5 El cronista y la maga.

Nyko de Palanthas estaba sentado en su estudio, guiando con su mano una pluma que hacía correr con trazos firmes y regulares. La clara escritura se leía sin dificultad incluso a cierta distancia. Nyko llenaba un pergamino deprisa, deteniéndose apenas para reflexionar. Al verle daba la impresión de que sus pensamientos volaban de su cabeza a la pluma y de allí se vertían sobre el papel, tan veloz era su ritmo. Sólo se interrumpía cuando hundía su punta en el tintero, pero también este movimiento se había convertido en algo tan automático como poner un punto en la «i» o una tilde en la «ñ». La puerta se abrió con un crujido, pero Nyko no alzó la cabeza. No solía ser molestado cuando se hallaba inmerso en su trabajo. El historiador podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en que eso había sucedido. Una de ellas fue durante el Cataclismo. Recordó que aquel hecho había roto su concentración, obligándole a verter unas gotas de tinta que habían arruinado una página. Se abrió pues la puerta y una sombra oscureció su escritorio. Pero no se oyó ningún sonido, pese a que el cuerpo que proyectaba aquella sombra tomó aliento como si se dispusiera a hablar. Osciló el negro contorno, reflejando la turbación del intruso por la crasa ofensa cometida.

Es Bertrem, anotó Nyko, como anotaba todo cuando ocurría en su afán de almacenar cualquier información en los compartimentos de su mente para utilizarla en el futuro.

En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el 29, Bertrem ha entrado en mi estudio.

La pluma prosiguió su irrefrenable avance sobre el pergamino. Al llegar al final de una página, Nyko la elevó suavemente y la depositó sobre otras similares que yacían apiladas en el extremo de su escritorio. Más tarde, cuando se retirase a descansar una vez concluida su tarea, los Estetas penetrarían en el estudio con la misma devoción con que un clérigo oraría en un templo y recogerían los rollos extendidos para transportarlos a la gran biblioteca. Ya en esta estancia los diferentes frutos de su firme puño serían ordenados, clasificados y archivados en los gigantescos volúmenes titulados Crónicas, la Historia de Krynn, obra todos ellos de Nyko de Palanthas.

—Maestro —dijo Bertrem con voz temblorosa. En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el 30, Bertrem ha hablado —escribió Nyko en el texto.

—Lamento molestaros, Maestro —continuó Bertrem casi en un susurro—, pero hay una joven moribunda en vuestro umbral.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el 29, una joven ha muerto en nuestro umbral.

—Entérate de su nombre —ordenó el cronista sin levantar la vista ni detenerse en su labor—, para que pueda registrarlo. Asegúrate de la ortografía y averigua también su procedencia y su edad, si no es demasiado tarde.

—Conozco su nombre, Maestro. Se llama Octavia, y viene de la ciudad de Solace, en la región de Abanasinia.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el 28, ha muerto Octavia de Solace.

De pronto Nyko dejó de escribir y alzó la cabeza. —¿Octavia de Solace?

—Sí, Maestro —confirmó Bertrem, inclinándose en una reverencia. Era la primera vez que Nyko lo miraba a los ojos, pese a que había formado parte de la Orden de los, Estetas que vivía en la gran biblioteca desde hacía varias décadas—. ¿La conocéis, Maestro? Ha solicitado permiso para veros, por eso me he tomado la libertad de interrumpiros.

—Octavia...

Una gota de tinta se derramó sobre el papel.

—¿Dónde está?

—En la escalera, Maestro, donde la encontramos. Pensamos que quizá podría ayudarla una de esas criaturas que, según el rumor, tienen el don de la curación y adoran a la diosa Mishakal.

El historiador contempló la negra mancha con fastidio, y se apresuró a esparcir sobre el pergamino un puñado de fina arena para secarla antes de que emborronase las páginas que luego depositaría sobre ella. Bajando de nuevo la mirada, Nyko reanudó su trabajo.

