2. EL PUENTE MÁGICO

Perseguido por los draconianos, que creían haber dado con un grupo de espías, los compañeros escalaron un cerro tras otro. Habían perdido el rastro de Bellamy y el huido Gustus, pero no tenían tiempo para buscarles. Así pues se llevaron un gran sobresalto cuando encontraron al guerrero, que estaba intentando reanimar el cuerpo inerte del Hombre de la Joya Verde, desmayado a sus pies.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lexa entre dificultosos jadeos, agotada tras la penosa marcha montaña arriba.

—Al fin lo atrapé —respondió Bellamy meneando la cabeza— y presentó batalla. Es muy fuerte para su avanzada edad, Lexa, de modo que tuve que golpearle. Temo haberme excedido —añadió a la vez que contemplaba lleno de remordimientos la comatosa figura.

—¡Fantástico! —exclamó la semielfa, demasiado cansada para reprenderle.

—Me ocuparé de él —declaró Echo mientras revolvía en una bolsa de cuero.

—Los draconianos acaban de salvar el peñasco más próximo —informó John, que se había rezagado del grupo. El enano caminaba a trompicones, al parecer en el límite de su resistencia. Se desplomó junto a una roca y procedió a enjugarse el sudor con el extremo de su luenga barba.

—Echo —empezó a decir Lexa.

—¡Lo encontré! —le atajó la muchacha con aire triunfante, exhibiendo en su mano un pequeño vial. Tras arrodillarse al lado de Gustus, destapó el frasquito y lo agitó bajo su nariz. La inconsciente criatura respiró hondo y, al instante, le sobrevino un acceso de tos.

Echo lo abofeteó entonces sin violencia en ambas mejillas, al mismo tiempo que le ordenaba con el tono de voz que solía utilizar entre los parroquianos de «El Ultimo Hogar».:

—¡Levántate! A menos, claro, que quieras caer en poder de los draconianos.

Gustus abrió alarmado los ojos. Se sentó aún aturdido sujetándose la cabeza, con ayuda del guerrero.

—¡Espléndida idea, Echo! —la felicitó Raven muy excitada—. Deja que pruebe yo… —Sin que la muchacha acertara a detenerla, la kender le arrebató el vial y se lo llevó a la nariz para inhalar sus efluvios.

—¡Agh! —balbuceó medio asfixiada retrocediendo hacia Fizban, que aparecía en aquel momento por el sendero después de demorarse en la escalada—. ¡Echo, qué olor tan espantoso! —Apenas podía hablar—. ¿Qué es?

—Una de las pócimas de Nyko —respondió ella sonriente—. Todas las mozas de la posada teníamos uno de estos frasquitos. Resultaba útil en multitud de ocasiones, supongo que sabes a qué me refiero. —Su mueca festiva se desvaneció al recordar—. ¡Pobre Nyko! —susurró—. Me pregunto que habrá sido de él y de su local.

—No es momento para cavilaciones, Echo —la amonestó Lexa nerviosa—. Tenemos que seguir. ¡Incorpórate, anciano! —ordenó a Fizban, que acababa de acomodarse en el suelo.

—Conozco un hechizo —insinuó el mago mientras Raven tiraba de él—, que aniquilaría a esos bribones en un abrir y cerrar los ojos. ¡Se desvanecerían en el aire!

—¡No! —prohibió la semielfa—. De ninguna manera. Con la suerte que tenemos últimamente seguro que se convertirían en trolls.

—Quizá podría… —el rostro de Fizban se iluminó.

El sol crepuscular comenzaba a zambullirse en el lejano horizonte cuando el camino que habían seguido en su precipitada excursión alcanzó un punto muerto para ramificarse en dos direcciones opuestas. Una de las sendas conducía a los picos, la otra parecía serpentear por la ladera. Lexa pensó que quizá existía un paso entre las cumbres, un paso que podrían defender si fuera necesario. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, Fizban se adentró en el sendero que discurría por la ladera. .

—Este es el buen camino —anunció el viejo mago sin interrumpir la marcha, apoyado en su bastón.

—Pero… —intentó replicar Lexa.

