- CAPÍTULO 5 -

¿Admiten tarjetas de crédito?

Durante las dos semanas siguientes Zoe tuvo que asimilar tal cantidad de información que a veces le entraban unas ganas horrorosas de insertarse un diskette por la oreja o por cualquier otro orificio de su cuerpo diseñado para tal y liarse a copiar archivos como una desesperada. Una vez conoció la existencia de los Pensaderos, una especie de diskette o chip de ampliación de memoria pero en piedra y con forma de cuenco, su mayor deseo era obtener uno, y con la mayor rapidez posible, gracias.

Pero no fue únicamente el Pensadero lo que la impulsó a hacer una escapadita consumista. En realidad, una vez tuvo tiempo para ordenar sus ideas y empezar a relacionar unas con otras, decidió que la información estaba muy bien en su cerebro, ahí, a mano para utilizarla si era necesaria, y sin perder el tiempo en buscar dispositivos memorísticos que después tendría que insertar en su cerebro o al revés y suerte tendría si no se le colgaba el cerebelo y tenía que reiniciarse todo el sistema (algo que debía ser bastante incómodo para las funciones corporales).

En realidad, la razón fundamental era que necesitaba ropa, y con urgencia. Cuando se lo planteó a Remus Lupin, uno de los habitantes habituales de la casa en la que ahora residía, y uno de los que más información le había suministrado, éste esbozó una sonrisa irónica y murmuró algo que sonó como "Sí, ya, con urgencia... Todas dicen lo mismo". Zoe, que no había llegado a comprender el humor inglés, pasó horas enteras cavilando acerca de aquella afirmación hasta que extrajo algunas conclusiones bastante atinadas, a saber:

a) que Lupin se estaba burlando solapadamente de ella

b) que Lupin se estaba burlando solapadamente de todo el género femenino

c) que Lupin le estaba diciendo solapadamente que no tenía ninguna intención de acompañarla de compras

Zoe se sorprendió bastante ante aquello, sobre todo teniendo en cuenta que:

a) sí necesitaba con urgencia algo que ponerse, ya que sus vaqueros y su jersey no la cubrían ni al límite de la decencia

(a.1: quizá precisamente esa era la razón por la que Lupin no quería que fuera de compras, el muy libidinoso)

b) no tenía conocimiento del comportamiento del resto de las mujeres en circunstancias similares, pero podía concluír sin riesgo a equivocarse que todas reaccionarían de forma similar, es decir, yendo de compras

(b.1: excepción hecha de las que no quisieran cubrirse más allá del límite de la decencia)

c) no era capaz de asimilar que hubiera una sola persona en todo el mundo universo que no quisiera ir de compras, fuera del género que fuese e incluso si fuera asexual o hermafrodita

(c.1: y ninguno de los dos últimos casos podía aplicarse a Lupin, por muy solapado que fuera. Véase punto a.1)

De cualquier forma, Zoe asumió que sus dos necesidades, por un lado adquirir alguna prenda de ropa urgente y por otro encontrar a otra persona para que la acompañase en tan loable labor, necesitaban una solución (también urgente). De modo que se lo pidió a Molly Weasley, a Arthur Weasley, a Charlie Weasley, a Bill Weasley, a Fred y a George Weasley, a Ginny Weasley (la pelirroja hermana del resto de los Weasley), a Harry Potter, a Ron Weasley (otro hermano pelirrojo, al parecer muy amigüito de Harry), a Hermione Granger (una adolescente de la edad de Harry y Ron con la que había congeniado bastante, ya que también era de origen muggle, aunque bastante marisabidilla la pobre), e incluso al mismo Dumbledore. Uno por uno le fueron dando largas. Bueno, para ser más exactos, le contestaron:

- No, querida... no me viene muy bien en este momento...

- Creo que deberías conseguir una compañía más acorde con... bueno, es que... en fin, una compañía femenina, o yo qué sé...

- Sería un placer, pero es que tengo que ir al INEM, ya sabes, el Instituto Nefasto de Empleo Mágico...

- No, gracias... Es que he quedado...

- Ni de coña, tía...

