Treinta y seis: Reuniones familiares.

El profesor Lupin le dirigió una mirada a Heather y luego a Magnolia, pero ninguna de las dos lo miró mientras él saludaba a Jimmy, el hijo de la segunda, y a la familia de éste. El hombre era sorprendentemente alto, con su cabello negro muy brillante y bien peinado hacia atrás y agradable rostro. Era evidente que cualquier mujer se enamoraría de él. Por la forma de vestir de la señora Casiopea, dedujo que era muggle y se preguntó cómo habían acabado casándose. Al saludar a Procyon, recordó que lo había visto antes, en la ceremonia de Selección de Hogwarts y también en los interrogatorios sobre las intrusiones a los dormitorios de primer año. Viéndolo bien, seguía recordándole a alguien. El problema era que no sabía a quién.

—Hace mucho que no lo veía, profesor —comentó Jimmy luego de las presentaciones, cuando pasaban a la mesa —Seguro no se acuerda de mí. Me dio clases de Defensa cuando recién entré al colegio.

El profesor Lupin trató de hacer memoria y al tomar asiento en la larga mesa del comedor de Magnolia, pudo acordarse de un niño de cabello negro y sumamente despierto que siempre estaba atento a su clase. Lo veía con aquellos ojos violetas que era evidente que heredó de su madre. ¿Porqué Jimmy también le recordaba a alguien?

—¿Cómo van las cosas por el colegio, profesor? —escuchó que le preguntaba Jimmy unos minutos después, sacándolo de sus pensamientos —Procyon dice que parece montaña rusa: a veces van bien y otras todo lo contrario. Como esas intrusiones...

La voz de Jimmy sugería que había algo en lo de las intrusiones que no le agradaba.

—Papá, cálmate —pidió Procyon de forma demasiado calmada y bromista para su edad —Lo que importa es que no le pasó nada a nadie. Y olvídate de lo que dijo el tipo ese del Ministerio, Douglas. Hubiera querido poder hacerle un hechizo ahí mismo...

—¡Procyon! —exclamó Magnolia, entrando aquel momento al comedor con una especie de tazón gigante. Estaba a punto de servir la sopa —¡Contrólate!

—¡Pero abuela! —se quejó Procyon, mirando discretamente a su madre —No es justo que me tratara así. Lo que dijo de los que son como yo… Aparte —continuó el niño, al dejar Magnolia el tazón en la mesa y tomar el cucharón —Dijo algo muy raro. Que me parezco al abuelo…

Un estruendo fuera de lugar se oyó entonces, cuando Magnolia dejó caer el cucharón de improviso. La señora Casiopea miró a su esposo con el entrecejo fruncido, mientras éste observaba a su madre, que de pronto se había quedado muda y muy quieta. Jimmy se acercó a su madre, recogió el cucharón y le puso una mano en el hombro.

—¿Qué pasa, mamá? —inquirió el hombre con seriedad —Te estás haciendo distraída. Cambiaré el cucharón, para servir la sopa. Esperen aquí.

Jimmy salió de la habitación y Magnolia tomó asiento, un tanto aturdida. Procyon se puso de pie y se le acercó.

—¿Dije algo malo, abuela? —preguntó.

Magnolia negó con la cabeza y lo abrazó.

—No, querido, para nada —le murmuró. Soltó al niño y se volvió hacia su nuera —Dime, Casiopea¿qué tal te ha ido en tu trabajo? No me has contado gran cosa.

—¿Qué quiere que le diga, señora? —comentó la mujer, sonriendo tímida y serenamente —Los niños son un encanto. Lo malo es cuando llegan tan enfermos que no puedo más que alegrarles un poco el final¿sabe? Esos casos casi me hacen llorar.

—Casiopea es lo que los muggles llaman "oncóloga pediatra" —les explicó Magnolia a Heather y al profesor Lupin —Es como una sanadora, y sólo atiende niños. Los trata de curar de enfermedades graves.

—Exactamente —confirmó Casiopea —Cuando logro que un niño enfermo se cure y se vaya a casa, siento como si yo también fuera bruja. Que hago lo imposible.

—¿Ya estás hablando de trabajo, Casiopea? —replicó suavemente Jimmy, regresando al recinto con un cucharón limpio —Mejor sirve la cena, mamá. Cuando Casiopea empieza a hablar de sus niños, no hay quien la pare. Ni siquiera yo.

