EL CABALLERO DE LA ROSA NEGRA

—Como sabes —empezó Costia—, Soth fue un noble y leal Caballero de Solamnia. Pero también fue un hombre apasionado, carente de disciplina, y ésa fue la causa de su declive.

»Soth se enamoró de una bella doncella elfa, discípula del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Estaba entonces desposado, pero su mujer se desvaneció de sus pensamientos en cuanto contempló la hermosura de la muchacha. Rompiendo sus sagrados votos de esposo y caballero se abandonó por completo a su pasión para, valiéndose del engaño, seducir a su amada y traerla al alcázar de Dargaard con encendidas promesas de matrimonio. Su cónyuge desapareció en circunstancias siniestra.

»Si son ciertas las estrofas de la canción, la muchacha elfa permaneció fiel al caballero incluso después de descubrir su terrible felonía. Suplicó a la diosa Mishakal que concediera a su amado la oportunidad de redimirse y, al parecer, sus oraciones tuvieron respuesta. Se concedió al caballero Soth el poder de evitar el Cataclismo, aunque al hacerlo debía sacrificar su propia vida.

»Fortalecido por el tierno afecto de la muchacha que había subyugado, Soth partió hacia Istar con la intención de detener al Príncipe de los Sacerdotes y rehabilitar su maltrecho honor.

»Pero el caballero fue interceptado en el camino por unas mujeres elfas, todas ellas discípulas del mandatario de Istar que, sabedoras de su crimen, amenazaron con arruinarle. Para debilitar los efectos del amor de su hermana de raza lo convencieron de que le había sido infiel durante su ausencia.

»Las pasiones de Soth se adueñaron por completo de él, destruyendo su cordura. Presa de unos feroces celos regresó al alcázar de Dargaard e, irrumpiendo en el vestíbulo, acusó a la muchacha inocente de haberlo traicionado. En aquel momento se produjo el Cataclismo. La gran lámpara del techo se precipitó desde su soporte y consumió en incontrolables llamas tanto a la joven elfa como a su pequeño hijo. Antes de morir, la que fuera leal amante envolvió al caballero en una maldición por la que lo condenaba a una vida eterna y pavorosa. Soth y sus seguidores perecieron también en el incendio para renacer más tarde en la espectral forma que ahora presentan».

—Así que eso es lo que rememora —susurró Roan aguzando el oído.

CÁNTICO DE LAS ELFAS ESPECTRALES

Y en el clima de los sueños,

cuando la recuerdes, cuando se propague el universo onírico

y la luz parpadee,

cuando te acerques al confín del sol y la bondad.

Nosotras avivaremos tu memoria,

te haremos experimentar todo aquello de nuevo,

a través de la eterna negación de tu cuerpo.

Porque al principio fuiste oscuro en el seno vacuo de la luz

y te extendiste como una mancha, como una úlcera.

Porque fuiste el tiburón que en el agua remansada

comienza a moverse.

Porque fuiste la escamosa cabeza de una serpiente,

sintiendo para siempre el calor y la forma.

Porque fuiste la muerte inexplicable en la cuna,

la traición hecha hombre.

Y aún más terrible que todo esto fuiste,

pues atravesaste un callejón de visiones

incólume, inmutable.

Cuando aullaron las mujeres desgarrando el silencio,

partiendo la puerta del mundo

para dar paso franco a indecibles monstruos…

Cuando un niño abrió sus entrañas en parábolas de fuego,

en las fronteras

de dos reinos ardientes…

El mundo se dividió, deseoso de engullirte,

deseoso de entregarlo todo

para extraviarte en la noche.

Todo lo atravesaste incólume, inmutable,

pero ahora los ves

engarzados por nuestras palabras, en tu renacimiento

al pasar de la noche a la consciencia de tu existencia en la noche,

y sabes que el odio es la paz del filósofo,

que su castigo es imperecedero,

que te arrastra entre meteoros,

entre la transfixión del invierno,

entre rosas marchitas,

entre las aguas del tiburón,

entre la negra compresión de los océanos,

entre rocas, entre el magma…

hasta ti mismo, un absceso intangible

que reconoces como la nada,

la nada que volverá una y otra vez

bajo las mismas reglas.

3. LA TRAMPA

Jaime dormía en su celda con intervalos de vela. Aunque jactancioso e insolente durante el día, torturaban sus noches sueños eróticos en los que se le aparecía Costia entremezclados con pesadillas donde presenciaba su ejecución a manos de los Caballeros de Solamnia… o acaso era su ejecución a manos de Costia. Nunca lograba determinar, cuando se despertaba chorreando sudor frío, qué había sucedido. Acostado en su calabozo en las silenciosas horas nocturnas e incapaz de vencer su insomnio, Jaime maldecía a la mujer elfa que había sido la causante de su derrota, y una y otra vez planeaba su venganza, si aquella detestable criatura caía en su poder. Estaba Jaime pensando en todo esto durante su consumidor duermevela, cuando el ruido de una llave en el cerrojo de su celda lo obligó a incorporarse. Casi había amanecido, y se aproximaba la hora de las ejecuciones. ¡Quizá los caballeros venían a buscarle!

—¿Quién es? —preguntó con tono abrupto.

—Silencio —le ordenó una voz—. No correrás ningún peligro si guardas silencio y haces lo que se te diga.

