Treinta y dos: Patán a la vista y asesino fugitivo.

Las calles de muchas ciudades en los días cercanos a la Navidad se ven llenas de personas. Personas que van de compras, personas que van a sus casas con los brazos cargados de regalos que darán en los próximos días, personas que se visitan unas a otras... En cada uno de los hogares de los hermanos Weasley el ambiente era festivo, pero distinto al de sus vecinos muggles. Ellos se estaban preparando para la reunión familiar que tendría lugar en La Madriguera y una semana antes de ésta, una noche con frío viento, todos tenían una reunión en casa de Fred y Angelina Weasley, para discutir los últimos detalles. En tanto, Frida y Ángel se distraían en sus respectivas dormitorios, pues ninguno de sus primos había acompañado a sus tíos a la reunión. Mientras Ángel leía con concentración, Frida estaba muy atareada redactando una carta. Aunque la carta sólo ocupaba medio pergamino, no le importó, porque decoró la mitad restante con un sencillo dibujo de Navidad. Al terminar enrolló el pergamino, lo selló con un hechizo que había aprendido el verano pasado y salió de su dormitorio con la carta en la mano, rumbo al dormitorio de su hermano. Llamó a la puerta.

—Pase —dijo la voz de Ángel con timbre distraído.

Frida abrió la puerta, entró a la habitación y la recorrió con la mirada, haciendo un gesto de desaprobación. Ángel siempre había sido un desorganizado y eso se reflejaba en el desorden que reinaba en el cuarto, con ropa, juegos y libros tirados en el suelo, en la cama y hasta encima del armario. Lo único que estaba medianamente decente era el escritorio y todo porque Ángel tenía un espacio para escribir y otro para la jaula de su lechuza negra, que en aquel momento estaba dormida con la cabeza bajo un ala.

—¿Qué quieres? —quiso saber Ángel sin levantar la vista, echado en su cama boca abajo, leyendo el contenido de un largo pergamino.

—¿Podrías prestarme a Chaos? —preguntó Frida, viendo a la lechuza de su hermano.

—Tengo que contestar esto —respondió Ángel, agitando el pergamino que leía —Pero como todavía no acabo de leerlo, no hay problema si prometes regresármela pronto.

—Es que no sé cuánto se vaya a tardar en regresar —replicó Frida, dudosa.

Ángel levantó la vista de su lectura y miró a su hermana perspicazmente.

—¿Pues a dónde va tu carta? —quiso saber.

Frida se encogió de hombros y espetó.

—No creo que te interese, son cosas de chicas.

Ángel no preguntó más y volvió su vista al pergamino que leía al tiempo que decía.

—Sabes que puedes usar a Chaos siempre que quieras, pero la necesitaré pronto.

—No, mejor le pediré a Dean que me mande a Némesis —repuso Frida —Para que tengas a Chaos disponible. De todas formas, gracias. Oye¿quién te envió esa novela?

Ángel frunció el entrecejo, como si se hubiera molestado, y se limitó a contestar.

—Rebecca Copperfield.

—¿Quién? —exclamó Frida, incrédula. Rebecca Copperfield era una alumna de su curso, de la casa Hufflepuff, amiga de Scarlett Mitchell. Frida y Gina siempre la habían considerado una chica demasiado seria y tímida, pero lo que no podían negar era su gran intelecto y el hecho de que era la única que podía detener a Mitchell cuando iba a cometer tonterías —¿Es en serio, Ángel?

Ángel asintió y siguió leyendo.

—¿Porqué no me habías contado que estabas tratando a Copperfield? —inquirió Frida.

—Porque es reciente —respondió Ángel, dejando a un lado el pergamino que leía —Cuando hicimos aquel trabajo por parejas para Cuidado de Criaturas Mágicas el curso pasado. Te sorprendería todo lo que habla cuando entra en confianza. Es divertida.

—¿Aunque sea amiga de Mitchell? —repuso Frida entonces.

—Ella sabe cómo es Mitchell —Ángel sonrió —Una vez bromeó diciendo que si no fuera por ella, Mitchell se caería al lago cada vez que quiere ver de cerca al calamar gigante.

