LIBRO VII
1. LA FIESTA DE PRIMAVERA
Cuando despuntó el día, con una luz rosácea y dorada iluminando la tierra, los ciudadanos de Kalaman fueron despertados por un tañir de campanas. Los niños saltaron del lecho para invadir las habitaciones de sus padres y rogarles que se levantaran, a fin de gozar juntos de aquella jornada tan especial. Aunque algunos gruñeron y fingieron cubrirse los rostros con el embozo en su mayoría se desperezaron sonrientes, no menos entusiasmados que sus hijos. Era aquél un día memorable en la historia de Kalaman. No sólo se celebraba la anual Fiesta de Primavera, sino que también se festejaba la victoria de los ejércitos de los Caballeros de Solamnia. Sus tropas, acampadas en los llanos que rodeaban la amurallada ciudad, harían su entrada triunfal en la urbe a mediodía, guiadas por su general, una Princesa elfa, que se había convertido en una figura legendaria. Al asomarse el sol por detrás de los muros, el cielo que cubría Kalaman se llenó del humo de las fogatas donde se guisaban los suculentos manjares y, pronto, los aromas del chisporroteante jamón, de los panecillos recién horneados, del tocino frito y de los exóticos cafés expulsaron de los cálidos lechos incluso a los más perezosos. De todos modos se habrían despertado pues casi de inmediato los alborozados niños atestaron las calles. Se relajó la disciplina para el mejor disfrute de la Fiesta de Primavera; tras un largo invierno de confinamiento en las casas, los pequeños podían al fin campar por sus respetos durante el día. Por la noche se multiplicarían las cabezas magulladas, las rodillas surcadas de arañazos y los dolores de vientre a causa del exceso de golosinas ingeridas, pero todos recordarían el evento como algo glorioso. A media mañana la fiesta se hallaba en pleno apogeo. Los buhoneros cantaban las excelencias de sus variopintos artículos, exhibidos en puestecillos de vivos colores, mientras los ingenuos perdían sus ahorros en juegos de azar, los osos danzantes evolucionaban en las calles y los ilusionistas arrancaban gritos de admiración tanto a los jóvenes como a los viejos. A mediodía estalló un nuevo repicar de campanas, y, al instante, se despejaron las avenidas. Los ciudadanos se apiñaron en las aceras cuando se abrieron solemnemente las puertas para dar paso a los Caballeros de Solamnia en su regio desfile. Un murmullo expectante flotó entre la muchedumbre. Las miradas confluyeron en el centro de la calzada y, a codazos unos y estirando la cabeza los más altos, todos se dispusieron a ver a los caballeros y muy especialmente a la elfa de la que tantas historias se habían narrado en los últimos tiempos. Cabalgaba sola, en primera fila, a la grupa de un caballo blanco de pura raza. El gentío, ansioso por ovacionar a su heroína, enmudeció, de pronto, a causa del sobrecogimiento que les producía la belleza y actitud majestuosa de aquella mujer. Ataviada con una refulgente armadura de plata enriquecida mediante una primorosa filigrana de oro, Clarke condujo a su corcel hacía el interior del burgo. Una delegación infantil había ensayado a conciencia para alfombrar el suelo de flores al paso del general, pero la chiquillería estaba tan maravillada frente a la estampa que ofrecía la hermosa elfa en su centelleante armadura que aferraron sus multicolores ramilletes y no arrojaron ni uno solo. Detrás de la doncella de áureos cabellos avanzaban dos personajes que obligaron a no pocos espectadores a lanzar gritos de sorpresa, una kender y un enano, montados juntos a lomos de una vieja jaca provista de un cuerpo tan ancho como un barril. La kender parecía pasarlo bien vociferando y saludando a la gente con exageradas gesticulaciones. Pero el enano, a horcajadas tras su espalda, la agarraba por el cinto como si le fuera en ello la vida, tan inseguro que se diría que un simple estornudo lo arrojaría por los aires. Seguía