Buenas! Me presento por vez primera en una categoría diferente a la de Harry Potter. En realidad, mi afición es hacer fanfictions de todo aquello de lo que soy fan, o que me gusta (véase Corpse Bride, LOTR, Episodio III... y largo etcétera).

Bien, se que Silas no es un personaje tan querido como Langdon, Sophie, incluso Sir Leigh Teabing mismo (xD), pero yo le tengo un cariño especial, y a muchos tal vez les pase lo mismo.

¿Es esa lástima convinada con el miedo?... ¿Esa decisión que tiene en todo momento?... ¿Su aspecto?... Tal vez sea un poco de todo, pero lo que está claro es que el resultado es un personaje con una complejidad y personalidad únicas. Tan firme es su temple que lo que el lector opine sobre Silas puede variar entre el "¿Silas? Lo detesto. Tan católico, tan conservador. No me gusta nada" y el "Lo adoro, es tan especial, tan distinto... Ay, mi pobre y bello albino". Y créanme, conocí a personas con estas dos opiniones tan distantes.

Yo, personalmente, me tiro más a la segunda opinión XD

Pero pasando ya a lo que es el fic, lo escribí sobre la marcha, en mi desesperación por ver la ansiada película The Da Vinci Code n.n. En otras palabras, para pasar el rato y a la vez expresar mi opinión sobre este personaje tan singular.

Y bla bla... como me estoy extendiendo. Lo importante: los personajes pertenecen a Dan Brown y lo que se cuenta también, aunque yo le agregéy cambiéunas cuantas cosas para personalizar mi fic ;)

Por fin... Esto pareció más que un resumen un discurso.


Los párpados le pesaban más a cada segundo que pasaba. No era sólo la bruma exterior la que lo rodeaba, sino también la de su mente. Nunca había sentido un dolor igual, y él sabía demasiado de dolores. Nada se podía comparar al que sufría ahora, allí, tendido en un parque desconocido de Inglaterra bajo la incipiente lluvia.

El agua le limpiaba el cuerpo manchado de sangre. Normalmente le agradaba sentirla, pues le purificaba espiritualmente, pero nunca se había sentido tan sucio en alma, con lluvia o sin ella. Le habían traicionado, y él había matado a tanta gente por un fin que no se vería cumplido jamás... Y lo que era peor: por protegerse a sí mismo, en su propia desesperación, no vio a quien estaba disparando. No lo vio hasta que fue muy tarde. Esos ojos, atónitos, le clavaron la mirada antes de cegarse al caer. El sufrimiento de ver a la única persona desde su niñez que le había estimado, tendido en el suelo como muerto, era lo más aterrador e inaguantable que había sentido desde hacía años.

"Es culpa mía", pensó, recordando débilmente una escena demasiado lejana, de su otra vida.

La neblina pareció concentrarse más, o tal vez él se estuviera volviendo transparente. "Soy un fantasma", murmuró casi sin fuerzas, mirando su cuerpo semidesnudo. Apenas podía distinguirlo. Soltando un murmullo quedo, se recostó contra la suave hierba, mientras el olor a tierra mojada le llegaba a la vez que un sueño se formaba en su mente.

-:-

El enorme albino cayó rendido sobre el frío suelo de madera, más no era ya la húmeda hierba sobre la que estuvo recostado unos segundos antes. Aquella vez los azotes habían sido especialmente dolorosos, pero Silas sabía cuan necesarios eran. No había más maneras que el rezo y la mortificación corporal para purificar el alma de los pecados cometidos.

"El dolor es bueno", pensó decidido a la vez que se incorporaba y volvía a levantar el látigo. Su blanca piel se ensangrentaba más a medida que la cuerda caía, pero su mente se hallaba limpia de impurezas. Aunque sabía que aquel acto agónico levantaba oleadas de horror en la mayoría de las personas, para él no había mejor método si deseabas encontrarte al Señor. Y para tener presente siempre el sufrimento de Cristo en la cruz, nada tan efectivo como el cilicio, que además le ayudaba a mantenerse fuera de los deseos carnales.

"La Disciplina. Aquello que tan pocos entienden. Y que menos aún practican."

