Cath, aquí está la primera parte de mi regalo. Habrá dos más, pero tendré que publicarlas mañana porque me ha pillado el toro y no están del todo listas. Lo siento mucho, pero mientras tanto espero que te guste mi regalo. Escogí la petición sobre la relación tormentosa. Pensé en hacerlo con personajes conocidos, pero no se me venía nada a la mente y finalmente opté por originales. Espero que sea al menos parecido a lo que querías.
Primera parte
I
La fiesta de debutantes reunía, como cada año, a lo más selecto de la sociedad londinense. Lady Emily Rochester observó con deleite a su alrededor. Faltaban todavía diez años para que ella pudiera ser una de las debutantes que ocupaban la pista de baile luciendo sus mejores galas, pero hasta entonces se conformaba con sentarse en la mesa reservada para los niños y observarlo todo para poder comentarlo después con su hermana menor, Elizabeth, que aún era demasiado pequeña como para que sus padres le permitieran asistir a esa clase de actos. Habían dicho que quizá el año siguiente podría acompañarlos y Emily se moría de ganas de que así fuera, pero eso no significaba que no fuera a disfrutar de aquella noche de ensueño en la que los caballeros y las señoritas de bien eran presentados en sociedad. Era la noche perfecta para que las parejas que más tarde se comprometerían empezaran a surgir y a Emily le gustaba intentar adivinar cuáles serían. No despegaba los ojos de la pista, no queriendo perderse ningún detalle. Estaba atenta a todo, las primeras sonrisas, las inclinaciones de cabeza, cualquier gesto que le dijera que allí, delante de sus ojos grises, estaba surgiendo el amor.
Se imaginaba a sí misma ahí dentro de diez años, bailando con un joven apuesto y galante. Soñaba con unos ojos hermosos que se cruzaran con los suyos y que con tan solo una mirada la hicieran sentir esas mariposas de las que hablaban en las novelas de amor que a veces sus hermanas mayores leían en voz alta para Elizabeth y ella.
–¿No te lo vas a comer?
Emily se volvió algo molesta hacia la voz que la había echo salir de sus ensoñaciones. Se trataba de un niño pelirrojo y pecoso que señalaba con lo que a ella le pareció una total falta de elegancia el pastelito que Emily tenía en su plato.
–No, no tengo hambre –Y en lo que le pareció un gesto de gran magnanimidad añadió–. Te lo puedes comer.
El niño le dio las gracias, al menos era lo suficientemente educado como para eso, y se metió el pastelito en la boca.
–Los pasteles son lo único que merece la pena en estas fiestas –comentó.
–Discrepo –Había aprendido la palabra aquel mismo día y se sentía bien usándola, como si fuera una chica mayor y no solo una niña de seis años.
–¿Qué?
La cara de confusión de él le resultó algo cómica, pero no se rió, las niñas educadas no se reían de la gente, a su hermana Sarah siempre se lo tenían que andar recordando. En lugar de eso aclaró:
–Quiero decir que no estoy de acuerdo contigo.
–Qué podría ser mejor que los pasteles?
–El amor, sin duda. Lo mejor de estas fiestas es ver cómo empieza el amor.
El niño hizo una mueca burlona. Emily no le dio importancia. No esperaba que alguien con tan malos modales fuera capaz de comprenderlo. Se limitó a volverse de nuevo hacia la pista de baile, pero fue interrumpida de nuevo por él.
–Me llamo James, por cierto, James Linton.
El niño, James, le tendió la mano. Emily la estrechó con delicadeza, como su institutriz le había enseñado.
–Lady Emily Rochester.
Mientras se estrechaban las manos aprovechó para mirar mejor a James. Parecía tener su edad, pero era más alto que ella. Le sonreía abiertamente y se le habían formado hoyuelos en las mejillas. Tenía los ojos bonitos, de un tono castaño muy cálido, pero Emily se cuidó muy y mucho de no demostrar tal apreciación. Las damas nunca debían demostrar interés en un primer momento.
Se reprendió al instante por ese pensamiento. Eso solo se aplicaba a los enamorados y desde luego su enamorado no iba a ser ese niño maleducado, faltaría más.
II
Los años pasaron. Hubo nuevas fiestas y con ellas nuevas conversaciones entre los dos. Emily pronto descubrió que James no solo no le resultaba molesto, sino que además le caía bien. Siempre conseguía hacerla reír y a veces, cuando se molestaba en pensar y no soltaba lo primero que pasaba por su cabeza, decía cosas verdaderamente inteligentes.
