3. LA MORADA DE LOS DIOSES

Fue aquélla una jornada larga y fatigosa, en la que los compañeros deambularon sin rumbo por las montañas. Al menos, así se le antojó a la impaciente semielfa. Lo único que le impedía estrangular a Fizban, tras entrar en el segundo cañón en menos de cuatro horas, era el conocimiento de que el anciano les guiaba en la dirección correcta. Por muchos rodeos que trazasen hasta sentirse perdidos, por mucho que Lexa afirmase haber pasado tres veces junto al mismo peñasco, en cuanto lograba atisbar el sol comprendía que viajaban hacia el nordeste sin desviarse un ápice. A medida que avanzaba el día, no obstante, el astro que les orientaba parecía más y más remiso a dejarse ver, el gélido aire invernal había desaparecido para dar paso a una brisa preñada de aromas de brotes tiernos, si bien el cielo no tardó en ensombrecerse con plomizos nubarrones que se descargaron en una lluvia monótona, fina y persistente cuyas gotas tamborileaban sobre sus cabezas y empapaban las capas. A media tarde el grupo estaba desalentado. Incluso Raven, que había discutido acaloradamente con Fizban la ruta a seguir, perdió el ánimo. Las reyertas entre ambos resultaban frustrantes para Lexa pues ponían de manifiesto que ninguno de ellos conocía su situación y, además, al semielfa había sorprendido al mago consultando el mapa al revés. Tras uno de estos altercados la kender incluso embutió sus dudosos documentos en la bolsa y rehusó volver a sacarlos pese a las amenazas de Fizban, quien se declaró dispuesto a convertir su copete en una cola de caballo. Hastiada de ambos, Lexa envió a Raven a la retaguardia para que se calmara y apaciguó al mago. Tras su fingida amabilidad alimentaba el secreto deseo de emparedarles a ambos en una cueva. El sosiego que invadiera a la semielfa en Kalaman desaparecía de manera progresiva en tan extenuante viaje. Aquella paz, ahora se percataba, provenía de la actividad, de la perenne búsqueda de decisiones útiles y en definitiva de la convicción de hacer algo para ayudar a Clarke. Aquellas ideas reconfortantes lo mantenían a flote en las turbulentas aguas que lo rodeaban, como hicieron los elfos marinos al socorrerle en el Mar Sangriento de Istar. Pero ahora una negra oleada se cerraba de nuevo sobre su cabeza. Lexa no cesaba de pensar en Clarke. Evocaba una y otra vez las palabras acusadoras de Finn: «¡Lo hizo por ti!», y aunque sin duda el Príncipe elfo la había perdonado, ella no era tan condescendiente a la hora de enjuiciar sus propias acciones. ¿Qué había sido de la muchacha en el Templo de la Reina de la Oscuridad? ¿Vivía aún? Se reprendió por planteárselo siquiera, ¡por supuesto que vivía! La perversa soberana no pretendía matarla, al menos mientras ignorase el paradero de Gustus. Centró su mirada en el hombre que caminaba delante de ella, cerca de Bellamy. «Haré lo que sea con tal de salvar a Clarke —se dijo para sus adentros, apretando el puño—. ¡Lo que sea! Aunque tenga que sacrificar mi vida o la de…». Se interrumpió. ¿Realmente estaba dispuesto a entregar a Gustus? ¿Aceptaría negociar un intercambio con la Reina Oscura, quizá para hundir al mundo en unas tinieblas tan vastas que nunca había de volver a ver la luz? No, era incapaz de hacerlo. Clarke preferiría la muerte antes que formar parte de semejante confabulación. Mientras caminaba, sin embargo, cambió de actitud. No permitiría que ella opinase. El mundo debía correr su propia suerte. «Estamos condenados. No podemos vencer bajo ninguna

