10. AQUÉL QUE OSTENTA LA CORONA, GOBIERNA

Tan sonoro e inesperado fue el retumbar de los clarines que Bellamy casi perdió el equilibrio en el húmedo suelo de piedra. En una reacción instintiva Gustus detuvo su caída y ambos escucharon inmóviles, espantados, cómo los clamores se disolvían en ensordecedores ecos por la pequeña cámara. Sobre sus cabezas, en lo alto de la escalera, unos instrumentos de menor alcance respondieron a la sobrecogedora llamada.

—¡El arco encerraba una trampa! —insistió Bellamy—. En cualquier caso, el mal ya está hecho. Todas las criaturas vivientes del Templo saben que estamos aquí, aunque yo mismo ignoro dónde me encuentro en realidad. Rezo a los dioses para que al menos tú sepas qué estás haciendo.

—Jasla me llama —repitió Gustus. Disipado el momentáneo sobresalto que le infligieran los portentosos clarines reanudó su avance, arrastrando al guerrero tras él.

Sin saber cómo actuar ni a dónde ir, Bellamy alzó la antorcha y siguió a su guía hasta el interior de una caverna que al parecer había socavado el agua al filtrarse entre las rocas. El arco conducía a una escalera de piedra que, según vio el guerrero, descendía hacia un torrente de revuelto cauce. Agitó la tea en todas direcciones ansioso por encontrar un camino que jalonara la corriente de agua mas no distinguió nada semejante, al menos en el radio de su luz.

—¡Aguarda! —exclamó, pero Gustus ya se había arrojado a las túrbidas aguas. Contuvo el aliento, convencido de que el Hombre Eterno se hundiría en un voraz remolino, y mucho se sorprendió al comprobar que el torrente no era tan profundo como aparentaba. Lo cierto era que sólo cubría hasta las pantorrillas.

—¡Vamos, acércate! —le apremió su acompañante.

Bellamy se tanteó la herida del costado. La sangre manaba ahora con mayor lentitud, el improvisado vendaje estaba húmedo al tacto pero no empapado. Sin embargo, el dolor no remitía, le dolía la cabeza y estaba tan exhausto después de correr y luchar que se sentía mareado. Pensó en Echo y la kender durante unos segundos, y en Lexa aún más brevemente, pero decidió que era mejor desechar sus cavilaciones si deseaba seguir adelante. El fin se avecinaba, para bien o para mal. Echo así lo había afirmado, y Bellamy empezaba a creerlo también. Al apoyar un pie en el agua la corriente lo laceró con tal ímpetu que le asaltó la repentina idea de que era el tiempo y no una materia líquida lo que le empujaba hacia… ¿Hacia el ocaso del mundo, hacia la muerte? ¿O quizá encarnaba la esperanza de un nuevo comienzo? Gustus vadeaba delante de él, resuelto a avanzar a la mayor velocidad posible.

—Debemos mantenernos unidos —le recordó el fornido humano con voz resonante, obligándole a detener la marcha—. Podría haber más trampas, peores que la que acabamos de salvar.

El Hombre Eterno vaciló unos segundos, los suficientes para que el guerrero lo alcanzara. Echaron a andar despacio por el turbulento arroyo, afianzándose a cada paso pues el fondo era resbaladizo y traicionero a causa de su lecho de guijarros desmenuzados. Bellamy empezaba a respirar tranquilo cuando algo golpeó su bota con tal fuerza que casi salieron despedidos sus pies. Tuvo que sujetarse a Gustus para no caer.

—¿Qué ha sido eso? —gruñó, a la vez que pasaba la antorcha sobre la superficie del agua.

Atraída por la luz, una cabeza asomó en la intensa negrura. Bellamy quedó sin resuello, e incluso Gustus se paralizó alarmado al contemplar tan horrenda visión.

—¡Dragones! —susurró el guerrero—. ¡Crías reptilianas!