—Ningún ser dotado con poderes curativos es capaz de sanar la enfermedad que la aqueja —comentó el historiador con una voz que parecía provenir de los albores de Tiempo—. Pero entrad su maltrecho cuerpo y acomodadla en una habitación.

—¡Introducirla en la biblioteca! —exclamó Bertrem perplejo—. Maestro, nunca han sido admitidos aquí más que los miembros de nuestra Orden...

—La veré, si tengo tiempo, cuando concluya mi jornada —continuó Nyko como si no hubiera oído las palabras del Esteta—. Si todavía vive.

La pluma surcó del papel con su proverbial celeridad.

—Sí, Maestro —farfulló Bertrem y, dando media vuelta, abandonó la estancia.

Tras cerrar la puerta del estudio el Esteta atravesó a toda prisa los fríos y silenciosos pasillos marmóreos de la antigua biblioteca, desorbitados sus ojos por la sorpresa. Su gruesa y pesada túnica barría el suelo a su paso mientras su rapada cabeza brillaba con el sudor de la carrera, poco acostumbrada a realizar tan extenuantes esfuerzos. Sus compañeros de Orden lo observaron atónitos cuando irrumpió en la entrada de la biblioteca. Una rápida mirada a través de la cristalera de la puerta le reveló que el cuerpo de la joven seguía tendido en la escalera.

—He recibido órdenes de llevarla al interior —anunció Bertrem a los otros—. Nyko verá a la maga esta noche, si todavía vive.

Los Estetas, mudos de asombro, se observaron unos a otros. Todos se preguntaban qué auguraba semejante acontecimiento.

«Me estoy muriendo.»

El reconocimiento de este hecho le llenaba de amargura. Acostada en un lecho en el interior de la fría y blanca celda que le habían asignado los Estetas, Octavia maldijo la fragilidad de su cuerpo, maldijo las Pruebas que la habían menoscabado, y maldijo a los dioses que le habían infligido tal castigo. Lanzó imprecaciones hasta que se le agotaron las palabras y se sintió tan exhausta que no podía ni siquiera pensar, para luego inmovilizarse bajo las blancas sábanas de lino que se le antojaban mortajas mientras sentía como el corazón se agitaba en su pecho cual una ave enjaulada. Por segunda vez en su vida, Octavia estaba sola y asustada. Sólo en una ocasión vivió en el aislamiento: en los tres atormentadores días durante los cuales se prolongó su Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. ¿Había estado sola entonces? No lo creía así, aunque sus recuerdos eran borrosos. La voz, aquella voz que le hablaba en determinados momentos y que no logró identificar pese a saber... Siempre había relacionado la voz con la Torre. Le había ayudado en aquellas jornadas de angustia, y también más tarde. Gracias a ella había sobrevivido a su dura experiencia. Pero sabía que ahora no sobreviviría. La transformación mágica que había sufrido debilitó demasiado su frágil organismo. Había vencido, pero ¡a qué precio! Los Estetas la encontraron arrebujada en su túnica roja vomitando sangre sobre la escalinata. Había logrado pronunciar el nombre de Nyko y el suyo propio cuando se lo preguntaron, para al instante perder el conocimiento. Al despertar estaba en aquella gélida y angosta celda conventual, y no tardó en comprender su condición de moribunda. Le había exigido a su cuerpo más de lo que podía dar. El Orbe de los Dragones la había salvado, pero no poseía fuerza suficiente para invocar su magia. Las frases que debía pronunciar a fin de avivar su encantamiento se habían evaporado de su recuerdo.

«De todos modos estoy demasiado débil para controlar su tremendo poder —comprendió—. Si adivinara tan sólo, que he perdido mi fuerza me devoraría.»

Se le ofrecía una única alternativa: los libros de la gran biblioteca. El Orbe de los Dragones le había prometido que aquellos volúmenes encerraban los secretos de los antiguos hechiceros, magos poderosos sin parangón en el nuevo mundo de Kyrnn. Quizá hallaría los medios para alargar su vida. ¡Tenía que hablar con Nyko! Era imprescindible que el historiador le concediera el acceso a la gran biblioteca, tal como había vociferado frente a los complacientes Estetas. Pero ellos se habían limitado a asentir en silencio.