circunstancia, y la vida de Clarke es lo único que importa… lo único», pensó entristecida. Lexa no estaba sola en sus lóbregas cavilaciones. Echo avanzaba junto al guerrero, con sus castaños tirabuzones convertidos en un hálito de luz y calor bajo el tormentoso cielo; pero su luminosidad se terminaba en los vibrantes reflejos del cabello, sin alcanzar sus ojos. Aunque Bellamy la colmaba de atenciones, no la había abrazado desde aquel breve y maravilloso momento en que, bajo el mar, su amor le había pertenecido por entero. El recuerdo de su efímera felicidad la atormentaba en las interminables noches, irritándola e incluso impulsándola a decidir que el hombretón la había utilizado para aliviar su propio sufrimiento. Se prometió a sí misma que una vez concluida la aventura correría en busca de un noble de Kalaman que, durante su estancia en la ciudad, la había mirado con insistencia… pero eran sólo elucubraciones nocturnas. Durante el día, siempre que observaba a Bellamy y le veía arrastrarse cansino por el sendero se disolvía su máscara de indiferencia. No podía evitar acariciarle en la frente, a lo que él respondía alzando el rostro y sonriéndole. Echo entonces suspiraba, y se borraba de su pensamiento la imagen de todos los aristócratas que poblaban el universo. John los seguía a trompicones, sin apenas despegar los labios ni proferir la menor queja. De no haber estado envuelto en su torbellino particular, Lexa habría comprendido que aquella actitud no auguraba nada bueno. En cuanto a Gustus, nadie sabía que ocurría en su interior… si ocurría algo. Sus nervios y hosquedad aumentaban a cada hora que pasaba, y aquellos ojos castaños que contrastaban por su brillo con sus ajadas facciones se asemejaban ahora a los de un animal enjaulado. Fue en la segunda jornada de viaje por las montañas cuando el Hombre Eterno desapareció. Aquella mañana había cundido la alegría al anunciar Fizban que pronto llegarían a la Morada de los Dioses. Sin embargo, una vez más la oscuridad reemplazó a la luz. La lluvia arreció. En tres ocasiones a lo largo de una hora los guió el mago por los enmarañados arbustos entre excitadas exclamaciones de «¡Ahí está! ¡Lo conseguimos!», para detenerse en la orilla de un pantano, en el borde de un precipicio y frente a un impracticable muro de roca. En este último escollo Lexa sintió que le arrancaban el alma del cuerpo, hasta tal punto que incluso Raven retrocedió llena de espanto al ver su rostro desencajado. La semielfa hizo un denodado esfuerzo para recobrar la compostura, y fue entonces cuando advirtió lo ocurrido.

—¿Dónde está Gustus? —preguntó con un escalofrío que borraba cualquier sentimiento que aún se agitara en su interior.

Bellamy parpadeó, regresando al parecer de un mundo imaginario, y se apresuró a mirar a su alrededor antes de responder con un rubor purpúreo en los pómulos:

—N-no lo sé, Lexa. Creía que se hallaba junto a mí.

—Es nuestro salvoconducto para entrar en Neraka, la única razón por la que respetan la vida de Clarke. Si lo atrapan…

La semielfa se interrumpió, las lágrimas le impedían continuar. Trató de aclarar sus ideas pese a los pálpitos que retumbaban en su cerebro.

—No te preocupes, lo encontraremos —trató de calmarle John dándole unas palmadas en el brazo.

—Lo siento, Lexa —se disculpó Bellamy—. Me he puesto a pensar en Octavia y… No debí hacerlo.

—En nombre del Abismo, ¿cómo se las arregla esa endiablada hermana tuya para perjudicarnos incluso no estando entre nosotros? —se quejó la semielfa. Tras unos instantes le reflexión, logró contenerse y añadir—: Lo lamento, Bellamy. No es tuya la culpa, también era mi obligación vigilar a ese individuo. Todos deberíamos habernos ocupado le él. En cualquier caso hemos de retroceder, a menos que Fizban pueda hacemos atravesar esta sólida pared de piedra… ni se te ocurra considerarlo, anciano —apostilló al verle en actitud reflexiva—. Gustus no andará lejos y habrá dejado un rastro visible, dada su escasa experiencia en viajar por las montañas.

