9. LA LLAMA DE LA ESPERANZA

En la ciudad de Kalaman reinaba un letal silencio la noche del ultimátum lanzado por la Dama Oscura. El Señor de la Ciudad, Calof, declaró el estado de guerra, lo que significaba que las tabernas permanecían cerradas y las puertas de la ciudad cerradas y atrancadas para impedir la salida, siendo las familias de las aldeas de pescadores y granjeros que circundaban la urbe las únicas personas autorizadas a entrar. Estos refugiados empezaron a afluir cerca del crepúsculo, y contaron siniestras historias sobre los draconianos que habían irrumpido en sus dominios a fin de quemar sus casas y practicar el pillaje. Aunque algunos de los nobles de Kalaman se habían opuesto a tan drástica medida como era el estado de sitio, Lexa y Finn —unidos por una vez— habían forzado al máximo dignatario a tomar tal decisión. Ambos describieron vivas y espantosas imágenes del incendio de Tarsis. Sus argumentos resultaron tan inapelables que Calof siguió su consejo, si bien quedaba patente que no sabía qué hacer para defender su ciudad a juzgar por las miradas desvalidas que lanzaba a los insignes luchadores. La ominosa sombra de la ciudadela flotante sobre el recinto había desquiciado al Señor de Kalaman, y los altos mandos militares no gozaban de mayor cordura. Tras escuchar las más disparatadas ideas, Lexa se puso en pie.

—Deseo hacer una sugerencia, señores —dijo en actitud respetuosa—. Hay aquí alguien que sabrá proteger la ciudad eficazmente…

—¿Tú, semielfa? —le interrumpió Finn desdeñoso.

—No —respondió Lexa—. Tú, Finn.

—¿Un elfo? —se sorprendió Calof.

—Estuvo en Tarsis. Posee una larga experiencia en la lucha contra los reptiles perversos y los draconianos. Los Dragones del Bien confían en él y acatarán sus órdenes.

—Eso es cierto —admitió Calof. Una expresión de alivio surcó su rostro cuando se volvió hacia Finn para añadir—: Sabemos qué sentimientos albergan los elfos respecto a los humanos, señor, y debo reconocer que la actitud es recíproca. Pero os estaremos eternamente agradecidos si queréis ayudamos en esta hora de necesidad. Después de todo, existen significativos precedentes.

Finn observó a Lexa, sumido en una momentánea perplejidad, pero nada pudo leer en la faz de la semielfa. Calof repitió su ruego, mencionando la posibilidad de una recompensa como si pensara que la vacilación del Príncipe elfo se debía a la falta de un incentivo tangible.

—¡No, señor! —Finn despertó de aquella ensoñación en la que el rostro de Lexa se le apareció marcado por la muerte—. No necesito, ni siquiera deseo, recompensa ninguna. Si puedo contribuir a la salvación de los habitantes de esta ciudad me consideraré satisfecho en mis más altas aspiraciones. En cuanto a nuestra pertenencia a razas irreconciliables —miró una vez más a la semielfa—, la experiencia me ha demostrado que es una falacia. Siempre lo fue.

—¿Qué debemos hacer? —inquirió, entusiasmado, Calof.

—En primer lugar quiero sostener una conversación privada con Lexa —declaró Finn, viendo que la semielfa se disponía a partir.

—Por supuesto. Hay una pequeña estancia a vuestra derecha donde podréis hablar sin ser molestados —ofreció el noble con el índice extendido hacia una puerta.

Una vez en la reducida pero lujosa sala ambos permanecieron de pie en un tenso silencio, sin lanzarse ni siquiera miradas de soslayo. Pasados unos interminables minutos Finn se dirigió al fin a su interlocutora.

—Siempre menosprecié a los humanos —dijo despacio—, y, sin embargo, he decidido aceptar la responsabilidad de protegerles. Me gusta lo que siento —añadió, escudriñando por vez primera el semblante de Lexa.

También la semielfa observó a Finn y su contraída expresión pareció relajarse, aunque no pudo devolver la sonrisa esbozada por su oponente. Bajó los ojos, y la gravedad tiñó de nuevo su faz.