—Nyko te recibirá —le anunciaron al fin— esta tarde, si tiene tiempo.

«¡Si tiene tiempo!», se repetía Octavia presa de una incontrolable ira. ¡Era ella quien no lo tenía! Sentía como la arena de su vida se escabullía entre sus dedos y, por mucho que intentara detenerla, sabía que no lo conseguiría.

Contemplándolo con inmensa compasión, impotentes para ayudarle, los Estetas le sirvieron comida. Pero Octavia no podía engullir ni siquiera las amargas hierbas medicinales que aliviaban su tos. Enfurecida, expulsó de su lado a aquellos necios y se recostó sobre su dura almohada para observar el desplazamiento de la luz solar por la celda. Haciendo un denodado esfuerzo que le permitiera retener la vida, la maga se exhortó a descansar a sabiendas de que su ira febril acabaría de consumirla. Su pensamiento voló entonces hacia su hermano. Tras cerrar sus agotados párpados, Octavia imaginó a Bellamy sentado junto a ella. Casi podía sentir sus brazos en tomo a su talle, levantándola para que respirara con más facilidad. Incluso olía los familiares efluvios del hombretón, mezcla de sudor, acero y piel curtida. Bellamy la cuidaría, impediría su muerte...

«No. Bellamy está muerto. Todos han muerto, hatajo de idiotas. Debo apoyarme en mis propias fuerzas», pensó Octavia en una inquietante ensoñación. Advirtió en ese instante que estaba a punto de desmayarse y luchó desesperadamente con la vehemencia que adopta la vencida. Haciendo un supremo esfuerzo, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su túnica. Sus dedos acariciaron el Orbe de los Dragones, reducido ahora al tamaño de una canica, unos segundos antes de sumirse en la penumbra.

La despertaron unos ecos de voces y la sensación de que había alguien con ella en la celda. Tras librar una ardua batalla para abrirse paso entre las densas capas de oscuridad, Octavia asomó a la superficie de su conciencia y abrió los ojos. Había caído la tarde. La luz rojiza de Lunitari se filtraba a través de la ventana, formando una ondulante mancha de sangre en el muro. Una vela ardía junto al lecho y, bajo su luz, vio dos hombres inclinados sobre ella. Reconoció al más próximo como el Esteta que la había descubierto. Pero ¿quién era el otro? Su rostro se le antojaba familiar.

—Ya despierta, Maestro —anunció el Esteta.

—Eso parece —corroboró, imperturbable, el interpelado. Se acercó a la joven maga para examinar su rostro y esbozó una sonrisa de asentimiento, como si hubiera llegado alguien a quien aguardaba desde hacía tiempo. Su expresión era lo bastante peculiar para no pasar desapercibida ni a Octavia ni al Esteta.

—Soy Nyko —se presentó—. Y tú eres Octavia de Solace.

—En efecto —acertó a responder la maga formando las palabras con sus labios más que pronunciándolas. Al alzar la mirada hacia el cronista su ira renació, pues no pudo por menos que recordar el comentario insensible que había hecho al ser informado de su presencia: «La veré, si tengo tiempo». Cuando posó los ojos en los de aquel hombre, un frío paralizador recorrió sus venas. Nunca antes había visto un semblante tan indiferente, tan desprovisto de emociones y pasiones humanas. Ni siquiera el tiempo se había atrevido a surcarlo. Casi sin resuello, la maga se incorporó ayudada por el Esteta para observar mejor a Nyko.

Al advertir la reacción de Octavia, el cronista comentó: —Me miras de un modo extraño, joven hechicera. ¿Qué ven esos relojes de arena que tienes por ojos?

—Veo a un hombre... inmortal. —Octavia sólo lograba hablar entre dolorosos jadeos.