—¡Vamos, seguidme! —insistió el anciano, volviéndose para lanzarles una fulgurante mirada bajo su cano entrecejo—. Ese otro es un callejón sin salida, y en más de un aspecto. Lo conozco bien, no es la primera vez que visito estos parajes. La senda que he tomado rodea una de las montañas hasta una honda cañada. Hay un puente sobre el precipicio; podemos cruzarlo y luchar contra los draconianos cuando pretendan alcanzarnos.

Lexa rezongó, remiso a confiar en aquel viejo demente.

—Es un buen plan —razonó Bellamy—. Antes o después tendremos que encararnos con ellos. —Señaló a los draconianos que trepaban por los caminos montañosos.

Lexa examinó a sus compañeros, todos más cansados de lo que admitían. Echo estaba pálida, apenas brillaban sus ojos habitualmente alegres. Se apoyó en Bellamy, quien incluso había abandonado sus lanzas a fin de aligerar la carga. Raven dedicó a Lexa una sonrisa jovial, pero jadeaba como un perro sediento e incluso cojeaba de un pie. Gustus presentaba su semblante acostumbrado, mezcla de hosquedad y temor. De todos modos no era él quien más preocupaba a la semielfa, sino John. El enano no había despegado los labios durante su fuga y, aunque mantuvo el ritmo sin desfallecer, exhibía un tinte amoratado en el rostro además de respirar en cortas boqueadas. En ocasiones, cuando se creía libre de miradas indiscretas, cerraba la mano sobre su pecho o se frotaba el brazo izquierdo como si le causara un punzante dolor.

—De acuerdo, Fizban —accedió la semielfa—. Dejaré que guíes la comitiva, aunque lo más probable es que no tarde en lamentarlo —concluyó en un susurro mientras los restantes compañeros se apresuraban a seguir al mago.

Al anochecer, el grupo se detuvo en un pequeño saliente rocoso que se extendía en la parte superior de la ladera. Ante ellos se dibujaba un hondo desfiladero en cuyo centro, al pie de las verticales paredes, reptaba un río abriéndose paso como una sinuosa serpiente. Lexa calculó que el precipicio superaba los cuatrocientos pies. El camino que ahora seguían jalonaba el cerro, con la piedra desnuda a un lado y el vacío al otro. Sólo existía un medio para cruzar la garganta.

—Ese puente —dijo John tras varias horas de silencio— es más viejo que yo… y está más desvencijado.

—Ese puente ha perdurado durante años, sobreviviendo incluso al Cataclismo —replicó Fizban indignado.

—Lo creo —apostilló Bellamy.

—Al menos no es demasiado largo. —Era Echo quien hablaba, en un intento de infundir ánimos pero con voz entrecortada.

El puente que unía las dos vertientes estaba construido según un diseño único. Ambos extremos, incrustados en las montañas, eran sostenidos por unos enormes troncos de vallenwood que formaban una letra X donde se apoyaba la plataforma de listones de madera. En un tiempo remoto aquella estructura debió constituir una maravilla arquitectónica, mas ahora las tablas aparecían podridas y astilladas. Si en su día existió una barandilla, había caído sin dejar rastro en el angosto precipicio. Los troncos de su base crujían y se balanceaban en la fría brisa de la noche. De pronto los compañeros oyeron a escasa distancia ecos de voces guturales, acompañadas por repiqueteos metálicos.

—No podemos retroceder —constató Bellamy—. Propongo que crucemos el puente de uno en uno.

—No hay tiempo —repuso Lexa levantándose—. Sólo nos cabe esperar que los dioses nos acompañen. Y, aunque detesto admitirlo, Fizban tiene razón; una vez al otro lado no nos resultará difícil vencer a los draconianos que, apiñados en la plataforma, se convertirán en excelentes dianas. Iré delante y los demás me seguiréis en fila. Bellamy, mantente en la retaguardia y tú, Gustus, colócate detrás de mí.

Avanzando con toda la premura que permitía la situación, Lexa pisó el puente en un tanteo inicial. Bajo sus pies los listones se estremecían de un modo ominoso mientras que, en lontananza, el río fluía en sucesivos rápidos entre los muros del cañón con irregulares rocas proyectadas sobre su blanca y espumosa superficie. La semielfa contuvo el aliento y desvió los ojos de las profundidades.

