7. AYUDA INESPERADA
—Y ésta es nuestra historia —concluyó Lexa.
Apoletta le había escuchado con suma atención, clavados sus verdes ojos en el rostro de la semielfa. No le había interrumpido y, cuando terminó, permaneció silenciosa con los brazos apoyados en los peldaños más próximos a las tranquilas aguas, al parecer absorta en sus meditaciones. Lexa no la molestó. La sensación de paz que dimanaba de la laguna la reconfortaba, y la mera idea de regresar a aquel lejano mundo terrestre presidido por un sol justiciero y una barahúnda de ruidos discordantes se le antojaba pavorosa. ¡Qué fácil sería ignorarlo todo y quedarse bajo el mar, oculta para siempre en el sosiego!
—¿Qué me dices de él? —preguntó, de pronto, la elfa marina, señalando a Gustus con un ademán de cabeza.
—Poca cosa, es un auténtico misterio —respondió a la vez que lanzaba a Gustus una mirada de soslayo y se encogía de hombros. El Hombre de la Joya Verde contemplaba la penumbra de la caverna sin cesar de mover los labios, como si repitiera un cántico hasta la saciedad.
—Según la Reina de la Oscuridad —prosiguió la semielfa— él es la clave. Afirma que, si lo encuentra, nadie podrá arrebatarle la victoria.
—Siendo tú quien le ha descubierto —declaró Apoletta— se supone que el triunfo está en tus manos.
Lexa pestañeó, sobresaltada por tal aseveración. Rascándose la barbilla, se dio cuenta de que no se le había ocurrido esta posibilidad.
—Es cierto que está con nosotros —farfulló al fin— pero ¿qué podemos hacer con él? ¿Qué tiene para que su presencia garantice la victoria de cualquiera de los litigantes?
—¿Acaso él no lo sabe?
—Me ha asegurado que no.
Apoletta estudió a Gustus con el ceño fruncido.
—Juraría que miente —dijo tras una breve pausa— pero es humano y desconozco la intrincada mente de las criaturas de esta raza. En cualquier caso, existe una forma de averiguarlo: encaminaos al Templo de la Reina Oscura en Neraka.
—¡Neraka! —repitió Lexa perpleja—. Pero ésa… —Le interrumpió un alarido, tan preñado de pánico que estuvo a punto de arrojarse al agua. Se llevó la mano a la vaina vacía y, pronunciando un reniego, dio media vuelta convencida de tener que enfrentarse nada menos que a una horda de dragones.
Sólo vio a Gustus, mirándola con los ojos desorbitados.
—¿Qué ocurre? —preguntó irritada al enigmático personaje—. ¿Has detectado algún peligro?
—No es eso lo que le ha perturbado, semielfa —dijo Apoletta observando a Gustus con creciente interés—. Ha reaccionado así cuando he mencionado Neraka.
—¡Neraka! —la interrumpió aquel hombre insondable—. Anida allí un mal terrible. ¡No!
—Es tu patria natal —le recordó Lexa, dando un paso hacia él.
Gustus negó con la cabeza.
—Pero si tú mismo nos lo contaste…
—Me equivoqué —susurró él—. No me refería a Neraka sino a… a… ¡Takar!
—Mientes, no cometiste ningún error. ¡Sabes que la Reina de la Oscuridad ha mandado erigir su gran templo en Neraka! —le imprecó Apoletta sin dar opción a una nueva negativa.
—¿De verdad? —Gustus la miró con sus castaños ojos en actitud inocente—. ¿Tiene la Reina Oscura un templo en Neraka? Allí no hay más que un pueblo, casi una aldea. El lugar donde nací. —De pronto se apretó el vientre con los brazos, como si un punzante dolor se hubiera apoderado de él—. Dejadme en paz —farfulló antes de, doblando el cuerpo, agazaparse en el suelo cerca de la orilla. Se inmovilizó en tan extraña postura mientras su vista se perdía en la oscuridad adyacente.
—¡Gustus! —le reprendió Lexa exasperada.
—No me encuentro bien —se lamentó el hombre en tonos apagados.
—¿Cuál es su edad? —preguntó Apoletta.
—Afirma tener más de trescientos años —contestó la semielfa con patente enfado—. Si sólo creemos la mitad de sus palabras hemos de concederle ciento cincuenta, lo cual tampoco parece muy plausible en un humano.
—Verás —explicó la elfa marina—, el templo de Neraka constituye para nosotros un misterio insondable. Apareció de forma repentina después del Cataclismo, si nuestros cálculos son exactos. Y ahora me tropiezo con este hombre cuya historia se remonta al mismo tiempo y lugar.
—Es extraño —reconoció Lexa mirando de nuevo a Gustus.
—Sí. Quizá se trata de una coincidencia pero, como dice mi esposo, rastrea las coincidencias hasta su mismo origen y descubrirás sus vínculos con el destino.
—Sea como fuere, no me imagino entrando en el templo de la Reina Oscura para preguntarle por qué revuelve el mundo en busca de un individuo con una joya verde incrustada en el pecho —dijo Lexa desalentada, tomando de nuevo asiento en la ribera.
