9. Victoria.

—Deja que te ayude a subir —ofreció Raven.

—Creo que... ¡no, espera! —gritó John. Pero era demasiado tarde. La enérgica kender ya había agarrado la bota del enano y, al izarle, lo arrojó de cabeza contra el musculoso cuerpo del joven Dragón Broncíneo. Agitando las manos a la desesperada, John logró sujetarse al arnés que ceñía el cuello del animal y quedar suspendido, mecido en su desequilibrio como un saco atado a un gancho.

—¿Puede saberse qué haces dando vueltas de ese modo? —preguntó Raven, alzando la vista—. No es momento para juegos. Yo te empujaré...

—¡No, suelta! —rugió el enano al tiempo que propinaba un puntapié a la mano de Raven—. ¡Te ordeno que te apartes!

—Muy, bien, monta tú solo si quieres —respondió dolida Raven, y retrocedió. Resoplando y con el rostro encarnado, John se dejó caer al suelo.

—Me encaramaré al dragón cuando llegue el momento ¡sin tu ayuda! —vociferó con una mirada furibunda.

—Será mejor que te apresures —replicó la kender con frialdad—. Todos los demás están ya sobre las sillas.

El enano observó unos instantes al enorme Dragón Broncíneo y, testarudo cruzó los brazos sobre el pecho.

—Debo pensar bien la jugada.

—¡Vamos, John! Lo único que haces es perder tiempo, ¡Y yo quiero volar! ¡Termina de una vez! —le imprecó—. Claro que siempre puedo partir en solitario...

—¡No harás tal cosa! —replicó el enano enfurecido—. Ahora que al fin la guerra parece haber dado un giro favorable, no se puede mandar a la batalla a una kender montada en un dragón. Sería una hecatombe, tan desastrosa como si entregásemos al enemigo las llaves de la ciudad. Clarke dijo que sólo te permitiría volar si lo hacías en mi compañía...

—¡Entonces monta! Temo que cuando lleguemos haya terminado la guerra. Seré abuela antes de que decidas moverte.

—¿Abuela tú? —se burló John estudiando de nuevo al corpulento animal, que parecía mirarle con expresión hostil... o al menos, así lo imaginó—. El día en que tú seas abuela me arrancaré la barba.

Khirsah, el Dragón, los observaba a ambos con divertida impaciencia. Joven e impulsivo —aunque la edad se contaba de un modo harto peculiar en Krynn—, el animal estaba de acuerdo con la kender en que había llegado la hora de volar, la hora de luchar. Había sido uno de los primeros en acudir a la llamada hecha a todos los dragones de oro y plata, de bronce y de cobre. El fuego de la batalla ardía con virulencia en sus entrañas. A pesar de su juventud, Khirsah profesaba un gran respeto a los ancianos del mundo. Sobrepasaba ampliamente en años al enano, y, sin embargo, lo veía como una criatura de larga y fructífera vida, como uno de aquellos mayores a los que reverenciaba. Sea como fuere, en aquel instante pensó que si no hacía algo al respecto se cumpliría la predicción de la kender y no llegaría a tiempo para intervenir en la pugna.

—Discúlpame, respetable señor —dijo con un suspiro, cuidando de utilizar los términos adecuados—. ¿Hay algún modo en que pueda prestarte mi auxilio?

Sobresaltado, John dio media vuelta para comprobar quién le dirigía tan corteses palabras. El Dragón inclinó entonces su descomunal cabeza e insistió, esta vez en lengua enanil:

—Honorable y respetado señor...

John retrocedió, tan anonadado que tropezó contra Raven y la arrastró al suelo en un revoltijo de cuerpos.

El Dragón Broncíneo estiró su cabeza y, asiendo con suavidad los ropajes de ambos entre sus impresionantes colmillos, los incorporó como si fueran cachorros de gato recién nacidos.

—N-no sé —balbuceó John, sin poder evitar el rubor ante la manera en que le había abordado el animal. Se sentía tan incómodo como complacido—. Podrías... o quizá no. —Recuperó su dignidad, estaba decidido a no delatar su sobrecogimiento—. Puedes imaginar que no es nuevo para mí volar a lomos de un dragón. Lo que ocurre es que, verás, lo que sucede es que...

—¡Nunca antes habías cabalgado sobre estas criaturas! —desmintió Raven encolerizada—. Y además... ¡ay! —John había dado un puñetazo en las costillas de su compañera.

—Últimamente he tenido asuntos más importantes en que pensar, debo admitirlo, y necesito un poco de tiempo para acostumbrarme.

—Por supuesto, señor —dijo Khirsah sin un asomo de sonrisa—. ¿Puedo llamarte John?

—Puedes —accedió condescendiente.

—Me llamo Raven Reyes —se presentó la kender, estirando su pequeña mano—. John nunca viaja sin mí. Oh, me temo que no tienes un miembro adecuado para estrechar el mío. No importa. ¿Cuál es tu nombre?