—No miréis hacia abajo —recomendó a los otros, sintiendo un doloroso vacío donde debía hallarse su estómago.

Durante unos momentos la semielfa no pudo moverse, pero al fin logró contenerse y emprender la travesía. Gustus andaba pegado a sus talones, atenazado por un pánico que borraba cuantas sensaciones de temor había experimentado en su prolongada vida. Tras el Hombre Eterno, Raven, con la ligereza y agilidad que caracteriza a los kenders, abría camino al aterrorizado John, sostenido por Fizban. Al fin, Echo y Bellamy acometieron la pasarela sin cesar de vigilar la ineludible aparición de sus enemigos. Lexa se encontraba casi a medio camino cuando una parte de la plataforma cedió bajo sus pies, quebrándose la añeja madera de varias tablas. En una reacción instintiva, motivada por el paroxismo del momento, la semielfa se aferró a los listones del borde. Pero éstos se desmenuzaban en su mano, hasta que sus dedos empezaron a deslizarse y… alguien la agarró por la muñeca.

—¡Gustus, aguanta! —jadeó Lexa a la vez que intentaba mantenerse en suspenso, a sabiendas de que cualquier movimiento por su parte no haría sino dificultar la ayuda que le brindaba el Hombre de la Joya Verde.

—¡Tira de ella! —vociferó Bellamy—. No os mováis los demás, la estructura podría ceder y nos precipitaríamos en la cañada.

Desfigurado por la tensión, en un baño de sudor frío, Gustus obedeció la orden del guerrero. Lexa vio cómo se hinchaban los músculos de sus brazos, con las venas a punto de estallar. Tras unos segundos, que a la semielfa se le antojaron siglos, el insondable humano izó su cuerpo por el borde del puente para depositarla sobre las tablas aún enteras donde, aturdido se desmoronó. Permaneció en el inseguro suelo tembloroso, agarrado a la madera. Echo lanzó un repentino grito y, al levantar la cabeza, Lexa comprendió con una mueca irónica que había salvado la vida para perderla de nuevo. En efecto, una treintena de draconianos acababan de aparecer en el sendero que dejaran atrás. La semielfa miró el trecho que se extendía al otro lado de la brecha, comprobando que la plataforma seguía encajada en su estructura y que tanto él como Gustus y Bellamy podían alcanzarla de un salto, pero no así Raven, John, Echo ni el viejo mago.

—Antes hablaste de «excelentes dianas» —murmuró Bellamy, a la vez que desenvainaba su espada.

—¡Formula un hechizo, anciano! —exclamó, de pronto, Raven.

—¿Cómo? —Fizban no daba crédito a sus oídos.

—¡Un hechizo! —repitió la kender señalando hacia los draconianos que, al ver a los compañeros atrapados en el puente, se disponían a aniquilarles.

—Raven, ya tenemos bastantes problemas —le recordó Lexa con la madera resquebrajándose bajo sus pies. Bellamy se plantó entonces de espaldas al grupo, resuelto a defenderles de los soldados.

Imitando al valiente guerrero, Lexa insertó una flecha en su arco y disparó. Uno de los reptiles se sujetó el pecho con las manos antes de precipitarse entre desgarradas voces seguido por otro, víctima también de un certero dardo de la semielfa. Los draconianos que se hallaban apostados en el entro de la línea titubearon, escudriñando su entorno en una gran confusión: no había ningún parapeto seguro, ningún escondrijo donde cobijarse de la mortífera arremetida de su adversario. Los de primera fila, no obstante, se lanzaron en pos del puente. En aquel instante Fizban empezó a invocar su encantamiento. Al oír el cántico del mago Lexa se sintió desfallecer, pero enseguida rectificó pues lo cierto era que nada en el mundo podía agravar todavía más su situación. Gustus, erguido junto a ella, contemplaba a los draconianos en una postura estoica que parecía incomprensible de no saber que aquel hombre no temía a la muerte debido a su seguridad de renacer poco después. La semielfa arrojó una tercera flecha, que provocó el grito agónico de otro enemigo. Tan concentrada estaba en su blanco, que olvidó por completo a Fizban hasta que Gustus emitió una exclamación de asombro. Al alzar los ojos vio que el humano miraba perplejo al cielo, le modo que trató de localizar el objeto de su asombro… y casi dejó caer el arco cuando lo descubrió. Descendía entre las nubes, refulgiendo bajo los últimos rayos del sol, un tramo de puente de tonos dorados. Guiada por la mano de Fizban, la aparición se desprendió de sus invisibles sujeciones para cerrar la brecha. Lexa se recobró de su estupor y, al mirar a sus oponentes, advirtió que ellos contemplaban también el tramo dorado con sus ojos de reptil, totalmente transfigurados.