Todos rieron por la ocurrencia, tanto por ser buena como por la forma en que Jimmy la dijo, con una enorme sonrisa y ademanes cómicos con el cucharón en la mano. El profesor Lupin se preguntó por un breve instante porqué Magnolia había reaccionado de forma tan inesperada ante la mención del abuelo de Procyon, pero olvidó eso enseguida al concentrarse de lleno en la cena y convivencia con los que los rodeaban. En un momento dado, al estar deleitándose con el pavo relleno, Heather le murmuró al profesor.

—Magnolia quiere hablar con nosotros el día de Año Viejo¿crees poder venir?

—Aún tengo mi asunto en Irlanda —respondió el hombre, también en murmullos —Dile que si no es algo demasiado largo, puede contar conmigo. Pero sólo el treinta y uno. Snape no me perdonará que se me olvide su encargo.

Heather hizo una mueca de desagrado.

—¿Tu asunto en Irlanda tiene que ver con Snape? —musitó, molesta.

—Sí, pero es muy complicado. Puedo explicártelo después.

Heather asintió y con discreción le pasó el mensaje a Magnolia. Ésta, al recibirlo, sonrió con pesar. Esperaba que al saber la razón por la que quería hablar con él, el profesor Lupin no se enfadara con ella.


La Madriguera, cercana a Ottery Saint Catchpole, resplandecía de luz y alegría. Desde aproximadamente las siete, la enorme y antigua casa mágica se empezó a llenar de visitantes. Los hermanos Weasley habían sido los primeros en llegar allí, incluidos tío Charlie y tío Bill, que estaban en el extranjero, para prepararlo todo. Sus hijos llegaron poco después y para cuando los abuelos Weasley arribaron, todo estaba dispuesto. El abuelo Weasley, alto, delgado y calvo, les sonrió indulgentemente a los Cuatro Insólitos y les preguntó qué nueva trastada habían hecho, aprovechando que su esposa era atendida por su hija y la mayoría de sus nueras. La pequeña Nerie se acercó a su abuela y dedicándole una enorme sonrisa, le ofreció un bastón de caramelo sabor menta, mientras que Dean charlaba con su primo Sam acerca de las diferencias de sus colegios en aquel curso. Casi siempre que se veían era de lo primero que hablaban. Allie comentaba con Belle el último viaje que había hecho por trabajo a Australia, mientras que Frank discutía con Penny cierto tratado mágico internacional con el que ambos tenían problemas en los países donde laboraban. Casi todos los hermanos Weasley varones y el señor Longbottom platicaban sobre quidditch (¡hombres!). En eso, Rose y sus padres entraron desde la cocina y al verlos, los abuelos Weasley se pusieron contentísimos.

—¡Ron, cariño! —exclamó la abuela Weasley, abrazando a su hijo —¡Por fin volviste!

—¡Mamá! —soltó el señor Ron entrecortadamente —Me asfixias…

—Nos alegra verlos de nuevo, Luna —le dijo el abuelo Weasley.

—Gracias, señor.

—Abrácelo fuerte, señora Weasley. No sea que quiera irse otra vez.

La frase había salido de un punto en la puerta y al volverse el clan Weasley, vieron que recién había llegado la familia Potter. Los abuelos Weasley les dedicaron una sonrisa.

—¡Harry, amigo! —saludó el señor Ron, sonriendo abiertamente —Por favor, no le des ideas a mamá¿quieres?

El señor Potter sonrió con ganas.

—En realidad, fue idea de Hermione —repuso, entrando a la habitación tras su esposa y su hija —Veníamos diciéndolo en el camino para acá. En fin, tengo algo que preguntarte antes de la cena, así que vamos a donde podamos hablar.

El señor Ron asintió y ambos se apartaron de la multitud. La señora Potter y la señora Luna intercambiaron una mirada al ver desaparecer a sus esposos.

—Seguramente van a hablar de trabajo —suspiró la señora Potter.

—Al menos sabemos que no lo harán por mucho tiempo —dijo la señora Luna —Siempre les ha gustado la cena de Navidad¿no?

La señora Potter rió ante la ocurrencia, mientras que Hally, luego de saludar a todos los que le dirigían la palabra, pudo acercarse a Rose y decirle.

—Tengo que contarte algo de verdad impresionante.

Ambas niñas se fueron a un rincón y se pusieron a conversar. Cuando Dean se les acercó para decirles que ya era hora de cenar, les preguntó de qué hablaban.