—Para los mortales mi apelativo es Igneo Resplandor —anunció el Dragón con una nueva reverencia—. Y ahora, respetable John, ¿podrías ordenar a tu escudera kender...?

—¡Escudera! —repitió Raven ofendida. Pero el animal lo ignoró.

—Te ruego que hagas montar a tu escudera, y yo le ayudaré a ajustar la silla y la lanza.

John se acarició pensativo la barba antes de dirigirse a la atónita y boquiabierta Raven con un gesto grandilocuente:

—Vamos, escudera, haz lo que se te ha dicho.

—Y-yo... nosotros... —tartamudeó la kender. Pero no terminó la frase que se disponía a pronunciar, porque el Dragón ya la había alzado en el aire. Con los dientes apretados contra su zamarra, Khirsah la mantuvo en suspenso y al fin la depositó sobre la silla que tenía atada a su broncíneo cuerpo. Tan encantada estaba Raven por hallarse a lomos del dragón que guardó silencio, respondiendo así al propósito del animal.

—Y ahora, Raven Reyes, escúchame atentamente —le instó Igneo Resplandor—. Intentabas izar a tu señor desde detrás, cuando la posición correcta es la que has adoptado ahora. La montura metálica de la lanza debe estar delante y a la derecha del jinete, bien apalancada frente a las articulaciones de mi ala y por encima de mi hombro. ¿Has comprendido?

—¡Sí! —exclamó Raven muy excitada

—El escudo que ves en el suelo os protegerá del aliento de los dragones enemigos, o al menos de la mayor parte...

—¡No puedo creerlo! —protestó el enano, cruzando de nuevo los brazos en terca actitud—. ¿Qué significa «la mayor parte»? ¿Y cómo voy a arreglármelas para volar y sostener al mismo tiempo una lanza y un escudo, por no mencionar el hecho de que este maldito artefacto es más grande que la kender y yo juntos?

—Creía que eras un consumado jinete de dragones, respetable John —se burló Raven.

El rostro del enano se encendió de ira. Empezó a lanzar improperios, pero Khirsah lo interrumpió con su hábil diplomacia.

—Es probable que el honorable John no esté acostumbrado a este nuevo modelo, escudera Reyes. La pelta se encaja en la lanza, y ésta a su vez debe introducirse en el agujero diseñado para recibirla. De ese modo el arma descansa sobre la silla y se desliza de un lado a otro según convenga. Cuando os ataquen, no tenéis más que atrincheraros tras ella.

—¡Pásame el escudo, honorable John! —ordenó, más que solicitó, la kender. Gruñendo, el enano se acercó al lugar donde yacía el enorme pertrecho. Aunque con cierta dificultad a causa de su peso, logró levantarlo del suelo e izarlo por el costado del Dragón para, con ayuda del animal, entregárselo a la kender que no tardó en ajustarlo siguiendo las indicaciones de su broncíneo amigo. Le tocaba ahora el turno a la lanza Dragonlance. También con esfuerzo, John la arrastró hasta los pies de su compañera y le tendió la punta. Raven la agarró y, después de perder casi el equilibrio y salir despedida de su montura, la introdujo en el agujero del escudo. Cuando el eje quedó bien insertado, la lanza se equilibró y empezó a mecerse con ligereza y facilidad guiada por la diminuta mano de la kender.

—¡Es fantástico! —exclamó Raven mientras seguía experimentando—. ¡Golpe seco y cae un dragón! ¡Revés, y otro derribado! —Incluso se puso en pie sobre el lomo del animal, tan bien afianzada como el arma misma—. ¡Vamos, John, apresúrate! Los cabecillas vuelven para dar la orden de partir. ¡Veo a Clarke a la grupa de un gigantesco Dragón Plateado con rumbo hacia nosotros! Está pasando revista a las filas, y no tardará ni un minuto en dar la señal. Deprisa John— Raven empezó a dar saltos de excitación.

—En primer lugar, respetable señor —lo instruyó Khirsah— debes cubrirte con la chaqueta acolchada. Eso es, perfecto. Ensarta la tira de nuevo en la hebilla. No, ésta no, la que... ahora has acertado.

—Te pareces a un mamut lanudo que vi una vez—se mofó la kender al contemplar su abultada figura—. ¿Te he contado alguna vez la historia?

—¡Los diablos te confundan! —rugió el enano casi incapaz de andar, embutido como estaba en aquella prenda forrada de piel—. No es momento para escuchar uno de tus ridículos relatos. —E, incrustando la punta de su nariz en el hocico del Dragón, exclamó—: ¡Muy bien, animal, explícame ahora cómo monto! ¡Y no te atrevas a rozarme siquiera con uno de tus colmillos!