—Entonces... ¿te gusta, Ángel?

El joven lo pensó un rato. Frida lo miraba con atención, esperando su respuesta.

—Creo que sí —contestó Ángel por fin —Ya te lo dije, es divertida. Además de bonita y lista¿qué más podría pedir?

Frida se sentó en el borde de la cama, cerca de su hermano, pues la respuesta que le había dado tenía cierto aire triste.

—¿Y estás saliendo con ella? —preguntó.

Ángel soltó un suspiro y miró el pergamino que había estado leyendo con nostalgia.

—Eso quisiera, pero me temo que no —declaró el muchacho —Cada vez que quiero invitarla a salir, surge algo que me lo impide. La última vez que lo intenté, se apareció Ripley y la invitó al fin de semana en Hogsmeade que tuvimos antes de las vacaciones. Rebecca aceptó ir con él porque la halagó su invitación. No sé qué le ven las chicas a Ripley, ni que fuera la gran cosa.

—¿Ripley? —se extrañó Frida —¿Jack Ripley, de Ravenclaw?

Ángel asintió. Frida se puso de pie de un salto.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Ángel, extrañado.

—Tengo que escribir otra carta —respondió Frida, saliendo de la habitación —Y pedirle a Dean que me preste a Némesis lo más pronto posible. Ese Ripley se pasó de la raya.

—¿De qué estás hablando?

Pero Ángel no obtuvo respuesta, pues su gemela salió de su dormitorio como vendaval.


—¡Qué vendaval! No es buen momento para salir rumbo a Inglaterra.

Penélope Weasley, la viuda de Percy Weasley, estaba alistándose para viajar sola a su país pocos días después. Siempre iba en escoba, partiendo de noche desde un campo en las afueras de Madrid, donde vivía, pero siempre había sido en compañía de su hija. Pero no esta vez, pues a Penny se le habían presentado algunos imprevistos en el Ministerio de Magia español y no saldría de vacaciones hasta dentro de tres días. Tía Penélope y su hija serían hospedadas aquel año por George y Alicia Weasley y estaba previsto que llegaran al día siguiente, pero Penélope había mandado una lechuza diciendo que Penny llegaría después a la reunión familiar debido a su trabajo. La mujer se recogió su largo cabello rizado en una cola de caballo para que no le estorbara durante el trayecto, aseguró su equipaje a la cola de su escoba, le echó un encantamiento desilusionador y agradeció que la noche fuera nublada y que ella fuera bien abrigada. Podría ir por encima de las nubes para no ser vista por los muggles y a la vez evitar una posible tormenta de nieve. Montó en su escoba, dio una fuerte patada al suelo y se elevó enseguida. Atravesó las frías nubes, se coló por encima de ellas y voló horas sin contratiempos.

Por lo cerca que estaba Inglaterra, para el amanecer ya había atravesado la mayor parte del mar y algunas costas francesas, para tener a la vista las costas de su país. Sonrió levemente y se dispuso a echarse a sí misma un encantamiento desilusionador para pasar desapercibida cuando un rayo de luz verde pasó a su derecha, muy cerca de ella. Lo esquivó sin intención, al virar para dirigirse a la casa de su cuñado, pero al ver el rayo se sobresaltó y volteó lo más que se atrevió hacia atrás. Un hombre con una gruesa capa negra, con la cara cubierta por una máscara, volaba a gran velocidad y tenía la varita en alto, bien sujeta en la mano derecha. Cuando el hombre movió de pronto la cabeza a un lado, Penélope creyó ver una especie de mechón de cabello, pero no tuvo tiempo de averiguar de qué color era porque decidió que debía echarse el encantamiento desilusionador. Lo hizo lo más rápido posible y cuando surtió efecto, tomó inmediatamente un camino diferente, para distraer al que la venía siguiendo. No le quedó de otra mas que ir hacia las afueras de Londres en vez de dirigirse a Liverpool, donde vivían George y Alicia. Al irse alejando, volvió la vista y se percató que el individuo de la máscara iba por el camino que ella debió haber seguido, el que llevaba a Liverpool. Se preguntó quién podría ser y porqué la habría atacado de esa forma. Decidió que en cuanto estuviera en Londres, iría directo a casa de otro de sus cuñados para informarle lo sucedido y pedirle ayuda. Iría con su cuñado Ron... y el mejor amigo de éste, Harry Potter.