- ¿Estás de broma?...

- Mi mamá me ha prohibido ir de compras con desconocidos...

- No me llama nada, gracias...

- Si me compras algo a mí también...

- Todavía soy menor de edad, y según la ley...

- Es que tengo que guardar el incógnito...

De lo que Zoe dedujo que, salvo que ocurriera un milagro, iba a tener que irse de compras ella solita.

No fue fácil. En primer lugar, porque Zoe no había ido en su vida a Londres y no tenía ni idea de dónde podía ir a comprar lo que necesitaba. En segundo lugar, porque no había oído hablar en su vida de una especie de galería comercial a la que llamaban "Callejón Diagon", que, por las descripciones que obtuvo de ella, debía ser como La Vaguada o Parque Corredor pero sin Ikea y con muchos magos y brujas pululando por allí a sus anchas, dedicados a las más variadas y excitantes actividades. En tercer lugar, porque todavía no había aprendido a desenvolverse con soltura en los medios de transporte mágicos, y, al parecer, era prácticamente inevitable utilizar alguno de ellos para acceder al puñetero Callejón Diagon ese.

Una vez solventados esos problemas, no sin otros muchos problemas y dificultades añadidos, se encontró con otros obstáculos con los que no había contado.

Para empezar, tenía todo su dinero en euros. No había contado con que Inglaterra no pertenecía a la zona euro de la Unión Europea, con lo cual lo primero que hizo fue ir a un establecimiento de cambio change exchange y hacerse con un montón de libras esterlinas, chelines, peniques y otras moneditas de aspecto curioso.

En aquel barrio de Londres nadie parecía conocer cierto bareto cutre llamado El Caldero Chorreante. De hecho, tras cuatro horas de preguntar sin que nadie fuera capaz de darle una respuesta, Zoe llegó incluso a pensar que las brujas que vivían con ella le habían tomado el pelo. Consultó su calendario, pero no era el día de los Inocentes, a menos que en Inglaterra lo celebrasen con cuatro meses de antelación.

Finalmente localizó el pequeño y mugriento pub, escondido detrás de una farola. Cuando intentó entrar, el bar se agazapó tras un buzón de correos, con la misma cara que un cachorrito juguetón que escapa de su amo.

- ¡Haz el favor de dejar de hacer el idiota! - exclamó al final, en el tono más imperioso que supo poner, cuando la puerta del pub le sacó la lengua y corrió a ocultarse tras un BMW de color azul-jefe.

Tras un buen rato de jugar al "tú-la-llevas" con el bar, Zoe, perdiendo la paciencia, miró a ambos lados, sacó la varita y amenazó a la negra y roñosa puerta con lanzarle un encantamiento muy complejo cuyos efectos incluían dicha puerta reducida a astillas del tamaño de las virutas que salen de un lápiz cuando le sacas punta.

Una vez dentro del establecimiento, Zoe se dirigió hacia el tabernero-barman-posadero-guía turístico o lo que fuera aquel indivíduo, que, dicho sea de paso, parecía ser pariente cercano de la familia Addams por parte de padre y de algún personaje de Los Mundos de Yupi por línea materna.

- Perdone, buen hombre...

- Uga-uga - dijo el dueño de El Caldero Chorreante, mirándola con cara de Australopithecus.

- Este... ¿Es esta la entrada al Callejón Diagon? - preguntó Zoe, vacilante.

- Uga-urf-gronf - dijo el hombre, señalando la parte trasera del bar con un dedo deforme que necesitaba una buena manicura. Bien, en realidad a todo aquel cuerpo le vendría de perlas una larga estancia en un balneario.

- Vale... Gracias - dijo Zoe, dirigiéndose a toda prisa hacia la puerta que el hombre había señalado.

- Gronk - dijo el eslabón perdido, asintiendo.

Zoe salió a un pequeño patio interior, oscuro y húmedo, repleto de bolsas y cubos de basura y con un montón de escombros en una esquina. No se veía puerta alguna.

- La verdad es que para ser un callejón es bastante cuadrado - se dijo, inquieta -. No es que sea un diccionario ambulante, pero creía que un callejón era algo más alargado, no sé... Y además no hay tienda que valga...