No obstante, la fortuna no sonrió a la familia Rochester. Emily tenía doce años cuando su padre, envuelto en más deudas de las que podía manejar, se vio obligado a vender su mansión de Londres así como gran parte de sus posesiones. Emily y sus hermanas tuvieron que aportar vendiendo sus mejores vestidos y sus joyas más valiosas, aunque Emily sabía que Elizabeth se había quedado a escondidas con un broche de zafiros en forma de flor. Era la única que conocía el secreto de su hermana y había prometido guardárselo. Al fin y al cabo, Elizabeth era la pequeña, podía permitirse tener ese tipo de arrebatos infantiles de vez en cuando.
La familia se había mudado a una casita en el campo que era propiedad de la familia de su madre y allí habían pasado los cuatro años siguientes alejados del ambiente distinguido por el que antes se movían.
Ese día, sin embargo, volvían a la gran ciudad. Iban a hospedarse en casa de Gabriel, el prometido de Sarah, que se había ofrecido a pagar la tasa que su padre no podía permitirse para que Emily pudiera ingresar en la lista de debutantes. Emily se lo agradecía desde lo más profundo de su corazón, pues sabía que las intenciones de Gabriel eran nobles y que actuaba movido por el amor que le profesaba a Sarah y por el cariño que sentía por la propia Emily. No obstante, no había nada en el mundo que deseara menos que participar de todo aquello.
Hubo una vez en que todos sus sueños se concentraban en ser una debutante, pero eso había sido antes, cuando todavía creía que las fiestas y los bailes tenían algún significado, que estaban hechos para que chicas como ella encontraran el amor y no para pactar matrimonios como si fueran tratos comerciales.
En sus años en el campo había aprendido muchas cosas sobre la vida y el amor. Había visto como el prometido de su hermana Susan, que unos días atrás se desvivía en atenciones con ella, le escribía una carta para anunciarle que el compromiso quedaba roto y como esta, que aparentemente bebía los vientos por él, no mostraba el más mínimo dolor. Estaba enojada por la situación, pero no como la enamorada despechada, sino como la heredera orgullosa a la que un hombre ha menospreciado.
–Todo eso del cortejo y el galanteo es solo un juego, un protocolo. Es una manera de divertirnos y de hacer más bonita la perspectiva del matrimonio –le había explicado Susan cuando Emily le había preguntado.
Ahora Susan tenía otro prometido, un tal lord Charles Hustins. Su padre había acordado el matrimonio por carta y él había pasado unas semanas en la casa de campo antes de volver a la ciudad. Susan había coqueteado con él igual que con el anterior, aunque no había puesto en ello la misma pasión. Sarah, siempre la más chismosa de las cuatro hermanas, aseguraba que Susan estaba enamorada de otro hombre, un músico de poca monta que a veces cantaba en el único salón de baile del que disponía el pueblo donde estaba ubicada la casa de campo.
Al escuchar esto Susan había estallado de rabia y le había dicho a su hermana que cerrara la boca. Luego, más fría, había negado todo el asunto y había comentado despectiva que solo unas pocas tenían la suerte de encontrar el amor y que en la familia ya se había cubierto la cuota con Sarah y Gabriel.
Sarah se había puesto roja como la grana y había abandonado la habitación. Su padre y el señor Bingley, el padre de Gabriel, habían sido amigos desde la infancia y habían acordado el compromiso cuando los dos niños nacieron con apenas unos días de diferencia. Ambos se habían llevado siempre bien y, aunque Sarah fingía indiferencia ante los gestos de amor que su prometido acostumbraba a dedicarle una vez ambos dejaron la niñez, todas sabían que en realidad la conmovían más de lo que ella misma estaba dispuesta a admitir.
Gabriel no había cancelado el compromiso tras la ruina de los Rochester y Emily juraría que vio una lágrima de felicidad y alivio caer por la mejilla de Sarah cuando leyó la carta en la que se lo comunicaba.
Emily sabía que Sarah había tenido mucha suerte y también que ella no la tendría. Lejos quedaba la niña que soñaba con bailar con un joven apuesto y que al mirarlo las mariposas le inundaran el estómago. Ahora sabía que en los bailes los jóvenes se observaban, sí, pero buscando más una buena dote que una mirada de amor. Se preguntó qué pensarían entonces de ella, que no tenía nada que ofrecer en ese sentido. Susan podía ofrecer al menos un título nobiliario y Sarah tenía a su enamorado, pero ¿qué les quedaba a Elizabeth y ella?