—Lo comprendo —admitió Apoletta—. De todos modos me resulta difícil concebir que, tal como cuentas, haya adquirido tanto poder. ¿Qué han hecho los Dragones del Bien durante todo este tiempo?
—¡Los Dragones del Bien! —exclamó Lexa atónita—. ¿Quiénes son?
Ahora fue Apoletta quien la miró asombrada.
—Los Dragones Plateados, Dorados y Broncíneos, por supuesto. ¿Tampoco conoces la existencia de las lanzas Dragonlance? Sin duda las huestes argénteas os entregaron cuantas obraban en su poder.
—Insisto en que nunca tuve noticia de tales criaturas, salvo en un antiguo cántico dedicado a Huma. Y lo mismo debo decir de las Dragonlance. Las buscamos tantos meses sin éxito que empezaba a creer que sólo formaban parte de las leyendas.
—No me gusta el cariz que toman los acontecimientos. —La mujer elfa apoyó el mentón en sus manos, revelando un rostro pálido y contraído—. Algo va mal. ¿Dónde están los dragones benignos? ¿Por qué no luchan? Al principio desdeñé los rumores sobre el regreso de los reptiles marinos, pues sabía que los paladines del Bien nunca lo permitirían. Pero si estos últimos han desaparecido, según debo colegir por tus palabras, temo que mi pueblo corra un grave peligro. —Levantó la cabeza y aguzó el oído—. Espléndido, se acerca mi esposo en compañía de tus amigos. Ahora podremos regresar junto a los nuestros y discutir un plan de acción —concluyó, a la vez que se daba impulso para adentrarse en la laguna.
—¡Aguarda! —la instó Lexa al oír también ella ecos de pisadas en la marmórea escalera—. Tienes que mostrarnos la salida, no podemos quedamos en las profundidades.
—No conozco el camino de regreso —protestó Apoletta, trazando círculos en el agua con el fin de mantenerse a flote—. Ni tampoco Zebulah. Nunca nos preocupó.
—Podríamos deambular por estas ruinas durante semanas, o incluso para siempre. No estáis seguros de que algunos náufragos escapen de este lugar, ¿no es cierto? ¡Quizá mueran sin conseguirlo!
—Te repito que nunca nos inquietó esa cuestión.
—¡Pues ya es hora de deponer esa actitud indiferente!
Sus palabras resonaron en la caverna, con tal fuerza que Gustus alzó los ojos y reculó alarmado. Apoletta frunció el ceño iracunda mientras Lexa suspiraba hondo y, avergonzada, se mordía, el labio.
—Lo lamento —comenzó a disculparse, pero se interrumpió al sentir la mano de Daenerys posada en su brazo.
—Lexa, ¿qué sucede? —inquirió.
—Nada que pueda evitarse —respondió ella entristecida, al mismo tiempo que forzaba la vista por encima de su hombro—. ¿Encontrasteis a Bellamy y Echo? ¿Cómo están?
—Sí, dimos con ellos —susurró la mujer de las Llanuras.
Las miradas de ambos confluyeron en la escalera donde acababan de aparecer Drogo y Zebulah seguidos por, Echo, quien examinaba su entorno llena de curiosidad. Bellamy, que descendía en último lugar, caminaba en estado hipnótico. Su rostro desprovisto de expresión inquietó a Lexa, impulsándole a interrogar de nuevo a Daenerys.
—No has contestado a mi segunda pregunta.
—Echo está bien. Bellamy, en cambio… —meneó la cabeza sin acertar a concluir su frase.
Echo y Lexa intercambiaron unas palabras de bienvenida, felices por haberse reencontrado. Después la semielfa centró la vista en el guerrero y apenas pudo refrenar una exclamación de desánimo. No reconocía al jovial y activo hombretón en aquel ser con el rostro desfigurado por las lágrimas, de ojos hundidos y mortecinos. Viendo la perplejidad de Lexa, Echo se acercó a Bellamy y deslizó la mano bajo su brazo. Al sentir su contacto el guerrero pareció despertar de su ensimismamiento y sonrió a la muchacha, pero había algo en aquel esbozo de mueca, mezcla de dulzura y dolor, que la semielfa nunca había percibido. Lexa volvió a suspirar. Se avecinaban nuevas complicaciones. Si los antiguos dioses habían regresado, ¿qué pretendían hacer con sus servidores? ¿Comprobar hasta qué punto podían soportar onerosas penalidades antes de sucumbir a causa de ellas? ¿Acaso les divertía verles atrapados en el fondo del océano? ¿Por qué no abandonar la lucha e instalarse allí? ¿Para qué molestarse en buscar la salida? Asentarse en las profundidades y olvidarlo todo, olvidar a los dragones, a Octavia, a Clarke… a Costia.
—Lexa… —Daenerys la zarandeó sin violencia.
Se habían congregado en torno a ella, esperando instrucciones. Empezó a hablar, pero se le quebró la voz y tuvo que toser para aclararse la garganta.
—¡No me miréis de ese modo! —les imprecó al fin con cierta rudeza—. Ignoro las respuestas. Al parecer estamos atrapados, no hay salida posible.