Rebuscó un rato entre la basura y los escombros, sin localizar ningún establecimiento comercial, ni siquiera uno pequeñito, ni puerta alguna que llevase al susodicho callejón. No es que estuviera esperando un cartel luminoso de neón rosa y azul señalando la entrada principal del centro comercial, ya que los magos tendían a ser bastante más discretos que los muggles, pero por lo menos podía haber alguna puerta, o trampilla, o incluso un agujero por el que salir de aquel patio infame...

Buscó asimismo un plano zonal como los que hay en las salidas y entradas al Metro, de esos de los del punto rojo y el cartelito de "Usted está aquí", pero al parecer todos los que entraban en el patio del bar que no era particular y que, de hecho, no se mojaba cuando llovía porque no era un patio como los demás, todos los que entraban en el patio, decía, debían saber exactamente dónde estaban y a dónde se dirigían y por qué demonios estaban en un patio tan asqueroso. El caso es que Zoe no tenía ni idea de qué hacía allí, de por qué había acabado en aquel patio con aspecto de mazmorra tamaño mini, y de qué sentido tenía su vida en general.

Disquisiciones existencialistas aparte, Zoe comenzaba a cabrearse. Y mucho.

Cuando ya estaba a punto de volver al bar y amenazar de muerte al camarero humanoide, entraron en el patio una pareja de magos, ambos rubios, ambos altos y delgados, ambos con cara de "soy-la-reina-de-los-mares" y ambos vestidos con túnicas de calidad innegable y diseño poco menos que exclusivo, realizado seguramente por algún mago amanerado con vistas a presentar en la Pasarela Diagon una colección de túnicas carísimas e imponibles (salvo que fueras repugnantemente rico, tus medidas fueran 50-40-45 y tuvieras muy poca vergüenza).

Sin molestarse en dirigir a Zoe ni la más breve de las miradas, los dos magos altaneros se acercaron a la pared donde descansaban apoyados los cubos de basura y la observaron con atención. La bruja rubia vestida de diseño sacó la varita y golpeó casi con desgana uno de los ladrillos de la pared.

Instantáneamente ese ladrillo salió disparado hacia un lado, como muerto de miedo ante la amenaza de la varita mágica, y contagió el terror al resto de los ladrillos que conformaban la pared, ya que todos se fueron apartando, subiéndose unos encima de otros y alejándose de la bruja con cara de asco. Zoe pensó que había cierta belleza en la forma que tenían los ladrillos de jugar a saltacabrilla en mitad de una pared, siempre que no llevasen el juego más allá y lograsen que la pared se viniera abajo, puesto que en el ridículo patio no había espacio suficiente para protegerse de una avalancha de ladrillos y cemento. Sin embargo, se quedó boquiabierta al ver que los ladrillos comenzaban a formar una especie de pasaje abovedado rematado en una cúpula bizantina y decorado con frescos renacentistas de hombres excesivamente musculados y mujeres de esas de las que ni de coña se pueden meter en una túnica cosida por un diseñador famoso.

Más allá del pasaje serpenteaba una callecita estrecha, adoquinada, que correteaba hacia abajo hasta perderse de vista en una curva especialmente cerrada (Zoe soltó un improperio mental hacia todos los arquitectos borrachos, hacia todos los ingenieros de caminos drogadictos, hacia todos los redactores de Planes de Organización Urbana con problemas de adaptación y hacia todos los diseñadores en general). Los dos magos atravesaron el pasaje, bajaron por el callejón, tomaron la curva con una maestría que ni Fernando Alonso y desaparecieron.

Zoe permaneció quieta unos minutos, observando con interés los frescos que adornaban la pared de ladrillo del pasaje recién creado. Después, como saliendo de un trance, se decidió a atravesarlo ella también, no fuera que los ladrillos decidieran que así estaban muy incómodos y volvieran a colocarse en forma de pared (ya estaba aprendiendo que con las cosas de los magos nunca se sabe). De modo que se plantó en el callejón y se quedó boquiabierta mirando todo lo que aquella zona comercial tenía para ofrecerle.

