LIBRO VIII

1. UN VIEJO HUMANO Y UN DRAGÓN DORADO

Era aquél un Dragón Dorado de avanzada edad, el más viejo de su especie. Fiero guerrero en su tiempo, exhibía en su arrugada piel las cicatrices de sus victorias. En un día remoto su nombre brilló con tanta fuerza como sus hazañas, pero hasta él había olvidado su antiguo apelativo y respondía al apodo que ahora le asignaban los jóvenes e irrespetuosos dragones de su estirpe: Pyrite —Oro Empañado—, debido a su irredimible hábito de desaparecer mentalmente del presente para evocar su propia historia. Su dentadura había menguado de forma considerable, habían transcurrido eones desde que masticara por última vez un sabroso bocado de carne de ciervo o despedazado a un goblin. En ocasiones trituraba entre sus maltrechos colmillos a un conejo tierno, pero se sustentaba sobre todo de gachas de avena. Cuando vivía en el presente Pyrite era un compañero ingenioso, aunque irascible. También su visión comenzaba a nublarse, pese a su negativa a admitirlo, y su sordera constituía un hecho inapelable. Su mente, no obstante, conservaba una gran agilidad así como su conversación, según otros dragones tan aguda como los incisivos que un día poseyera. El único problema era que casi nunca disertaba sobre los temas que interesaban a cuantos le rodeaban. En el instante mismo en que regresaba al pasado los otros reptiles dorados huían despavoridos hacia sus cuevas, pues cuando se alimentaba de sus recuerdos podía invocar hechizos con asombrosa precisión y su aliento resultaba tan mortífero como siempre. En estos momentos, sin embargo, Pyrite no estaba ni en el pasado ni en el presente. Yacía tumbado en los llanos de Estwilde, dormitando bajo el tibio sol primaveral. Junto a él había un viejo humano en similar actitud, hundida su cabeza en la almohada que le prestaba el flanco del Dragón. Un sombrero de copete puntiagudo y ala deforme descansaba sobre el rostro del anciano, que de ese modo protegía sus ojos del refulgente astro. Bajo su desigual contorno asomaba una esponjosa barba, larga y blanca como la nieve, en curioso contraste con las mugrientas botas que sobresalían del repulgo de su túnica grisácea. Ambos estaban sumidos en un profundo sueño. Los costados del Dragón se hinchaban y emitían sordos zumbidos cada vez que respiraba mientras que de la boca del hombre, abierta de par en par, surgían prodigiosos ronquidos que incluso a él lo despertaban. Cuando eso sucedía se incorporaba como impulsado por un resorte, lanzaba el sombrero rodando por el suelo —algo que no contribuía a conservar su ya raído paño —y examinaba alarmado las inmediaciones. Al no ver nada inquietante emitía un iracundo gruñido, se encasquetaba de nuevo el sombrero y se abandonaba a su interrumpida siesta, no sin antes azuzar al reptil en las costillas. Cualquier viejo se habría preguntado sin duda qué diablos hacían aquel par de decrépitos seres en los llanos de Estwilde, a pesar del espléndido día, y se hubiera extrañado de su presencia. Habría imaginado que esperaban a alguien porque el humano se despertaba a intervalos, se quitaba el sombrero y escudriñaba el cielo vacío. Pero no existía tal viajero. Ninguno transitaba por aquel paraje, al menos ninguno amistoso. La planicie era un auténtico hervidero de draconianos y goblins pertrechados para la guerra. Si aquella singular pareja sabía que había elegido un lugar peligroso para dormir, no parecía importarle. Despertando de un ronquido especialmente atronador, el viejo humano comenzó a reprender a su compañero por hacer tanto ruido pero se interrumpió cuando una sombra pasó fugaz sobre sus cabezas.

—¡Vaya! —refunfuñó el hombre alzando la mirada—. Una escuadrilla de dragones con sus jinetes. Seguro que sus intenciones son funestas. —Sus cejas se unieron en forma de letra «V» sobre su nariz—. Estoy harto de que perturben mi descanso, ¿cómo osan tapar el sol que nos alumbra? ¡Despierta! —ordenó a Pyrite, a la vez que le golpeaba con un viejo bastón de madera que habría sufrido tanto como él los estragos del tiempo.