—De nuestros regalos de Navidad —respondió Hally, sonriendo —Ya vamos a la mesa.

Cuando Dean se alejó, Rose miró a Hally.

—¿Dos de mis primos haciendo un trato con dos Slytherin's? Debes estar bromeando.

—Lo juro. No escuché todo, pero sí una buena parte. Hasta el hermano de Danielle dijo que llevarían la fiesta en paz por las chicas.

Las niñas le dirigieron una mirada a Frida y a Gina, que entonces se reían tras su abuelo por un chiste que sus hermanos acababan de contar.

—Pues hasta no verlo, no creerlo —recitó Rose y junto con Hally, fue hacia la mesa, que se encontraba en su lugar habitual en la cocina, pero el lugar estaba agrandado mágicamente para la reunión —Quizá Danielle sepa algo¿no crees? Podemos preguntarle cuando volvamos al colegio. No perdemos nada.

Hally asintió. En tanto, camino a la mesa, el señor Potter y el señor Ron recién salían de una habitación situada a un lado de la sala, donde habían estado hablando. El primero se veía muy pensativo y el segundo no dejaba de preguntarse si había hecho bien en responder la pregunta de su amigo.

—No va a ser una alegre Navidad para ellos¿verdad? —comentó por fin el señor Potter, al estar entrando a la cocina.

El señor Ron asintió lentamente y tomó asiento a la mágicamente larga mesa.


Azkaban es un nombre que varios magos prefieren no escuchar. La prisión mágica es muy deprimente, aunque los dementores no la custodian ya. Luego de que Voldemort volvió por segunda vez, los magos se percataron casi enseguida de que los dementores no eran buenos aliados del bien y luego de que el Señor Tenebroso fue derrotado, no volvieron a buscar una alianza con semejantes criaturas. En cambio, desarrollaron una serie de hechizos de encierro y aislamiento que mantenían a los presos lejos de la magia e impedidos para desaparecerse. También había innumerables hechizos sensores para saber cuando algún recluso andaba por donde no debía. En pocas palabras, la cárcel de Azkaban parecía haberse convertido en la versión mágica de una cárcel muggle. Ese día de Navidad, cuando la mayoría de los presidiarios se habían resignado a la soledad a través de años de encierro, corrió el rumor de que habían llegado magos ajenos al lugar y no precisamente a quedarse. Eran visitantes.

—Recluso uruz, raidho, othila, cinco, siete, nueve —llamó un mago moreno y de cabello gris, vistiendo una túnica blanca a modo de uniforme —Venga, por favor.

El mago había tenido que salir al patio, amplio y de construcción reciente, donde los presos tenían sus pocos ratos de libertad. El mencionado, vestido con una túnica de color gris oscuro y con la cara cubierta por la capucha, hizo un gesto de desdén con la mano, se paró del rincón donde estaba sentado, al pie de un árbol, y se dirigió a donde le indicaban. A su paso, los demás prisioneros murmuraban cosas, pues por lo que sabían, aquel hombre ni siquiera iba a quedarse mucho tiempo. Era extranjero y su país ya había solicitado que lo trasladaran a la cárcel mágica de su continente, pues allá también se le buscaba. El hombre llegó hasta el mago de túnica blanca, quien lo miró con severidad.

—Muéstrame la muñeca —pidió el mago de blanco.

El recluso alzó su muñeca izquierda y la mostró. En ella llevaba un brazalete de metal blanco, similar a la plata, donde estaban grabados distintos números y letras raras: runas. El mago de blanco los revisó y con un gesto de cabeza le pidió al preso que lo siguiera.

—¿Para qué me quieren, amigo? —quiso saber el preso, poniendo en la palabra amigo todo la burla y el desdén que pudo. En su voz se dejaba oír un fuerte acento extranjero —¿Acaso ya me voy de regreso a mi tierra?

—No —respondió el mago de túnica blanca con frialdad —Tienes visitas.

El reo casi detiene sus pasos de la impresión, pero consiguió no hacerlo. Luego de recorrer un largo tramo de pasillo, llegaron a una habitación que por su aspecto, podría haber pasado por una sala común y corriente. Tenía un sofá, unos sillones, una mesa de centro y hasta una chimenea en un rincón. Claro que la chimenea no estaba conectada a la red Flu, porque eso hubiera sido peligroso. Sólo hasta que se acostumbró a la penumbra de aquel cuarto sin ventanas y únicamente iluminado por unas cuantas velas en un candelabro, el preso pudo ver quiénes eran sus visitantes. El mago vestido de blanco le indicó al presidiario que se sentara en una silla de madera tapizada en tela gris con cadenas en los apoyabrazos y éste obedeció. En cuanto estuvo sentado, las cadenas aprisionaron al hombre de túnica gris, mientras que el de blanco se dirigía a los visitantes.

