía no se acostumbra a vivir con él. Si por ella fuera, regresaría al orfanato ahora mismo, pero cree que luego no volverá a tener una oportunidad así. A veces creo que está loca.
—Ya somos dos —afirmó Rose —No es mala, pero sí bastante astuta. No me extrañaría que quedara en Slytherin.
—Eso no se sabe hasta estar en el colegio —le hizo ver Hally.
—Sí, lo sé, pero sólo es un pronóstico. Puede ser que me equivoque.
Sunny no la estaba pasando bien, pero tampoco mal. A decir verdad, no podía definir si su vida estaba mejor o peor que en el orfanato, porque el estar al cuidado de Severus Snape tenía muchos contras, pero por cada uno, Sunny hallaba un pro que no podía evitar notar.
Por ejemplo, los primeros días la niña desayunaba lo que el profesor era capaz de cocinar, que casi siempre no era otra cosa que avena aguada. Sunny se hartó de ella pronto y un día se levantó muy temprano y quiso un desayuno que se le había antojado desde hacía días: hot cakes. En el orfanato le habían enseñado a hacerlos, así que en cuanto vio que su tutor tenía los ingredientes necesarios en su alacena, se decidió. Para cuando Snape entró al comedor, ella ya estaba desayunando y hasta le había preparado algunos. El profesor la miró con el entrecejo fruncido, pero se sentó y tomó su desayuno sin reparos para luego salir de la casa sin decir siquiera gracias. Para Sunny, el ver que podía desayunar lo que quisiera sin ser regañada era un pro, pero el contra estaba en que tenía que hacer la comida ella misma. Pero como le parecía que el beneficio era mayor que el perjuicio, procuró levantarse temprano todos los días, a partir de entonces, para hacer el desayuno.
Ése era sólo un ejemplo, pero había muchos más. La casa era otro. Era una casa pequeña y sencilla en Bloomsbury, lo que a Sunny le agradaba porque tenía cerca el Museo Británico. A ella siempre le habían encantado los museos, desde que era pequeña y se había colado a uno al huir de sus padres, antes de llegar al orfanato, asombrándose con todas las cosas bellas que otras personas eran capaces de hacer. La casa de Snape parecía que nunca había sido sacudida y ordenada como debía ser, por lo que Sunny, poco a poco, había intentado arreglarla desde que llegó. Abría las cortinas por la mañana, luego que su tutor salía a hacer cosas que ella ignoraba (y que la verdad ni le interesaban) y buscaba qué hacer para mejorar el entorno. No sabía si Snape se daba cuenta de lo que hacía o no, pero como el profesor no le dirigía la palabra mas que para lo indispensable, pues eso era lo bueno del asunto. Lo malo era que se sentía como sirvienta, pero eso era lo de menos, porque se divertía cambiando cosas de lugar, jugando con las cortinas al dejar entrar y salir la luz del exterior y sintiendo que esa casa era más suya que del profesor que la cuidaba.
Lo que no sabía era que todas sus acciones eran seguidas de cerca por el profesor Snape y que él sí se daba cuenta de lo que hacía. Por la noche, cuando regresaba de sus labores, se percataba de que sus muebles habían sido ligeramente cambiados de sitio, que las cortinas estaban sin polvo y que sus papeles, normalmente tirados por cualquier parte de la casa, estaban amontonados con cierto orden en el escritorio de su estudio, al fondo de la casa. Además, Sunny había tomado como afrenta personal que nunca hubiera en la casa más comida que la que él se le antojaba preparar, por lo que cocinaba cosas sencillas que la satisfacían e incluso, dejaba algo de comer para que él cenara. De verdad que esa niña era extraña, pues en lugar de quejarse o algo, hacía lo que fuera para pasarla lo mejor posible, le gustara a él o no. Así que decidió, cosa rara, darle un premio, pero para eso tendría que saber lo que le gustaba. Y para eso, admitió con pesar, tendría que convivir más con ella.
Una mañana, a fines de agosto, Sunny se levantó temprano como de costumbre y se dirigió a la cocina para preparar el desayuno. Ese día quería algo sencillo, y pensó que uno poco de pan tostado con mermelada y té estaría bien. Se puso a trabajar, mirando de vez en cuando la cocina con una ligera sonrisa de orgullo. El día anterior había organizado y limpiado la cocina y tenía que aceptar que no le había quedado tan mal. A los cinco minutos, cuando ya tenía todo listo en la pequeña mesa redonda, vio que Snape entraba, cosa que la asombró al ver el reloj de pared de la cocina. Se había levantado temprano para ser un domingo.
—Buenos días —saludó la niña, sabiendo que no le contestaría.
Al sentarse, casi se asusta cuando escuchó la voz de Snape decir.
—Buenos días.
Sí que aquel día estaba comenzando de manera extraña, o al menos eso creía Sunny. No le dio mayor importancia y comió su desayuno sin hacer mucho ruido. Cuando terminó, llevó sus trastes sucios al fregadero y se puso a lavarlos. Oyó que Snape se ponía de pie, pero no escuchó pasos en dirección a la puerta, señal de que seguía allí.
—¿Qué va a hacer hoy, Wilson? —oyó que le preguntaba.
Sunny no volteó a verlo, pero estaba muy asombrada. Desde que vivía allí, nunca se lo había preguntado. Terminó de lavar la taza donde había tomado su té y la colocó con cuidado en el escurridor. Luego tomó el plato, pensando en si aquella era para Snape una forma de iniciar una conversación. Decidió seguirle la corriente con cautela.