El pequeño animal abrió la boca para emitir un alarido, dejando al descubierto unas ristras de afilados dientes que refulgían ahora bajo la antorcha. Se zambulló sin demora en su hábitat natural, y Bellamy sintió que, de nuevo, flagelaba su bota mientras otra criatura le azotaba la contraria y el agua bullía con las sacudidas de decenas de colas. La recia piel de su calzado impidió que se lastimase, pero sabía que si perdía pie aquellos seres le arrancarían la carne de los huesos. Se había enfrentado a la muerte en numerosas formas, pero ninguna tan terrorífica como ésta. Dominado por el pánico, a punto estuvo de dar media vuelta. Gustus podía continuar solo, después de todo él no sucumbiría. Pero el fornido compañero no tardó en recuperar el control.

«Conocen nuestro paradero y enviarán a alguien para arrestarnos. Debo refrenar a quienquiera que venga en nuestra búsqueda hasta que Gustus haya logrado su propósito», se dijo.

Aquel pensamiento carecía de sentido, era tan absurdo que casi resultaba jocoso. Como una burla premeditada a su determinación, rompieron el silencio una amalgama de repiqueteos metálicos y toscos rugidos procedentes del arco.

«¡Esto es un desatino! ¡No comprendo qué hago aquí, arriesgándome a morir en la negrura por una causa que ni siquiera me incumbe! ¡La única razón que puede explicarlo es que este individuo me ha contagiado su locura!», siguió razonando Bellamy descorazonado.

Gustus oyó a los soldados que pretendían darles caza, y que temía más que a los dragones. Se lanzó a una carrera desenfrenada, mientras el hombretón trataba de ignorar los sibilinos ataques infligidos a sus botas para vadear el riachuelo en un intento de no perder de vista al endiablado demente. El Hombre Eterno mantenía la mirada fija en la oscuridad, profiriendo lamentos ocasionales y retorciéndose las manos de ansiedad. El curso del torrente trazó una curva donde el agua adquiría mayor profundidad, y Bellamy no pudo evitar preguntarse qué haría si su nivel se alzaba por encima de sus botas. Las crías de dragón los acechaban desde todos los flancos, en el frenesí que el olor a sangre humana provocaba sobre sus instintos; el estrépito de lanzas y espadas se acercaba a un ritmo alarmante. Una criatura más negra que la noche se arrojó de forma repentina contra el rostro de Bellamy quien, al luchar con denuedo para no desplomarse en las mortíferas aguas, dejó caer la antorcha. Se apagó su luz en un siseo, en el mismo momento en que Gustus saltaba a su lado para sostenerle. Se abrazaron uno a otro, perdidos y confusos, en la impenetrable oscuridad. Si se hubiera quedado ciego el guerrero no se habría sentido más desorientado. Aunque no se había movido desde que se cernieran las tinieblas no adivinaba qué dirección debía seguir, no lograba recordar ningún detalle de su entorno. Tenía la impresión de que si daba un solo paso se precipitaría en un vacío sin fondo.

—¡Aquí está! —declaró Gustus en un ahogado sollozo que le cortaba la respiración—. ¡Veo la columna rota, las joyas que refulgen incrustadas en su fuste! Ella se encuentra en ese lugar, me ha esperado durante todos estos años. ¡Jasla! —vociferó, tratando de liberarse del hombre que lo atenazaba.

Oteó Bellamy el brumoso horizonte, sin soltar a su acompañante pese a sentir las emocionadas convulsiones que agitaban su cuerpo. No vislumbró nada… ¿o quizá sí? Una honda sensación de alivio se adueñó de su dolorida persona. Veía las gemas que centelleaban en la distancia, alumbrando la negrura con una luz que ni siquiera la densa atmósfera lograba difuminar. El quebrado pilar se hallaba a unos cien pasos de ellos. Relajando la mano que tenía cerrada sobre el hombro de Gustus, el hombretón pensó:

«Quizá sea ésta la salvación, al menos para mí. Dejemos que este enloquecido individuo vaya al encuentro de su fantasmal hermana mientras yo busco la salida, un medio para volver junto a Echo y Raven».

Recobrada la confianza, Bellamy echó a andar. En cuestión de minutos todo habría concluido, para bien o para…

Shirak —pronunció una voz.

Brilló una poderosa luz, y el corazón del guerrero cesó de latir por un instante. Despacio, muy despacio, alzó la cabeza para penetrar aquel cegador destello y en su centro descubrió un par de ojos dorados y refulgentes, que le miraban desde las profundidades de una capucha negra. Se dibujaban en sus pupilas sendos relojes de arena. El aire abandonó sus pulmones, en un suspiro semejante al postrer aliento de un moribundo.