Jaime se sentó atónito en su catre. Había reconocido la voz, ¿cómo no? Noche tras noche le había hablado en sus anhelantes ensoñaciones. ¡La mujer elfa! El oficial distinguió otras dos figuras en la penumbra; eran de pequeña talla, y comprendió que se trataba del enano y de la kender. Siempre acompañaban a la elfa. Se abrió la puerta y la mujer se deslizó hasta el interior. Se cubría con una holgada capa y sostenía otra en la mano.

—Apresúrate —le urgió—. Ponte esta prenda.

—No hasta saber qué pretendes —replicó Jaime receloso, aunque su corazón danzaba de júbilo.

—Vamos a cambiarte por… otra prisionera —explicó Clarke. El oficial frunció el ceño, no quería delatar su ansiedad.

—No te creo —declaró, volviendo a tumbarse en el catre—. Es una trampa…

—¡Poco me importa lo que creas! —lo interrumpió Clarke con impaciencia—. Vendrás con nosotros aunque tenga que dejarte antes inconsciente. No me preocupa tu estado mientras pueda exhibirte ante Cos… ante la persona que quiere verte.

¡Costia! De modo que era ella quien le reclamaba. ¿Qué se proponía, a qué jugaba? Jaime vaciló, no confiaba en Costia más que ella en su propia lealtad. Era muy capaz de utilizarle para conseguir sus propósitos, sin duda era lo que estaba haciendo ahora, pero quizá él podría utilizarla a su vez. ¡Si supiera a qué se debía aquel extraño canje! El rostro pálido, rígido de Clarke disipó sus cavilaciones, pues resultaba evidente que estaba resuelta a cumplir su amenaza. No tenía otra alternativa que ceder a sus deseos.

—Me temo que no me queda más elección que obedecer —dijo.

La luna se filtraba a través de los barrotes de la ventana en la mugrienta celda, iluminando el rostro de Jaime. Había permanecido varias semanas confinado, pero ignoraba cuántas porque había perdido el sentido del tiempo. Cuando estiró la mano para recoger la capa sus ojos se cruzaron con los de la mujer elfa, que lo miraba con obstinada frialdad sólo teñida por un destello de repugnancia. Consciente de su importante papel en aquella confabulación, Jaime elevó la mano sana y se rascó la crecida barba.

—Su señoría sabrá disculparme —comentó sarcástico—, pero los celadores de vuestro establecimiento no han hallado oportuno proporcionarme una cuchilla con la que rasurarme. Conozco el disgusto que causa a los de vuestra raza la visión del vello facial.

Jaime comprobó sorprendido que sus palabras herían a Clarke. El rostro de la muchacha palideció, sus labios se tornaron blancos como la nieve. Sólo un supremo esfuerzo le permitió controlarse.

—¡Muévete! —lo apremió con voz ahogada.

Al oírla, el enano entró en el calabozo empuñando su hacha guerrera.

—El general no ha podido hablar más claro —declaró—, de modo que no te entretengas. No entiendo cómo nadie puede cambiar tu miserable carcasa por Lexa…

—¡John! —lo silenció Clarke en un tenso ademán.

De pronto se hizo la luz. El plan de Costia tomó forma en el pensamiento del oficial.

—¡Así que vais a canjearme por Lexa! —exclamó sin cesar de observar el semblante de Clarke. No advirtió ninguna reacción, la elfa se mantuvo tan impávida como si hubiera mencionado a una extraña en lugar de a la mujer que, según Costia, se había adueñado de sus más tiernos sentimientos. Lo intentó de nuevo, tenía que verificar su teoría—. De todos modos yo no lo definiría como una prisionera, a menos que se llame así a los cautivos del amor. Sin duda Costia se ha cansado de ella, ¡pobre infeliz! Le echaré de menos, son muchas las cosas que unos unen…

Ahora sí se produjo una reacción. Vio cómo su oponente apretaba sus delicadas mandíbulas, a la vez que sus hombros temblaban bajo la capa. Sin pronunciar palabra Clarke dio media vuelta y salió de la celda. Jaime supo que había acertado. Aquel misterio estaba relacionado con la semielfa, aunque no logró desentrañarlo hasta el fondo. Lexa abandonó a Costia en Flotsam. ¿Acaso había vuelto a su encuentro? ¿Había regresado junto a ella? Guardó silencio, arropándose en la capa. En realidad no le importaba. Utilizaría esta información para perpetrar su venganza. Al recordar la expresión contraída de Clarke bajo la luz de la luna Jaime dio gracias a la Reina Oscura por los favores que le prodigaba, en el momento en que el enano lo sacaba a empellones de la fría celda.

‡ ‡ ‡

El sol aún no había asomado por levante, aunque una borrosa línea rosada en el horizonte preconizaba el amanecer. Reinaba la oscuridad en la ciudad de Kalaman, callada y solitaria tras una jornada de continua algazara. Todos dormían, e incluso los centinelas bostezaban en sus puestos cuando no caían en un invencible sopor que se reconocía por sus sonoros ronquidos. Fue fácil para las cuatro embozadas figuras recorrer las calles sin ser vistas hasta alcanzar una puerta lateral de la muralla.