—Has resuelto ir a Neraka, ¿no es cierto? —preguntó Finn tras otra larga pausa.

Lexa asintió sin despegar los labios.

—¿Te acompañarán tus amigos?

—Algunos de ellos. Todos quieren seguirme, pero… —No pudo continuar al recordar su inquebrantable lealtad, de modo que se limitó a hundir la cabeza sobre su pecho.

El Príncipe elfo posó la vista en la mesa, profusamente tallada, mientras acariciaba con aire ausente su lustrosa madera.

—Debo marcharme cuanto antes —declaró Lexa encaminándose a la puerta—. Tengo mucho que hacer. Abandonaremos la ciudad a medianoche, cuando Solinari se oculte…

—Espera. —Finn apoyó la mano en el brazo de la semielfa—. Quiero que sepas que lamento mis palabras de esta mañana. No te vayas aún, Lexa, no sin escucharme. —Lanzó un suspiro y prosiguió—: He aprendido mucho sobre mí mismo, Lexa, y puedo asegurarte que las lecciones fueron duras. Sin embargo, las olvidé todas al conocer la suerte de Clarke. Estaba furioso, espantado y quería vengarme atacando a alguien, a ti puesto que eras la diana más próxima. Clarke actuó como lo hizo empujada por el amor que te profesa. ¡Amor! También he empezado a profundizar en ese sentimiento, o por lo menos lo estoy intentando. —Su voz tenía ahora ribetes amargos—. Pero es el dolor lo que de forma más punzante se abre camino en mis entrañas, aunque ése es asunto que sólo me concierne a mí.

Lexa la escuchaba con muda atención, notando un nuevo calor en aquella mano que mantenía sobre su brazo.

—Ahora sé, después de haber reflexionado —continuó el elfo— que Clarke tenía razón al dejarse llevar por su impulso. Debía ir, de lo contrario su amor carecería de sentido. Había depositado toda su fe en ti, creía lo suficiente en sus sentimientos como para acudir a tu lado cuando pensó que estabas moribunda… incluso a costa de aventurarse en un lugar maldito.

Finn aferró, ahora con ambas manos, los hombros de la cabizbaja semielfa.

—Theros Ironfeld dijo en una ocasión que, en toda su vida, no había visto nunca que de un acto de amor se derivasen consecuencias perniciosas. Debemos creer en sus palabras, Lexa. Clarke corrió en tu busca por amor, lo mismo que te dispones a hacer tú ahora. Sin duda los dioses bendecirán tu empeño.

—¿Acaso bendijeron a Lincoln? —preguntó la semielfa con aspereza—. ¡También el amaba!

—¿Cómo sabes que no lo hicieron?

Lexa cerró sus dedos en torno a los de Finn y meneó la cabeza. Quería creer, se le antojaba bello, inquietante… como las leyendas de dragones. En su infancia había anhelado que aquellas criaturas existieran en realidad. Suspirando, se apartó del elfo. Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando Finn habló de nuevo:

—Adiós, hermana.

‡ ‡ ‡

Los compañeros se reunieron en una pequeña estancia en la que había una puerta secreta que llevaba, a través de las almenas, hasta el exterior. Finn podría haberles autorizado a salir por uno de los accesos principales pero cuantas menos personas conocieran el proyecto de Lexa mejor sería para todos, en especial para la semielfa. Solinari había empezado a zambullirse tras los abruptos perfiles de las montañas y Lexa, apartada del grupo, contemplaba a través de una ventana los últimos reflejos de los argénteos rayos lunares sobre las torres de la siniestra ciudadela. Vio luces en el castillo flotante, negras sombras que se recortaban en su interior. ¿Quién vivía en aquel inefable ingenio? ¿Draconianos? ¿Quizá los magos de Túnica Negra y los perversos clérigos que lo habían desprendido del suelo? A su espalda oía hablar a los otros en tonos apagados… salvo a Gustus. El Hombre Eterno, bajo la estrecha vigilancia de Bellamy, se mantenían al margen con el pánico dibujado en sus ojos. Lexa se volvió para contemplarles unos minutos y al fin se dijo que debía enfrentarse a una nueva despedida, tan dolorosa que se preguntó si no flanquearía su voluntad en el último instante. Observó, tratando de ocultar el rostro, los cálidos haces luminosos que la poniente Solinari prendía de la bella melena metálica de Daenerys. Su faz irradiaba paz, serenidad, pese a conocer las posibles implicaciones del viaje a las tinieblas que sus amigos se disponían a emprender. Aquello confirió fuerzas a la semielfa. Con un hondo suspiro, se apartó de la ventana para reunirse con el grupo.