a esta curiosa pareja un jinete elfo, tan semejante en sus rasgos a la doncella que nadie necesitaba del susurro de su vecino para comprender que eran hermanos. A su lado cabalgaba otra muchacha también elfa con una extraña melena argéntea y los ojos de un azul intenso, que parecía sentirse incómoda entre la muchedumbre. Desfilaban a escasa distancia los Caballeros de Solamnia, unos setenta y cinco hombres fornidos, resplandecientes en sus bruñidas armaduras. El gentío comenzó a gritar a su llegada, a la vez que ondeaba banderas al viento. Algunos de los caballeros intercambiaron sombrías miradas al sentirse así agasajados, pensando que si hubieran entrado en Kalaman un mes antes habrían recibido una acogida muy distinta. Pero ahora eran héroes; tres siglos de odio, hostilidad y falsas acusaciones habían sido barridos de las mentes de aquellas gentes, que vitoreaban a quienes les habían salvado de los horrores infligidos por los ejércitos de los Dragones. Marchaban tras los caballeros varios millares de soldados pedestres y, cerrando la comitiva para deleite de los ciudadanos, atravesaron el cielo numerosos dragones. No eran las temidas escuadras de animales rojos y azules que habían hecho cundir el pánico durante la estación invernal, sino criaturas de cuerpos dorados, argénteos y broncíneos que eclipsaron al sol con sus fúlgidas alas al trazar círculos y piruetas en ordenada formación. Se erguían sobre sus sillas varios jinetes, y las hojas dentadas de las Dragonlance despedían cegadores destellos en la luz matutina. Concluido el desfile, los ciudadanos se congregaron para oír las palabras que en honor de los héroes pronunció el máximo mandatario del lugar. Clarke se ruborizó cuando este último afirmó que ella era la única responsable del hallazgo de las Dragonlance, del regreso de los Dragones del Bien y de las formidables victorias de su ejército. Trató de desmentir tales asertos señalando a su hermano y a los Caballeros de Solamnia, pero las ovaciones del gentío ahogaron su voz. Miró Clarke en actitud impotente a Michael, representante del Gran Señor Gunthar Uth Wistan, que había llegado poco antes desde Sancrist. Michael se limitó a sonreír y exclamar por encima del griterío:
—Deja que aclamen a su héroe, o debería decir heroína. Se lo merecen. Han vivido todo el invierno atenazados por el pánico, aguardando el día en que los dragones perversos aparecerían en el horizonte para destruirles. Sin embargo ahora contemplan a una bella joven, surgida de la leyenda, que viene a salvarlos.
—¡Pero eso no es cierto! —protestó Clarke, acercándose a Michael para que pudiera oírla. Sus brazos estaban llenos de rosas de invierno, cuya fragancia resultaba sofocante pero no osó ofender a nadie y prefirió conservarlas—. Yo no he surgido de ninguna fábula, sino del fuego, la oscuridad y la sangre. Ponerme al mando de las tropas fue una estratagema política de Gunthar, ambos los sabemos. Además, si mi hermano y Silvara no hubieran arriesgado sus vidas para devolvernos a los Dragones del Bien desfilaríamos por estas calles encadenados por los ejércitos de la Reina Oscura.
—¡Bah! Lo que a ellos favorece también es bueno para nosotros —susurró Michael, mirando de soslayo a la Princesa elfa mientras respondía a los vítores de la multitud—. Hace unas semanas ni siquiera habríamos podido mendigar al Señor de la Ciudad un mendrugo de pan seco y ahora, gracias a ti, Áureo General, ha aceptado albergar a los soldados en la urbe, suministrarnos alimento y caballos y en definitiva darnos cuanto necesitemos. Los jóvenes pelean por enrolarse en nuestras filas, que se incrementarán en más de mil contingentes antes de que partamos hacia Dargaard, y has elevado la moral de nuestros combatientes. Recuerda en qué estado se hallaban los caballeros de la Torre del Sumo Sacerdote, y observa el cambio que se ha obrado en su actitud.