—Supongo que lo mismo de siempre —dijo —Quedarme encerrada aquí.
—Y ordenarlo todo —agregó Snape.
Así que sí se había dado cuenta. Sunny sonrió y volteó la cabeza.
—Sí, ordenarlo todo estaría bien —confirmó.
—¿No tiene nada mejor qué hacer?
Sunny puso el plato limpio a un lado de la taza y se secó las manos con un trapo.
—Creo que no, esta casa es muy aburrida. No hay siquiera una fotografía; ni qué decir de una pintura o un buen libro.
Snape frunció el entrecejo. Todo eso le dio una idea, sólo rogaba que fuera buena.
—Hoy no tengo trabajo —comenzó —Y usted no tiene nada mejo qué hacer, así que... Aquí cerca hay un lugar que a los muggles les resulta interesante, con varias de esas cosas que nombró: fotografías, pinturas y creo que libros también. Wil... Sunny...
Ahora sí que Sunny casi se desmaya. Era la primera vez que Snape la llamaba por su nombre¿pues qué le pasaría por la cabeza?
—La llevaré al que llaman el Museo Británico —soltó Snape por fin, aunque parecía que le costaba un trabajo enorme decir aquello —Así que arréglese antes de que me arrepienta.
Sunny no pudo reprimir una sonrisa de alegría en su retraído rostro al tiempo que salía corriendo de la cocina y subía a su habitación, la cual estaba en la primera puerta junto a las escaleras. Aunque le parecía algo extraño y descabellado lo que acababa de suceder, no iba a perderse la ocasión de ir al Museo Británico. Se vistió con la mejor ropa muggle que tenía, que era poca, y bajó tan deprisa que casi se cae por las escaleras. Encontró a Snape en la sala, sentado en un sofá, ya vestido con ropa muggle negra, muy parecida a la que había usado para ir a recogerla al orfanato.
—No es por nada —se atrevió a decirle —pero estamos en verano. Se va a acalorar mucho con la ropa de ese color.
Snape miró a Sunny de arriba abajo y recordó que no se había tomado la molestia de comprarle a la niña más ropa que la que necesitaba para el colegio. Se puso de pie, sacó su varita y con un movimiento circular, señaló su ropa. Al segundo siguiente había cambiado de ser negra a ser verde oscuro.
—Eso ya es algo —dijo Sunny, encogiéndose de hombros. Notó que su ropa, al lado de la de Snape, se veía más deslucida que nunca, pero no dijo nada —Oiga¿está seguro de esto¿Ha ido al museo alguna vez?
—Sí, estoy seguro, y no, nunca he ido. Pero vámonos.
Salieron de la casa y caminaron en silencio un buen rato bajo el sol del verano hasta llegar a las afueras del museo. Entonces Snape vio que Sunny tenía la misma expresión que cuando había contemplado la entrada al callejón Diagon. Una de asombro y deleite por las maravillas que otras personas eran capaces de hacer. No sabía porqué, pero por un momento pensó que quizá el ser tutor de una huérfana como Sunny Wilson no sería tan malo después de todo.
—Después de dar una vuelta —le dijo a la niña, antes de entrar al museo —Podemos ir de compras. Esa ropa muggle que trae ya está muy vieja.
Sunny lo vio y sonrió con ironía.
—Sí, claro —contestó, cambiando la ironía de su sonrisa por tristeza —Como diga.
Entonces Snape pensó que se comportaba como un verdadero tonto, pero lo olvidó pronto al preguntarse porqué Sunny había parecido triste.
Al regresar a casa, Sunny subió lentamente la escalera, por lo cansada que estaba y las bolsas que cargaba. Para su sorpresa, Snape había cumplido su palabra y luego de dar una vuelta de dos horas por el Museo Británico y la parte de la Biblioteca Británica que albergaba, la había llevado de compras a un pequeño centro comercial cercano, donde ella pudo comprarse muchas cosas: vestidos, faldas, blusas, pantalones y unos pares de zapatos. Guardó todo lo mejor que pudo en el estrecho armario y bajó a buscar algo para cenar. Pero por enésima vez en el día, se sorprendió al encontrar a Snape cocinando. Deseando no indigestarse, se fue a esperar a la sala hasta que el profesor la llamó.
—Todo listo —dijo.
La cena no estuvo tan mal, consistente en un poco de sopa espesa con verduras e incluso hubo postre: panqué de almendras. Cuando terminaron, Sunny lavó los platos como siempre y dio las buenas noches, pero no se molestó cuando no escuchó respuesta. Se fue directo a la cama y se quedó dormida en poco tiempo, lo que Snape aprovechó para ir a su estudio y buscar algo en un cajón que cerraba con un hechizo. Lo abrió y extrajo de él una carpeta gruesa que el director del Orfanato Greenwich le había entregado. Era el expediente de Sunny, que nunca se había tomado la molestia de leer. Allí, en palabras muy frías, supo la historia de aquella niña arisca, indómita y orgullosa. Se estremeció ligeramente al hallar cierto parecido entre el pasado de esa niña y el suyo. También ahí halló la explicación a la costumbre de Sunny de arreglarlo todo y de porqué sabía valerse por sí misma: era porque cuando vivía con sus padres, tenía que ser así para evitar un regaño o un golpe.
Al saber todo eso sobre Sunny, por primera vez en mucho tiempo Snape sintió compasión por alguien. Y todo porque sintió que se estaba viendo en un espejo.