—Por supuesto que no, señor —dijo Khirsah en una actitud de hondo respeto. Inclinando la cabeza, el Dragón extendió una de sus alas de bronce sobre el suelo.

—Eso ya me gusta más —declaró el hombrecillo antes de lanzar una mirada satisfecha a la atónita kender, atusándose la barba con gesto engreído. Empezó a caminar muy erguido por el ala de Igneo Resplandor para ocupar su lugar, ensoberbecido, en la parte delantera de la silla, y se abrochó la correa que debía mantenerle afianzado en su montura.

—¡Ya han dado la señal! —vociferó Raven a la vez que se apresuraba a acomodarse detrás de su compañero. Espoleando con los talones los flancos del Dragón, añadió—: ¡Levanta el vuelo!

—No tengas tanta prisa —lo amonestó el enano, que todavía no había terminado de verificar los movimientos de la Dragonlance—. ¿Cómo he de conducirte?

—Indícame la dirección que quieras tomar tirando de las riendas —explicó Khirsah aunque sin apartar la mirada de la Comandante, atento a la señal que en realidad aún no había sido dada.

—Comprendo —asintió John, estirando la mano hacia abajo—. Después de todo, soy yo quien ostenta el mando. ¡La señal! Vamos, elévate.

—A tus órdenes, señor. —Khirsah se lanzó al aire, desplegando sus alas para aprovechar las corrientes que flotaban frente a la colina desde donde habían despegado.

—¡Había olvidado las riendas! —gritó John mientras trataba de asirlas antes de que cayeran fuera de su alcance.

Khirsah sonrió para sus adentros y siguió su curso.

Los Dragones del Bien y los caballeros que los cabalgaban se hallaban congregados sobre los ondulantes cerros que se erguían al este de las Montañas Vingaard. En aquel paraje los gélidos vientos invernales habían dado paso a las cálidas brisas del norte, fundiendo la escarcha del suelo. Los ricos aromas desprendidos por los renovados brotes perfumaban el aire donde los dragones evolucionaban formando amplios arcos para ocupar sus puestos en la formación. El panorama que desde allí se divisaba era como para cortar el aliento. Raven sabía que lo recordaría siempre, quizá incluso más allá del final de los tiempos. Decenas de alas broncíneas, argénteas y cobrizas centelleaban bajo la luz matutina, y también las grandes lanzas Dragonlance, montadas sobre las sillas, despedían destellos iluminadas por el sol. Las armaduras de los caballeros brillaban intensamente, mientras la bandera en la que figuraba el martín pescador con su hilo de oro ondeaba resplandeciente al viento, ofreciendo un bello contraste con el azul del cielo. Las últimas semanas habían estado marcadas por el triunfo. Quizá, tal como afirmaba John, la marea de la guerra fluía al fin en su dirección. El Áureo General, como las tropas llamaban a Clarke, había creado un ejército a partir de la nada. Los habitantes de Palanthas, contagiados de su entusiasmo, se habían unido a la causa. Se ganó también el respeto de los Caballeros de Solamnia merced a sus osadas ideas y a sus acciones tan firmes como decisivas. Así pues, las fuerzas de tierra abandonaron la ciudad, arrojándose como un alud sobre el llano para obligar a las desorganizadas tropas de la Señora del Dragón, conocida como la Dama Oscura, a levantar el vuelo en medio de una oleada de pánico. Ahora, con múltiples victorias a sus espaldas y el enemigo huyendo de su poderosa acometida, todos veían el triunfo definitivo como algo inapelable. Pero Clarke era demasiado prudente para ceñirse los laureles. Todavía tenían que enfrentarse a los dragones de la Reina de la Oscuridad. Dónde estaban y por qué no habían intervenido en la liza era algo que ni ella ni sus oficiales habían acertado a imaginar. Día tras día mantenía a los caballeros y sus monturas en estado de alerta, prestos para el ataque. Había llegado el momento tan esperado. Avistaron a los dragones, escuadrillas de tintes azulados y rojos que, según, los informes recibidos, se dirigían al oeste a fin de detener a la insolente general y su insignificante ejército. Convertidos en una cadena de plata y bronce los Dragones de Whitestone, como solían ser denominados, surcaban la llanura de Solamnia. Aunque todos los caballeros que los montaban habían aprendido a volar durante el tiempo que sus ocupaciones les permitían —salvo el enano, que se negó rotundamente— aquel mundo de bajas y etéreas nubes, les resultaba desconocido y extraño todavía. Los estandartes se agitaban incontrolables, a causa del viento huracanado y los soldados de a pie, que avanzaban bajo su mirada, no eran sino hileras de hormigas en la hierba. Para algunos de los caballeros volar constituía una experiencia emocionante, mas otros la consideraban una dura prueba que exigía todo cuanto valor poseían. Siempre al frente de las tropas, guiándolas como un vivo ejemplo de arrojo, volaba Clarke a la grupa del colosal dragón argénteo que su hermano había trasladado desde las Islas de los Dragones. Ni el mismo sol lucía más dorado que el cabello que se arremolinaba en torno a su yelmo; Se había convertido a los ojos de todos en un símbolo tan sagrado como la Dragonlance, tan enjuta y delicada, tan bella y mortífera. La habrían seguido sin titubear hasta las puertas del Abismo. Al estirar la cabeza por encima del hombro de John, Raven vio a Clarke en cabeza de la formación. Aunque no se rezagaba en ningún momento, volvía a menudo la vista para comprobar que nadie desfallecía ni se desorientaba. También inclinaba el cuerpo hacia adelante a fin de conferenciar con su plateada montura, tan segura de sí misma que Raven decidió relajarse y disfrutar de la cabalgada. Aquella era sin lugar a dudas la más inolvidable de cuantas aventuras había vivido. Las lágrimas trazaban en su rostro surcos desviados por el viento, delatando su inconmensurable júbilo. Ahora la kender, tan aficionada a los mapas, podía contemplar el más perfecto de todos. Se extendía a sus pies los ríos y los árboles, los montes y los valles, las ciudades y las granjas tan detalladamente que ni la más minuciosa maqueta hubiera conseguido reproducirlos. Deseó más que nada en el mundo capturar tal visión para siempre en su memoria. Comprendió que con el tiempo un recuerdo podía distorsionarse, de manera que debía hallar un medio para perpetuar lo que ahora se grababa en su retina. Dicho y hecho aunque las palabras no traspasaron los límites de su pensamiento. Aferrándose con las rodillas a la silla, la kender soltó a John y empezó a rebuscar en sus bolsas. Extrajo al fin un pergamino, lo apoyó con firmeza en la espalda del enano y procedió a emborronarlo con un carboncillo.