—Por supuesto. ¿Qué esperabas?—bromeó el Esteta, acomodando con suavidad a la moribunda contra la almohada de su lecho—. El Maestro estaba aquí para atestiguar el nacimiento del primer habitante de Krynn, y seguirá en su puesto hasta haber dejado constancia del fin del último. Así nos lo enseña Gilean, dios del Gran Libro.

—¿Es eso cierto? —susurró Octavia.

—Mi historia personal no tiene la menor importancia comparada con el devenir del mundo —respondió Nyko encogiéndose de hombros—. Y ahora habla, Octavia de Solace. ¿Qué quieres de mí? Estoy pasando por alto información que llenaría volúmenes enteros mientras pierdo el tiempo en esta fútil cháchara.

—Quiero pedirte... suplicarte un favor. —Las palabras parecían ser arrancadas de las entrañas de la maga, pues brotaban entre esputos sanguinolentos—. Mi vida se mide por horas. Permite que la pase sumida en el estudio... en la gran biblioteca.

Bertrem chasqueó la lengua contra el paladar, perplejo ante semejante osadía. Lanzando una temerosa mirada a Nyko, el Esteta esperó la severa negativa que, estaba seguro, haría que la frágil piel de la joven se desprendiera a tiras de sus huesos. Transcurrieron unos inacabables minutos de silencio, roto tan sólo por la fatigosa respiración de Octavia. El rostro de Nyko permaneció imperturbable cuando declaró con su habitual frialdad:

—Haz lo que desees.

Ignorando la atónita expresión de Bertrem, Nyko dio media vuelta y empezó a alejarse en pos de la puerta.

—Aguarda —exclamó Octavia en un esfuerzo sobrehumano. Su áspero ruego hizo que el cronista se detuviera para que la maga, extendiendo una trémula mano, añadiese—: Me has preguntado qué veía al mirarte, y ahora quiero que respondas tú a esa misma pregunta. He percibido la expresión de tu rostro cuando te has inclinado sobre mí. ¡Me has reconocido! Sabes quién soy, y necesito que me lo reveles. ¿Qué ves en mis ojos?

Nyko giró la cabeza y exhibió una faz tan gélida, anodina e inconmovible como el mármol.

—Has afirmado ver a un hombre inmortal —dijo el historiador con voz queda y, tras un instante de vacilación, se encogió de hombros y concluyó—: Yo veo a una moribunda.

Pronunciadas estas palabras, volvió a girarse y abandonó la estancia.

«Se da por supuesto que tú, que sostienes este Libro en tus manos, has superado con éxito las Pruebas en una de las Torres de la Alta Hechicería y que has demostrado tu habilidad para ejercer control sobre un Orbe de los Dragones u otro Artefacto Mágico reconocido (véase Apéndice C), además de haber invocado con probada capacidad los Hechizos aprendidos...»

—Sí, sí —farfulló Octavia descifrando apresuradamente las runas que se desplazaban como arañas por la página. Tras leer con impaciencia la lista de encantamientos, llegó al fin a la conclusión.

«Cumplidas estas exigencias con plena satisfacción de tus maestros, sometemos a tu estudio este Libro de Hechicería. Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»

Con un inarticulado grito de cólera, Octavia apartó a un lado el volumen encuadernado en azul cobalto y surcado de runas argenteas. Su mano temblaba cuando la alargó en pos del siguiente libro de idénticas características que yacía en la enorme pila formada por ella misma. Un acceso de tos la obligó a detenerse y, al luchar con denuedo para recobrar el aliento, temió no poder seguir adelante. El dolor se hacía insufrible, hasta tal punto que en ocasiones deseaba hundirse en el olvido y atajar así la tortura… con la que tenía que convivir un día tras otro. Débil y mareada, reclinó la cabeza sobre el escritorio para que reposara entre sus brazos. Descanso, dulce e indoloro descanso. Se dibujó en su mente la imagen de Bellamy erguido en la vida de ultratumba, aguardando a su enteca hermana. Octavia vio la mirada triste y leal de su gemelo, sintió su compasión. La maga lanzó un jadeante suspiro que le dio fuerzas para, incorporarse.