Lejos de ser una especie de imitación de todos los centros comerciales del mundo civilizado, el Callejón Diagon era más o menos lo que podrías imaginarte si te diera por pensar en cómo sería justo lo contrario (pensando cosas más raras pierde tiempo la gente día a día). No había grandes escaparates acristalados, ni suelos pulidos, ni megafonía, ni hilo musical. Tampoco había zona infantil recreativa ni aparcamiento público ni bolera ni minicines ni establecimientos de comida rápida. Ni siquiera un maldito supermercado. Las tiendas no tenían ese aspecto inconfundible de ser "de sobre" (ya sabéis, esas que vienen en un sobre con instrucciones del tipo "para montarla pegue la pared A en el suelo B"...), ni eran de ese tipo impersonal y desinfectado que suelen ser las franquicias y establecimientos de un grupo capitalista. Más bien al contrario: el Callejón Diagon estaba repleto de tiendas pequeñas, estrechas y desordenadas, subidas unas encima de otras (como los ladrillos) y repletas hasta los topes de las mercancías más diversas y también, por qué no, de los insectos reptantes más variados (pero los dueños y los clientes no sólo no pegaban un salto y llamaban a Sanidad al verlos, sino que los cogían amorosamente y los guardaban para venderlos con posterioridad a un precio desorbitado).

Las tiendas, que parecían ser todas "de viejo" o "de autor" y tenía cada una su propia e impactante personalidad, no sólo eran distintas por su aspecto: también, cómo no, por los productos que ponían a disposición del público en general. Había tiendas que vendían libros de todo tipo (desde libros con patas hasta cuadernillos de ortografía que te mordían los dedos si te equivocabas al rellenarlos); tiendas de cacharritos que parecían salidos del "Quimicefa", llenas de redomas de cristal, calderos de metal brillante, y todo el set de "Destile su propio Beefeater" en el polvoriento escaparate; tiendas donde los insectos reptantes que en las demás pululaban por el suelo estaban expuestos en una serie de vitrinas, y donde podías encontrar desde los insectos vivos y completos hasta puñados de partes de su anatomía (bastante muertas); tiendas de plantas donde si buscabas una maceta de geranios lo más parecido que encontrabas era una especie de conglomerado de flores, hojas, espinas y dientes de aspecto bastante curioso y amenazador; tiendas de artículos de papelería donde no habían oído hablar de los bolis de tinta líquida pero te vendían la tinta líquida en botecitos y unas plumas para escribir que parecía que pudieran echarse a volar en cualquier momento (de hecho algunas lo hacían); tiendas de escobas que, aunque a primera vista para el ojo inexperto pudieran parecer droguerías, no vendían artículos de limpieza sino artículos de calidad para el juego del quidditch (Zoe reprimió una mueca burlona cuando el dueño le dijo que las escobas volaban); tiendas especializadas en varitas mágicas para todo tipo de encantamientos; tiendas, en definitiva, a cada cual más impactante. La más normal de todas era una heladería donde servían helados que cuando los mordías se te quedaban los dientes pegados ("muy grafiofo", dijo Zoe; "¿y ahora cófo fe los fongo odra vef?").

Lo único que no encontraba por ningún lado era una tienda de ropa. Zoe recorrió el callejón arriba y abajo cerca de cinco veces y lo único remotamente parecido que vio era un local pequeño y mal ventilado cuyo rótulo rezaba: "Túnicas para Cualquier Ocasión". Pero era una tienda de ropa hecha a medida, y Zoe no creía que su sueldo de fontanera le diera para semejante exceso; lo único que quería era un sitio donde hubiera distintos modelos y distintas tallas y un probador con un espejo y una máquina registradora, por Dios, no era tanto pedir...

Cuando vio que no tenía muchas más opciones (de hecho no tenía ninguna otra opción) entró a preguntar. La encargada de la tienda, una bruja de mediana edad, bajita y delgada, que respondía al curioso nombre de señora Malkin, le dijo que un guardarropa completo le costaría 200 galeones.