‡ ‡ ‡

Al apagarse el clamor de las trompetas, una oleada de calma inundó la sala de audiencias. Una vez más los ojos de los presentes, incluidos los de la Reina Oscura, se clavaron en los protagonistas del drama que tenía lugar en la plataforma. Sujetando la Corona en su mano, Lexa se puso en pie. Ignoraba qué presagiaban las trompetas, qué le deparaba el destino inmediato, sólo sabía que era necesario seguir el juego hasta su desenlace por amargo que fuera. Clarke ocupaba el centro de su pensamiento, borrando todo lo demás. Ni Bellamy, ni Gustus ni los otros se hallaban en situación de recibir su ayuda. Prendió su mirada de la figura que, ataviada con la argéntea armadura, se erguía en la plataforma de la serpiente y, casi por accidente, desvió su atención hacia Costia. Sin separarse de la Princesa elfa, oculto su rostro tras la aterradora máscara de su rango, la Señora del Dragón hizo un gesto. La semielfa sintió más que oyó un murmullo a su espalda, como un gélido viento que azotaba su piel. Al dar media vuelta vio que Soth avanzaba hacia ella con la muerte danzando en sus anaranjados iris y retrocedió, siendo consciente de que no podía luchar contra un rival del más allá.

—¡Detente! —gritó, sosteniendo la Corona en equilibrio—. Ordénale que cese en su ataque, Costia, o aprovecharé mi último impulso vital para arrojar este codiciado objeto a la muchedumbre.

El caballero espectral rió sin emitir el más leve sonido, a la vez que extendía aquella mano que por mero contacto podía eliminar a cualquier criatura.

—¿Qué «impulso vital»? —se burló—. Mi magia convertirá tu cuerpo en polvo antes de que aciertes a reaccionar, y la Corona caerá a mis pies.

—Soth —le invocó una cristalina voz desde la plataforma que se alzaba en el centro de la sala—, deja que sea aquella que ha conquistado la Corona quien me la ofrezca.

El interpelado vaciló. Con su mortífera mano aún dirigida hacia Lexa, sus llameantes ojos se desviaron inquisitivos en pos de las pardas pupilas de Costia. Desprendiéndose del yelmo, la mandataria centró su interés en la semielfa con la excitación reflejada en sus mejillas.

—¿Vas a traerme la Corona, no es cierto? —preguntó.

Lexa tragó saliva y se humedeció los labios antes de responder:

—Sí, ésa es mi intención.

—Guardias, escoltadla hasta aquí —ordenó Costia acompañando sus palabras con un gesto de la mano—. Cualquiera que ose tocarla morirá bajo mi acero. Soth, vela para que llegue a mi presencia sana y salva.

Lexa miró de soslayo al caballero, quien bajó despacio su certera mano.

«Mi señora, todavía es tu dueña», creyó oírle farfullar en tono de mofa.

Cuando el ominoso fantasma se situó detrás suya, el frío que dimanaba de su incorpóreo ser casi congeló la sangre de la semielfa. Inició su procesión la peculiar pareja, el caballero lívido en su ennegrecida armadura y Lexa animada por el hálito de la vida, afianzando los laureles del triunfo en su firme diestra. Los oficiales de Roan, que se habían congregado al pie de la escalinata con las armas desenvainadas, retrocedieron a regañadientes. Al pasar Lexa junto a ellos más de uno le dirigió torvas miradas, e incluso hubo quien le mostró su daga como una promesa de venganza. Los soldados encargados de la custodia de Costia enarbolaron también sus espadas al rodear a la portadora de la Corona, si bien fue el aura letal de Soth la que garantizó su seguridad en el breve desfile por la atestada estancia. Lexa reflexionaba sobre el significado del poder: «Aquél que ostenta la Corona, gobierna —se repetía—, pero tanta vanagloria bien puede acabar bajo el filo de una daga asesina en lo más oscuro de la noche».