«En efecto, les vi divididos en facciones rivales, sumidos en el deshonor, porfiando y confabulándose unos contra otros. Fue preciso que muriera un hombre noble y valiente para que volvieran a unirse», —pensó Clarke con tristeza. La muchacha cerró los ojos. La barahúnda, el aroma de las rosas —que evocaban en su memoria la imagen de Lincoln—, el agotamiento de la batalla y el calor que emanaba del sol primaveral se entremezclaron para aplastarla en una ola sofocante. Tan intenso era su mareo que temió desmayarse, si bien esta idea se le antojó, divertida. ¿Qué impresión causaría a los presentes que el Áureo General se desmoronase como una flor marchita?
De pronto rodeó su talle un fuerte brazo.
—Resiste, Clarke —dijo Finn sosteniéndola. Silvara estaba a su otro lado y recogió las rosas, a punto de desprenderse de su debilitado pecho. La Princesa elfa saco fuerzas de flaqueza y, tras emitir un suspiro, abrió los ojos para dedicar una sonrisa al Señor de la Ciudad, que concluía en aquel instante su segundo discurso entre atronadores aplausos.
«Estoy atrapada», comprendió Clarke. Tendría que permanecer en su puesto el resto de la tarde repartiendo sonrisas y saludos, soportando encendidas arengas en las que ensalzarían su heroísmo una y otra vez, cuando lo que en realidad deseaba era acostarse en una alcoba fresca y umbría para descansar al menos durante unas horas. Todo aquello era una mentira, una vergonzosa patraña. ¡Si supieran la verdad quienes ahora la admiraban! ¿Por qué no se levantaba y confesaba que estaba tan asustada en las interminables batallas que tan sólo recordaba los detalles en sus pesadillas? ¿Por qué no les decía que era un simple comodín de los Caballeros de Solamnia, y que el auténtico motivo de su presencia allí era que, como una niña consentida, había huido un día del hogar paterno para perseguir a una semielfa que ni siquiera la amaba? ¿Cuál sería la reacción de los ciudadanos ante tales confesiones?
—Y ahora —la voz del Señor de Kalaman resonó en la enfervorizada batahola—, es para mí un honor y un gran privilegio presentaros a la mujer que ha cambiado el rumbo de esta guerra, que ha puesto en fuga a los Dragones del Mal obligándoles a abandonar las llanuras para salvar sus vidas, que con ayuda de sus tropas ha capturado al perverso Jaime, Comandante de los ejércitos de los Dragones, y que inscribirá su nombre junto al de Huma como uno de los más bravíos guerreros de Krynn. Dentro de una semana cabalgará hacia el alcázar de Dargaard para exigir la rendición de la mandataria enemiga conocida por el sobrenombre de la «Dama Oscura»…
Las aclamaciones del gentío ahogaron su voz. Hizo una pausa, acompañada de un ademán grandilocuente, antes de estirar la mano hacia atrás y arrastrar a Clarke junto a sí.
—¡Clarke, de la casa real de Qualinesti! —anunció.
Tan ensordecedor era el griterío que pareció reverberar contra los altos muros de piedra. Clarke contempló aquel mar de bocas abiertas y ondeantes banderolas, y comprendió apesadumbrada que no era el relato de su miedo lo que la muchedumbre quería oír. «Ya tienen bastante con el suyo —se dijo—. Nada quieren saber de muerte y negrura. Esperan historias de amor, de esperanza y de Dragones Plateados. Como todos nosotros».
Respirando hondo Clarke se volvió hacia Silvara para, una vez recuperadas las flores, alzarlas en el aire e iniciar su discurso frente a la jubilosa audiencia.
Raven Reyes disfrutaba de lo lindo. No le había resultado difícil eludir la vigilante mirada de John y deslizarse de la plataforma en la que le habían ordenado permanecer con los otros dignatarios. Mezclada con el gentío, podía, al fin, explorar de nuevo aquella interesante ciudad. Tiempo atrás había visitado Kalaman con sus padres y guardaba entrañables recuerdos de su mercado al aire libre, del puerto donde se hallaban ancladas numerosas naves de blanco velamen y en definitiva de las múltiples maravillas que encerraba el lugar. Deambuló ociosa entre la festiva muchedumbre, espiándolo todo con sus curiosos ojos sin cesar de embutir objetos en sus bolas. ¡Qué descuidados eran los habitantes de Kalaman! Los saquillos de dinero habían adquirido en este burgo la extraña costumbre de caer de los cintos de las personas en las palmas abiertas de Raven. Tantos anillos y bagatelas fascinantes descubrió que imaginó que la calzada estaba cubierta de joyas en lugar de adoquines. La kender se sintió transportada al reino mismo de la felicidad cuando se tropezó con un puesto de cartografía cuyo dueño, para colmo de dichas, había ido a contemplar el desfile. Estaban sus compuertas atrancadas con candado, y un gran rótulo donde se leía la palabra «Cerrado» se balanceaba colgado de un gancho.