—¡Deja ya de moverte! —ordenó a su compañero, que aún se afanaba en asir las riendas.

—¿Puede saberse qué haces, criatura impertinente? —protestó el enano, golpeando a Raven como si fuera una avispa que no pudiera quitarse de encima.

—¡Dibujo un mapa! —respondió Raven en un súbito trance—. ¡Un mapa perfecto! Seré famoso. ¡Mira, allí están nuestras tropas como un ejército de insectos! ¡El alcázar de Vingaard acaba de entrar en mi campo visual! Estate quieto, o me harás errar el trazo.

John emitió un gruñido y abandonó sus intentos de recuperar las riendas o liberarse de la presión de la kender tras decidir que lo mejor sería concentrarse en no perder el control del Dragón ni del desayuno en su revuelto estómago. Había cometido el error de bajar la mirada, y ahora se obstinaba en mantener la vista al frente con el cuerpo a un tiempo rígido y tembloroso. El penacho de plumas de grifo que adornaba su yelmo le azotaba salvajemente el rostro en el vendaval. Los pájaros planeaban en el cielo debajo de él. Ambos factores contribuyeron a hacerle tomar la inapelable resolución de incluir a los dragones en aquella lista encabezada por las embarcaciones y los caballos, en la que figuraba cuanto debía evitarse a cualquier precio.

—¡Fíjate! —exclamó Raven muy excitada—, allí están los ejércitos enemigos! ¡Se despliega ante mí una batalla y puedo verla en perspectiva! —La kender dobló el cuerpo para espiar lo que sucedía unos metros más abajo. Incluso creía oír, entre las rugientes ráfagas, los tintineos metálicos de las armaduras y los clamores—. ¿No podríamos acercarnos un poco... ¡no, mi mapaaaa!

Con una imprevisible rapidez, Khirsah había trazado un bucle para lanzarse en picado. La fuerza de esta maniobra arrancó el pergamino de las manos de Raven, que vio desesperada cómo revoloteaba ligero cual una hoja en otoño. John vociferaba con el índice extendido. Aunque Raven trataba de no perderse detalle, en aquel momento atravesaron una densa nube y no acertaba a ver ni la punta de su nariz, Tan repentinamente como había entrado en él, Khirsah , emergió del banco de nubes y el panorama se aclaró por completo.

—¡Es increíble! —gritó la kender sobrecogida. Debajo de ellos, acosando a las tropas pedestres, volaban varias filas de dragones. Sus correosas alas de tonalidades rojas y azules ondeaban como banderas del mal al arrojarse sobre los indefensos ejércitos del Aúreo General.

Raven distinguía desde su atalaya a aquellas sólidas líneas de guerreros que se rompían a causa del pánico. Pero no había lugar donde huir, donde ocultarse en el herbáceo llano. Raven comprendió que era éste el motivo por el que habían esperado las huestes enemigas, y la visión del fuego, que surgía de sus bocas como hálitos calcinantes para abrasar a las desprotegidas tropas, le llenó de desazón.

—¡Tenemos que detenerles!