—Tienen un máximo de quince minutos —avisó —El horario de visitas de hoy termina en media hora. Es día festivo.

Acto seguido, el mago de blanco salió del recinto, dejando a solas al hombre encadenado en la silla y a sus visitantes.

—Sí que es una sorpresa verlos —empezó el hombre encadenado en español, sin mirar a la cara a sus visitas —¿Qué quieren aquí?

—Respuestas —dijo uno de los visitantes en el mismo idioma, un hombre moreno de corto cabello castaño y ojos grises, de semblante frío y agresivo hecho a base de duras experiencias. Su voz sonaba glacial —No vayas a creer que es por otra cosa.

—Nunca —aseguró el prisionero —Muy bien¿qué quieren saber?

—El porqué —respondió el hombre castaño —¿Porqué hiciste todo eso?

—¿Qué más da ahora? —quiso saber el encadenado.

—Queremos saber si odiarte o compadecerte —contestó la otra visita, una mujer idéntica al hombre de cabello castaño, sólo que con aspecto más dulce y sereno —Créeme, lo necesitamos.

El hombre encadenado alzó la vista y ese movimiento de cabeza hizo que su capucha cayera. Se pudo ver entonces su rostro, moreno y con algunas arrugas, con un espeso cabello castaño que pintaba unas cuantas canas aisladas y con ojos castaños de mirada fría y vacía. Cualquiera podría confundir a los dos hombres de esa habitación a simple vista, pero la mujer presente no. Los conocía demasiado.

—¿Y eso? —preguntó el preso, viendo las manos de la mujer. Iban enfundadas en guantes color vino que hacían juego con su túnica, pero el guante derecho tenía el dibujo de un ángel en el dorso de la mano —¿Porqué los guantes son diferentes?

—Perdiste el derecho a preguntar eso hace mucho —espetó el hombre de ojos grises.

—No me importa contestarle —repuso la mujer, volviéndose al hombre en la silla —Los guantes son distintos porque de cierta forma, tú y yo estamos iguales —empezó a quitarse el guante derecho y mostró el dorso de la mano —Pero por diferentes motivos.

El preso, al ver el dorso de la mano de la mujer, comprendió a qué se refería.

—¿Tú cómo rompiste el pacto? —inquirió la mujer —Seguramente fue hace mucho tiempo. Por eso casi no te recordamos.

—Siempre muy inteligente, querida —dijo el encadenado con una obvia ironía —Nunca me agradó que fueras a Quetzalcóatl, Abil.

—Contesta la pregunta —exigió la profesora Nicté.

El hombre de ojos negros escudriñó con la mirada a la mujer frente a él, luego al hombre que se le parecía tanto y al final, soltó un suspiro.

—Si de verdad quieren saber, fue en la época en la que Voldemort era todopoderoso, la primera vez. Intenté matar a un mago cercano a James y Lily Potter.

Los hermanos Nicté contuvieron una expresión de asombro.

—¿Cómo? —quiso saber Anom.

—El mago estaba buscando a una amiga suya, que había desaparecido sin dejar rastro. Voldemort me dijo que tenía que quitarlo del camino, porque sus averiguaciones estaban yendo demasiado lejos para su gusto. Al principio me rehusé, pero cuando me dijo lo que me pasaría si no aceptaba su propuesta, dejé a un lado los escrúpulos y me puse a trabajar. Encontré al mago, peleamos poco aunque intensamente y cuando ya le había lanzado la maldición asesina, una joven bruja llegó de pronto y lo hizo a un lado. Ella casi se muere. Tuve que irme y aunque no cumplí con mi misión, el Señor Tenebroso no me castigó. Supongo que supo que las cosas fueron como yo se las había dicho.

Los dos visitantes se quedaron de piedra al escuchar la indiferencia con la que aquel hombre explicaba sus anteriores crímenes.

—No necesito preguntar cómo rompiste tú el pacto —prosiguió el reo luego de unos segundos de silencio —Conocí al fulano. Me dio mucho gusto dejarlo como lo dejé.

La profesora Nicté miró al hombre con furia, pero Anom se apresuró a intervenir.