«Qué lástima, pero estoy segura de que a su propietario no le importará que inspeccione sus mapas», pensó. Estirando la mano, manipuló la pieza metálica con su proverbial destreza y esbozó una sonrisa. Unos pequeños tirones y se abriría sin oponer resistencia. «No debe preocuparle mucho mantener a raya a los curiosos cuando pone un candado tan frágil. Sólo me asomaré al interior para copiar algunos documentos y actualizar así mi colección», se dijo a sí misma.
De pronto Raven sintió la presión de una mano en su hombro. Indignada de que alguien osara importunarla en un momento como aquél, la kender dio media vuelta para enfrentarse a una extraña figura que se le antojó vagamente familiar. Vestía una gruesa túnica cubierta por una no más liviana capa, pese a que el día primaveral no hacía sino caldearse a medida que avanzaba. Incluso tenía las manos envueltas en retazos de tela que parecían vendas. «Vaya, un clérigo», pensó, molesta y preocupada.
—Os pido disculpas —susurró Raven al individuo que lo mantenía sujeto—. No pretendo ser grosera, pero…
—¿Reyes? —interrumpió el clérigo con una gélida voz que delataba cierto problema de pronunciación—. ¿La kender que lucha junto al Áureo General?
—En efecto —respondió Raven, halagada al saberse reconocida—. Esa soy yo. Hace ya tiempo que cabalgo en las filas de Clar… es decir, del Áureo General. Veamos, creo que todo empezó el pasado otoño. Sí, la conocimos en Qualinesti poco después de escapar de los carromatos de los goblins, y esto último sucedió algo más tarde de que matáramos a un Dragón Negro en Xak Tsaroth. ¡Ah, qué bella historia! —había olvidado por completo los mapas—. Estábamos en aquella antiquísima ciudad que se había hundido en una caverna y se hallaba atestada de enanos gully. Nos guiaba una enana llamada Monroe, que había sido hechizada por Octavia…
—¡Silencio! —lo atajó el clérigo a la vez que su vendada mano iba del hombro de Raven al cuello de su camisa y, aferrándolo con gran habilidad, la retorcía en una súbita sacudida que izó a la kender por los aires.
Aunque las criaturas de esta raza suelen ser inmunes al miedo, Raven juzgó su imposibilidad de respirar como una sensación de lo más incómoda.
—Escúchame atentamente —ordenó el individuo con voz siseante, zarandeando a la asombrada kender como haría un lobo a la avecilla apresada para romperle el cuello—. Eso está mejor, quédate quieta y te dolerá menos. Tengo un mensaje para el Áureo General —su voz era queda pero letal—. Está aquí. —Raven notó que una mano áspera embutía algo en el bolsillo de su zamarra—. Asegúrate de entregárselo esta misma noche, cuando se encuentre sola. ¿Has comprendido?
Asfixiada como estaba Raven no pudo despegar los labios ni tan siquiera asentir, pero parpadeó dos veces. La encapuchada cabeza se inclinó, dejó caer a la kender y se alejó rauda y sigilosa por una calle. Mientras se esforzaba por recuperar el resuello la turbada Raven contempló a la figura que caminaba con rumbo desconocido, ondeando al viento los pliegues de su capa. Palpó entonces el pergamino que el desconocido había introducido en su bolsillo, al mismo tiempo que la silbante voz evocaba desagradables recuerdos en su mente: la emboscada en el camino de Solace, criaturas encapuchadas con aspecto de clérigos… ¡pero no lo eran! Raven se estremecía.