Tan deprisa se volteó Khirsah que Raven a punto estuvo de tragarse la lengua. El cielo parecía elevarse sobre su flanco, y por un instante la kender experimentó la extraña sensación de estar cayendo hacia arriba. Más por instinto que por razonamiento, se agarró al cinto de John al recordar que también ella debería haberse ajustado las correas como su compañero. Ahora ya no había tiempo, se ataría la próxima vez.

Si había una próxima vez. El viento rugía a su alrededor, mientras la tierra daba vertiginosas vueltas al compás de la espiral que trazaba el Dragón en su descenso. A los kenders les entusiasmaban las nuevas experiencias, y sin duda ésta era una de las más excitantes... pero Raven deseó que la tierra no se alzara a su encuentro a semejante velocidad.

—¡No he querido decir que tuviéramos que detenerles ahora mismo! —rectificó, dirigiéndose a John. Al levantar —¿o quizá la bajó?— la mirada, vio otros dragones a escasa distancia, aunque el panorama se le antojó borroso y no sabía en qué posición se hallaban respecto a ellos. Volaban ahora por encima, ahora a sus pies, y unos segundos más tarde detrás. ¡Se habían puesto al frente, en solitario! ¿Qué pretendía John?

—¡Aminora la marcha, esto es una locura! —ordenó al enano—. ¡Te has adelantado a todos los compañeros, incluso a Clarke!

Nada le habría gustado más a John que obedecer a la kender. La última pirueta había puesto las riendas a su alcance y ahora tiraba de ellas con todas sus fuerzas, sin cesar de repetir «¡So, animal!» que, de no engañarle su memoria era la señal más usada para frenar a los caballos. Sin embargo, su fórmula no surtía efecto con el Dragón. No fue reconfortante para él comprobar que no era el único que tropezaba con dificultades en el manejo de su montura. Detrás de él, la delicada línea de plata y bronce se deshacía como guiada por una voz de mando silenciosa que hubiera ordenado a los animales agruparse en cuadrillas de dos o tres. Los caballeros manipulaban las riendas a la desesperada, en un vano intento de devolver a los dragones a sus ordenadas hileras. Pero los animales no atendían a estos impulsos: el cielo era su reino. Luchar en el aire era diferente de hacerlo en tierra firme, y debían mostrar a sus jinetes el modo de batirse a la grupa de unas criaturas que nada tenían que ver con los caballos. Describiendo un grácil círculo, Khirsah se lanzó en picado contra una nube. Al verse envuelta en la densa bruma, Raven perdió de nuevo el sentido de la orientación hasta que el soleado cielo volvió a estallar frente a ella, en el instante en que el Dragón abandonaba el cúmulo. Ahora sabía dónde estaban las alturas y el suelo, y este último se acercaba a un ritmo inquietante. John emitió uno de sus rugidos, que obligó a Raven a alzar la mirada para advertir que se dirigían hacia un grupo de Dragones Azules. Tan concentrados estaban en perseguir a unos aterrorizados soldados pedestres, que no se percataron de su avance.

—¡La lanza! —vociferó Raven.

John forcejeaba con el arma, pero no tuvo tiempo de ajustarla ni de afianzarla debidamente en su hombro. De todos modos, tampoco importaba. Aprovechando que los Dragones Azules aún no los habían descubierto Khirsah surcó otra nube y, al deslizarse de nuevo a cielo abierto, los sorprendió por la espalda. Como una llama broncínea el joven Dragón se arrojó sobre el grupo enemigo dirigiéndose hacia su cabecilla, un enorme animal cuyo jinete se cubría con un yelmo de tonos también azulados. Embistiendo raudo y sigiloso, Khirsah clavó en el cuerpo de su oponente sus cuatro garras mortíferamente afiladas. La fuerza del impacto desplazó a John hacia adelante; Raven aterrizó sobre su amigo, aplastándolo. El enano trato de incorporarse, pero la kender lo atenazaba con un brazo mientras con la mano libre golpeaba su yelmo y alentaba al Dragón.

—¡Has estado fantástico! ¡Atácale de nuevo! —lo azuzaba, presa de una gran agitación y sin cesar de aporrear la cabeza del pobre John.