—«Encontrarme con Bellamy. Estoy empezando a perder la cabeza. ¡Qué absurdo!», —se mofó de sí misma.

Humedeciendo con agua sus labios teñidos de sangre, la maga asió el siguiente libro de hechizos encuadernado también en azul cobalto y lo atrajo hacia su persona. Sus runas plateadas destellaron bajo la luz de las velas y vio que su cubierta, gélida al tacto, era idéntica a la de todos los otros ejemplares que se hallaban amontonados a su alrededor. También era igual a la del tomo arcano que ya obraba en su poder, el libro que se sabía de memoria y que perteneciera al mejor hechicero de todos los tiempos: Fistandantilus.

Sin poder contener el temblor de sus manos, Octavia abrió la cubierta. Sus febriles ojos devoraron la página donde figuraban las consabidas exigencias: tan sólo los magos, que habían alcanzado un alto grado en la Orden estaban dotados de la experiencia y control necesarios para estudiar los encantamientos contenidos en su interior. Aquéllos que intentaran leerlos sin poseer estos conocimientos no verían sino indescifrables garabatos. La debilitada maga respondía a todas las condiciones requeridas. Sin duda era la única hechicera de Túnica Roja e incluso Blanca de Krynn, con la posible excepción de Indra. No obstante, al estudiar la escritura encerrada en el volumen no vio más que un confuso amasijo de símbolos.

«Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»

Octavia emitió un alarido, un desgarrado lamento que fue interrumpido por un débil sollozo. Presa de la ira y la frustración se arrojó sobre la mesa, esparciendo los libros por el suelo, antes de lacerar el aire con sus manos y gritar de nuevo. La magia, que su fragilidad le había impedido invocar, surgió ahora envuelta en cólera.

Los Estetas, que en aquel momento pasaban junto a la puerta de la gran biblioteca, intercambiaron miradas de desconcierto al oír tan espantosas voces. Percibieron entonces otro ruido, una crepitación sucedida por un fragor de trueno. Se detuvieron, alarmados, sin osar moverse hasta que uno más resuelto accionó el picaporte. Fue inútil, Octavia había cerrado con pestillo. Otro señaló el suelo y todos retrocedieron cuando vislumbraron una fantasmagórica luz que centelleaba a través del dintel. Surgió de la biblioteca un intenso olor a azufre, que sólo dispersó una ráfaga de viento que pareció partir la puerta en dos, dada la fuerza con la que zarandeó. De nuevo oyeron los Estetas aquel alarido de furia, y se alejaron de forma precipitada por el marmóreo corredor en busca de Nyko.

Nyko acudió presto a la llamada de angustia de los Estetas, para encontrar la puerta de la gran biblioteca atrancada mediante la magia. No le sorprendió esta circunstancia y, lanzando un suspiro de resignación, extrajo un opúsculo del bolsillo de su túnica, se sentó en una silla y empezó a hacer anotaciones con su ágil y clara escritura. Los demás se arracimaron a su alrededor, espantados por los extraños sonidos que surgían de la cerrada estancia. La inexplicable tormenta seguía atronando, presta a socavar los cimientos de la biblioteca. La luz destellaba en el contorno de la puerta con tal frecuencia que podría haber sido de día en la sala en lugar de ser la más negra hora nocturna. El ululante aullido de un vendaval se confundía con los vociferantes gritos de la maga, orlados por una retahíla de golpes secos pero contundentes, así como por los crujidos de fajos enteros de papel que parecían arremolinarse en una tempestad sin nombre. Las lenguas de fuego lamían la crepitante madera de la puerta.

—¡Maestro! —exclamó aterrorizado uno de los Estetas, señalando las llamas—. ¡Está destruyendo los libros!