¡Un draconiano aquí, en Kalaman!
Meneando la cabeza, la kender se volvió de nuevo hacia el puesto de cartografía. Pero se había disipado el placer que sintiera antes de aquel encuentro, ni siquiera se animó cuando se liberó el candado en su pequeña mano.
—¡Eh, tú! —ordenó una voz—. ¡Abandona ahora mismo este lugar!
Un hombre corría hacia ella, resoplando y con el rostro enrojecido.
Probablemente se trataba del cartógrafo.
—¡No era necesario precipitarse! —dijo la kender sosegada—. Eres muy amable de acudir a abrirme, pero puedo hacerlo yo misma.
—¡Abrirte! —rugió el otro, presa de un iracundo temblor en la mandíbula—. ¡Ladronzuela! Suerte que he llegado a tiempo…
—Gracias de todos modos —Raven depositó el candado en la palma del hombre y se alejó, eludiendo con ademán distraído el furibundo esfuerzo del cartógrafo para apresarle—. Debo irme, no me encuentro bien. Por cierto, ¿sabías que se ha roto tu candado? No sirve para nada. Ten más cuidado de ahora en adelante, nunca se sabe quién puede husmear en tu puesto. No, no me des las gracias. Ahora no tengo tiempo. Adiós.
Raven siguió caminando, mientras resonaban a su espalda gritos de «¡A la ladrona! ¡Atrapadla!». Apareció en escena un guardián ciudadano, que al cruzarse con ella la obligó a penetrar en una carnicería para evitar que la atropellara. La kender meneó la cabeza en un gesto desaprobatorio frente a la corrupción del mundo, y examinó su entorno con las esperanzas de atisbar al culpable. No vio a nadie interesante, de modo que reanudó la marcha no sin preguntarse indignada cómo se las había arreglado John para perderle de nuevo.
‡ ‡ ‡
Clarke cerró la puerta, dio vuelta a la llave y se apoyó aliviada en la gruesa hoja de madera gozando de la paz, el silencio y la acogedora soledad de su dormitorio. Tras arrojar la llave sobre la mesa caminó cansina hacia el lecho, sin tomar la precaución de encender una vela. Los rayos de la argéntea luna se filtraban por la vidriera cromada de la larga y angosta ventana. Abajo, en las estancias inferiores del castillo, se oían todavía las alegres voces de la fiesta que había abandonado. Era casi medianoche, y había pasado horas tratando de escapar. Al fin Michael intervino en su favor, aludiendo al agotamiento que le causaran las numerosas batallas libradas induciendo a los nobles de la ciudad de Kalaman que la dejaran retirarse. Le dolía la cabeza por la viciada atmósfera, el intenso aroma de los perfumes y el exceso de vino. Comprendió que no debería haber bebido tanto pues dos copas de alcohol solían bastar para marearla y, además, ni siquiera le gustaba. Pero la migraña era más fácil de soportar que el mal que atenazaba su corazón. Se desmoronó sobre la cama y pensó aturdida en levantarse para cerrar los postigos, pero el brillo de la luna se le antojó reconfortante. Clarke detestaba acostarse en la oscuridad, donde creía ver criaturas que la acechaban entre las sombras dispuestas a arrojarse sobre ella.
«Debo desnudarme —se dijo—, el vestido se arrugará y me lo han prestado».
Alguien llamó a la puerta.
Clarke se incorporó con sobresalto, despertando de su momentáneo sopor, pero al reconocer su alcoba lanzó un suspiro y volvió a cerrar los ojos. Sin duda sus visitantes creerían que dormía y se alejarían sin molestarla.
Los nudillos volvieron a aporrear la madera, esta vez con más insistencia.
—Clarke.
—Lo que tengas que comunicarme puede esperar hasta mañana, Raven —respondió, tratando de no delatar su enojo.
—Es importante, Clarke —se obstinó la kender—. Me acompaña John.
Se oyó un forcejeo al otro lado de la puerta.
—¡Vamos, díselo!