—Éste es el acceso a una escalera que conduce a la cúspide del muro, de allí a un pasillo que jalona las almenas y por último a otro tramo descendente en el lado exterior —susurró Raven, revolviendo una de sus bolsas en busca de sus herramientas para forzar la cerradura.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó John, también con voz queda, mientras lanzaba una nerviosa mirada a su alrededor.

—Visitaba Kalaman con frecuencia cuando era niña —explicó Raven. Una vez hubo encontrado el estrecho alambre que había de servirle en su propósito, sus pequeñas pero hábiles manos lo introdujeron en el ojo metálico. Mis padres solían traerme, y siempre entrábamos y salíamos por este conducto.

—¿Por qué no utilizabais la puerta principal? ¿Os parecía quizá demasiado sencillo? —gruñó John.

—¡Date prisa! —ordenó Clarke, presa de una incontenible impaciencia.

—Nos habría gustado hacerlo —dijo Raven sin cesar de manipular el alambre—. ¡Ya está! —exclamó de pronto y, retirando el fino instrumento, lo devolvió cuidadosamente al saquillo. Empujó entonces la vieja puerta, mientras continuaba—: ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Nos habría causado un gran placer poder utilizar el acceso principal, pero los kenders tenían prohibido entrar en la ciudad.

—¡Eso no os impidió visitarla! —replicó el enano, siguiendo a Raven hasta un angosto tramo de escaleras de piedra. Apenas prestaba atención a la kender, pues estaba demasiado ocupado en espiar los movimientos de Jaime. A su entender se comportaba con excesiva docilidad, y por otra parte Clarke se había encerrado en sí misma y sólo despegaba los labios para proferir desabridas órdenes.

—Verás, lo cierto es —contestó Raven mientras escalaba los empinados peldaños con su proverbial buen humor— que los habitantes de la ciudad siempre pasaron por alto ciertas irregularidades. Quiero decir que era absurdo incluir a los kenders en la misma lista que a los goblins y, sabedores de este hecho, no nos molestaban una vez en el interior. Pero mis padres juzgaban una incorrección discutir con los guardianes, que estaban obligados a detenemos, y para evitar situaciones incómodas decidieron valerse de este discreto acceso lateral. Resultaba más fácil para todos. Ya estamos arriba. Abrid esa puerta, no suelen cerrarla con llave. ¡Cuidado! Hay un centinela, tendremos que esperar hasta que se aleje.

Acurrucándose junto a la pared, se refugiaron en las sombras mientras el soldado avanzaba a trompicones por el corredor. Se diría que iba a dormirse en plena ronda. Al fin desapareció y el sigiloso grupo recorrió el mismo pasillo que dejara minutos antes el centinela para atravesar una nueva puerta en el extremo opuesto, bajar a toda prisa un tramo de escalera y encontrarse al otro lado de la muralla. Estaban solos. John examinó su entorno, mas no descubrió vestigios de vida en la media luz que procedía al alba. Al sentir un ligero estremecimiento se arropó en la capa, presa de una creciente aprensión. ¿Y si Costia decía la verdad? No era imposible que Lexa estuviese con ella, quizá moribunda como afirmaba. Irritado contra sí mismo, se obligó a desechar tan lóbregos pensamientos. Casi esperaba que les hubieran tendido una trampa. Aunque le resultaba difícil dejar de cavilar, le ayudó a liberarse de sus vagos temores un áspera voz que resonó en el aire, tan cercana que sustituyó su inquietud por un aterrorizado sobresalto.

—¿Eres tú, Jaime?

—Sí. Me alegro de volver a verte, Gakhan.

John giró la cabeza, aún turbado, y vio surgir una oscura figura de las sombras de muro. Se cubría con una gruesa capa y con ropajes de abundantes pliegues, que le recordaron la descripción hecha por Raven del draconiano.

—¿Portan otras armas? —preguntó Gakhan dirigiendo una recelosa mirada al hacha de John.

—No —contestó lacónicamente Clarke.

—Regístralos —ordenó el recién llegado a Jaime.

—Cuentas con mi palabra de honor —protestó la muchacha, más enojada a cada instante—. Soy una Princesa de Qualinesti…

El oficial dio un paso hacia ella, mientras declaraba:

—Los elfos respetan un código del honor muy particular, o al menos así lo afirmaste la noche en que traspasaste mi brazo con tu maldita flecha.

Clarke se ruborizó, mas no despegó los labios ni retrocedió ante su avance. Plantándose frente a ella, Jaime alzó el miembro tullido con la mano izquierda para a continuación dejarlo caer.

—Destruiste mi carrera, mi vida.

—He dicho que no estoy armada —insistió Clarke en una rígida postura donde no se adivinaba la más mínima emoción.

—Puedes registrarme a mí si lo deseas —se ofreció Raven, interponiéndose de forma accidental entre Jaime y la joven—. ¡Mira! —Volcó el contenido de una de sus bolsas a los pies de Jaime.

—¡Maldito seas! —lo imprecó el oficial, golpeando a la kender en un lado de su cabeza.

—¡John! —advirtió Clarke al enano con los dientes apretados, pues había visto su rostro encendido de ira. Al oír su orden, el hombrecillo hizo un esfuerzo para contenerse y no correr en auxilio de su amiga.

—Lo lamento —dijo Raven mientras buscaba sus pertenencias, esparcidas por el suelo.