III
El día de la fiesta de debutantes llegó y las cuatro hermanas, acompañadas por los prometidos de las dos mayores, acudieron para acompañar a Emily en su presentación en sociedad. Ella procuró mantenerse en un discreto segundo plano, lo cual no le resultó escesivamente difícil teniendo en cuenta la cantidad de jóvenes que pululaban por el salón deseando captar la atención del resto por vanidad o simplemente por pura diversión.
Emily no había pensado demasiado en James Linton en esos cuatro años. Su amigo de la infancia era cosa del pasado, así como todo lo demás. No obstante, allí estaba. Vestía un traje azul y llevaba un sombrero más grande de lo que era apropiado para esa época del año, pero que sorprendentemente no lo hacía ver como un fantoche. Si Emily tenía que ser sincera consigo misma, James se había convertido en un chico bastante guapo.
Una parte de ella deseaba correr hacia él y retomar aquella amistad que los había unido en el pasado, pero no lo hizo. En primer lugar, porque aquello no sería propio de una dama y Emily, rica o pobre, seguía siendo ante todo una señorita; y en segundo, porque ya no era una niña ingenua. Ahora comprendía mejor el complicado entramado que guiaba las relaciones sociales de los miembros de la alta sociedad y era consciente de la precaria posición que ella ocupaba en ese momento. No quería ver el desprecio en el rostro de James, o peor, la lástima. James tampoco parecía haber reparado en ella, así que no tenía pinta de que se fuera a dar una situación incómoda.
Estaba sentada en un extremo del salón cuando un joven se acercó y se sentó a su lado. Emily no lo recordaba, pero tenía las características orejas de soplillo de la familia Murray, así que supuso que sería uno de sus miembros más jóvenes. Quizá podría ser Raymond o tal vez Simon. Ambos eran más o menos de su edad, según recordaba.
El joven la saludó con cortesía y se presentó como Simon Murray. Emily se felicitó mentalmente y procedió a estrecharle la mano mientras pronunciaba su propio nombre. Esperó que Simon hiciera algún comentario sobre su familia, pero su acompañante se limitó a preguntarle si estaba disfrutando de la velada. Emily asintió, aunque aquello no podía ser menos cierto.
–Es una buena noche. La orquesta es maravillosa ¿no cree?
Emily se mostró de acuerdo y esta vez sus palabras sí que fueron sinceras. Dedicó un fugaz pensamiento al músico que supuestamente había conquistado el corazón de Susan y que no era ni de lejos tan bueno como los contratados para la ocasión, pero enseguida se vio obligada a volver a la conversación con Simon, que en ese momento le preguntaba si quería bailar con él mientras sus mejillas se teñían con un ligero rubor rosado que a Emily le provocó cierta ternura.
Si las cosas hubieran sido diferentes, Emily habría aceptado encantada la oferta de un joven que, a pesar de no ser precisamente apuesto, era dulce y agradable. En otra vida quizá incluso se hubiera permitido soñar con que ese baile acabara en algo más, con un anillo compromiso y unas mariposas en el estómago y un vestido blanco con el que caminar hacia el altar.
No obstante, las cosas eran como eran y Emily se vio obligada a rechazar la invitación. Ella era una persona de extremos: o lo tenía todo o no tenía nada. No iba a conformarse con unos cuantos bailes sabiendo que no podría aspirar a nada más ni con Simon ni con ninguno de los otros jóvenes que había repartidos por el salón. Sus ojos se posaron fugazmente en James, que bailaba con una muchacha rubia que llevaba un bonito tocado de flores. Sintió una punzada de celos de esa desconocida que podía permitirse lo que ella no, pero no se dejó llevar por ello y se limitó a esperar la respuesta de Simon Murray a su negativa.
Otro chico tal vez hubiera insistido, pero Simon ni siquiera preguntó el por qué. A Emily le dio la sensación de que el acto de pedirle que bailara con él había agotado el poco arrojo que el joven poseía por esa noche. Así que Simon se limitó a cambiar de tema y preguntarle por sus hermanas. Emily aceptó hablar con él de tribialidades. Lo cierto era que el joven le agradaba y resultó un buen conversador el rato que pasaron juntos hasta que lady Agnes, la matriarca de los Murray y abuela de Simon, le hizo un gesto para que se acercara. Emily se preguntó si quería alejar a su nieto de ella, aunque luego se dijo que quizá simplemente la anciana señora podría querer algo de compañía.
La conversación con Simon la había puesto de buen humor, así que decidió levantarse y acercarse a la mesa donde servían los aperitivos. Acababa de coger un pastelito de crema cuando oyó una voz a sus espaldas:
–No esperaba encontrarte aquí.