Tras emitir unas ininteligibles imprecaciones en su lengua, John se desembarazó del incómodo abrazo de Raven. En ese preciso instante Khirsah se remontó en el aire, refugiándose en un banco de nubes antes de que la Escuadra Azul reaccionase a su inesperada arremetida. Khirsah aguardó unos momentos, quizá para dar ocasión a sus zarandeados jinetes a recobrar la compostura. John se apresuró a sentarse en su lugar, Raven le rodeó la cintura con ambos brazos. Pensó la kender que su compañero tenía la tez cenicienta y exhibía en su rostro una expresión preocupada, pero también debía reconocer que aquella experiencia escapaba a los límites de lo normal. Antes de que acertara a preguntarle si se encontraba bien, Khirsah salió una vez más de su escudo de nubes. Los Dragones Azules estaban debajo, con el cabecilla situado en el centro del grupo suspendido sobre sus descomunales alas. Estaba levemente herido y desconcertado; la sangre manaba por sus cuartos traseros, allí donde las garras de Khirsah habían rasgado su dura y escamosa piel. Tanto el animal como su jinete de yelmo azulado escudriñaban el cielo en busca de su atacante. De pronto el hombre extendió el índice. Arriesgándose a volver la vista hacia atrás, Raven contempló un espléndido panorama que le dejó sin resuello. El bronce y la plata centellearon bajo el sol cuando los Dragones de Whitestone surgieron de un cúmulo cercano y descendieron vociferantes sobre la Escuadra Azul. Se rompió el círculo enemigo, pues los gigantescos animales se apresuraron a cobrar altura para evitar que sus perseguidores los embistieran por la espalda. Los enfrentamientos se sucedían y entremezclaban en medio de un fragor indescriptible. Brotaron llamas cegadoras y chisporroteantes en el instante en que un gran Dragón Broncíneo, que se debatía a la derecha de la kender, emitía un grito de dolor y se desplomaba en el aire con la cabeza ardiendo. Raven vio que su jinete luchaba denodadamente para asir las riendas, abierta su boca en un alarido inaudible a causa de la velocidad con que él y su cabalgadura se zambullían hacia el suelo. Contempló la kender cómo la tierra se acercaba también a ellos y se preguntó qué se debía sentir al estrellarse contra la hierba. Pero no duraron mucho sus cavilaciones, ya que Khirsah la despertó con un atronador rugido. El cabecilla azul descubrió al joven Dragón, no pudiendo sustraerse a su resonante desafío. Ignoró entonces a los otros animales que batallaban a su alrededor, para emprender el vuelo en pos del broncíneo enemigo que le citaba en un duelo a muerte.

—¡Ha llegado tu turno, enano! ¡Equilibra la lanza! —ordenó Khirsah a la vez que batía sus enormes alas para ganar altura, con la intención de facilitar sus propias maniobras; y también de dar opción su jinete para que se preparara.

—Yo me ocuparé de las riendas —ofreció Raven.

La kender no estaba segura de haber sido oído por su compañero. El rostro de John presentaba una extraña rigidez, y sus movimientos eran lentos y mecánicos. Presa de una incontenible impaciencia, Raven no podía sino aferrar las riendas y observar las evoluciones de los cenicientos dedos del enano para fijar la empuñadura de la lanza debajo de su hombro y empuñarla tal como había aprendido. El insondable hombrecillo alzó la vista al frente, vacío su rostro de expresión. Khirsah continuó elevándose, antes de equilibrarse y dar así oportunidad a Raven de examinar su entorno y preguntarse dónde estaba el enemigo. En efecto, había perdido de vista al Dragón Azul y a su jinete. Igneo Resplandor dio entonces un poderoso salto, que cortó a la kender la respiración. Allí mismo estaba su rival, delante de ellos. Vio que la azulada criatura abría su espantosa boca surcada de colmillos y, recordando las llamas cegadoras se arrebujó detrás del escudo. Como John permaneciera con la espalda rígida y la mirada perdida más allá de su arma protectora, fija en el dragón que les atacaba, la kender soltó el brazo de su cinto y le tiró de la barba para obligarle a ocultar la testa. Un resplandor tan intenso como el del relámpago estalló a su alrededor, seguido por un fragor de trueno que casi dejó sin conocimiento a la kender y al enano. Khirsah lanzó un alarido de dolor, pero se mantuvo firme en su curso. Ambos dragones se embistieron al unísono, y la Dragonlance apuntó al cuerpo de su víctima. Por un instante Raven no vio sino destellos rojizos y azulados, mientras el mundo daba vueltas vertiginosas. En una ocasión sus ojos se clavaron de manera siniestra, más no logró discernir la escena. Refulgían las garras de los contendientes, y resultaba difícil distinguir los alaridos de Khirsah de los gritos de su oponente. Las alas se batían confusas en el aire, a la vez que la hierba trazaba espirales más y más rápidas a medida que todo el grupo se precipitaba hacia el suelo.

«¿Por qué no suelta Igneo Resplandor al Dragón Azul?», pensó Raven en pleno delirio. De pronto, comprendió la causa: ¡Se habían enmarañado!