Hally ayudó todo lo que pudo a preparar los regalos de Navidad en compañía de sus padres. Habían ido de compras al callejón Diagon y a algunas tiendas muggles en los pasados días y la niña había escogido lo que le pareció mejor para cada uno de sus seres queridos. Miró los regalos en su cama, perfectamente envueltos, y sonrió complacida. Ahí estaba el regalo de Rose, envuelto con papel metálico rojo. A su derecha estaba el regalo de Danielle, que era pequeño y cuyo papel era metálico también, pero de color verde. El regalo de Ryo, de papel azul, tenía cierta forma irregular, al igual que el regalo de Amy, envuelto en papel amarillo brillante. El de Sunny lo había envuelto en papel plateado decorado con flores, pues sabía que a pesar de su carácter le gustaban mucho las plantas (no por nada Herbología era de sus materias favoritas) y estaba segura de que se alegraría mucho al recibir el obsequio. El regalo de Walter, envuelto en papel verde oscuro, estaba junto a uno que tenía un papel plateado decorado con nochebuenas rojas, unas vistosas flores típicas de la temporada que eran muy apreciadas en América en esas fechas. Ése era el regalo para Henry. Y aparte de dos cajas casi idénticas envueltas en papel rojo que eran para sus padres, Hally tenía un regalo más: uno envuelto en papel azul lavanda, para Val. Hacía mucho que no la veía y quería demostrarle con el regalo que no la había olvidado. Esa tarde, unos tres días antes de Navidad, estaba terminando de hacer unas tarjetas cuando escuchó ruidos en la planta baja. Dejó sus lápices de colores y salió de su dormitorio, pensando que tal vez sus padres habían llegado a casa antes de lo previsto. Le habían avisado que tenían una reunión imprevista en el Ministerio y que quizá llegarían tarde.

—¿Papá? —llamó, llegando al recibidor —¿Mamá?

—¿Hally? —le respondió una voz, pero no era su padre ni su madre —¿Eres tú?

La voz venía de la sala, así que Hally entró. Se encontró con Ron Weasley y una mujer de largo cabello rizado que se le hizo familiar. Ambos tenían las túnicas llenas de hollín y por las llamas verdes que ardían en la chimenea, Hally supuso que usaron polvos Flu.

—¿No están tus padres, Hally? —preguntó el señor Ron, mirando alrededor como si esperara que sus amigos salieran de alguna habitación contigua —Necesito hablarles.

—Están en el Ministerio —informó Hally enseguida —Tuvieron una reunión o algo así.

—¡Rayos! —soltó el señor Ron, mirando a la mujer que lo acompañaba —Lo había olvidado, se supone que yo debo estar allá. Penélope¿porqué no vas a casa y te quedas con Luna? Yo iré al Ministerio para ver qué puedo hacer.

¡Claro! Al oír aquel nombre, Hally recordó dónde la había visto. Era tía Penélope, la viuda de Percy Weasley. Asistió a su fiesta de cumpleaños con su hija Penny.

—Hally, disculpa la molestia —dijo el señor Ron, y acto seguido se desapareció.

La niña observó por un instante a Penélope Weasley antes de que ésta considerara prudente retirarse. Sacó una pequeña bolsita de piel de un bolsillo, de la cual extrajo una pizca de polvos brillantes, y se volvió a la chimenea.

—Fue un placer saludarte, Hally —dijo tía Penélope, para acto seguido arrojar los polvos a la chimenea, donde hicieron que las pequeñas llamas verdes crecieran. La mujer se introdujo en la chimenea y gritó —¡Casa de Ronald y Luna Weasley!