—¡Rápido! —ordenó. Asiendo a Gustus por el brazo, la semielfa lo arrastró en su carrera y saltó sobre el tramo cuando se hallaba suspendido a escasa distancia del vacío que debía cubrir. Aún soportando el peso de ambos el fantasmal objeto se mantuvo firme en su descenso, aunque ahora un poco más lento fiel a las instrucciones de Fizban.

En el momento en que la dorada pasarela se hallaba a escasas pulgadas de su ajuste, Raven, con un salvaje grito, se encaramó a ella seguido por el aturdido enano. Los draconianos, comprendiendo, de pronto, que sus presas escapaban, aullaron enfurecidos y corrieron en tropel hacia la plataforma. Lexa se había detenido en el extremo del mágico trozo de puente, desde donde disparaba flechas a la avanzadilla mientras que Bellamy contenía su arremetida con la espada.

—¡Adelante! —instó Lexa a Echo quien, tras alcanzar de un brinco la tabla salvadora, se situó junto a ella—. Permanece al lado de Gustus y vigílale. Acompáñala, John. ¡Deprisa!

—Yo me quedaré contigo, Lexa —se ofreció Raven.

Aunque a regañadientes, dirigiendo a Bellamy una mirada de soslayo, Echo obedeció a la semielfa y se alejó con Gustus, que no necesitaba de sus empellones dada la proximidad de los draconianos. Atravesaron raudos el tramo hacia la mitad restante del desvencijado puente, cuyos listones crujían de manera alarmante bajo su peso. Lexa esperaba que resistiera, pero no podía permitirse el lujo de observar la travesía; sólo las pisadas de las recias botas de John le anunciaban el éxito de la intentona.

—¡Lo conseguimos! —gritó Echo desde el otro lado del cañón.

—¡Bellamy! —llamó Lexa al guerrero a la vez que disparaba otra flecha, esforzándose para mantener el equilibrio en la plataforma. En tan insegura posición no acertó a concluir su frase.

—Cruza de una vez —espetó Fizban al guerrero en lugar de la semielfa—. Debo concentrarme para depositar el tramo en su lugar correcto, creo que he de desviarlo unas pulgadas a la izquierda.

—¡Raven, no te quedes aquí! —ordenó Lexa.

—No pienso abandonar a Fizban —se obstinó la kender al ver que Bellamy se izaba sobre la tabla y que los draconianos, libres de su acoso, se apiñaban en el puente. Lexa lanzaba flechas con toda la velocidad posible, derribando a los draconianos entre charcos de sangre verdosa o precipitándoles al vacío, pero empezaba a sentirse agotado y, lo que era aún peor, apenas le quedaban proyectiles. Los enemigos no cesaban de avanzar pese a sus denodados intentos de frenarles.

—¡Apresúrate, Fizban! —le suplicó Raven retorciéndose las manos.

—¡Ya está! —declaró satisfecho el mago, ajeno a la cruenta batalla—. Un encaje perfecto y los gnomos afirmaban que era un pésimo ingeniero.

En efecto, la parte que sostenía a Lexa, Bellamy, Fizban y Raven se había instalado firmemente entre las dos secciones del quebrado puente. Pero en aquel mismo momento la mitad que conducía a la salvación, al otro lado de la garganta, se partió y cayó al precipicio.

—¡En nombre de los dioses! —exclamó Bellamy aterrorizado, a la vez que sujetaba a Lexa y lo atraía hacia él para evitar que pisara el vacío en lugar de las planchas de madera que ya no podían recibirle.