El Dragón rezongó, abrió uno de sus dorados ojos, vio aquella nebulosa gris que reconoció como un humano senil y bajó de nuevo el enorme párpado. Siguieron pasando sombras, cuatro reptiles con sus cabalgaduras.

—¡Vamos, perezoso, despierta de una vez! —exclamó enfurecido el humano. Sin cesar de roncar, el animal se arrellanó sobre su lomo con las garras hacia arriba para recibir en el vientre la suave caricia del sol.

Durante unos instantes el viejo observó furibundo al Dragón pero, llevado de una súbita inspiración, rodeó el colosal cuerpo para situarse junto a su cabeza y vociferar en uno de sus oídos:

—¡Ha estallado la guerra! Nos atacan.

El efecto fue fulminante. Pyrite salió de su letargo, volteándose sobre su estómago y hundiendo las pezuñas en el suelo con tal fuerza que casi quedó atascado. Levantó entonces su orgullosa cabeza, antes de extender las alas y batirlas en un violento torbellino de nubes de polvo y arena que se elevaron una milla en el aire.

—¡La guerra! —repitió con voz tan estentórea como un clarín—. Nos llaman. ¡Que se concentren las tropas! ¡Preparados para la defensa!

El viejo humano quedó atónito ante tan súbita transformación, sin acertar a hablar a causa de la polvareda que había inhalado y que obstruyó momentáneamente sus vías respiratorias. Viendo que el Dragón se disponía a levantar el vuelo, sin embargo, echó a correr hacia él al mismo tiempo que agitaba el sombrero para recordarle su presencia.

—¡Espera! —suplicó entre toses y ahogos—. ¡No te vayas sin mí!

—¿Quién eres para que tenga que aguardarte? —rugió Pyrite cegado por el remolino de arena—. ¿Quizá mi hechicero?

—Sí —se apresuró a responder el desconcertado anciano—, digamos que soy tu mago. Baja un poco el ala para que pueda trepar por ella. Gracias, eres un buen compañero y ahora… ¡Diablos, no me he sujetado las correas! ¡Cuidado con mi sombrero! ¡Maldita sea, todavía no he dado la orden de despegar!

—Debemos llegar a tiempo al campo de batalla —declaró Pyrite hecho una furia—. ¡Huma está solo ante el peligro!

—¡Huma! —farfulló el hombre—. En cualquier caso, si pretendes sumarte a esa liza llevas algunos siglos de retraso. No es ése el combate al que quiero acudir, sino en pos de los cuatro dragones que vuelan hacia levante. ¡Son criaturas perversas! Tenemos que detenerles…

—Sí, ya los veo —anunció Pyrite y trazó una rauda espiral en persecución de dos sobresaltadas águilas.

—¡No! —protestó desalentado el jinete sin cesar de espolear los costados del animal—. ¡Pon rumbo al este, dos grados más en esa dirección!

—¿Estás seguro de ser mi hechicero? —preguntó el Dragón con voz cavernosa—. Nunca antes me hablaste en este tono.

—Lo lamento, viejo amigo —se disculpó el anciano— estoy un poco nervioso. Este conflicto me tiene desquiciado.

—¡Por los dioses, he avistado cuatro reptiles voladores! —anunció Pyrite al distinguir al fin sus contornos, que aparecían borrosos ante sus cansados ojos.

—Acerquémonos a fin de no errar en la diana. Deseo utilizar un encantamiento espléndido, el de la bola de fuego. Si logro recordar cómo invocarlo —añadió el humano en un susurro.

‡ ‡ ‡

Dos oficiales de los ejércitos de los Dragones surcaban el aire junto a los cuatro reptiles de cobre. Uno cabalgaba en cabeza, una mujer cubierta por un yelmo que parecía demasiado ancho para su cabeza y que le cubría por completo el rostro, ocultando sus ojos. El otro iba en la retaguardia. Era un individuo corpulento, que parecía a punto de reventar embutido en su armadura negra. No llevaba casco, quizá por no haber hallado ninguno de su tamaño, y su faz exhibía una expresión lóbrega y vigilante, sobre todo cuando miraba a los prisioneros que avanzaban a lomos de los dragones en el centro de la escuadrilla. Formaban los cautivos un heterogéneo grupo: una mujer; enfundada en una armadura de piezas desiguales, un enano, una kender y un varón de mediana edad con el cabello largo y enmarañado. El mismo viajero que podría haber observado al viejo y a su Dragón se habría percatado de que los oficiales y sus prisioneos se desviaban de su ruta para evitar ser detectados por las tropas de tierra del Señor del Dragón. Cada vez que un grupo de draconianos los descubría y comenzaba a gritar a fin de atraer su atención, los oficiales lo ignoraban de un modo patente. También se habría preguntado un curioso caminante qué hacían los dragones de cobre al servicio de un dignatario de las huestes oscuras. Por desgracia, ni el anciano ni su decrépita montura poseían excesivas dotes de observación. Refugiándose en los bancos de nubes, avanzaban sin ser vistos hacia el desprevenido grupo.