—Si tardáis mucho no necesitaremos alertar a la guardia —les recordó Clarke fríamente, resuelta a no temblar cuando sintiera el desagradable contacto de aquel individuo—. El sol brillará en el cielo y nos descubrirán de inmediato.

—La mujer elfa tiene razón, Jaime —intervino Gakhan con su sibilante voz de reptiliano—. Quítale el hacha al enano y vayámonos cuanto antes.

Tras contemplar el ya claro horizonte y al encapuchado draconiano, Jaime clavó en Clarke una agresiva mirada y se apresuró a arrancar el arma del brazo de John.

—No supone ninguna amenaza. ¿Qué podría hacernos un anciano como él? —farfulló el oficial una vez cumplido su deber.

—Muévete —apremió Gakhan a Clarke, ignorando a Jaime—. Encamínate a esa arboleda y permanece oculta. No trates de llamar la atención de los centinelas; soy mago y mis hechizos resultan mortíferos. La Dama Oscura me dio instrucciones de respetar tu vida, general, pero nada me dijo respecto a tus amigos. Procura no olvidarlo.

Siguieron a Gakhan por la lisa explanada que circundaba la muralla en pos del bosquecillo, cobijándose en las sombras siempre que les era posible. Jaime andaba junto a Clarke, quien mantenía la cabeza erguida con el firme propósito de no reconocer ni siquiera su presencia. Al llegar al límite de la arboleda Gakhan señaló con el dedo hacia su interior y anunció:

—Aquí están nuestras monturas.

—¡No os acompañaremos a ninguna parte! —se rebeló la Princesa elfa, mirando alarmada a las criaturas que el otro indicaba.

Al principio John creyó que se trataba de pequeños dragones, pero quedó sin resuello cuando se acercaron a los animales.

—¡Salamandras aladas! —exclamó con un hilo de voz.

Pertenecientes a la familia de los dragones, las salamandras de Krynn eran menos corpulentas y pesadas que éstos, razón por la que los secuaces de la Reina de la Oscuridad las utilizaban a menudo para llevar mensajes como hacían los príncipes elfos con los grifos. Carentes de la inteligencia de los máximos exponentes de su raza, estos reptiles se distinguían por su naturaleza cruel y destructiva. Las que ahora se hallaban posadas entre los árboles espiaban a los compañeros con los ojos enrojecidos y sus colas de escorpión enroscadas en actitud amenazadora. Su apéndice, terminado en una punta venenosa, podía matar a un enemigo en pocos segundos.

—¿Dónde está Lexa? —preguntó Clarke.

—Ha empeorado —respondió tajante Gakhan—. Si quieres verla, debes ir con nosotros al alcázar de Dargaard.

—No. —Clarke hizo ademán de retroceder, pero al instante sintió cómo la mano de Jaime se cerraba firme sobre su brazo.

—No se te ocurra pedir ayuda —la amenazó—, pues si lo haces morirá uno de tus amigos. Bien, parece que vamos a realizar un corto viaje a Dargaard. Lexa es una amiga entrañable, y lamentaría mucho que no pudiera reunirse contigo como es su deseo. —Se volvió entonces hacia el draconiano para ordenarle—: Gakhan, regresa a Kalaman y notifícanos cuál es la reacción de sus habitantes cuando descubran que su general ha desaparecido.

Gakhan titubeó, mientras estudiaba cauteloso a Jaime con sus ojos reptilianos. Costia le había advertido de que algo anormal podía suceder, y al instante comprendió lo que se proponía el oficial: perpetrar su propia venganza. Podía detenerle sin dificultad, pero existía la posibilidad de que durante el molesto forcejeo uno de los prisioneros escapase y corriese en busca de ayuda. Estaban demasiado cerca de la muralla de la ciudad para actuar libremente. ¡Maldito Jaime! Gakhan emitió un gruñido, pues sabía que no tenía más alternativa que obedecer y esperar que Costia hubiera previsto esta contingencia. Encogiéndose de hombros, el draconiano se reconfortó a sí mismo con la idea de qué destino aguardaba al oficial cuando se presentase ante la Dama Oscura.

—Como quieras, comandante —susurró en actitud sumisa y, tras inclinarse en una reverencia, se desvaneció en las sombras. El grupo vio cómo su ágil figura se deslizaba entre los árboles en dirección a Kalaman.

El semblante de Jaime se tiñó de una ansiedad desconocida, a la vez que las marcadas líneas que rodeaban su barbuda boca crecían en crueldad.

—Vamos, general —instó a Clarke, empujándola hacia las salamandras aladas.

No obstante, en lugar de avanzar la muchacha elfa dio media vuelta para enfrentarse al siniestro individuo.

—Responde sólo a una pregunta —dijo a través de sus níveos labios—. ¿Es cierto que Lexa está con Costia? Según el mensaje fue herido en el alcázar de Vingaard y ahora… agoniza.

Al ver la angustia que reflejaban sus ojos, no por su propia suerte sino por la de la semielfa, Jaime sonrió. Nunca había pensado que la venganza proporcionase tanta satisfacción.

—¿Cómo voy a saberlo? He pasado todo este tiempo confinado en tus hediondos calabozos. Pero se me hace difícil creer que le hayan herido, pues Costia nunca permitió que interviniera en la liza. Las únicas batallas que ha librado son las del amor…

Clarke ladeó la cabeza. El oficial se apresuró a apoyar la mano en su brazo en un gesto de fingida compasión, pero la Princesa se desembarazó indignada y dio media vuelta para mantener el rostro oculto.