Enseguida, se escuchó un estrépito y la mujer desapareció. Hally se preguntó qué nuevo acontecimiento habría pasado para que Penélope Weasley estuviera en Londres. Rose le había dicho que su tía se quedaría con sus tíos George y Alicia en Liverpool, junto con su prima Penny.

—Tengo un mal presentimiento —musitó Hally, antes de volver a su dormitorio.


Sunny estaba pasando unas vacaciones bastante aburridas en Irlanda. La chiquilla no había conocido muchos lugares de aquel país que tenía un clima lo suficientemente templado como para que no nevara mucho en invierno. La señora Drake la ponía a hacer las tareas domésticas, cosa que representaba su única distracción, pero de ahí en fuera debía estar quieta y callada. A Sunny no le quedaba de otra mas que encerrarse en el dormitorio que su abuela materna le había asignado (un diminuto cuarto al final del pasillo del primer piso al que no le entraba luz, pues carecía de ventanas) y se paseaba por el interior como león enjaulado. Hubiera deseado conocer las calles y los lugares de interés de aquel país, sobre todo los museos, pero era imposible. La señora Drake no pasaba mucho tiempo en casa, pero dejaba puertas y ventanas tan bien aseguradas que era imposible salir cuando ella no estaba, lo que ponía a Sunny de mal humor. Lo único bueno de todo aquello era que la señora Drake, en una de sus escasas salidas, la había llevado al callejón Celta, la calle mágica de Irlanda del Norte, y le había comprado una lechuza como regalo anticipado de Navidad. El ave era de plumaje castaño, con el pecho claro y moteado, y grandes ojos entre castaños y amarillentos. Decidió llamarla Nutty, pues su color le recordaba a las nueces, que tanto le gustaban. Con la lechuza a su completa disposición, se dedicó a hacer tarjetas navideñas para todos sus amigos y unos dos días antes de Navidad, las envió con Nutty a la oficina de correos del callejón Celta. Esperaba que el dinero que enviaba junto con las tarjetas fuera suficiente para costear el envío y cerró la única ventana que podía abrir, la de la habitación de la señora Drake, pues sabía que la lechuza se tardaría en volver. Estaba oscureciendo y seguramente se entretendría en el camino de vuelta cazando su cena.

Sin saberlo, alguien en la calle había visto salir a la lechuza y distinguió que se dirigía al callejón Celta. Esa persona, protegida por un largo abrigo muggle negro y un sombrero del mismo color calado en su cabeza, caminó con toda calma hasta un pequeño callejón desierto y sin previo aviso, desapareció. Reapareció a calles de distancia, en el norte de Belfast, a la entrada de un callejón, compuesta por un arco de piedra en cuya parte superior había una cruz celta. La mayoría de la gente pasaba por allí y no le prestaba atención al arco ni a la cruz, como si no pudieran ver esos objetos o tuvieran prisa por llegar al cercano Donegall Square, en el centro de la ciudad. El hombre atravesó el arco y se encontró con una animación y una multitud que desde el exterior no eran visibles. Estaba en el inicio del callejón Celta.

—Veamos qué hallamos —musitó en voz baja, en un tono amable, y comenzó a andar.