—¡Ni hablar! Es asunto tuyo y…
—Pero aquel individuo me aseguró que era de la máxima Urgencia que…
—De acuerdo, enseguida os atiendo —se resignó Clarke y, abandonando el lecho a regañadientes, tanteó la mesa en busca de la llave, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta en par en par.
—¡Hola, Clarke! —le saludó jovialmente Raven a la vez que entraba en la estancia—. ¡Nos han obsequiado con una espléndida bienvenida! Nunca antes había probado el pavo asado…
—¿Qué sucede, Raven? —le interrumpió la muchacha con un suspiro, cerrando la puerta a su espalda.
Al ver su rostro pálido y contraído John pellizcó a la kender en el brazo. Dedicando al enano una mirada llena de reproche Raven revolvió el interior del bolsillo de su lanuda zamarra y extrajo un pergamino, anudado mediante una cinta azul.
—U-un clérigo, o al menos eso aparentaba s-ser, me ordenó que te entregara esto —balbuceó Raven.
—¿Eso es todo? —preguntó Clarke impaciente, arrancando el rollo de la mano de la kender—. Sin duda se trata de otra proposición de matrimonio, he recibido una veintena en la última semana y me abstengo de mencionar las invitaciones a entrevistas más singulares.
—¡Oh, no! —protestó Raven, ahora con voz grave—. No es nada de eso, Clarke. En realidad quien te envía este mensaje es… —se interrumpió.
—¿Cómo puedes saberlo? —inquirió ella clavando en la kender una mirada penetrante.
—Verás, le di un vistazo antes de… —admitió avergonzada. Pero pronto recuperó la confianza y añadió—: Sólo lo hice porque no quería importunarte con una visita sin importancia.
John no pudo contener un resoplido.
—Gracias —dijo la joven y, mientras desplegaba el pergamino, se acercó a la ventana donde la luz lunar bastaría para permitirle su lectura.
—Será mejor que te dejemos sola —propuso John en actitud ceñuda, empujando a la reticente kender hacia la puerta.
—¡No, aguardad! —suplicó Clarke con un hilo de voz.
John se apresuró a volverse al sentir el desmayo de la muchacha.
—¿Estás bien? —preguntó, corriendo en su ayuda en el instante mismo en que se desplomaba sobre una silla—. ¡Raven, ve en busca de Silvara!
—No, no traigáis a nadie. Enseguida me repondré. ¿Conocéis su contenido? —Al hablar tendió la mano para entregarles el inquietante mensaje.
—Intenté comunicárselo a John —respondió Raven dolido—, pero se negó a escucharme.
Con trémulo gesto, Clarke agitó el pergamino frente al enano. Este último lo asió y lo leyó en voz alta.
«Lexa la Semielfa recibió una herida en la batalla del alcázar de Vingaard. Aunque en un principio creyó que era leve, ha empeorado tanto que ni siquiera los magos de Túnica Negra pueden socorrerla. Ordené su traslado al alcázar de Dargaard, donde me será más fácil cuidar de ella. Lexa conoce la gravedad de su estado y solicita hallarse a tu lado cuando muera, para poder explicarte lo sucedido y descansar en paz.
»Quiero proponerte lo siguiente: Tienes prisionero a uno de mis oficiales, Jaime, que fue capturado cerca de las Montañas Vingaard. Estoy dispuesta a realizar un intercambio entre Lexa la Semielfa y este fiel servidor de mi ejército. La operación se llevará a cabo mañana al amanecer, en una arboleda situada detrás de la muralla de la ciudad. Espero que acudas con Jaime, y si desconfías de mis intenciones pueden también acompañarte los amigos de Lexa, John Murphy y Raven Reyes. ¡Pero nadie más! El portador de esta nota aguarda junto a la puerta con instrucciones de recogerte a la salida del sol. Si no advierte nada sospechoso en tu actitud, te escoltará hasta el lugar donde se encuentra la semielfa. De lo contrario nunca verás a Lexa viva.
»Te hago este ofrecimiento porque somos dos mujeres que se comprenden mutuamente.
»Costia».
Se produjo un tenso silencio, que rompió John al emitir un receloso suspiro mientras enrollaba de nuevo el pergamino.