Nyko meneó la cabeza, mas no cejó en su tarea. Sobrevino, de pronto, el silencio, al mismo tiempo que la luz, que se escapaba a través del quicio, se extinguía como engullida por la oscuridad. Los Estetas se acercaron a la puerta en actitud vacilante, aplicando el oído. Ningún ruido brotaba del interior de la biblioteca, salvo un quedo murmullo. Bertrem colocó la mano en el picaporte, que cedió a su ligera presión.

—Maestro, la puerta se abre —anunció.

Nyko se levantó y ordenó a los Estetas:

—Volved a vuestros estudios, no hay nada que podáis hacer aquí.

Con una muda inclinación de cabeza los monjes lanzaron a la aún oculta estancia una última e inquieta mirada, y desaparecieron por el resonante pasillo dejando solo al cronista. Éste aguardó unos instantes hasta asegurarse de que se habían ido, y abrió la puerta de la gran biblioteca. Los plateados y rojizos rayos lunares se vertían por los ventanucos, sin acertar a iluminar las ordenadas estanterías que contenían millares de libros encuadernados ni los nichos abiertos en los muros donde se apilaban valiosos pergaminos. Su brillo se concentraba en una mesa, cuya superficie yacía enterrada bajo un montículo de papeles. Una agotada vela ardía en el centro de la tabla, junto a un volumen azul cobalto que recibía en sus páginas de color marfil el influjo de las lunas. Otros tomos similares se hallaban esparcidos por el suelo. Nyko frunció el ceño al estudiar su entorno. Unas franjas negras festoneaban los muros, mientras que el olor a azufre y fuego conservaba aún toda su intensidad en los fragmentos de papel que revoloteaban por el aire, cayendo cual hojas muertas en una tormenta otoñal sobre un cuerpo postrado e inmóvil. Una vez hubo entrado en la estancia, el cronista cerró la puerta con pestillo antes de acercarse a la inerte figura sorteando los pergaminos que yacían diseminados por todos los rincones. Nada dijo, ni tampoco se encorvó para ayudar a la joven maga. Se detuvo junto a ella y la contempló en actitud reflexiva. A pesar de su cautela, la túnica de Nyko rozó la metálica mano que Octavia tenía extendida. Al sentir su contacto la maga levantó la cabeza, y contempló al cronista con los ojos empañados por la oscura sombra de la muerte.

—¿No has encontrado lo que buscabas? —preguntó Nyko, clavando en su maltrecha oponente una fría mirada.

—¡La Clave! —exclamó Octavia entreabriendo sus blanquecinos labios manchados de sangre—. Se ha perdido en el tiempo. ¡Necios! —Cerró su ganchuda mano, avivada tan sólo por el fuego de la ira—. ¡Era tan sencilla que todo el mundo la conocía, y nadie se molestó en registrarla! La Clave que necesito... ¡perdida!

—Al parecer ha concluido tu viaje, mi vieja amiga —declaró Nyko sin compasión.

Octavia despedía por sus ojos dorados un febril destello cuando preguntó:

—¿Quién soy? ¡Sé que me conoces!

—Eso ahora carece ya de importancia —repuso el cronista y, dando media vuelta, se dispuso a abandonar la biblioteca.

Resonó un penetrante alarido tras él, en el mismo instante, en que una mano lo agarraba por la túnica y lo obligaba a detenerse.

—No me vuelvas la espalda como se la has vuelto al mundo —le recriminó Octavia.

—Volver la espalda al mundo —repitió el historiador con lentitud, inclinando la cabeza para enfrentarse a la maga—. ¡Volver la espalda al mundo! —Raras eran las ocasiones en que alguna emoción traspasaba la helada superficie de la voz de Nyko, pero en aquel momento la cólera fustigó la plácida calma de su espíritu como una piedra lanzada a las aguas dormidas. —¿Volver yo la espalda al mundo? —Las palabras del cronista se difundieron por la biblioteca con un fragor tan poderoso como el que antes emanara del trueno —. ¡Yo soy el mundo, como bien sabes! ¡He nacido innumerables veces, y he afrontado otras tantas muertes! Cada lágrima derramada ha sido un torrente brotado de mis ojos. Cada gota de sangre que ha manchado la tierra ha secado mis venas. Cada agonía, cada dicha sentidas han sido compartidas por mi alma, han formado parte de mí.