Cuando por fin consideró que hubo terminado, tenía los músculos de la espalda terriblemente doloridos, y la piel manchada de sangre. Se arrastró hasta el humilde lecho y se durmió enseguida, con la conciencia tranquila.

"He cumplido con Dios", fue su último pensamiento antes de hundirse en sueños. Le pareció, semidormido, que la cama estaba hecha de hierba. "Que locura".

Al despertar, Silas comprobó levantando apenas los párpados que era de día. Pensó extrañado que deberían haber pasado horas desde el amanecer.

"¿Tanto he dormido?"

Pensó en el sacerdote Aringarosa y enseguida se levantó. Con un par de movimientos ya tenía el hábito negro puesto, y ahora su pálido rostro parecía ser el doble de blanco con aquel oscuro atuendo encima.

-¿Padre? –preguntó al llegar a la sacristía. No había nadie, y aquello le desconcertó. Hasta ahora, todos los días que había pasado acogido por el español, siempre le había esperado en aquella sala. Sin embargo, ahora estaba vacía.

Como no sabía qué hacer, se dirigió a la pequeña iglesia que él y Aringarosa habían levantado con sus propias manos. Se arrodilló en el banco de delante y rezó una oración con la cabeza gacha.

"Cómo ha cambiado mi vida", se descubrió pensando en el reconfortante ambiente, silencioso y sagrado. Y sí, era cierto. Su vida había dado un vuelco espectacular en tan sólo unos cuantos días. Ahora era una persona, con nombre y vida; pero antes no era más que un espectro encarcelado, un preso anónimo, tan sólo conocido para los demás internos que lo único que hacían era mofarse de él. De su deplorable aspecto. El aspecto que llevó a su madre a la tumba.

Sintió un escalofrío y el repentino recuerdo hizo que apretara sus puños, pero recordó donde estaba y se calmó. "Perdona a quienes te han ofendido", se exigió cerrando los ojos.

Por un momento, en aquel banco de oración de la Iglesia, le parecío sentir en sus rodillas un tacto suave, que le recordaba vagamente al césped de las casas de la gente de orden. Cerró los ojos y apoyó la barbilla contra las manos en posición de rezo.

Sin embargo, a pesar de querer concentrarse únicamente en sus oraciones, la quietud y calma del lugar donde se hallaba sólo lograba que se hundiera más y más en aquellos desgraciados recuerdos de su vida anterior. Todo había empezado el propio día de su nacimiento. El momento en que su padre le vió. Los ojos desencajados de su progenitor al observar la criatura que acababa de nacer. La primera paliza a la mujer con quien lo engendró al llegar a casa.

"¡Mira lo que haz hecho!", le espetó, aunque eso Silas no podía recordarlo. Era demasiado pequeño.

En cambio, cuando tuvo más edad, sí se le grabaron con claridad aquellas bofetadas. Una tras de otra. "¡Es tu culpa, desgraciada!", le gritaba con un desagradable aliento a alcohol, mientras señalaba a su hijo.

"No es su culpa, es la mía", pensaba el niño a la vez que el remordimiento surgía de sus adentros. Más de una vez intentó defenderla: era él quien merecía los golpes, y no su madre. Y por supuesto, su padre no iba a ablandarse por tal generosidad. "Que éste engendro aprenda a no meterse donde no le llaman". Y pegaba también a su hijo.

De vez en cuando, su madre le hablaba a escondidas. Recordaba su rostro envejecido por los años y las penas, marcado por cicatrices y contusiones recientes.

-No te sientas mal por lo que tu padre diga –le decía en francés con una voz profunda –Ni por lo que haga.

Cuando tenía apenas siete años, ocurrió algo terrible. Su padre, claramente ebrio, abofeteaba a su madre sin descanso. Ésta sangraba. Sintiendo el sabor de la sangre en la boca, fijó su mirada en el pequeño albino, que a su vez contemplaba la escena con los ojos rojos desbordantes de horror.

"No mires, hijo, no mires", fue su último desesperado pensamiento antes de recibir la arremetida mortal. Apenas la mujer cayó al suelo, su cuerpo ya yacía sin vida.