—¿Cómo puedes mantener la calma? —exclamó Clarke exasperada, arrancando la misiva de la mano del hombrecillo—. Y tú —sus ojos se clavaron ahora en Raven—, ¿por qué no me informaste de inmediato? ¿Cuánto tiempo hace que conoces estas nuevas? Leíste que ella se moría, y te quedaste tan… tan…
La muchacha hundió el rostro entre sus palmas abiertas. Raven la contempló boquiabierta y, pasado el primer instante de desconcierto, decidió hablar.
—Clarke, no creerás de verdad que Lexa…
La Princesa elfa levantó la cabeza y miró de hito en hito a los dos compañeros, con una extraña nebulosa empañando sus oscuros ojos.
—No creéis ni una sola palabra de lo que hay escrito en este papel, ¿me equivoco? —preguntó dubitativa.
—No, no te equivocas —confesó John.
—No —corroboró la kender—. ¡Es una estratagema! Me lo dio un draconiano y, además, Costia es ahora una Señora del Dragón. ¿Qué haría Lexa en semejante compañía?
Clarke apartó abruptamente el rostro. Raven calló y lanzó una mirada de soslayo a John, cuyo rostro parecía haber envejecido de forma súbita.
—Empiezo a comprender —declaró el enano sin delatar sus sentimientos—. Te vimos hablar con Costia en el muro de la Torre del Sumo Sacerdote. No sólo discutíais sobre la muerte de Lincoln, ¿verdad?
Clarke asintió sin despegar los labios, fijos sus ojos en las manos que reposaban en su regazo.
—No quise revelároslo —murmuró con una voz apenas audible—, no perdía la esperanza de que… Costia dijo que había dejado a Lexa en un lugar llamado Flotsam para ocuparse de todo durante su ausencia.
—¡Embustera! —se apresuró a imprecar Raven.
—No —la joven Princesa meneó la cabeza—. Tiene razón cuando afirma que somos dos mujeres que se comprenden mutuamente. No mintió, lo sé muy bien. En la Torre mencionó el sueño. ¿Lo recordáis? —añadió alzando el rostro.
John asintió turbado, mientras Raven cruzaba las piernas y volvía a separarlas en actitud nerviosa.
—Sólo Lexa podía haberle relatado aquel sueño que todos compartimos —prosiguió Clarke, venciendo el nudo que se había formado en su garganta—. En aquella imagen onírica se me aparecieron juntos, del mismo modo que presentí la muerte de Lincoln. Todas las predicciones se hacen realidad…
—No estoy de acuerdo —la interrumpió John, aferrándose a los hechos tangibles como se asiría un náufrago a un listón de madera—. Tú misma dijiste que habías presenciado tu muerte en el sueño, poco después de la de Lincoln, y sin embargo estás viva. Ni tampoco fue despedazado el cuerpo del caballero.
—Es evidente que yo no he sucumbido como preconizaba tu sueño —agregó Raven—. He forzado numerosas cerraduras, o por lo menos unas cuantas, y ninguna de ellas estaba envenenada. Además, Clarke, Lexa nunca…
John lanzó a Raven una muda advertencia, y este último se sumió en el silencio.
—Sí, lo haría. Ambos lo sabéis. La ama. —Tras una breve pausa, la muchacha declaró—: Acudiré a esa cita y entregaré a Jaime.
John suspiró. Presentía esta reacción.
—No te precipites en tu juicio, John —lo atajó ella—. Si Lexa recibiera un mensaje comunicándole que estabas a punto de morir, ¿cómo crees que actuaría?
—Ésa no es la cuestión —farfulló el interpelado.
—Si tuviera que penetrar en los Abismos y luchar contra mil dragones, no dudaría en enfrentarse a ellos para ayudarte…
—Quizá no lo haría —respondió John con cierta brusquedad—. No si fuera el general de un ejército, si tuviera responsabilidades o dependieran de ella cientos de seres vivos. Sabría que podía contar con mi comprensión.
Tan imperturbable, fría y pura se tomó la expresión de Clarke que su rostro parecía esculpido en mármol.