La suposición de Lexa era cierta. Tras una hora de minuciosa búsqueda, descubrieron una estrecha senda de animales que ninguno de ellos había observado al pasar por primera vez. Fue John quien detectó las huellas del Hombre Eterno en el fango y, llamando muy excitado a los otros, se acuclilló entre los matorrales para determinar el rumbo de las aún frescas pisadas. Sin esperar a sus compañeros echó a correr, animado por un acceso de energía que a todos dejó boquiabiertos. Como un sabueso conocedor de que su presa está al alcance, el enano salvó las marañas de trepadores que entorpecían su marcha por el bosque. Tan veloces eran sus zancadas que no tardó en interponer distancia con el resto del grupo.

—¡John! —le gritó Lexa en diversas ocasiones—. ¡Espera!

Pero a cada minuto quedaban más y más rezagados del hombrecillo hasta que lo perdieron de vista por completo. Por fortuna, su rastro era tan ostensible como el de Gustus y hallaron poca dificultad en seguir las improntas que dejaban en el barro sus pesadas botas, por no mencionar las ramas quebradas y arbustos arrancados que marcaban su paso. De pronto se detuvieron. Habían llegado a otro risco vertical, si bien esta vez existía un modo de franquear un agujero excavado en la roca que formaba una abertura similar a la boca de un túnel. El enano se había internado fácilmente a juzgar por sus recientes huellas, pero era tan angosto que Lexa lo contempló desalentada.

—Gustus ha conseguido entrar —anunció Bellamy señalando una mancha de sangre en la roca.

—Quizá —titubeó la semielfa—. Raven, comprueba qué hay al otro lado —ordenó, reticente ante la idea de aventurarse si tener la total certeza de que no caerían en una trampa.

Raven culebreó hacia el interior del supuesto pasadizo, y pronto oyeron sus confusas exclamaciones invitándoles a reunirse con ella. Parecía sobrecogida, pero sus palabras resonaban de tal modo en la roca que no lograban entenderlas.

De súbito, el rostro de Fizban se iluminó.

—¡Claro! —profirió en la cumbre del regocijo—. ¡Hemos hallado la Morada de los Dioses! Ese túnel es la entrada a la antigua ciudad.

—¿No hay otro medio para acceder a ella? —preguntó Bellamy sin apartar su inquieta mirada de la estrecha abertura.

—Creo recordar —empezó a decir Fizban reflexivo— que existía…

—¡Lexa, apresúrate! —Era la kender quien así interrumpía al mago.

—No me arriesgaré a tropezarme con otro punto muerto. Iremos por aquí, cueste lo que cueste —decidió la semielfa.

A gatas, apoyados sobre sus miembros, los compañeros se introdujeron en la angosta boca. La travesía no fue fácil, en algunos tramos tuvieron que acostarse en el suelo y reptar cual culebras por el barro. Los anchos hombros de Bellamy quedaban atascados constantemente, y al advertir su penosa situación Lexa se dijo que quizá deberían haberle dejado en la entrada hasta cerciorarse de que valía la pena internarse en el túnel. Raven los esperaba al otro lado, sin cesar de espiar su avance presa de una gran ansiedad.

—He oído los gritos de John un poco más adelante, no me cabe la menor duda —informó a la cabecilla—. Cuando veas esto no darás crédito a tus ojos, Lexa.

Pero la semielfa no tenía tiempo para escucharla ni examinar su entorno, no hasta que todos los miembros del grupo hubieran salido sanos y salvos del pasadizo. Hubo que sumar esfuerzos cuando llegó el momento de arrastrar a Bellamy al exterior, y aun así la piel de sus brazos sufrió diversos cortes que sangraban con profusión.