La Dragonlance había errado en su diana y, al rebotar contra la ósea juntura del ala rival, se había incrustado en su hombro, hallándose ahora alojada bajo coriácea piel. El herido se debatía a la desesperada para liberarse pero Khirsah, dominado por la furia del combate, lo laceró con sus garras delanteras e hincó sus afilados colmillos en su carne. Enzarzados en tan cruenta lid, los dragones habían olvidado por completo a sus jinetes. También Raven se sentía demasiado aturdida para observar al oficial de yelmo azulado hasta que, al alzar la mirada sin saber dónde posarla, atrajo su atención aquel ser que se agarraba obstinado a su silla a escasos pies de distancia. Una vez más se confundieron el cielo y la tierra cuando los dragones trazaron un círculo completo en el aire, aunque el súbito torbellino no impidió a Raven advertir que el yelmo azul se desprendía de la cabeza de su portador, dejando al descubierto su rubio cabello. Los ojos del individuo, libres ahora de su máscara, se mostraron fríos y brillantes, sin asomo de temor. Su penetrante mirada traspasó al desconcertado Raven.

«Ese rostro me resulta familiar», pensó la kender con una sensación de distanciamiento como si todo aquello le estuviera ocurriendo a otro ser bajo su atenta observación. ¿Dónde podía haberlo visto con anterioridad? La imagen de Lincoln se dibujó en su mente. El oficial se desembarazó del arnés y se irguió sobre los estribos. Su brazo derecho colgaba laxo junto a su cadera, pero había estirado la otra mano. De pronto la kender comprendió. Sabía perfectamente lo que se disponía a hacer su oponente, como si se hubiera dirigido a ella para revelarle sus planes.

—¡John! —exclamó con vehemencia—. ¡Suelta la lanza ahora mismo!

Pero el enano sostenía el arma en sus inflexibles manos, perdida la mirada en el horizonte insondable. Los dragones luchaban, mordían y hundían sus garras suspendidos en el espacio, retorciéndose el azul a fin de liberarse de la lanza y zafarse así del despiadado ataque de su enemigo. Raven oyó cómo el jinete rival pronunciaba unas palabras, y al instante su animal cesó de debatirse para adoptar una actitud alerta. Con sorprendente agilidad, el oficial saltó de una grupa a otra y rodeo el cuello de Khirsah con uno de sus brazos mientras trataba de equilibrarse. Sin apenas esfuerzo el misterioso personaje se incorporó y sujetó con sus poderosas piernas la agitada testuz de Igneo Resplandor. El Dragón, sin embargo, hizo caso omiso del humano. Todos sus pensamientos estaban centrados en su más directo contrincante. El oficial lanzó una fugaz mirada a los dos compañeros y comprendió que ninguno representaba una amenaza, atados como estaban a la silla... o, al menos, las tirantes correas así lo daban a entender. Desenvainó entonces su espadón e, inclinando el cuerpo hacia adelante, empezó a cercenar los arneses del Dragón Broncíneo en el lugar donde se cruzaban sobre su pecho, cerca de sus colosales alas.

—¡John! —suplicó Raven—. ¡Suelta la lanza! ¡Mira! —La kender zarandeó al impertérrito enano—. ¡Si ese individuo corta las correas la silla se desprenderá, arrastrando el arma y también a nosotros!

John volvió despacio la cabeza, despertando al fin. Con una lentitud que a Raven se le antojó agónica, su temblorosa mano empezó a manipular el mecanismo que había de liberar la lanza y deshacer el mortífero abrazo de los dragones. ¿Llegaría a tiempo?

Raven vio que la espada traspasaba el aire, casi al mismo tiempo que una de las correas del arnés se alejaba en un ominoso revoloteo. Era demasiado tarde para pensar o fraguar planes. Mientras John seguía forcejeando con el complicado artefacto, Raven se levantó como pudo y ciñó las riendas a su talle para, sujetándose al borde de la silla, rodear al enano hasta colocarse delante de él. Estiró entonces el cuerpo sobre el cuello del Dragón y, tras enmarañar sus piernas en la ósea crin, se arrastró resuelta a abalanzarse sobre el oficial. El enemigo no prestaba atención a aquel par de jinetes que imaginaba atrapados en sus correas. Tan absorto estaba en su trabajo —el arnés no tenía ya apenas sujeción— que nunca supo qué le había golpeado. Fue el cuerpo de Raven lo que descargó su peso sobre el oficial, al lanzarse contra su espalda. Sobresaltado y retorciéndose en un descontrolado afán para mantener el equilibrio, el atacado dejó caer la espada y se aferró con todas sus fuerzas a la testuz del Dragón Broncíneo. Entre gritos de furia intentó dar la vuelta, pues quería saber a toda costa quién lo había agredido. Pero, de pronto, la más negra noche nubló sus ojos, cuando unos pequeños brazos rodearon su cabeza y ensombrecieron el mundo. Aquella momentánea ceguera lo obligó a prescindir de su agarradero en el cuello del animal, empecinado como estaba en liberarse de lo que le pareció una criatura dotada de tres pares de manos y piernas, todas ellas aplastándole con incomparable tenacidad. Pero, al notar que empezaba a deslizar por el cuerpo del Dragón, se afianzó de nuevo a la crin.