El callejón Celta se parecía mucho al callejón Diagon en Londres, pero la diferencia era que aquí, varias de las tiendas tenían la misma cruz celta que el arco de la entrada, indicando que los dueños eran descendientes directos de druidas. De hecho, varias de las cruces celtas en los comercios eran acompañadas por un torque (una especie de collar celta) en su parte superior, hecho de algún metal precioso, para dar a entender que la familia venía de un clan druida muy importante. El hombre del largo abrigo miraba aquellas cruces con indiferencia, pensando que a los magos y brujas irlandeses les importaba mucho el venir de una casta druida. Luego de unos quince minutos, llegó a las puertas de la oficina de correos, que tenían una cruz celta en la parte superior coronadas por un torque de oro. La familia que manejaba el correo debía ser de las más tradicionales y famosas para que el torque fuera dorado, pues ese metal era privilegio de pocos. El hombre entró y no le sorprendió encontrar el lugar lleno. La Navidad estaba cerca y muchos magos tenían intención de mandar regalos y tarjetas a parientes y amigos a los que no podrían ver debido a las fiestas. El hombre caminó cuidadosamente entre las filas de personas hasta llegar a un rincón donde se hallaban las lechuzas que llegaban a depositar algún envío. De inmediato reconoció la lechuza de Sunny y discretamente, se acercó a ella y quitándole despacio un morralito de piel de una pata, sacó el dinero mágico que contenía y lo contó. Acto seguido, miró un cartel cercano donde se indicaban los precios especiales por la temporada y al hacer cuentas rápidamente, el hombre sacó algunos galeones de su bolsillo y los depositó con lo demás en el morralito, atándoselo de nueva cuenta a Nutty. La lechuza ululó con aire confuso, pero se quedó en su sitio y el hombre, luego de eso, salió del local. Paseó otro buen rato por el callejón y al pasar por una tienda de cocina mágica se detuvo. Se imaginó que allí podría encontrar algo interesante y a pesar de que el cartel indicaba que pronto cerrarían, entró. El lugar estaba lleno de artefactos y libros de cocina, lo que hacía difícil una elección. Apenas se ponía la mano en un molde encantador en forma de escoba para pastel cuando se veía más allá un libro de recetas de dulces insólitos. El hombre miraba a todas partes sin saber por cuál artículo decidirse, pero en ese momento una voz suave lo sacó de sus pensamientos.

—Disculpe, señor¿puedo ayudarle en algo? Estamos a punto de cerrar.

El hombre alzó la vista de un libro especializado en galletas y se encontró con una mujer de aspecto joven, de piel blanca, largo cabello negro con unas cuantas canas peinado en una trenza y ojos verdes de un tono muy vivo. Su túnica era verde oscuro y en el cuello portaba un torque de oro adornado con unos cuantos dijes de plata en forma de estrellas. Tal torque sólo era señal de que la mujer era de una familia irlandesa con antepasados druidas notables.

—Sólo estoy mirando —respondió el hombre, un tanto nervioso. No podía negar que la mujer era muy bella, lo que lo intimidaba un poco.

—Pues si necesita ayuda, avíseme. Con su permiso.

La mujer se fue al mostrador y se colocó detrás del mismo, de donde tomó un libro que estaba abierto de par en par y se puso a leer. En ese instante, la campanilla de la puerta sonó, anunciando la entrada de otro cliente. El otro cliente era un hombre de cabello rubio rojizo entrecano, muy alto y de ojos azules. Se dirigió directamente al mostrador.

—Edna¿qué tal? —saludó el hombre con una flamante sonrisa —Espero que ya estés por cerrar la tienda, porque quiero llevar a cenar a tu amiga. A ver si hoy sí acepta.

La mujer, sin quitar la vista del libro, frunció levemente el entrecejo. Miró el torque de oro con dijes dorados en forma de soles que el individuo portaba al cuello con repulsión.

—Señor O'Conell, le agradecería que dejara a mi amiga en paz —dijo la mujer tranquilamente, leyendo su libro —Como verá, tengo un cliente —señaló al hombre del abrigo negro, que en ese instante vagaba por la sección de recetarios —No puedo cerrar.

El señor O'Conell, visiblemente frustrado, le dirigió una mirada de desdén al hombre que se paseaba entre las estanterías y se volvió hacia la mujer del mostrador, quien seguía impasible disfrutando de su lectura. Salió de la tienda con paso rápido, dejando a la mujer y al del abrigo negro a solas en la tienda. Cuando se cerró la puerta tras él, la mujer suspiró notoriamente, dejó su libro y corrió a la puerta de cristal para ver hacia el exterior.

—Parece que se fue —musitó, pasándose una mano por la frente —No sé porqué no deja de venir. Disculpe, señor —se volteó hacia el hombre del abrigo, que había dejado de curiosear un poco para observarla con atención —Sé que esto sonará raro, pero... ¿me acompañaría a casa luego de que cerrara? No sé si se habrá fijado, pero ese hombre es muy desagradable.

El hombre de negro frunció sus castañas cejas y se encogió de hombros.