—¡Mientes! —espetó John a Jaime—. Lexa nunca permitiría a Costia que le tratase como a una simple marioneta…

—Tienes razón, enano —rectificó el oficial, comprendiendo que no debía extralimitarse en sus embustes si no quería ser descubierto—. Lo cierto es que ella nada sabe de todo esto. La Dama Oscura lo envió a Neraka hace varias semanas para preparar nuestra audiencia con la soberana.

—Lexa siempre había sentido un gran afecto por Costia —declaró Raven solemnemente dirigiéndose a John—. ¿Recuerdas aquella fiesta en «El Último Hogar»? Se celebraba la mayoría de edad de Lexa, que se había convertido en una adulta según las leyes de los elfos… ¡Vaya, aquélla sí que resultó una juerga divertida! Bellamy recibió una jarra de cerveza en plena cabeza cuando agarró a Echo, y Octavia por culpa del exceso de vino, conjuró mal su hechizo de fuego y quemó el mandil de Nyko. Mientras Costia y Lexa permanecían abrazados en un rincón, junto al hogar…

Jaime lanzó a la kender una mirada de disgusto. Le molestaba evocar el apego que sintiera su amante por la semielfa incluso en un época remota.

—Ordena a tu subordinado que guarde silencio, general —rugió Jaime—, o lanzare contra ella a una de las salamandras. La Dama Oscura se sentirá tan satisfecha con dos rehenes como con tres.

—De modo que hemos caído en una trampa —balbuceó Clarke contemplando aturdida su entorno—. Lexa no esta moribunda, ni siquiera se halla en el lugar al que nos llevas. ¡He sido una necia!

—No te acompañaremos —declaro John. Había plantado firmemente los pies en el suelo.

Jaime lo observó unos instantes con frialdad antes de decir:

—¿Has visto alguna vez cómo estos animales hunden su aguijón en la carne de sus victimas hasta matarlas?

—No —respondió Raven interesada—, pero he presenciado el ataque de un escorpión. Supongo que es algo parecido, aunque por supuesto no siento el menor deseo de comprobarlo —añadió al advertir el endurecimiento que se operaba en las facciones de Jaime.

—Cabe la posibilidad de que oigan vuestros alaridos los centinelas de las murallas, pero para entonces será demasiado tarde —comentó Jaime a Clarke, quien le miró como si le hablara en una lengua incomprensible.

—He sido un necia —repitió la muchacha, absorta en sus propios pensamientos.

—¡Pronuncia una solo palabra, Clarke y pelearemos! —ofreció John testarudo.

—No —respondió ella con un hilo de voz que le asemejaba a un niño asustado—. No arriesgaré vuestras vidas. Ha sido mi estupidez la que nos ha colocado en esta situación, y debo pagar yo por ella. Jaime, llévame contigo y deja libres a mis amigos.

—¡Ya basta! —espetó el oficial impaciente—. ¡No soltaré a ninguno de los tres! —Trepando a la grupa de una de las salamandras, tendió su mano a Clarke—. Sólo hay dos animales, de modo que viajaremos por parejas.

Desprovisto su rostro de toda expresión, la muchacha aceptó la ayuda de Jaime y se encaramo a la montura. El oficial rodeo su talle con el brazo sano, esbozando una siniestra sonrisa mientras la apretaba. Al sentir su contacto la faz de Clarke recupero el color perdido. Enfurecida, trato de desprenderse de su abrazo.

—Así estarás más segura, general —le susurró el adyecto oficial al oído—. No quiero que te caigas.

La muchacha se mordió el labio y fijó la vista en lontananza, en un denodado esfuerzo para contener las lágrimas.

—¿Siempre huelen tan mal estas criaturas? —inquirió Raven, escudriñando a la salamandra con repugnancia mientras ayudaba a montar a John—. Creo que deberíais persuadirlas de que se bañen…

—Cuidado con la cola —les advirtió Jaime—. Las salamandras no suelen matar a menos que reciban una orden concreta, pero son muy picajosas y se enfurecen por tonterías.

—C-comprendo —balbuceó Raven—. No era mi intención insultarlas. Estoy seguro de que pasado el primer efecto se acostumbra uno a sus efluvios.

Obedientes a la señal de Jaime los animales desplegaron sus correosas alas y levantaron el vuelo, aunque despacio bajo tan inusitada carga. John se agarró a la kender sin cesar de observar a Clarke que, junto al oficial, había tomado la delantera. El enano vio impotente cómo en diversas ocasiones

aquel ser repugnante se inclinaba hacia la Princesa y ella le rechazaba con brusquedad. Su semblante se tomó ceñudo ante tan desagradable espectáculo.

—¡Ese Jaime proyecta alguna felonía! —farfulló el enano.

—¿Qué decías? —preguntó Raven girando la cabeza.

—¡Que debemos desconfiar de Jaime! Estoy convencido de que actúa por cuenta propia en lugar de seguir órdenes. Al otro individuo, Gakhan, no le gustó en absoluto que le mandara alejarse.

—¿Cómo? ¡El viento me impide oírte!