—Cuando yo te lo ordene sal tan rápido como puedas de nuestro escondrijo —dijo el hombre, emitiendo chasquidos de júbilo ante la perspectiva de una batalla—. Los atacaremos por la espalda.

—¿Dónde está Huma? —preguntó el dorado reptil mientras trataba de aclarar su visión entre las nubes.

—Ha muerto —farfulló el viejo concentrándose en su hechizo.

—¡Muerto! —repitió consternado el animal—. ¿Hemos llegado demasiado tarde?

—¡No te preocupes ahora por eso! —le espetó el hombre encolerizado—. ¿Estás preparado?

—Muerto. —El Dragón no podía creer tan luctuoso suceso. Tras unos instantes de reflexión, declaró con furibundos centelleos en los ojos—: ¡Le vengaremos!

—De eso se trata. —El anciano había decidido seguirle la corriente—. Atento a mi señal… ¡no, todavía no!

Sus últimas palabras se desvanecieron en la ráfaga de viento que provocó el animal al abandonar su aéreo parapeto para lanzarse en picado sobre los pequeños dragones, como una flecha arrojada por una mano invisible. El fornido oficial que cerraba la singular comitiva advirtió un movimiento sobre ellos y alzó la cabeza.

—¡Lexa! —llamó alarmado a la otra oficial con los ojos fuera de sus órbitas.

La semielfa dio media vuelta. Alertada por la atronadora voz de Bellamy se aprestó a la lucha, pero al principio no vio a ningún posible rival. Señaló el guerrero hacia las alturas, y fue entonces cuando levantó los ojos y exclamó:

—En nombre de los dioses, ¿quién…?

Lexa vio como, surgido de la bóveda celeste, un Dragón Dorado surcaba el espacio directamente hacia el grupo. Cabalgaba a su grupa un viejo con el cano cabello ondeando a su espalda y la barba blanca esparcida en remolinos sobre sus hombros. La boca del animal estaba retorcida en una mueca que habría sido agresiva de no estar por completo desdentada.

—Creo que nos atacan —dijo Bellamy sobrecogido.

Lexa había llegado a idéntica conclusión.

—¡Dispersaos! —ordenó, renegando para sus adentros. A sus pies una división de draconianos contemplaba la batalla aérea con intenso interés, y lo último que deseaba en el mundo era atraer sus miradas. Después de pasar desapercibidos a lo largo de muchas millas, ahora un viejo loco venía a desbaratar sus planes.

Los cuatro dragones rompieron de inmediato su formación, pero no fueron lo bastante rápidos. Una brillante bola de fuego estalló en medio del grupo y los lanzó despedidos en todas direcciones. Cegada momentáneamente por tan inesperado resplandor, Lexa soltó las riendas y rodeó con los brazos el cuello de su montura mientras ésta daba incontrolables voteretas en el vacío. De pronto la semielfa oyó una voz de familiar.

—¡Ya son nuestros! ¡Qué magnífico hechizo!

—Fizban —gimió perpleja Lexa.