—Aquí estamos al fin —constató Fizban.

La semielfa dio media vuelta para contemplar el paraje denominado la Morada de los Dioses.

—No es el lugar que elegiría como hogar si fuera una divinidad —comentó Raven en tonos apagados.

Lexa no pudo por menos que mostrar su acuerdo con la kender. Se hallaban en el borde de una depresión circular en las entrañas de cerro, similar a un cráter, siendo el aspecto lo primero que llamó la atención de Lexa de profunda soledad que envolvía la zona. En su agotadora escalada por las montañas los compañeros habían visto promesas de vida renovada en forma de brotes arbóreos, hierba verdeante y flores silvestres que se abrían paso en el fango y en los montículos de nieve. Aquí, sin embargo, no se divisaban tales indicios. El fondo de la cuenca era llano, desértico, gris y mortecino. Los imponentes picos que los rodeaban se erguían en pos del cielo con su aserrada piedra vuelta hacia dentro, como si quisieran empujar al observador hacia el vacío y hundirle en la desmenuzada roca que se extendía a sus pies. El azul del firmamento era puro y gélido, desprovisto de sol, nubes o aves, pese a que llovía cuando entraron en el túnel. Se asemejaba a un ojo implacable que los contemplara sin pestañear. Lexa se estremeció al pensarlo, de modo que se apresuró a desviar la mirada de las alturas para posarla en el valle. Debajo del sobrecogedor retazo de cielo, en el centro mismo de la cuenca, se alzaba un círculo de inmensos y deformes peñascos. Se trataba de una circunferencia perfecta formada por rocas amorfas, circunstancia que no dejó de sorprender a la semielfa. Tan bien encajadas estaban, que cuando trató de forzar la vista entre sus sólidas junturas no logró atisbar desde donde se hallaba lo que custodiaban con tanta solemnidad. Sus contornos constituían la única estructura visible en el silencioso paraje.

—Este lugar me inspira una honda tristeza —susurro Echo—. No me espanta ni recibo la impresión de que anide el mal en él, sólo me llena de pesar. Si los dioses lo visitan debe ser para lamentar las calamidades del mundo.

Fizban giró la cabeza para fijar en la muchacha una mirada penetrante, pero cuando se disponía a hablar lo interrumpió un grito de Raven.

—¡Lexa, fíjate en eso!

—Ya lo veo. —La semielfa emprendió carrera hacia el punto que señalaba la kender.

En el otro lado de la cuenca distinguió los vagos perfiles de dos figuras, una alta y la otra más pequeña, enzarzadas en lo que parecía una cruenta lucha.

—¡Es Gustus! —anunció Raven que, con la agudeza propia de su raza, veía con total claridad a las criaturas—. ¡Intenta derribar a John! ¡Rápido, Lexa!

Maldiciéndose a sí misma por permitir que esto sucediera, por no vigilar mejor al Hombre Eterno ni obligarle a revelar los secretos que de forma tan hermética guardaba en su alma, Lexa recorrió el pedregoso suelo con una velocidad fruto del temor. Oía cómo le llamaban los otros, pero hizo caso omiso de sus advertencias. Todos sus sentidos estaban concentrados en aquella pareja forcejeante que ahora se dibujaba con total nitidez. De pronto vio que el enano caía y Gustus se plantaba junto a él.

—¡John! —vociferó la semielfa.

Tan violentas eran sus palpitaciones que la sangre nublaba su visión y sentía un punzante dolor en los pulmones, como si no recibieran el aire necesario para respirar. Sin prestar atención a su zozobra aceleró la marcha, a la vez que Gustus se volvía hacia ella y trataba de decirle algo. Percibió el movimiento de sus labios, pero la arremolinada sangre que bullía en sus tímpanos le impedía oírle. A los pies del Hombre Eterno yacía el enano. Tenía los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia un lado y la tez del rostro teñida de un gris ceniciento.