—No tengo nada mejor qué hacer —contestó. De pronto, recordó —Disculpe¿podría decirme qué me recomendaría para una niña de once años? Me lo encargaron para...

—Déjeme adivinar: un regalo de Navidad —la mujer sonrió —Es lo único que buscan en esta época del año.

La mujer se paró frente a la estantería, recorrió los libros de cocina con la mirada y tras unos segundos, sacó un libro delgado y de pastas verdes.

—Éste estará bien —se lo entregó al hombre —Es de recetas muggles, pero con ingredientes mágicos fáciles de manipular que les dan un sabor genial. ¿Se lo lleva?

El hombre revisó el libro antes de sonreír, lo que causó una grata opinión en la mujer.

—Linda sonrisa —comentó —En fin¿se va a llevar el libro?

El hombre, un tanto sorprendido por el comentario sobre su persona, asintió. La mujer fue al mostrador, hizo su libro a un lado y empezó a envolver el libro para regalo. El hombre se acercó y pudo distinguir el título del libro que la mujer había estado leyendo: El retrato de Dorian Grey.

—Ésa es una novela muggle —soltó sin querer, con la vista fija en el libro.

—Lo sé —repuso la mujer, extendiéndole el libro ya envuelto —Me gusta mucho la literatura muggle, es sumamente interesante. ¿Podría esperarme afuera mientras cierro?

El hombre asintió y luego de pagar el libro, salió del local. Se colocó en un costado de la puerta y en menos de cinco minutos la mujer estaba afuera, con una capa verde en el brazo, seguida por otra mujer cuyo rostro estaba cubierto por una capucha roja. Las dos mujeres susurraron un momento y cada una tomó un camino diferente. Al poco rato la mujer de ojos verdes y su acompañante improvisado empezaron a caminar, notando que varios de los locales que normalmente cerraban a esas horas, por la temporada se mantenían abiertos más tiempo.

—Oí que su nombre era Edna —dijo el hombre de improviso, para iniciar una charla, cuando cruzaban el arco de piedra con la cruz celta hacia la calle muggle —¿Es cierto?

—Sí, me llamo Edna —la mujer sonrió sutilmente —Edna O'Flahertie, para servirle. ¿Se puede saber quién es usted? Me parece ridículo haberle pedido a un completo extraño que me acompañara fuera del callejón Celta. Generalmente cuando se aparece el idiota de O'Conell le lanzo el encantamiento silenciador para que deje de hablar.

El hombre contuvo una carcajada con cierta sorpresa. Hacía mucho tiempo que no había sentido ganas de reír, pues su vida no era precisamente un repertorio de buenas experiencias. En últimas fechas, se había sorprendido sonriendo ante las ocurrencias de ciertos niños de once años y el cambio de carácter de determinado ogro, pero de ahí en fuera no había sentido el impulso de reír. Se quedó callado, lo que a Edna O'Flahertie le pareció algo extraño.

—Perdón¿dije algo malo? —preguntó.

El hombre se acomodó el sombrero y con su brazo ocultó una vaga sonrisa.

—No, no dijo nada malo. Es que me quedé pensando en otras cosas.

—No ha contestado mi otra pregunta —le hizo notar Edna —¿Quién es usted?

El hombre se quedó callado de nuevo, mientras ambos cruzaban a paso sereno Donegall Square en esos momentos. Edna frunció el entrecejo, tratando de ver bien el rostro de su acompañante. Cuando lo logró, se quedó sin habla y sin previo aviso, al segundo siguiente soltó una exclamación ahogada.

—¡Remus!

El hombre volteó a verla bruscamente, lo que provocó que un soplo particularmente fuerte de aire frío le volara el sombrero, pero eso no le preocupó. Lo que le preocupó fue que los ojos de Edna O'Flahertie, antes verdes, ahora eran de un color azul grisáceo poco común y su cabello se estaba poniendo castaño. Sólo había visto una persona así en toda su vida y la última vez que lo hizo, creyó que su aliento, así como el brillo de su mirada, se había extinguido para siempre.

—¡Heather! —musitó.