—¡Estamos atrapados! —se lamentó la semielfa mientras contemplaba como los troncos se hundían en el desfiladero y sentía que su alma caía con ellos. Al otro lado oía gritar a Echo, confundiéndose sus voces con las exultantes exclamaciones de los draconianos.

Inesperadamente, algo se quebró con estrépito en el lugar donde se hallaban congregados los reptiles, que mudaron su júbilo por un incontenible terror.

—¡Mira, Lexa! —le apremió Raven muy excitada.

La semielfa giró el rostro, justo a tiempo para ver que aquella parte del puente se desmoronaba también en el cañón arrastrando a numerosos draconianos. El tramo dorado se tambaleó de un modo alarmante y, al notarlo, Bellamy no pudo reprimir un aullido de miedo:

—¡Vamos a despeñamos, no hay nada que nos sostenga ahora!

Sin embargo, su lengua se paralizó al escudriñar ambos flancos de la vieja estructura. Con un ahogado susurro, añadió:

—No puedo creerlo.

—No me preguntes por qué, pero yo sí —repuso Lexa en un tembloroso jadeo.

En el centro del cañón, suspendida en el aire, la mágica tabla permanecía inmutable, brillando bajo la luz del sol poniente mientras los últimos listones de la plataforma desaparecían en pos de las verticales paredes. Cuatro figuras se erguían sobre su refulgente superficie, sin cesar de observar las ruinas que les rodeaban y las insalvables brechas que se abrían en ambos extremos del ya inexistente paso. Durante unos segundos reinó un silencio sepulcral, que rompió Fizban para dirigirse triunfante a Lexa:

—Un espléndido hechizo —declaró orgulloso—. ¿Alguien tiene una cuerda?

Era noche cerrada cuando los compañeros lograron abandonar el tramo dorado. Entonces lanzaron a Echo una gruesa cuerda, obtenida también gracias a la magia de Fizban. Esperaron hasta que la muchacha, ayudada por John, la hubo afianzado a un recio peñasco. Uno por uno Lexa, Bellamy, Raven y Fizban iniciaron la acrobática travesía para ser izados en el borde del risco merced a las fuertes manos de Gustus. Concluida la peligrosa hazaña, todos se abandonaron a su invencible fatiga. Tan exhaustos estaban que ni siquiera tomaron la precaución de buscar un refugio, ni tomaron ningún alimento. Extendieron sus mantas en una cercana pineda de árboles enanos y acto seguido establecieron turnos de vigilancia. Quienes pudieron cayeron en un profundo sueño mientras los otros los custodiaban.

A la mañana siguiente Lexa se despertó rígida y dolorida. Lo primero que captaron sus ojos fue el reflejo del sol sobre la plataforma, que permanecía suspendida en el vacío.

—Supongo que no puedes desembarazarte de este objeto —comentó la semielfa al viejo mago, que ayudaba a Raven a preparar el exiguo desayuno de campaña.

—Me temo que no —afirmó Fizban a la vez que lanzaba una ansiosa mirada al resplandeciente tramo.

—Esta mañana ha ensayado varios hechizos —explicó Raven inclinando la cabeza en dirección a un pino que, totalmente cubierto de telarañas, se alzaba junto a otro del que sólo quedaba un tocón chamuscado—. Me ha parecido preferible hacerle desistir antes de que nos convirtiera en grillos o algo peor.

—Has hecho lo que debías —farfulló Lexa sin poder, substraerse a los deslumbrantes centelleos de la tabla—. Si pintáramos una flecha en el risco no dejaríamos un rastro más visible. —Y, apesadumbrada, fue a sentarse al lado de Bellamy y Echo.

—No hay duda de que nos perseguirán —añadió el guerrero mientras masticaba con dificultad un correoso bocado de fruta desecada—. Los dragones les ayudarán a salvar la brecha —concluyó, guardando el alimento sobrante en su bolsa.

—Bellamy, apenas has comido —se asombró Echo.

—No tengo hambre —respondió él, y se puso en pie—. Voy a reconocer el terreno.