—¿Qué le has hecho? —imprecó Lexa a Gustus—. ¡Le has matado!

Un sentimiento mezcla de pesar, culpabilidad y desesperación estalló en las entrañas de la semielfa, inundando todos sus órganos. No veía apenas, una sanguinolenta oleada había empañado sus ojos. Enarboló la espada sin tener conciencia de haberla desenvainado y, al instante, le sobrecogió el frío contacto de su empuñadura. El rostro de Gustus se hallaba inmerso en un mar de tonos rojizos donde destacaban sus ojos preñados no de terror, sino de pesadumbre. Al ver que los abría hasta desorbitarse, Lexa comprendió que había hundido su acero en aquel cuerpo que se le ofrecía sin resistencia, traspasándolo con tanto ímpetu que oyó el chasquido de sus huesos quebrados seguido del estrépito producido por el filo en la roca donde se apoyaba el herido. La tibia sangre empapó las manos de la semielfa a la vez que un sordo aullido resonaba en su cerebro. Un peso muerto cayó sobre ella, y a punto estuvo de derribarle. Era el cuerpo de Gustus la que le atenazaba, pero ni siquiera lo advirtió. Luchó frenéticamente para liberar su arma y apuñalarle de nuevo, tan empecinada en su ataque que, aunque la agarraron unas poderosas manos, no acertó sino a desembarazarse de ellas. Cuando recuperó el control de la espada, Gustus se desplomó sobre el suelo en un charco de sangre, que manaba a borbotones por su espantosa herida. La joya verde despedía diabólicos destellos en el pecho del inerte individuo. Oyó tras su espalda una profunda y cavernosa voz, que se confundió con los sollozos suplicantes de una mujer y un aullido de dolor. Enfurecido, Lexa dio media vuelta para encararse con quienes habían tratado de refrenarle. Vio a un hombre robusto con el semblante contraído y una muchacha castaña por cuyos pómulos corrían sendos torrentes de lágrimas, pero no los reconoció. Se acercó a la pareja un anciano de edad incalculable, que irradiaba paz pese a que en sus ojos brillaba la llama del sufrimiento, y esbozó una gentil sonrisa al mismo tiempo que posaba la mano en el hombro de la semielfa. Su contacto le produjo el mismo efecto que el agua fresca en las sienes de un enfermo devastado por la fiebre. La sangrienta bruma se desvaneció de los ojos de Lexa, quien soltó la espada manchada de sangre para arrodillarse en pleno llanto a los pies de Fizban. El anciano se inclinó hacia adelante y le dio unas reconfortantes palmadas.

—Sé fuerte, Lexa —le alentó—, debes despedirte de alguien a quien espera un largo viaje.

—¡John! —exclamó la semielfa. Se había olvidado de él. Fizban asintió con tristeza y lanzó una mirada de soslayo al cadáver de Gustus.

—Vamos, no hay nada más que puedas hacer aquí.

Lexa se puso en pie tambaleándose y se enjugó las lágrimas antes de dejarse caer de nuevo, esta vez junto a John. Yacía su cuerpo en el rocoso terreno, si bien ahora su cabeza reposaba en el regazo de Raven. El enano sonrió al ver su rostro volcado sobre él encogido su cuerpo en la proximidad de tan entrañable amiga. Estrechando la rugosa mano del enano entre las suyas, Lexa la estrujó con la fuerza que confiere el cariño.

—Casi le perdí —explicó John mientras aplicaba la otra mano a su pecho—. Cuando Gustus se disponía a escapar por la cavidad de la roca estalló mi viejo corazón. Supongo que me oyó gritar, porque lo último que recuerdo es que me sostenía en sus brazos para depositarme sobre la roca.

—Entonces no intentó lastimarte —afirmó, más que preguntó la desconcertada Lexa. Apenas podía hablar.

