Ha llegado al fin la noche del banquete. Has hartado a los cerdos de tal manera que yacen tendidos en el suelo. Te conmiseras más de ellos que de ti misma, pese a no haber marcada diferencia entre sus destinos y el tuyo: ambos serán llevados al matadero con solo un alzamiento de voz del rey.

Los contemplas allí, gordos y felices según tu mirar. Tu corazón salta de repente, como si fuera una rana enjaulada, cuando imaginas el camino al matadero. Algo en tu interior se hace ovillo, en cada latido de tu corazón crece y crece como una bola de nieve cayendo por una pendiente, hasta que te impulsa para entreabrir la puerta del corral.

Miras hacia lados, suspirando alivio tras convencerte de seguir en completa soledad. Vuelves a fijar la vista en los cerdos, la alegría de haber contribuido a su felicidad enternece tu mirada en tanto te alejas con sigilo.

Sin saber que la verdadera puerta que has dejado entreabierta no es la del corral, sino la de tu propio infierno.