Sin pronunciar otra palabra, el guerrero se cargó al hombro armas y enseres para alejarse por el angosto camino. Echo, con el rostro ladeado en un intento de evitar la mirada de Lexa, comenzó a recoger su hatillo.

—¿Octavia? —indagó la semielfa, a quien no se le había escapado la actitud de la pareja.

Echo interrumpió su febril actividad y descansó ambas manos en el regazo.

—¿Cuándo se liberará de esa obsesión, Lexa? —preguntó contemplando impotente la silueta del amado—. No lo comprendo.

—Tampoco yo —admitió la semielfa en el instante en que el guerrero desaparecía en la espesura—. De todos modos, nunca tuve hermanos.

—¡Yo sí le comprendo! —exclamó, de pronto, Gustus. Su voz tembló con una pasión que no pasó desapercibida al cabecilla del grupo.

—¿Qué quieres decir?

Al oír su pregunta, se desvaneció del semblante del Hombre Eterno todo rastro de vehemencia.

—Nada —titubeó, convertido de nuevo su rostro en una máscara insondable.

—No voy a conformarme con esa respuesta. ¿Por qué comprendes a Bellamy? —Se había levantado y oprimía entre sus dedos el brazo de Gustus.

—¡Déjame en paz! —protestó el hombre enfurecido, desprendiéndose de Lexa.

—Escucha, Gustus —le llamó Raven con una alegre sonrisa, como si no hubiera oído la conversación—. Estoy examinando mis mapas y he encontrado uno que encierra una historia de lo más interesante…

Gustus se encaminó, tras dedicar a Lexa una misteriosa mirada, hacia el lugar donde la kender se había instalado entre sus joyas cartográficas y procedía a estudiarlas. Acuclillándose junto a los documentos extendidos, el Hombre Eterno se perdió en sus vacilaciones mientras escuchaba el relato de Raven.

—Olvídalo, Lexa —le aconsejó John—. En mi opinión si entiende a Bellamy es porque está tan loco como Octavia.

—No pensaba preguntarte, pero tienes razón —admitió Lexa sentándose junto al enano para ingerir su desayuno—. No tardaremos en irnos, eso es lo que importa ahora. Con un poco de suerte Raven encontrará un mapa de estos contornos.

—No creo que nos convenga —dijo John entre estornudos—. La última vez que seguimos la ruta de uno de sus mapas terminamos en un puerto sin mar.

—Quizá en esta ocasión sea distinto. —La semielfa no pudo ocultar su sonrisa—. Siempre será mejor que obedecer las instrucciones de Fizban.

—Estoy de acuerdo —rezongó el enano, lanzando al mago una mirada de soslayo. Estiró el cuerpo hacia Lexa para susurrarle al oído—: ¿Nunca te has preguntado cómo logró salvarse en Pax Tharkas?

—¡Son tantos los enigmas sin respuesta a los que no ceso de dar vueltas! —exclamó Lexa sin alzar la voz—. Por cierto, ¿cómo te encuentras?

El enano pestañeó asombrado ante las inesperadas palabras de la semielfa. ¿Qué tenía aquello que ver con lo que estaban discutiendo?

—Bien —le espetó con un intenso rubor en las mejillas.

—Veras, he observado que te frotas el brazo izquierdo cuando hacemos una larga caminata —intentó explicar.

—Es el dichoso reuma —gruñó el interpelado—. Como sabes siempre se recrudece en primavera, y dormir al raso no contribuye a aliviarlo. Creo que quieres partir cuando antes —añadió para desviar el tema, y se concentró en embalar sus pertenencias.

—En efecto… —Lexa se volvió, después de exhalar un hondo suspiro—. ¿Has encontrado algo, Raven?