Sin cesar de pestañear, luchó con denuedo para recobrar el equilibrio. Al parecer el animal sabía cómo manejar la apurada situación mejor que su inexperta jinete, pues no tardó en enderezarse por su propia iniciativa. Ahora que podía centrar su mirada, la semielfa observó a sus compañeros. Estaban ilesos, pero diseminados por el cielo. El anciano y su Dragón perseguían a Bellamy, el hombre tenía la mano extendida como si se dispusiera a formular un nuevo encantamiento. El guerrero gritaba y gesticulaba, signo inequívoco de que también él había reconocido al mago. John y Raven, que se habían situado a su espalda, avanzaban presurosos hacia Fizban. La kender agitaba las manos pletórica de júbilo, mientras que el hombrecillo se aferraba a lo que podía para salvar la vida con un tinte verdoso en su desencajado semblante. Pero el mago se había obstinado en dar caza a su presa. Lexa le oyó pronunciar unas frases arcanas destinadas a crear dardos de fuego con los que fulminar al guerrero. Al fin brotaron éstas de las yemas de sus dedos, aunque por fortuna erraron su diana. El guerrero tuvo el buen acierto de inclinar la cabeza en el instante en que los mágico relámpagos pasaban junto a él, de modo que no resultó herido. Lexa lanzó un reniego tan vil que ella misma se sorprendió. Espoleando los flancos de su dragón, señaló con el indice a su oponente y ordenó:

—¡Atácale! No le lastimes, limítate a mantenerla a raya.

Quedó perplejo cuando el dragón cobrizo rehusó obedecer. Tras menear la cabeza la criatura comenzó a trazar círculos, y, de pronto, la semielfa comprendió que se preparaba para aterrizar.

—¿Te has vuelto loco? —le imprecó—. Nos posaremos en medio de las tropas enemigas.

El animal le prestó oídos sordos y, para colmo de desdichas, los otros dragones resolvieron imitarle y planearon en el aire en busca de un lugar propicio donde tomar tierra. En vano suplicó Lexa a su montura que depusiera su actitud. Gustus, sentado detrás de Echo, se abrazó a ella con tal vehemencia que la muchacha apenas podía respirar. Los ojos del Hombre Eterno estaban fijos en los draconianos, que corrían por el llano en dirección al paraje hacia el que volaban los reptiles cobrizos mientras Bellamy, por su parte, se debatía en su silla para tratar de evitar los relámpagos que zigzagueaban a su alrededor. Incluso John había reaccionado y tiraba frenéticamente de las riendas de su dragón, sin preocuparse de los gritos que Raven seguía dedicando a Fizban. Este último avanzaba detrás del grupo y conducía a los animales como a un rebaño de ovejas. Aterrizaron al fin en las estribaciones de las montañas Khalkist. Cuando examinó su entorno presa de una gran inquietud, Lexa vio que las hordas de draconianos se acercaban en una desenfrenada carrera.

«Quizá logremos engañarles», pensó, aunque sus disfraces, en principio, sólo debían permitirles llegar hasta Neraka y no burlar a un grupo de recelosos draconianos. De todos modos, merecía la pena intentarlo. Sólo le cabía confiar en que Gustus sabría conservar la calma y permanecer en segundo plano.

Sin embargo, antes de que la semielfa acertara a decir una sola palabra, el Hombre de la Joya Verde saltó a tierra para emprender la huida en dirección a las vecinas montañas. Lexa vio que los soldados lo señalaban entre agitadas voces. Su idea de mantenerle en la sombra había fracasado antes de ponerla en práctica. Lexa esbozó un nuevo reniego, pero trató de concentrarse en concebir una farsa susceptible de ayudarles a salir del apuro. Podía fingir que aquel hombre era un prisionero ansioso por escapar, mas no tardó en comprender que si los draconianos creían esta historia se lanzarían en su persecución y acabarían por apresarle. Si las revelaciones de Costia eran ciertas, todos los miembros de sus huestes poseían descripciones de Gustus.

—¡En nombre del Abismo! —La semielfa se esforzaba en recapacitar, pero aquella situación se le escapaba de las manos—. ¡Bellamy, ve en busca de Gustus! John, tú te ocuparás… ¡No, Raven, vuelve aquí! ¡Maldita sea! Echo, detén a la kender. Pensándolo mejor, quédate a mi lado; tú también, John.

—¡Pero Raven ha ido al encuentro de ese viejo orate!

—Con un poco de suerte la tierra se abrirá y los engullirá a ambos.