—¿Ha llegado la hora? —preguntó ansiosa Raven.

Lexa sonrió, a la vez que estiraba la mano para acariciar el ridículo copete de su cabeza. En un mundo cambiante, los kenders se revelaban inmutables.

—En efecto —dijo en voz alta—. Para algunos de nosotros —añadió con la mirada fija en Drogo.

Al cruzarse sus ojos con los de la semielfa, firmes y graves, los pensamientos que surcaban la mente del hombre de las Llanuras se reflejaron en su semblante, tan límpidos para Lexa como los contornos de las nubecillas en una noche de luna. Al principio Drogo se negó a comprender, ni siquiera escuchó las palabras de su cabecilla. Pero pronto se percató de lo que éste había dicho y se sonrojó su rostro impenetrable, avivado por el centelleo de sus negras pupilas. Lexa guardó silencio, limitándose a desviar de nuevo la mirada hacia Daenerys. También Drogo contempló a su esposa, quien se hallaba envuelta en una aureola argéntea, perdida en sus propias cavilaciones. Una dulce sonrisa daba vida a sus labios, una complacencia que Lexa había detectado en los últimos días. Quizá imaginaba a su hijo jugando bajo el sol. La semielfa concentró una vez más su atención en Drogo. Al ver la batalla que libraba en su interior supo que el guerrero que-shu insistiría en acompañarles, aunque el hacerlo entrañara abandonar temporalmente a Daenerys. Avanzando hacia él, Lexa posó las manos en sus hombros y se abrió camino hasta su agitado corazón.

—Tu trabajo ha concluido, amigo —le dijo—. Ya has recorrido las sendas del invierno hasta donde debías seguirlas. Aquí se separan nuestras rutas: la nuestra conduce al yermo desierto, la tuya traza un recodo en pos de los árboles en flor. Has contraído una responsabilidad con el hijo que has engendrado. —Levantó una de sus manos para cerrarla sobre el hombro de Daenerys y atraerla hacia sí.

»Vuestro vástago nacerá en otoño —se apresuró a continuar para impedir la protesta que ya afloraba a los labios de la mujer—, cuando los vallenwoods se visten de grana y oro. No llores, por favor —añadió estrechándola en sus brazos—. Aquellos viejos árboles volverán a crecer y entonces llevarás al guerrero o a la doncella a Solace, donde le relatarás la historia de dos seres que, gracias a la intensidad de su amor, permitieron que la esperanza perdurase en un mundo de dragones».

Besó su hermoso cabello antes de que Echo, entre quedos sollozos, ocupase su lugar en un emocionado abrazo de despedida. Mientras, Lexa se volvió hacia Drogo y advirtió que se había diluido la severa máscara de su rostro para revelar los surcos del dolor. Ni siquiera la semielfa podía ver con claridad a través de las lágrimas.

—Finn necesitará ayuda para planificar la defensa —declaró tras aclarar su garganta—. Me sentiría plenamente feliz si vuestro penoso y largo invierno hubiera terminado, pero me temo que se prolongará aún un poco más.

—Los dioses están con nosotros, amiga, hermana —susurró Drogo con voz entrecortada, apretando contra su pecho a la semielfa—. Espero que os acompañen en vuestro viaje. Aguardaremos vuestro regreso.