—¡Lastimarme! Gustus es incapaz de matar una mosca, no resulta más nocivo que nuestra dulce Echo. —El enano sonrió a la muchacha, que también se arrodilló a su lado—. Cuida a ese asno de Bellamy, ¿me oyes bien? —le dijo—. Asegúrate de que salga ileso de la tormenta.

—Lo haré, John. —Echo lloraba.

—Por lo menos no tendrás oportunidad de ahogarme de nuevo —gruñó el enano a la vez que clavaba en el guerrero una mirada no furibunda, sino rebosante de amistad—. Y si vuelves a ver a tu hermana, propínale un puntapié de mi parte.

Bellamy no supo responder, la congoja se lo impedía.

—Voy a ver qué ocurre con Gustus —balbuceó el fornido hombretón, antes de ayudar a Echo a incorporarse y llevarla a un lugar apartado.

—¡No permitiré que emprendas tu aventura sin mí! —gimió Raven—. Te enfrentarás a un sinfín de problemas y debo estar allí para ayudarte.

—Ahora gozaré al fin de la paz que no he conocido desde que te tropezaste en mi camino —rezongó el enano—. Quiero que conserves mi yelmo, el del penacho de plumas de grifo. —Tras dirigir a Lexa una resuelta mirada volvió de nuevo el rostro hacia la llorosa kender y, suspirando, acarició su mano—. ¡Oh, vamos, no te lo tomes así! He llevado una existencia feliz, rodeado siempre de compañeros leales. He presenciado catástrofes lamentables, pero también actos bondadosos. Detesto tener que dejaros cuando le esperanza renace en nuestro mundo y más vais a necesitarme —su nublada visión se desvió hacia la semielfa—. Pero ya os he enseñado cuanto sé. Todo irá bien, estoy seguro de que saldréis adelante.

Se apagó su voz, al mismo tiempo que entornaba los ojos para exhalar un profundo suspiro. Lexa apretó la mano que aún sostenía y, en el instante en que la semielfa hundía el rostro en el hombro de su moribundo amigo, Fizban se plantó a los pies de este último.

—Sé quién eres —dijo el enano en tonos apagados, observando al mago con un extraño brillo en los ojos—. Vendrás conmigo, ¿verdad? Al menos en el inicio del viaje, para que no esté solo. He pasado tanto tiempo entre amigos que me resulta difícil embarcarme en solitario en mi nueva andadura.

—Te acompañaré —prometió Fizban—. Ahora descansa. Las miserias de este mundo han cesado de incumbirte, te has ganado el derecho a dormir.

—Dormir —repitió el enano relajado—. Sí, es lo que necesito. Despiértame cuando estés a punto, cuando sea el momento de partir.

Cerró de nuevo los ojos, inhaló una bocanada de aire y lo expulsó por última vez. Lexa se llevó a los labios la mano de John que sostenía entre las suyas y luego la depósito sobre el exánime pecho musitando:

—Adiós, viejo amigo.

—¡No, John! —Agitado por un llanto incontrolable, Raven atravesó su cuerpo sobre el del yaciente. Lexa incorporó con dulzura a la kender, que forcejeó como una niña entre sus firmes brazos hasta que, agotado, se refugió en su hombro para seguir sollozando.

La semielfa acarició el copete de la compañera, pero, de pronto, alzó los ojos y se puso rígida.

—¡Alto! ¿Qué haces, anciano? —vociferó.

Alejándose de la atribulada Raven, Lexa centró su atención en el frágil mago. Fizban había alzado a John en sus brazos y, ante la atónita mirada de todos, echó a andar en pos del extraño círculo de piedras.

—¡Detente! —le ordenó—. Debemos celebrar sus exequias, construir un cúmulo funerario en su honor.

El hechicero giró el rostro para encararse con Lexa. Su expresión era severa, y sostenía al pesado enano con tanta delicadeza como facilidad.

—Le prometí que no le dejaría solo en su viaje —se limitó a declarar.