—Nunca solicité esas responsabilidades, no las deseaba. Fingiremos que Jaime ha escapado…
—¡No cedas, Clarke! —le suplicó Raven—. El fue el oficial que devolvió los mutilados cuerpos de Derek y del Comandante Alfred cuando estábamos en la Torre del Sumo Sacerdote, el oficial a quien heriste en el brazo con la flecha. ¡Te odia, Clarke! Observé cómo te miraba el día en que lo capturamos.
John frunció el entrecejo.
—Los nobles y tu hermano siguen abajo. Discutiremos el mejor modo de llevar este asunto…
—No pienso discutir nada —lo atajó una vez más la resuelta joven, alzando el mentón con un ademán imperativo que el enano conocía bien—. Yo soy el general y tomaré mis propias decisiones.
—Deberías buscar el consejo de alguien…
Clarke contempló al hombrecillo entre amarga y divertida.
—¿De quién? ¿De Finn quizá? ¿Qué iba a decirle, que Costia y yo queremos intercambiar amantes? No, no revelaré el secreto a ningún mortal. A fin de cuentas, ¿qué harían los caballeros con Jaime? Ejecutarlo según el ritual de sus ancestros. Me deben algo por cuanto he hecho, y me tomaré a ese oficial como recompensa.
—Clarke —John intentaba desesperadamente traspasar aquella gélida máscara—, existe un protocolo que debe respetarse en el intercambio de prisioneros. Tienes razón, eres el general, ¡pero no estoy seguro de que hayas comprendido la importancia de tu cargo! Viviste en la corte de tu padre el tiempo suficiente para… —Acababa de cometer un grave error. Lo supo en el momento en que la frase brotó de sus labios, y gruñó para sus adentros.
—¡Ya no estoy allí! —exclamó, enfurecida, Clarke—. ¡Y en cuanto al protocolo, por lo que a mí concierne puede tragárselo el Abismo! —Poniéndose en pie fijó en John una indiferente mirada, como si acabaran de presentárselo. En aquel instante el enano la recordó tal como la había visto en Qualinesti la noche en que había abandonado su hogar para seguir a Lexa movida por un pueril enamoramiento. —Gracias por traerme el mensaje, pero tengo mucho que hacer antes de que amanezca. Si profesáis algún afecto a Lexa, os ruego que volváis a vuestras habitaciones y no comentéis con nadie cuanto hemos hablado.
Raven consultó a John con los ojos, sinceramente alarmada. Ruborizándose, el enano se apresuró a limar asperezas como mejor pudo.
—Te ruego, Clarke, que no tomes a mal mis palabras. Si tu decisión es irrevocable, puedes contar con mi ayuda. Me he comportado como un abuelo gruñón y maniático, pero sólo porque me preocupo por ti aunque seas nuestro general. Deberías dejar que te acompañe, tal como sugiere la nota…
—¡Y yo también! —vociferó Raven indignada.
John le clavó una furibunda mirada, que pasó inadvertida a la muchacha. La expresión de Clarke se dulcificó al decir:
—Lamento mi rudeza y agradezco vuestro ofrecimiento. Sin embargo, creo que es preferible que vaya sola.
—No —se obstinó John—. Quiero a Lexa tanto como tú. Si existe la posibilidad de que esté muriendo… —se ahogó su voz y tuvo que hacer una pausa para enjugarse las lágrimas antes de tragar saliva y continuar deseo hallarme a su lado.
—Ése es también mi anhelo —farfulló la kender, ya apaciguada.
—De acuerdo —Clarke sonrió con tristeza—. No puedo reprochároslo, y sé que ella se alegrará de veros.
Parecía estar totalmente convencida de su próximo encuentro con Lexa, así lo leyó el enano en sus ojos. Sin embargo, hizo un último esfuerzo.
—¿Y si es una trampa, una emboscada?
La expresión de Clarke volvió a congelarse. Sus ojos se encogieron en rendijas fulgurantes, y la sugerencia de John se perdió en su crespa barba. Miró a Raven, quien meneó la cabeza. El anciano hombrecillo emitió un hondo suspiro.