Solinari desapareció tras las montañas. Las únicas luces que destellaban ahora en el cielo nocturno eran las de las oscilantes estrellas y aquellos otros resplandores, fantasmales, que enmarcaban las ventanas de la ciudadela y parecían vigilarles cual varios pares de ojos felinos. Uno tras otro los compañeros se despidieron de la pareja de las Llanuras. Encabezados por Raven cruzaron acto seguido el pasillo de las almenas, atravesaron una nueva puerta y descendieron por una escalera. A su pie, una nueva hoja de carcomida madera conducía a la planicie; la traspasaron en fila, sigilosos, con las manos cerradas sobre sus armas. Durante un momento permanecieron apiñados oteando el llano donde, a pesar de la cerrada noche, creían que su carrera sería vista por los millares de ojos que acaso los acechaban desde la ciudadela voladora. Lexa, que se hallaba junto a Gustus, notó cómo aquel hombre temblada de miedo y se alegró de haber asignado a Bellamy su vigilancia. Desde el instante en que anunció su proyecto de viajar a Neraka la semielfa había detectado una mirada fantasmal y demente en los ojos del misterioso individuo, similar a la de un animal enjaulado. No pudo por menos que compadecerle, pero hizo un esfuerzo para endurecer su corazón: era mucho lo que se jugaban. Gustus era la clave de una respuesta que se ocultaba en el templo de Neraka. Ignoraba cómo se las arreglaría para descubrir la solución del enigma, si bien un plan comenzaba a perfilarse en su mente. En lontananza rasgaron el aire nocturno unos estridentes sonidos de trompetas, a la vez que una luz anaranjada se elevaba en el horizonte. Los draconianos prendían fuego a otra ciudad. Lexa se arropó en su túnica pues, a pesar de estar en primavera, el helor del invierno aún flotaba en la atmósfera.

—Iniciad la marcha, de uno en uno —ordenó con voz queda.

Contempló cómo atravesaban a la mayor velocidad posible la franja de tierra herbácea, en pos del cobijo que había de brindarles la arboleda. En un claro les aguardaban varios dragones cobrizos, pequeños pero de raudo vuelo, para transportarles a las montañas, tal como había dispuesto Finn.

«Esta aventura podría concluir antes de iniciarse», pensó Lexa mientras observaba las evoluciones de Raven, ágil como una roedora en su elemento. Si descubrían a sus monturas, si los vigilantes ojos de la ciudadela les veían, sería su fin. Gustus caería en manos de la Reina y la Oscuridad se cerniría para siempre sobre su mundo. Echo siguió a Raven, en una carrera veloz y segura que contrastaba con la de John, penosa y jadeante. El enano parecía haber envejecido en los últimos días mas, aunque esta idea cruzó por la mente de la semielfa, sabía que el hombrecillo nunca accedería a quedarse en la ciudad. También Bellamy imprimió su peculiar ritmo en la travesía del llano, avanzando a grandes zancadas. En todo momento mantuvo una mano firmemente apoyada en Gustus, al que arrastraba sin dificultad.

«Mi turno», se dijo Lexa al ver que todos los otros se hallaban protegidos en la espesura. Para bien o para mal, la historia se acercaba a su desenlace. Alzando la mirada antes de echar a correr distinguió a Daenerys y Drogo, que espiaban sus movimientos desde la ventana de la sala de la torre.

Para bien o para mal.

«¿Y si al fin reinan las tinieblas? ¿Qué será de nuestra tierra y de quienes ahora dejo tras de mí?», se preguntó la semielfa por primera vez.

Contempló los contornos de aquellos dos seres que eran para ella tan entrañables como la familia que nunca conoció. Daenerys encendió entonces una vela, cuya llama iluminó fugazmente su rostro y el de Drogo. Ambos levantaron la mano para desearles suerte, apagando al instante la débil lumbre por miedo a que algunos ojos hostiles descubriesen la escena. Con un hondo suspiro, Lexa dio medio vuelta y puso en tensión sus músculos. Aunque venciese la negrura, nunca se extinguiría la esperanza. Una vela, símbolo de otras muchas, había oscilado unos segundos para luego morir, pero desde la noche de los tiempos surgirían centenares de llamas que quizá no menguarían bajo ningún soplo. Así arde siempre el fuego solitario de la esperanza, iluminando la oscuridad hasta la llegada del nuevo día.