Seguían observándola sin que en sus ojos se extinguiera la llama de la fe, de la confianza en ella depositada. La semielfa se encolerizó…
—¡No esperéis que me erija de nuevo en vuestra cabecilla! —espetó al grupo—, os traicioné, ¿acaso lo habéis olvidado? Estamos aquí por mi culpa. ¡Yo soy la causante de nuestra desgracia! Buscad a otra para guiaros.
Volviendo la cabeza en un intento de ocultar las lágrimas que no podía contener, la semielfa se sumió en la contemplación de las oscuras aguas mientras luchaba consigo mismo a fin de recuperar la cordura. No se percató de que Apoletta seguía atenta sus movimientos hasta que sus palabras resonaron en la gruta.
—Quizá yo pueda ayudaros —dijo despacio la bella mujer.
—Apoletta, reflexiona —le rogó Zebulah con voz trémula a la vez que corría en dirección a la orilla.
—Ya lo he hecho —respondió ella—. La semielfa me ha indicado que deberíamos preocupamos por lo que ocurre en el mundo, y tiene razón. Podríamos tener el mismo destino que nuestros primos de Silvanesti, por idénticos motivos. Ellos prestaron oídos sordos a la realidad y permitieron que los hijos del Mal se introdujeran en sus tierras, pero nosotros debemos sacar partido de la advertencia que ahora nos ofrecen y luchar contra nuestros enemigos. Vuestra venida quizá nos haya salvado, semielfa —afirmó—. Os debemos algo a cambio.
—Ayúdanos a regresar a nuestro mundo —pidió Lexa.
Apoletta asintió con grave ademán.
—Así lo haré. ¿Dónde queréis ir?
Lexa meneó la cabeza y suspiró. No lograba pensar con claridad.
—Supongo que cualquier lugar servirá para nuestros propósitos —musitó al fin.
—A Palanthas —intervino, de pronto, Bellamy. Su voz agitó la superficie del agua.
Los otros le miraron en un tenso silencio. Drogo frunció el entrecejo y adoptó una expresión sombría.
—No puedo llevaros a esa ciudad —se disculpó Apoletta, nadando una vez más hacia la ribera—. Nuestras fronteras se terminan en Kalaman. No osamos aventuramos pasado ese punto sobre todo si vuestras noticias son ciertas, pues más allá de esa urbe se encuentra el antiguo hogar de los dragones marinos.
Lexa se enjugó los ojos antes de volver de nuevo su faz hacia los compañeros.
—Y bien, ¿alguna otra sugerencia?
Nadie despegó los labios hasta que Daenerys dio un paso al frente y apoyando su acariciadora mano en el brazo de la semielfa, le susurró:
—¿Me permites que te cuente una historia? Es el relato de un hombre y una mujer que quedaron solos, perdidos y llenos de espanto. Abrumados por una pesada carga, llegaron a una posada. Ella entonó una canción, una Vara de Cristal Azul obró un milagro y una multitud los atacó. Alguien se alzó, tomó el mando, un extraño que dijo: «Tendremos que salir por la cocina». ¿Recuerdas, Lexa?
—Recuerdo —repitió ella, atrapada por la bella y dulce expresión de sus ojos.
—Esperamos tus órdenes, amiga —se limitó a añadir la Princesa de las Llanuras.
Las lágrimas nublaron de nuevo su vista, pero las rechazó con un parpadeo y miró de hito en hito a sus compañeros. El severo rostro de Drogo estaba relajado. Esbozando una leve sonrisa, el bárbaro posó su mano en el hombro de Lexa. Bellamy por su parte vaciló un instante antes de avanzar unos pasos y estrechar el cuerpo de la semielfa en uno de sus brazos de plantígrado.
—Llévanos a Kalaman —dijo Lexa a Apoletta cuando hubo recuperado el resuello—. Después de todo, era allí donde nos dirigíamos.
‡ ‡ ‡
Los compañeros dormían en el borde de la laguna, descansando todo lo posible antes de emprender un viaje que, según Apoletta, había de ser largo y extenuante.
—¿Iremos en barco? —preguntó Lexa mientras observaba cómo Zebulah se desprendía de su túnica roja para zambullirse en el agua.
También Apoletta contemplaba a su esposo, que se acercó a ella vadeando sin dificultad.
—No, a nado —anunció la elfa marina—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar cómo nos las arreglamos para traeros aquí? Nuestras artes mágicas, unidas a las de Zebulah, os permitirán respirar agua con la misma naturalidad con la que ahora inhaláis aire.
—¿Vais a convertirnos en peces? —inquirió Bellamy aterrorizado.
—Supongo que es una descripción bastante acertada —respondió Apoletta—. Vendremos a recogeros cuando baje la marea.
Echo aferró la mano del guerrero, quien se apresuró a apretarla contra su pecho. Al ver que intercambiaban una mirada de complicidad, Lexa sintió que se aligeraba su carga. Aunque arrastrado aún por el oscuro torbellino de su alma, Bellamy había hallado un ancla segura que le impediría sumirse para siempre en las aguas del abismo.
—Nunca olvidaremos este hermoso lugar —susurró Echo.
Apoletta se limitó a sonreír.