Sin la más leve vacilación, se encaminó de nuevo hacia las piedras. Tras un momento de duda Lexa salió en su persecución, mientras los otros permanecían paralizados contemplando a la figura que se alejaba. En un principio a la semielfa le pareció sencillo alcanzar a un viejo cargado con tan pesado fardo. Pero Fizban avanzaba a una velocidad vertiginosa, liviano como el aire a pesar del inerte cuerpo de John. Atenazado, de pronto, por el agotamiento, Lexa tuvo la sensación de estar tratando de dar caza a una nube de humo que se elevara hacia el cielo. Continuó su marcha a empellones hasta llegar al rocoso anillo, donde el viejo mago acababa de penetrar sin soltar el cadáver del enano. Lexa se asomó al interior del misterioso círculo, animada tan sólo por un pensamiento: arrancar los despojos de su amigo de los brazos de aquel anciano demente. No pudo evitar detenerse. Ante ella se extendía lo que se le antojó un estanque de agua, tan remansada que nada alteraba su lisa superficie. Sin embargo, aquella sustancia no era líquida sino una losa de refulgente roca negra. Tan bruñida estaba que despedía destellos luminosos, poseedores de un brillo fantasmal. Reposaba frente a Lexa tan oscura como la noche y, al escudriñar sus profundidades, la semielfa distinguió el reflejo de innumerables estrellas y levantó la vista esperando descubrir que, pese a no haber caído el crepúsculo, por algún inexplicable fenómeno el manto nocturno había cubierto la bóveda celeste. Pero no, esta última permanecía azul y despejada, sin sol ni ningún otro astro. Débil y aturdida, Lexa hincó la rodilla en el borde de la losa y examinó de nuevo su lustrosa superficie. Vio las estrellas y también las lunas, tres lunas, tan bien perfiladas que empezó a temblar pues la tercera, la negra, sólo se mostraba a los poderosos magos de túnica azabache y ahora se exhibía ante ella cual un círculo de negrura extraído de las tinieblas. Incluso atisbó los huecos dejados por las constelaciones de la Reina de la Oscuridad y del Guerrero Valiente en el inefable firmamento. Recordó Lexa la explicación de Octavia, quien afirmó que ambas habían desaparecido. Una se había cernido sobre Krynn, y el Guerrero se había lanzado en persecución de la Reina para presentarle batalla. Mientras se hallaba sumida en estas cavilaciones, Fizban se adentró en la negra superficie con los restos de John en sus brazos. La semielfa trató desesperadamente de seguirle, pero le resultaba más difícil deslizarse por aquella masa de fría roca que zambullirse en los abismos. No podía sino observar como el mago, caminando sigiloso como si temiera despertar a la criatura que acunaba, evolucionaba en el centro de la refulgente losa.

—¡Fizban! —le llamó.

El anciano no se detuvo a escucharle y prosiguió su avance entre las estrellas. Lexa sintió la proximidad de Raven y, asiendo su mano, la estrechó como hiciera antes con la de John. El hechicero alcanzó el centro del engañoso estanque… y se desvaneció. La kender dio un ágil salto y se dispuso a abordar el negro espejo, pero Lexa la sujetó por la muñeca.

—No, Raven —le dijo—. No puedes acometer esta aventura con él, todavía no. Debes permanecer a mi lado, te necesito.

Con una obediencia insólita en ella, la kender retrocedió y señaló el interior de la brillante roca.

—¡Mira, Lexa! —exclamó temblorosa—. ¡La constelación ha regresado!

Bajando la vista hacia el punto que le indicaba, la semielfa vio que el Guerrero Valiente ocupaba de nuevo su lugar. Sus estrellas, al principio meros destellos, asumieron, de pronto, un brillo deslumbrador que llenó de azulada luz el oscuro y pétreo estanque. Lexa buscó en el cielo la realidad que debía reflejar la losa, pero no distinguió sino un vacío sereno y desolado.