«Me siento con la mano apoyada en la trayectoria del tiempo, la trayectoria que creaste para mí, vieja amiga, y viajo a los confines de este mundo para perpetuar su historia. He cometido las más abyectas felonías, he hecho los más nobles sacrificios. Soy humano, elfo y ogro. En mí se confunden y disocian lo masculino y lo femenino. He engendrado hijos, los mismos que después he matado. Te vi como eras, y veo ahora en qué te has convertido. Si parezco frío e insensible es porque no existe otro medio para sobrevivir sin perder la cordura. Vierto mi pasión en mis escritos. Quienes leen mis libros saben qué significa haber vivido en todo minuto, en todo cuerpo, que haya recorrido el mundo.»

Octavia soltó los ropajes del historiador y se desplomó sobre el suelo, víctima de una debilidad que se acrecentaba por momentos. Únicamente podía aferrarse a las palabras a Nyko, pese a sentir la fría garra de la muerte cerrada en torno a su corazón. «Debo vivir un instante más. Lunitari, concédeme ese fugaz segundo» —suplicaba al espíritu de la luna de la que los magos de Túnica Roja extraían su poder. Sabía que estaba a punto de pronunciarse una frase, una frase capaz de salvarle. Tenía que resistir.

Los ojos de Nyko centellearon al mirar a la moribunda. Las palabras que le había espetado habían permanecido ocultas en sus entrañas durante tantos siglos que había perdido la cuenta.

—En el último día, el perfecto —añadió el cronista con voz trémula—, se reunirán los tres dioses: Paladine, el Radiante, Takhisis, la Reina de la Oscuridad y Gilean, Señor, de la Neutralidad. Cada uno sostendrá en su mano la Clave del Conocimiento, y la depositará junto a las otras dos sobre el gran Altar donde también se hallarán mis libros, donde se narra la historia de cada uno de los seres que han poblado Kyrnn a través del tiempo. Será entonces cuando, al fin, el mundo estará completo.

Nyko se interrumpió consternado, consciente de lo que había dicho, de lo que había hecho. Pero los ojos de Octavia ya no le veían. Habíanse dilatado los relojes de arena de sus pupilas, y los tonos áureos que los rodeaban refulgían como llamas.

—¡La Clave! —susurró la maga exultante—. ¡La he hallado, la conozco!

Tan débil que apenas podía moverse, Octavia introdujo la mano en la inefable bolsa que pendía de su cinto y sacó a la luz el empequeñecido Orbe de los Dragones. Sosteniendo el mágico objeto en su mano, la hechicera lo contempló con unos ojos que perdían viveza a cada instante.

—Sé quién eres —farfulló Octavia con el entrecortado acento de un moribundo—. Ahora te conozco y te suplico que acudas en mi ayuda, como hiciste en la Torre y en Silvanesti. Nuestro trato ha sido zanjado. ¡Sálvame y también tú te salvarás!

La maga se derrumbó. Su cabeza poblada de largos mechones argénteos quedó apoyada en el suelo cuando entornó los párpados, privando a sus ojos de su malhadada visión. La mano que sujetaba Orbe adquirió una inerte flaccidez pero no así los dedos, que continuaron aferrados al enigmático objeto con una fuerza superior a la muerte. Convertida en poco más que un amasijo de huesos cubiertos por una túnica de tintes sanguinolentos, Octavia yacía inmóvil entre los papeles aún amontonados en la hechizada biblioteca.

Nyko observó el enjuto cuerpo durante unos momentos, bañado como estaba en la deslumbrante y purpúrea luz de las dos lunas. Abandonó acto seguido la silenciosa estancia, inclinada la cabeza y cuidando de atrancar la puerta con manos inseguras.

De nuevo en su estudio, el historiador permaneció largas horas sentado con la mirada absorta en la negrura.