Desmontando tras los otros compañeros, la semielfa giró la cabeza y no pudo reprimir una severa imprecación al ver la escena que se desarrollaba en la ladera. Gustus, azuzado por el pánico, trepaba entre las rocas y los arbustos de espino con la ligereza de una cabra montesa mientras Bellamy, a causa de su arsenal de artilugios guerreros, resbalaba sin cesar perdiendo un paso de cada dos que avanzaba. Al posar una vez más los ojos en el llano, Lexa distinguió a los draconianos con absoluta claridad. La luz del sol reverberaba en su metálico atuendo, sus espadas y sus lanzas. Quizá aún existía una posibilidad si los Dragones de Cobre accedían a atacar. Pero en el instante en que daba la orden de combate el anciano mago apareció por detrás de un peñasco, bajo cuya sombra se había posado el Dragón Dorado, para desbaratar su plan.

—¡Vosotros cuatro, volved al lugar de donde surgisteis! —vociferó el humano a la vez que corría hacia el grupo.

—¡No, espera! —Lexa dijo con ira y de su impotencia. No era para menos, pues el viejo hechicero corría entre los cobrizos animales ahuyentándoles como un granjero a sus gallinas cuando las conduce al corral.

De pronto la semielfa abandonó sus lamentaciones, al advertir perplejo que los animales se postraban en presencia del humano de túnica grisácea y, desplegando las alas, alzaban el vuelo. Lexa, enfurecida, cruzó la enmarañada hierba en pos del mago. Al oírla, Fizban se volvió para encararse con ella.

—Estoy decidido a lavar tu sucia boca con jabón —amenazó el anciano al mismo tiempo que clavaba en la semielfa una furibunda mirada—. Todos vosotros sois ahora mis prisioneros, de modo que comportaos como es debido o probaréis los efectos de mi magia…

—¡Fizban! —exclamó Raven, que regresaba por el otro lado del peñasco al no encontrarle junto a su Dragón. La kender echó a correr y estrechó al atónito humano entre sus brazos sin darle tiempo a retroceder.

—Pero si es Raven… —masculló éste.

—Reyes —apostilló la interpelada, soltándole e inclinando el cuerpo en una cortés reverencia.

—¡Por el fantasma del gran Huma! —profirió Fizban.

—Esta es Lexa la Semielfa, y aquél John Murphy. ¿No te acuerdas de él? —preguntó Raven a la vez que extendía el índice en dirección al enano.

—Sí, por supuesto —repuso el mago balbuceante y ruboroso.

—Y Echo, y Bellamy; aunque ahora no puedes verle, está en esa ladera. También nos acompaña Gustus, un hombre extraño que recogimos en Kalaman y que tiene una joya verde incrustada… ¡Ay! Lexa, me has hecho daño.

Tras mirar de hito en hito a todos los presentes, Fizban se aclaró la garganta e inquirió:

—¿No os habréis unido a los ejércitos de los Dragones?

—¡Claro que no! —le espetó Lexa en sombrío ademán—. Por lo menos, hasta hoy. De todos modos quizá la situación cambie de un momento a otro —añadió, haciendo un significativo gesto hacia atrás.

—¿No tenéis ninguna vinculación con ellos? —insistió el mago con renovada esperanza—. ¿Estáis seguros de no haber sido convertidos? Podrían haberos convencido a la fuerza.

—¡No, maldita sea! —La semielfa se desprendió violentamente de su yelmo—. Soy Lexa ¿recuerdas?

El rostro de Fizban se iluminó.

—Es para mí un gran placer volver a veros, señora. —Asiendo la mano de Lexa, la estrechó en un cálido apretón.

—¡Lo has estropeado todo! —le reprendió la semielfa exasperada, a la vez que se desembarazaba de su conciliador saludo.

—¡Pero cabalgabais a lomos de dragones!

—Sí, de Dragones del Bien. ¡Han regresado! —Lexa no lograba contener su ira.

—¡Nadie me lo comunicó! —protestó el anciano, presa también de cierta indignación.

—¿Sabes lo que has hecho? —La semielfa ignoró aquel intento de interrumpirle—. Nos has derribado en el aire y, no contento con ello, has expulsado a nuestro único medio seguro para llegar a Neraka.

—Me doy cuenta —admitió pesaroso Fizban. Tras lanzar una mirada de soslayo a la llanura, añadió—: Esos individuos nos ganan terreno, no debemos permitir que nos alcancen. ¿Qué hacemos aquí charlando mientras se acercan? ¡Vaya una cabecilla! —Clavó sus ojos en Lexa—. Supongo que tendré que asumir yo el mando. ¿Dónde está mi sombrero?

