Tu edad y apariencia solo le sirven al rey para darle de comer a los cerdos, mantenerlos cebados hasta la hora de servirlos en los platos de su banquete. Ahora vives por y para él, ese es el trabajo de un esclavo: servir a su rey.

En tu imaginación, con los colores de tu todavía niñez, aunque cruel, lo dibujas con un estro de bondad. ¿Por qué te habría dejado con vida, si no? Ingenua, como la niña que eres, prefieres preguntarte qué ha visto en ti para conservar tu vida en vez de preguntarte por qué te ha quitado tu hogar, tu familia, tu identidad, todo eso que eras antes de ser su esclava.

Comprendes, sin embargo, que ahora tu vida depende de él, así que solo a su alrededor debe girar la órbita de tu existencia. Por eso te conduces al corral con una jarra de agua, mañana hay banquete y los cerdos deben estar listos para ir al matadero.

Sabes que un mínimo descuido puede significar la muerte, pero incluso a sabiendas de la amonestación, eres incapaz de apartar los ojos de aquel beso compartido entre el hombre y la mujer que, según las voces de quienes los rodean en júbilo, se han unido en sagrado matrimonio.