—También debió darte gusto dejar a Henry exactamente como tú nos dejaste a nosotros —soltó con amargura.

—¿A quién? —se extrañó el encadenado.

Abil entrecerró tanto sus grises ojos, que pareció que los había cerrado.

—Mi hijo, Henry Acab Graham Nicté —respondió —Cuando llegamos a Gran Bretaña, Rob aceptó que tuviera las dos nacionalidades y ése es su nombre completo, el que aparece en su acta de nacimiento mexicana.

—¿Le pusiste…? —comenzó el hombre en la silla, pero apenas si pudo concluir la frase debido a la incredulidad que sentía —¿Lo llamaste Acab¿Porqué no lo supe?

—Porque creí que podría decírtelo en persona algún día —reconoció la profesora —Siempre quise conocerte, saber cómo eras, presentarte a Henry… Pero soñé demasiado.

El hombre de la silla se quedó sin habla. Por su cara, alguien que no fuera uno de los hermanos Nicté hubiera creído que estaba cayendo en la cuenta de todo el mal que había hecho, pero que sabía que de nada le serviría demostrarlo. Anom lo miró con frialdad.

—Ahora, si nos disculpas, nos vamos. Queremos celebrar las fiestas como la familia que somos. Y no te preocupes por nuestra madre, Acab. Ya está al tanto de todo.

El hombre encadenado siguió mudo. La profesora Nicté se puso frente a él y le dirigió una mirada llena de tristeza y compasión.

—Quería saber si odiarte o compadecerte —musitó —Pero no tomé en cuenta que hiciste que mi Rob muriera. Eso es muy difícil de olvidar.

—Hija… —empezó el hombre, con una expresión incierta en el rostro.

—¡No me llames así! —rogó la profesora Nicté con furia —Yo no me considero hija tuya desde hace mucho tiempo, Acab Nicté Iztá. Ni se te ocurra pensar que puedo serlo ahora. Me destrozaste la vida. Y a Henry también.

Y sin decir más se acercó a la puerta de la habitación y le dio un golpe con su varita. Ahora fue el turno de Anom de acercarse al presidiario.

—Gracias por todo, papá —dijo, con tal tono de odio en la palabra papá que el reo se estremeció —Mi vida ha sido un infierno desde que me confundieron contigo y me colgaron tus milagritos. En serio, muchas gracias.

Entonces se abrió la puerta de la habitación, apareciendo al otro lado el mago de túnica blanca. Los hermanos Nicté empezaron a salir cuando el preso hizo una última pregunta.

—Abil¿cuándo es el cumpleaños de tu hijo?

El mago de blanco frunció el entrecejo, pues no entendió la pregunta. Había sido pronunciada en español, como el resto de la conversación, y muchos de los magos europeos no le veían sentido a aprender ese idioma. Al menos no en su modalidad latinoamericana, pues lo consideraban una pérdida de tiempo.

—El veintiocho de febrero —respondió la profesora Nicté sin mirar atrás —Mal día para el cumpleaños de mi pobre Henry.

Acab Nicté Iztá supo porqué lo decía, mientras veía a sus hijos irse de ese lugar para con seguridad, no volver jamás. Aquella fecha también era la de su cumpleaños.

—¿Porqué no le dijiste lo que sabemos? —quiso saber Anom, mirando atentamente el rostro de su hermana al salir de Azkaban —¿Porqué hay que fingir? No es correcto.

—Quiero que diga todo en el juicio —respondió severamente la profesora Nicté —Si lo hace, probará si lo que sabemos es verdad o mentira y entonces… entonces ya veremos.

—Sí que eres inteligente, hermanita. Me alegra que no hayas quedado en la misma casa que… Acab y yo.

—Si tú quieres llamarlo papá, está bien —la profesora Nicté sonrió levemente —A mí me cuesta trabajo digerir la información que conseguimos y además, lo de Rob...

La profesora Nicté suspiró con tristeza y agitó la cabeza con desconcierto.

—¿Sabes qué? Todavía hay algo que no comprendo¿porqué se comporta así si lo que sabemos es real?

Anom Nicté se encogió de hombros.

—Creo que tú y él se parecen más de lo que crees —comentó, con una sonrisa.

—¡Anom!

—Es eso o hay algo más que no hemos averiguado.

La profesora Nicté asintió.

—Pues si hay algo más, lo vamos a averiguar.

Al llegar a la playa de la isla de Azkaban, ambos magos se desaparecieron.