—¡John, suelta la lanza! ¡John...! —Raven ya no sabía lo que decía. El suelo se elevaba a su encuentro, ahora que los debilitados dragones se desplomaban sin remisión. En su cabeza estallaron resplandores de luz blanca mientras permanecía aferrado al oficial, que no cejaba en sus forcejeos.

Resonó, de pronto, un gran estampido metálico. La lanza se soltó, y los combatientes quedaron libres.

Desplegando sus alas, Khirsah interrumpió su rauda caída y recobró el equilibrio. El cielo y la tierra asumieron una vez más sus posiciones correctas, un hecho que provocó las lágrimas de Raven.

«No me he dejado asustar», se repetía la kender entre sollozos, pero nunca nada le había parecido tan hermoso como el cielo azul... de nuevo en el lugar que le asignara la naturaleza.

—¿Estás bien, Igneo Resplandor? —preguntó la kender.

El broncíneo ser asintió, no le quedaban fuerzas para hablar.

—Tengo un prisionero —declaró, la aún confundida Raven, tomando conciencia de lo que había hecho. Soltó despacio al vencido, que meneó la cabeza entre mareado y asfixiado, antes de añadir—: No creo que pretendas escapar en estas circunstancias.

Liberada su presa, la kender culebreó por la crin en pos de los hombros del Dragón. Vio que el oficial alzaba la mirada hacia el cielo y apretaba los puños de rabia al contemplar cómo sus animales perdían terreno frente a Clarke y su ejército. Observó de un modo muy especial a la Princesa elfa, y en aquel instante Raven recordó dónde se había topado con aquel hombre en el pasado.

—Será mejor que nos devuelvas a tierra firme –ordenó la kender a Khirsah, recobrando el resuello y agitando las manos—. ¡Rápido, es urgente!

El Dragón arqueó la cabeza para mirar a sus jinetes, y Raven comprobó que tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo. Presentaba hondas quemaduras en uno de los lados de su broncínea testa, y la sangre chorreaba por su maltrecho hocico. La kender escudriñó la zona adyacente en busca del enemigo azul, pero había desaparecido sin dejar rastro. Al posar la vista en el oficial, Raven se sintió como un héroe. Ahora comprendía la magnitud de su acción.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó llena de júbilo, dirigiéndose a John—. ¡Hemos vencido a un dragón y yo he apresado a su jinete con la única ayuda de mis manos!

El enano asintió despacio, mientras la kender contemplaba cómo el suelo se aproximaba y pensaba que nunca le había parecido tan maravillosamente terrenal como en este momento.

Cuando Khirsah aterrizó, los soldados de a pie se congregaron en torno a ellos entre vítores y exclamaciones de júbilo. Unos cuantos se llevaron al cautivo quien, antes de alejarse, lanzo una penetrante mirada a su aprehensora. Aunque su ominosa expresión causó cierta zozobra a la kender, no tardo en olvidarla para ocuparse de su compañero. El enano se hallaba desplomado sobre la silla; con el rostro cansado y envejecido. Sus labios se habían teñido de matices violáceos.

—¿Qué te ocurre?

—Nada.

—Sin embargo, veo que te sujetas el pecho con las manos. ¿Estás herido?

—No.

—Entonces, ¿a qué viene esa postura?

—Supongo que no me dejarás tranquilo hasta que te responda —gruñó John—. Pues bien, la causante de mi precario estado es esa maldita lanza, aunque también le diría cuatro palabras al inventor de la chaqueta. ¡No me cabe la menor duda de que su grado de necedad sólo puede ser comparado con el tuyo! El mango de la Dragonlance se ha incrustado en mi clavícula, y supongo que las magulladuras recibidas me dolerán durante más de una semana. Por otra parte, esa historia que has forjado en tomo a tu captura es una burda patraña. ¡Ha sido un auténtico milagro que no os precipitarais ambos en el vacío! Y si te interesa mi opinión, lo has prendido por accidente. Para terminar mi discurso voy a hacerte una advertencia: ¡No volveré a montar a la grupa de uno de esos gigantescos animales en todo lo que me resta de vida!

John cerró la boca como si quisiera morder el aire, a la vez que clavaba en la kender una mirada tan fulminante que esta última se apresuró a alejarse. Sabía que cuando el enano se dejaba dominar por el mal humor lo más prudente era apartarse de él hasta que se templaran sus ánimos. Después de comer se sentiría mejor.

Aquella noche, cuando Raven se arrebujó en el flanco de Khirsah para descansar cómodamente bajo su protección, recordó, de pronto, que algo no encajaba en la iracunda parrafada de John. El enano había cubierto con sus brazos la parte izquierda de su pecho, según él a fin de aliviar el dolor producido por la lanza... ¡que permaneció a su derecha durante todo el combate!