—A unas cinco millas —declaró Pyrite, que se había reunido con el grupo. Un prolongado bostezo brotó de su arrugado hocico.

—¿Qué haces en estos parajes? —dijo el mago visiblemente disgustado.

—¿Dónde debería estar? —preguntó el Dragón.

—¡Te ordené que levantaras el vuelo en cuanto lo hicieran los otros!

—No he querido ir con ellos —se rebeló el animal. Estornudó y una lengua de fuego afloró por sus fosas nasales, seguida de una tremenda bocanada de aire—. Esas criaturas cobrizas no respetan a sus mayores —explicó malhumorado—. No cesan de hablar ni de reír por tonterías. ¡Me ponen nervioso!

—En ese caso, tendrás que regresar solo. —Fizban alzó la vista para clavarla en los empañados ojos del animal—. Vamos a emprender un largo viaje por una región llena de peligros…

—¿Vamos? —intervino Lexa—. Escúchame bien, Fizban, o como quiera que te llames: te sugiero que tú y tu… amigo sigáis vuestro camino. Tienes razón, nuestro periplo será arriesgado y, ahora que hemos perdido a nuestros dragones, también más prolongado de lo que en principio calculamos.

—Lexa —gritó Echo espiando a los ya próximos draconianos.

—Rápido, a las montañas —apremió la semielfa a la vez que emitía un hondo suspiro en un intento de controlar su miedo y su furia—. Vamos, Echo, adelante. John, síguela. Raven… —tiró de su brazo para azuzarle.

—No, Lexa, no podemos dejarle aquí —suplicó la kender.

—¡Raven! —le atajó la semielfa en un tono que dejaba patente su resolución de no admitir más demoras. También el anciano pareció comprender que nada la detendría.

—Iré con los compañeros —anunció al Dragón por su propia iniciativa, pues sabía que Lexa no iba a ofrecérselo—. Me necesitan. Como no puedes regresar solo, tendrás que recurrir al polifónico…

—¡Polimórfico! —le corrigió indignado Pyrite—. Nunca aprenderás esa palabra…

—Su nombre no importa ahora, me has entendido y eso basta. ¡Deprisa o no podrás venir con nosotros!

—De acuerdo —asintió el Dragón—. También podría utilizar otros.

—No creo que… —empezó a sugerir Lexa, sin atender al singular galimatías y preguntándose qué iban a hacer con aquel viejo gigante.

Pero era demasiado tarde.

Mientras Raven lo contemplaba fascinada y la semielfa permanecía quieta, ardiendo de impaciencia, el animal pronunció unas palabras en el extraño lenguaje de la magia. Se produjo un deslumbrante resplandor y el dorado reptil se desvaneció ante sus ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Raven sin comprender el fenómeno.

Fizban se inclinó hacia adelante para recoger algo del suelo y alzarlo en su palma abierta.

—¡Moveos, no hay tiempo que perder! —Lexa empujó a Raven y al viejo en dirección a la ladera, que Echo y John ya habían comenzado a escalar.

—Toma —susurró Fizban a la kender en plena carrera—. Vamos, extiende la mano.

Raven obedeció, y quedó sin resuello al ver lo que el mago había depositado entre sus dedos. Le habría gustado detenerse para examinarlo mejor, pero Lexa la agarró por el brazo y la obligó a seguir. En la palma de la sobrecogida kender refulgía la diminuta figura de un dragón dorado, tallada con exquisito detalle. Incluso creyó ver las cicatrices de sus alas, aunque no con tanta claridad como los pequeños rubíes que centelleban en sus cuencas oculares. De pronto, bajo la atenta mirada de Raven, las gemas desaparecieron bajo los dorados párpados que la estatuilla acababa de entornar.

—¡Fizban, es magnífico! ¿De verdad puedo quedármelo? —se aseguró sin girar la cabeza hacia el anciano, que avanzaba un poco rezagado entre sonoros resoplidos.

—¡Por supuesto, muchacha! —confirmó el mago—. Al menos hasta que concluya esta aventura.

—O hasta que muramos en el empeño —farfulló Lexa, salvando las rocas a gran velocidad. Los draconianos se hallaban a escasa distancia.