Transcurridos unos minutos, la comitiva llegó a la escalera que conducía a la plataforma con forma de ofidio. En la cúspide se hallaba Costia, exultante y más bella que nunca. Lexa ascendió en solitario los peldaños que parecían espolones, quedando su arcano protector en la base con el fuego de la ira encendido en sus ojos sin cuencas. Cuando alcanzó la tarima, instalada en la testa de la serpiente, la semielfa pudo estudiar de cerca a Clarke. Estaba unos pasos detrás de la Señora del Dragón, revestido su rostro de una lívida pero serena compostura, y tan sólo miró un instante la ensangrentada Corona para acto seguido volver la cabeza. No había manera de adivinar qué pensaba o sentía, aunque tampoco importaba. Ella le explicaría…

Corriendo a su encuentro, Costia estrechó a la semielfa en un apretado abrazo que saludó una calurosa ovación de la asamblea.

—¡Lexa! —le susurró—, tú y yo nacimos para reinar juntas. Has estado espléndida, maravillosa, te concederé cuantos favores solicites.

—¿Incluso a Clarke? —preguntó ella con frialdad, sin temor a ser oído de la barahúnda. Sus ojos verdes, aquellos ojos que revelaban su ascendencia, traspasaron los de su oponente.

Costia espió a la mujer elfa, tan absorta y cenicienta que parecía transfigurada.

—Si es a ella a quien quieres, la tendrás. —La comandante se encogió de hombros y se acercó a la semielfa para pronunciar unas palabras que sólo ella debía escuchar—: Pero también me poseerás a mí, Lexa. Durante el día dirigiremos nuestros ejércitos y gobernaremos el mundo. Las noches, en cambio, serán nuestras, tuyas y mías. Ciñe la Corona en mis sienes, elegida de mi corazón —añadió levantando las manos a fin de acariciar su rostro.

Lexa escudriñó aquellos ojos pardos y los vio llenos de ternura, de pasión, de ansiedad. Sentía el cuerpo de Costia estrujado contra el suyo, tembloroso e insinuante. A su alrededor las tropas vociferaban enloquecidas, creando una batahola que flotaba por la cámara como una gigantesca ola pero que se diluyó cuando la semielfa alzó ambas manos, muy despacio, y depositó la Corona del Poder… ¡en su propia cabeza!

—¡No Costia! —exclamó—. Uno de nosotros regirá los destinos del mundo de día y de noche: yo.

Una lluvia de carcajadas atronó la sala, salpicada por gruñidos de indignación. Costia abrió los ojos de par en par, pero pronto los entornó hasta que se convirtieron en amenazadoras rendijas.

—No lo intentes siquiera —le advirtió Lexa, aferrando la mano que ella se había llevado al cuchillo del cinto. Tras inmovilizarla la atrajo hacia ella y dijo en tonos apagados, en secreto—: Ahora abandonaré la sala de audiencias en compañía de Clarke, escoltados por ti y por tus tropas. Cuando hayamos salido incólumes de este nido de perversidad te entregaré el valioso objeto que tanto ambicionas. Osa traicionarme, y nunca te pertenecerá. ¿Has comprendido?

Los labios de Costia se retorcieron en una ambigua mueca.

—¿De modo que ella es lo único que te importa? —inquirió, cáustica.

—En efecto —respondió la semielfa. Leyó el dolor en sus oscuros ojos al atenazarle la muñeca aún con más fuerza—. Lo juro por las almas de dos seres que amé intensamente: Lincoln Brightblade y John Murphy. ¿Me crees?

—Te creo —cedió la mandataria dominada por una amarga ira. Volvió a mirarle, y una reticente admiración centelleó en sus ojos—. ¡Podrías haber satisfecho tantas ambiciones!

Lexa la soltó sin despegar los labios y, dando media vuelta, avanzó hacia Clarke. La muchacha permanecía de espaldas a ellos en la abstraída observación de la sala. La semielfa sujetó a su amada por el brazo, antes de ordenarle con aparente frialdad:

—Ven conmigo.

Los envolvió el tumulto de los soldados mientras, en las alturas, Lexa presintió cómo la sombría figura de la Reina contemplaba el flujo y reflujo de las olas del poder preguntándose a quién catapultarían en su cresta. Clarke no se sobresaltó con el contacto de sus dedos, ni siquiera reaccionó. Inclinó despacio la cabeza, revueltos sus rubios cabellos en una maraña que caía aplomada sobre sus hombros, y le miró. Sus azules ojos no delataban ningún sentimiento, no se leía en ellos ni temor ni cólera.