El hombre se quedó unos momentos observando a su difunta esposa tirada sobre la alfombra. Comprobó, resignado, que estaba muerta. "Ya pensaré luego que hago con ella". Cuando se volvió, descubrió al chico, plasmado en una esquina temblando de pies a cabeza, más pálido de lo normal. Unas lágrimas de profunda pérdida le recorrían el rostro blanco, e hipó asustado cuando su padre le vio.

-Ni una palabra a nadie –le advirtió levantando el brazo. Instintivamente, el niño escondió la cabeza, pero el golpe no llegó. Cuando levantó la mirada, su padre ya estaba abalanzándose hacia una botella abierta de cerveza. Bebió unos cuantos tragos mientras su hijo le observaba con un rencor creciente. Dirigió su mirada a la madre, despatarrada en el suelo, y no logró entender como el borracho que tenía delante pudiera ser tan egoísta.

-¡Fuera de aquí! –le espetó el hombre al notar que seguía mirándole; le lanzó la botella vacía, que se rompió en montones de pequeños cristales, algunos clavándose en la piel del albino.

Corrió y se escondió en ese apartado escondite que todo niño pequeño tiene, tanto para cuando está triste, enfadado o solo. En aquel momento sentía las tres cosas, todas desgarrándole el alma como siguiendo un siniestro plan de martirio. Se tapó la cara con las manos, dos arañas sin color, y rompió en un desgraciado llanto.

"¡Es culpa mía!"

Le llegaba un peculiar olor a lluvia mañanera que hasta entonces no recordaba. Lloroso, pensó que él tenía que haberla ayudado cuando aún podía. Morir él en lugar de ella, sí, así habría tenido que ser. Pero allí nadie tenía la culpa... Nadie más que su padre. ¿Tanto le costaba aceptarle?

Sí, por lo visto sí. Ya había matado a su madre. La única persona que le quería. Seguramente le mataría también a él. Y no, no dejaría que acabara así.

Colmado de dolor, salió de su escondite como acatando las órdenes de una fuerza superior. Se dirigió por los pasillos cual un fantasma recorre la vieja mansión donde habita. Sus escalofriantes ojos no parecían ver nada más que el camino que recorría, inconsciente; lo guiaba un impulsivo sentimiento de culpa, remordimiento y angustia. Llegó a la cocina, abrió el primer cajón y sacó uno de los cuchillos. Levantándolo por sobre su cabeza, entró en la alcoba, donde su padre dormitaba con aquel olor a cerveza que lo seguía a todas partes. Sintió un profundo aborrecimiento por aquel ser. Levantó el cuchillo y arremetió.

El grito desgarrador de su padre casi lo hace retroceder, pero en cambio volvió a clavarle el filo del arma sin piedad, una y otra vez. Los alaridos fueron disminuyendo, hasta que toda la casa se sumió en el silencio.

"Ya no podrá hacerle daño a nadie más."

Decidió irse de allí lo antes posible. Tomó algo de comida, un abrigo, y se internó en las oscuras y desconocidas calles de Marsella.

Al salir corriendo, tropezó de bruces y sintió al caer la fresca hierba del jardín.

"¿Desde cuándo tenemos jardín?", se preguntó, apreciando el agradable olor a plantas y tierra mojada. Se quedó allí tendido, y por un momento el niño volvió a ser el monje atormentado, abandonado a su suerte en un parque inglés, intentando escapar de los sueños para rezar por el obispo que le había dado una nueva vida. Una vida que, intuyó, no duraría mucho más.


Bueno, eso es lo que hasta ahora tengo .. una mezcla de prólogo y capítulo uno P Hasta ahora no había ningún fic de Silas, y como no soy muy buena inventando códigos o persecuciones, me tiré a lo que se me da un poco mejor, que es expresar los sentimientos

(Lector perdido: Sí, hombre, como los expresas tan bien ¬¬)

n.n' Ojalá les haya gustado, aunque sea un poquitooooo!

(Silas: asiente indicando donde dice "Submit Review" con toda inocencia)

Saludos!