—¡No importa, olvídalo! —De pronto el enano se sintió mareado, apenas podía respirar. Tratando de desechar todo pensamiento sobre su estado contempló las copas de los árboles que, a sus pies, emergían de las sombras iluminadas por el sol naciente.

Tras una hora de vuelo en línea recta Jaime hizo un gesto con la mano y las salamandras empezaron a trazar lentos círculos, en busca de un lugar despejado donde aterrizar sobre la boscosa ladera. El oficial atisbó al fin un lugar despejado, aunque apenas visible, entre la arboleda procedió a dar instrucciones a su animal. Una vez en el suelo, el jinete saltó de su montura. John estudió el paraje presa de un vago temor. No habla vestigios de fortaleza alguna, ni tampoco de vida. Se hallaban en un pequeño claro, rodeado de altos pinos cuyas vetustas y gruesas ramas se entremezclaban en una maraña tal que impedían el paso de la luz solar. A su alrededor la espesura vibraba con los movimientos de inefables sombras, mientras que en un extremo del claro John distinguió la boca de una cueva cavada en la rocosa pared del risco.

—¿Dónde estamos? —preguntó Clarke con voz resuelta—. ¿Por qué nos detenemos? No nos hallamos en las inmediaciones del alcázar de Dargaard.

—Astuta observación, general —respondió Jaime—. El alcázar se encuentra a una milla montaña arriba, pero todavía no nos esperan. La Dama Oscura desayuna tarde y sería una descortesía molestarla a una hora tan temprana, ¿no te parece? —Miró entonces a Raven y John para ordenarles

—: Vosotros dos, no desmontéis.

La kender, que se disponía a bajar a tierra, se paralizó al escuchar las instrucciones de su aprehensor. Situándose junto a Clarke, Jaime apoyó la mano en la testuz de la salamandra. Los ojos sin párpados del animal seguían todos sus movimientos con la misma expectación con que un perro espía el momento de recibir su comida.

—Venid, señora —dijo el oficial con una amabilidad letal mientras se inclinaba hacia la rehén, que permanecía sobre su montura observándole con actitud desdeñosa—. Tenemos tiempo para regalarnos con un… pequeño almuerzo.

Los ojos de la elfa lanzaron chispas fulgurantes, a la vez que se llevaba la mano al cinto con tanta convicción como si su espada se hallase en el lugar acostumbrado.

—¡Apártate de mí! —vociferó haciendo gala de una presencia de ánimo que hizo titubear a Jaime si bien éste, recobrada su siniestra sonrisa, levantó el brazo y la sujetó por la muñeca.

—No, señora, no te conviene luchar. Fíjate en las salamandras y en tus amigos. Una palabra mía y sucumbirán a una muerte espantosa.

Contrayendo el rostro, la Princesa elfa contempló la cola de escorpión del reptil manteniéndose en equilibrio sobre la espalda de John. El animal se estremecía ante la perspectiva de aniquilar a una nueva víctima.

—¡No, Clarke…! —empezó a protestar el enano con un grito agónico, pero ella le dio a entender mediante un fulgurante destello de sus ojos que todavía era su general. Vaciada su faz de todo indicio de vida, permitió que Jaime la ayudase a descender.

—Pensé que tendrías apetito —dijo el oficial en actitud complaciente.

—¡Deja que se vayan! —exigió Clarke—. Es a mí a quien quieres.

—Cierto —respondió él, a la vez que la rodeaba por la cintura—. Pero al parecer su presencia garantiza tu buen comportamiento.

—¡No te preocupes por nosotros, Clarke! —gruñó John.

—¡Cállate, enano! —le espetó furioso el oficial y, arrojando a la muchacha contra el cuerpo de la salamandra, se volvió para mirar a los compañeros. La sangre de John se heló en sus venas cuando descubrió la locura que albergaban los ojos de su oponente.

—C-creo que será mejor obedecerle —titubeó Raven tragando saliva—. Si no lo hacemos lastimará a Clarke.

—Tampoco hay que exagerar —replicó Jaime con una carcajada—. Seguirá siendo útil a Costia para cualquier plan que haya concebido su diabólica mente. Pero no te muevas, enano, podría perder el control —amenazó al oír la iracunda aunque ahogada exclamación del hombrecillo. Se dirigió entonces a Clarke, en estos términos—: Estoy seguro de que a Costia no le importará que antes de entregarle a esta dama me divierta un poco con ella. No, no desfallezcas…

Era aquélla una ancestral táctica defensiva de los elfos. John la había visto practicar a menudo y se puso en tensión, presto para actuar mientras los ojos de la muchacha se desorbitaban y su cuerpo se desmoronaba. Instintivamente, Jaime se estiró para sostenerla.

—¡No, no te desmayes! Me gusta tratar con mujeres pletóricas de vida… ¡Ay!

Con una fuerza inusitada en una mujer, Clarke le propinó una patada en el estómago, con tal violencia que le dejó sin resuello. Retorciéndose de dolor, el oficial cayó hacia adelante en el momento en que la joven alzaba la rodilla y le dada un nuevo golpe en el mentón. Al ver a Jaime desplomado sobre el polvo, John agarró a la sobresaltada kender y se deslizó por el flanco de la salamandra.