—Todo irá bien —balbuceó Lexa a aquella muchacha que no daba muestras de reconocerle—. Te explicaré…

Refulgió un destello argénteo bajo la dorada melena y algo golpeó a la semielfa en el pecho, lanzándole hacia atrás. Trató en un incómodo bamboleo de asirse a su atacante, pero ella lo esquivó para dirigirse hacia otro objetivo. Apartando al desequilibrado Lexa de un manotón, Clarke se abalanzó sobre Costia resuelta a arrebatarle la espada que pendía de su costado. Su acción pilló desprevenida a la mujer humana, que luchó con fiereza para desembarazarse de su enemiga. Un movimiento deslizante permitió a la elfa arrancar el acero de Costia en su vaina y asestar a su oponente una descarga con la empuñadura que la derribó al instante. Dio entonces media vuelta y corrió hasta el borde de la plataforma.

—¡Detente, Clarke! —le suplicó Lexa a la vez que saltaba hacia ella.

Pero se paralizó al sentir el filo de la espada en su garganta.

—No te muevas, Lexa —le ordenó la trastornada elfa. La excitación había dilatado sus azules ojos, y sostenía el arma con una firmeza inalterable—. Si lo haces, será tu fin. No me obligues a matarte.

Lexa dio un paso al frente, mas la afilada hoja comenzó a pincharle la carne y comprendió que debía obedecer.

—Ya ves, Lexa, que no soy la niña enamorada que conociste, aquella chiquilla que vivía rodeada de atenciones en la corte de su padre. Ni siquiera soy el Áureo General, sino Clarke. Correré la suerte que me depare el destino sin tu ayuda.

—Clarke, escúchame —le rogó de nuevo la semielfa dando otro paso hacia ella y forzándola a deponer el amenazador acero que arañaba su piel.

Vio que los labios de la joven se apretaban en una mueca iracunda, reflejada también en sus centelleantes ojos, aun que mantuvo la espada inerte junto a su plateada armadura. Cuando Lexa se aproximó a ella sonriente, sin embargo, encogió los hombros y le infligió un certero revés que lanzó a la semielfa escaleras abajo. Con los brazos alzados en un inútil forcejeo Lexa cayó al suelo de la estancia mientras Clarke, empuñando aún el arma, descendía presta los peldaños y se plantaba a su lado. Al precipitarse la semielfa y estrellarse contra el granito, la Corona del Poder salió proyectada de su testa para rodar su estruendo por la bruñida superficie. Al fin se detuvo a cierta distancia, apagándose su tintineo en el mismo momento en que Costia emitía un alarido de rabia.

—¡Clarke! —le invocó Lexa sin resuello suficiente para gritar, ansiosa por captar su atención. El golpe había empañado su visión, tan sólo vislumbró un fulgor argénteo.

—¡La Corona! —vociferaba Costia—. ¡Traedme mi Corona!

Pero no era ella la única que impartía desenfrenadas órdenes. Los señores de los Dragones congregados en la sala de audiencias azuzaban a sus tropas a la batalla por la posesión del valioso metal, e incluso los reptiles habían alzado el vuelo. Las cinco cabezas de la Reina de la Oscuridad sumieron la estancia en sombras, exultantes frente a aquella prueba de fuego que dejaría en pie únicamente a los más fuertes, a los supervivientes de la liza. Pisotearon a la yaciente Lexa ganchudos miembros de draconianos, botas de goblins y pisadas humanas ribetea das de acero. Debatiéndose para no ser aplastada intentó seguir con la mirada los destellos de plata, que brillaron una vez más antes de perderse en el desorden general. Un rostro contraído se apostó frente a ella, unos ojos oscuros la traspasaron y, sin darle opción a defenderse, el mango de una lanza se incrustó en su flanco. Lexa se desplomó de nuevo con un gemido de dolor, y estalló el caos en la sala.

¿Qué pensáis? ¿Hemos perdido también a nuestra querida Lexa?