Emily se dio la vuelta para toparse frente a frente con James. Se dio cuenta de que era la primera vez que oía su voz en cuatro años. Ahora era más grave, pero seguía teniendo ese tono burlón que a su amigo tanto le gustaba emplear.
El comentario no le resultó apropiado. ¿Acaso se atrevía James a reprocharle que estuviera en la fiesta a pesar de su posición económica? Su amigo nunca se había preocupado por el dinero, pero claro, hacía cuatro años que no lo veía. Ella misma había cambiado, ¿cómo no iba a haberlo hecho él?
–Tengo el mismo derecho a estar aquí que cualquiera –respondió con su tono más glacial.
James pareció confuso ante su respuesta, pero enseguida recuperó su aplomo y contestó:
–No pretendía insinuar lo contrario. Es solo que no te tenía por una gran aficionada a los pasteles.
James le guiñó el ojo. Esa había sido una broma recurrente entre ellos a lo largo de sus años de infancia. Emily suavizó su tono de voz al responder.
–Los años pasan y las aficiones cambian.
–Ya veo. Siempre pensé que una vez que fueras debutante no habría alma humana capaz de alejarte de la pista de baile y ni siquiera la has pisado. ¿No sueñas ya con encontrar el amor mientras suena un vals?
Emily se preguntó si se estaba burlando de ella. Era imposible que James no entendiera la situación.
–Los sueños de una niña no son los mismos que los de una mujer adulta. Las cosas han cambiado mucho para mí. Imagino que lo sabes.
Su voz había sonado un poco más cortante que antes, pero James hizo como si no lo notara y siguió hablando en el mismo tono amistoso.
–Lo sé, pero por eso precisamente tiene más sentido que bailes ¿no? No conseguirás un matrimonio por dinero, pero si conoces a un chico y lo encandilas en una de estas fiestas, podrías casarte por amor.
Emily herbía de rabia. No era ajena a lo que James le sugería, pero ella no era esa clase de persona. Ella no iba a ir intentando cazar a un hombre rico como una desesperada.
–¿Qué pretende insinuar, lord Linton? Para su información yo no soy ninguna cazafortunas como parece usted creer y tampoco tengo por qué ir por ahí exibiéndome como si fuera una fulana en busca de clientes. Si en cuentro un matrimonio, cosa que desde luego no es de su incumbencia, será de una manera decente. Sigo siendo una dama y la casa Rochester sigue siendo noble. Usted no tiene derecho a tratarme de ese modo.
James comenzó a excusarse de inmediato diciendo que eso no era a lo que se refería, pero Emily no lo escuchó. Dejó el pastelito de crema en la mesa y salió del salón herida e indignada. Elizabeth, que había estado charlando con otras muchachas de su edad, la siguió fuera del salón y ambas decidieron esperar a las otras dos hermanas y a Gabriel en el carruaje para no tener que volver a entrar.
Allí Emily le explicó a su pequeña hermana, que ya no era tan pequeña, pues acababa de cumplir los catorce años, lo que había ocurrido con James Linton. Para su sorpresa, Elizabeth no se mostró escandalizada en absoluto.
–Puede que las formas no hayan sido las mejores, pero no deja de tener razón. No se trata de venderte como una fulana, sino de conocer a esos chicos. Quizá alguno de ellos esté dispuesto a ignorar la falta de dote si se enamora de ti como lo hizo Gabriel con Sarah.
Emily negó con la cabeza. Quizá su hermana tuviera razón, pero en ese momento estaba demasiado ocupada lamentando su suerte como para pararse a considerarlo. Si siguiera teniendo dinero todo sería diferente. Entonces no tendría por qué andar a la defensiva ni que rechazar a los chicos amables y podría bailar con quien quisiera sin tener que preocuparse por nada. Incluso podría permitirse hacer lo que decía elizabeth: conocer a un chico y enamorarse de él sin sentir que estaba en la búsqueda desesperada de un marido dueño de una fortuna.
Su espiral de autocompasión la llevó a pensar en James. Había sido muy grosero con ella y sin embargo, no podía quitarse su imagen de la cabeza. Le había sonreído al saludarla con aquella pregunta que ella había malinterpretado. Seguía teniendo aquellos hoyuelos en las mejillas. Por alguna razón eso despertó algo cálido en su interior, pero no quiso concentrarse en esa sensación; sobre todo ahora que sus hermanas llegaban y tenía que explicarles por qué había salido así del salón.