—¡Corre, John! —lo apremió Clarke alejándose de su reptil y del individuo que gemía en el suelo—. Internaos en el bosque.

Pero Jaime, desfigurado por la furia, extendió la mano y atrapó el tobillo de la muchacha, quien tropezó y cayó de bruces sin cesar de agitar las piernas en un intento de deshacerse de las garras de su adversario. John se armó con una arma arbórea y saltó sobre Jaime cuando éste trataba de ponerse en pie pese al forcejeo de su cautiva. Sin embargo, el oficial oyó el grito de guerra del enano y, dándose la vuelta, le asestó una contundente bofetada con el dorso de su mano a la vez que, en un mismo impulso, agarraba el brazo de Clarke y la obligaba a incorporarse. Girando de nuevo el rostro lanzó una furibunda mirada a Raven, que había corrido junto a su inconsciente amigo.

—La dama y yo vamos a entrar en la cueva —declaró Jaime con un hondo suspiro al mismo tiempo que daba un tirón al brazo de su víctima tan brutal que ésta emitió un grito de dolor—. Un sólo movimiento, kender, y le romperé ese precioso miembro. Una vez en el interior no quiero ser molestado. Llevo una daga en el cinto y pienso mantenerla atravesada sobre la garganta de la señora. ¿Has comprendido, pequeña necia?

—S-sí —tartamudeó Raven—. Nunca se me ocurriría interferirme. M-me quedaré aquí con John.

—No te adentres en la espesura, está guardada por patrullas de draconianos. —Mientras hablaba Jaime empezó a arrastrar a Clarke hacia la gruta.

—N-no señor —susurró Raven, arrodillándose al lado del enano con los ojos muy abiertos.

Satisfecho, Jaime lanzó una última e iracunda mirada a la sumisa kender antes de empujar a la muchacha hacia la cueva. Cegada por las lágrimas, Clarke dio un traspiés. Como si necesitara recordarle que la tenía atrapada Jaime retorció de nuevo su brazo, causándole un sufrimiento indescriptible. No había manera de liberarse de la inquebrantable garra de aquel individuo así que, sin dejar de maldecirse por haber caído en su trampa, Clarke trató de vencer su miedo y pensar con claridad. La experiencia que la aguardaba sería dura, la mano de su verdugo era fuerte, y su olor a humano evocaba en su memoria el de Lexa en medio de una angustia insuperable. Adivinando sus elucubraciones, Jaime la atrajo hacia él para frotar su hirsuta mejilla contra el suave rostro de la muchacha.

—Serás otra de las mujeres que haya compartido con la semielfa —farfulló con voz ronca… pero un instante después su voz se quebró en un balbuceo agónico.

La mano de Jaime se cerró en torno al brazo de la joven con una presión difícil de resistir, para unos segundos más tarde aflojarse y soltar a su presa. Clarke se apresuró a escabullirse, resuelta a interponer cierta distancia y poder así encararse con él. Brotaba la sangre entre los dedos del oficial, que habían palpado el costado en el lugar donde el pequeño cuchillo de Raven aún sobresalía de la herida. Desenvainando su propia daga, el abyecto individuo se abalanzó sobre la desafiante kender. Algo estalló en las entrañas de Clarke, liberando una furia y un odio que ignoraba albergar. Desprovista de todo sentimiento de temor, y de la más ínfima inquietud sobre su propia suerte, sólo alimentaba una idea en su mente matar a aquel fanfarrón espécimen de la raza humana. Con un grito salvaje se lanzó contra él, derribándolo. El agredido gruñó, antes de inmovilizarse a sus pies. Clarke luchó con denuedo para arrebatarle el arma pero pronto comprobó que su cuerpo permanecía inerte y se levantó despacio, temblando, como reacción a los tensos momentos anteriores. Durante unos segundos no vio nada a través de la rojiza niebla que empañaba sus ojos. Cuando ésta se despejó, presenció cómo Raven giraba la carcasa de Jaime. Estaba muerto, perdida su mirada en el cielo y con el rostro contraído en una honda expresión de dolor y sorpresa. Su mano aún aferraba la daga que había clavado en su propio vientre.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó estremeciéndose de ira y repugnancia.

—Al arrojarle al suelo le has hecho caer sobre su acero —explicó Raven con calma.

—Pero antes…

—Lo he traspasado con mi cuchillo —dijo la kender tras recuperar la diminuta arma—. ¡Y pensar que Bellamy me aseguró que no serviría para nada a menos que me tropezase con un conejo rebelde! Estoy ansioso por contárselo. Verás, Clarke —añadió con triste acento—, todo el mundo desprecia a los miembros de mi raza. Jaime debería haber registrado mis saquillos cuando se lo ofrecí, pero la confianza le perdió. Me ha gustado esa estratagema del desmayo. ¿Acaso…?

—¿Cómo está John? —interrumpió la muchacha, que no quería recordar la terrible experiencia vivida. Sin saber qué hacía ni por qué, desprendió la capa de sus hombros y la extendió sobre el rostro barbudo de su enemigo—. Tenemos que salir de aquí.

—Se repondrá —la tranquilizó Raven observando al enano, que ya había empezado a gemir y agitar la cabeza—. ¿Qué pasará con las salamandras aladas? ¿Crees que nos atacarán?