—Me parece que sí —contestó la kender pletórica. Enrollando de nuevo sus mapas, los introdujo en su estuche y se apresuró a embutir éste en el hatillo, no sin espiar fugazmente a su dragón dorado mientras lo hacía. Aunque de metal, la figurilla cambiaba de forma del modo más extraño imaginable. Ahora se hallaba envuelta en sí misma como un anillo. Tan absorta estaba en la contemplación del mutante objeto que olvidó que esperaban sus noticias. —¡Oh! —exclamó cuando la impaciente tos de la semielfa lo sacó de su ensimismamiento—. Debo mostraros un mapa y contaros su historia. Siendo niño viajé con mis padres por las Montañas Khalkist, que es donde nos hallamos ahora. Normalmente realizábamos esta excursión por el norte, la ruta más larga, pues cada año se celebraba un feria en Taman Busuk. Se vendían allí objetos maravillosos, y mi padre nunca se la perdía. Pero en una ocasión, si no recuerdo mal después de que lo arrestaran y lo ataran a un poste a causa de un malentendido en una transacción con un orfebre, decidimos atravesar los cerros. Mi madre siempre había deseado visitar Godshome, La Morada de los Dioses, así que…

—¿Y ese mapa? —le interrumpió Lexa.

—¡Ah, sí, el mapa! —Raven reaccionó—. Aquí está. Creo que perteneció a mi padre. Nos encontramos aquí, si mis cálculos y los de Fizban son correctos. Y este otro punto es Godshome.

—¿Godshome?

—Sí, una antigua ciudad. Fue abandonada durante el Cataclismo, no quedan sino sus ruinas…

—Y probablemente se ha convertido en un hervidero de draconianos —aventuró Lexa.

—No, no me refiero a ese Godshome —le corrigió la kender mientras recorría con el dedo el trazado del mapa hasta el lugar que representaba la ciudad—. El Godshome, la Morada de los Dioses, que nos interesa, ya se llamaba así antes de que se construyera la urbe, o así lo afirma Fizban.

Lexa alzó la vista hacia el viejo mago, quien asintió con la cabeza.

—Hace muchas décadas se creía que las divinidades vivían allí. Se trata de un paraje sagrado.

—Y también resguardado —añadió Raven—, oculto en un valle en el corazón de las montañas. Nadie lo visita, según Fizban, y él es el único que conoce el camino. En mi mapa figura una ruta, al menos hasta los cerros circundantes…

—¿Dices que nadie lo visita? —repitió Lexa. Se dirigía a Fizban.

—No —respondió el mago con un ribete de indignación en sus ojos.

—Nadie salvo tú —insistió la cabecilla.

—He conocido innumerables lugares, semielfa —le espetó el hechicero—. Si dispones de un año creo que tendré tiempo para enumerártelo. ¡No me infravalores, jovencita! Estás cargado de recelos, y creo que es injusto después de lo que he hecho por vosotros…

—Será mejor no recordárselo —le interrumpió Raven al ver la sombría mueca de Lexa—. Vamos, anciano.

Se adentraron juntos en el sendero, Fizban a trompicones y con la barba erizada.

—¿Es cierto que los dioses habitaron en el paraje al que nos llevas? —inquirió Raven para impedir que el mago irritara a la semielfa con algún comentario desabrido.

—¿Cómo voy a saberlo? —protestó Fizban disgustado—. ¿Acaso tengo yo aspecto de divinidad?

—Pero…

—¿Alguien te ha dicho que hablas demasiado?

—Casi todo el mundo —repuso Raven con su habitual jovialidad—. ¿Te he contado ya que una vez me tropecé con un mamut lanudo?

Lexa oyó gemir a Fizban. Echo pasó junto a ella, ansiosa por alcanzar a Bellamy.

—¿Todo va bien, John? —preguntó Lexa.

—Sí —anunció el enano, que se había sentado en una roca—. Se me ha caído una bolsa y quiero afianzarla al cinto. Seguid, no tardaré en reunirme con vosotros.

Ocupada en inspeccionar el mapa de Raven mientras andaba, la semielfa no advirtió que John mentía. Ni siquiera captó la nota de angustia que teñía su voz ni el espasmo de dolor que contrajo su rostro.

—De acuerdo, pero apresúrate —le recomendó con aire ausente—. No debes quedar rezagado.

—De acuerdo, amigo —balbuceó John sin moverse de la roca, esperando que cediera el ahogo como siempre hacía.

John observó a la compañera que se alejaba por la senda. «No debes quedar rezagado», repitió.

—Adelante —se alentó a sí mismo y, frotándose los ojos con su rugosa mano, se puso en pie para seguir al grupo.