—Lo ignoro —contestó Clarke. Dirigió una furtiva mirada a los animales, que espiaban su entorno atenazadas por un visible desasosiego pues no acertaban a comprender lo sucedido—. Se rumorea que no son demasiado inteligentes, y que tan sólo actúan por iniciativa ajena. Quizá si no hacemos ningún movimiento brusco logremos escapar por el bosque antes de que adivinen la muerte de su amo. Ayuda a John.

—Vamos, John —urgió la kender mientras tiraba del brazo de su compañero—. Debemos huir cuan…

No concluyó la frase a causa del desgarrado grito que resonó en sus tímpanos, un grito tan preñado de terror que puso a la kender los pelos de punta. Alzando los ojos, vio que Clarke contemplaba a una figura, al parecer, surgida de la cueva. Al advertir su presencia, azotó a Raven la más terrible sensación que había experimentado en su vida. Los pálpitos de su corazón se aceleraron, al mismo tiempo que se le helaban las manos y se formaba un nudo en su garganta, impidiéndole respirar.

—¡John! —consiguió exclamara través de su estrangulamiento.

El enano, percibiendo un tono en la voz de la kender que nunca había oído antes, se esforzó en incorporarse. Raven sólo pudo extender el índice, y John centró su aún nublada visión en el punto que señalaba su amigo.

—¡En el nombre de Reorx! —farfulló—. ¿Qué es eso?

La figura avanzó con paso resuelto hacia Clarke quien, hechizada ante su dominio, permanecía rígida como una estatua. Pertrechaba tras una antigua armadura, la aparición se asemejaba a un Caballero de Solamnia, si bien el metal de su atavío estaba ennegrecido como si el fuego hubiera intentado quemarlo. Una luz anaranjada destellaba a través del yelmo, un yelmo que parecía sostenerse en el aire sin cobijar ningún rostro. Cuando la figura extendió su armado brazo, John esbozó una exclamación de pánico. Aquel miembro no se terminaba en una mano, de tal modo que el caballero atrapó a Clarke con aire en lugar de dedos. Sin embargo, ella profirió un alarido de dolor, cayendo de rodillas frente a la fantasmal criatura. Inclinó la cabeza y perdió el conocimiento a causa del gélido contacto del espectro, que se apresuró a liberar su presa para dejar que se deslizase inerte hasta el suelo. El supuesto caballero se agachó despacio, alzando a la muchacha en volandas. Raven hizo ademán de moverse pero la criatura la envolvió en su centelleante luz y la kender se paralizó, contemplando mudo aquella llama anaranjada que reemplazaba a los ojos en su invisible rostro. Ni ella ni John podían apartar la mirada, pese a que su terror era tan intenso que el enano temió perder la razón. Sólo la inquietud que despertaba Clarke en su ánimo le permitió conservar la compostura, mientras se repetía una y otra vez que tenía que hacer algo para salvarla. No obstante su tembloroso cuerpo rehusada obedecer a sus impulsos. La ígnea mirada del caballero había arrasado la voluntad de ambos.

—Volved a Kalaman —ordenó una voz cavernosa—, y decid a quien pueda interesarle que tengo a la mujer elfa. La Dama Oscura llegará mañana a mediodía para discutir las condiciones de la rendición de la ciudad.

El caballero dio media vuelta y, con su vibrante armadura, atravesó el cadáver de Jaime como si ya no existiera antes de desaparecer entre las oscuras sombras de bosque con la inerte Clarke en los brazos. En el instante en que se desvaneció el espectro se deshizo su encantamiento. Raven, débil y mareada, empezó a temblar de forma incontrolable mientras John intentaba ponerse en pie.

—Voy a perseguirle —susurró el enano, aunque sus manos se entrechocaban con tal violencia que apenas pudo alzarse del suelo.

—N-no —balbuceó Raven, contraída y pálida su rostro como si aún se hallara en presencia del caballero—. Sea quien fuere esa criatura no podemos enfrentarnos a ella. Un miedo invencible se ha apoderado de mí, John —la kender meneó la cabeza en actitud desesperada—. Lo lamento, pero no puedo luchar contra ese… fantasma. Debemos regresar a Kalaman, quizá allí nos brinden ayuda.

Raven echó a correr hacia la espesura dejando a John absorto en la contemplación del lugar por donde había desaparecido Clarke, enfurecido e indeciso a un tiempo. Al fin surcaron su rostro las arrugas de la agonía y farfulló:

—Tienes razón, tampoco yo sería capaz de encararme con ese ser. Ignoro su procedencia, pero desde luego no pertenece a este mundo.

Antes de abandonar el paraje, John dirigió una última mirada a Jaime, que yacía bajo la capa de Clarke. Una punzada de dolor traspasó su corazón, pero trató de desechar todo sentimiento para decirse con una súbita certeza —mintió acerca de Lexa, al igual que Costia. ¡Sé que no está con ella! —el enano cerró el puño y añadió—. Desconozco el paradero de la semielfa, pero algún día me enfrentaré a ella y me veré obligado a confesarle… que he fallado. Me confió la custodia de la Princesa y he permitido que me la arrebaten.

La llamada de Raven le devolvió al presente. Suspirando, empezó a caminar tras la kender con la visión empañada a la vez que se frotaba el brazo izquierdo.

—¿Cómo explicárselo? —gemía en plena carrera— ¿cómo?