- ¿Eink? - preguntó Zoe, desconcertada -. ¿Qué son los galeones?

La bruja pareció sorprenderse.

- ¿Cómo no vas a saber lo que son los galeones? - la miró con suspicacia -. No serás una muggle, ¿verdad?

- No, no - se apresuró a negar Zoe -. Es sólo que... Bueno, soy de otro país, y allí tenemos otro... otro sistema monetario...

- Ah - dijo la señora Malkin -. Bueno, pues aquí sólo aceptamos galeones.

- Este... Libras no... ¿Y euros? Tampoco... ¿Admiten tarjetas de crédito? No, claro... ¿Cheques al portador? Con fondos, se lo juro...

- Mira - dijo la señora Malkin con voz bondadosa, señalando la calle con un ademán -, ahí mismo tienes un establecimiento de cambio.

Soltando improperios contra todos los magos en general y los habitantes de Grimmauld Place 12 en particular por no haberse molestado en mencionar el pequeño detallito de las diferentes divisas, Zoe se dirigió por segunda vez en una mañana a cambiar todo su capital en otra moneda.

Tuvo que hacer un esfuerzo por comprender a qué se refería aquel hombre cuando hablaba de sickles y knuts, y se perdió completamente al intentar comprender las equivalencias de aquellas moneditas extrafalarias de formas absurdas y tamaños oscilantes entre el de un compact-disc y el de una rueda de molino (si diez knuts valen más o menos lo que una libra, veintinueve knuts son un sickle con lo cual un sickle equivale a... casi tres libras máomeno, y diecisiete sickles son un galeón, ergo un galeón son 51 libras, así que podemos deducir que con cinco knuts nos compramos un periódico, sin suplementos, claro, y entonces... un guardarropa me cuesta lo mismo que 20.400 periódicos, o sea, 20.400 euros, o lo que es lo mismo, 3.386.400 de las antiguas pesetas... ¿¡Están locos?).

Y bueno, ¿para qué quiero yo tantos periódicos?...

Si hacer demasiado caso a su conciencia, que pegaba aullidos en el interior de su cabeza y hacía predicciones apocalípticas acerca del estado futuro de sus finanzas, Zoe volvió a la tienda de Túnicas Para Cualquier Ocasión a hacerse con el guardarropa prometido por aquella bruja tan quisquillosa con las cuestiones monetarias. Al cabo de una hora, aproximadamente, tenía en su poder una enorme cantidad de prendas de vestir y mucho menos dinero.

Mientras la señora Malkin elegía las telas y ordenaba con una palmada a un montón de agujas, alfileres, hilos diversos y tijeritas que cosieran cual si fueran los ratones de La Cenicienta (en ese instante comprendió por qué en todo cuento donde intervenga un vestido de gala tiene que haber un hada madrina, aunque lo cierto era que la señora Malkin no tenía precisamente aspecto de hada madrina, todo hay que decirlo), Zoe se limitó a permanecer de pie y permitir que una cinta métrica la midiese lugares de su cuerpo que ni siquiera sabía que se pudieran medir. La señora Malkin pedía su aprobación a la hora de elegir todo lo que iba a necesitar para estar decentemente cubierta los próximos meses, incluyendo, cómo no, la ropa interior (Zoe se sintió mucho más tranquila al comprobar que las brujas llevan bajo esas extrañas túnicas de corte siniestro unas prendas de aspecto bastante muggle, aunque, eso sí, sin costuras... Claro que los muggles también habían inventado la ropa interior sin costuras, ¿no?... Tendría que pensar detenidamente en ello más adelante). Dejándose llevar por el nombre de la tienda, Zoe eligió también túnicas para todas las ocasiones: adquirió una de un color verde esmeralda transgénico que brillaba en la oscuridad, otra de una tela azul que hacía aguas (textualmente), una roja con amapolas cosidas (tenían las raíces entre los hilos, y la señora Malkin le dijo que seguirían creciendo mientras guardase aquella túnica junto a la azul, porque las amapolas también necesitan que se las riegue de vez en cuando), una de color naranja con girasoles bordados que no crecían pero eran preciosos, una túnica blanca con cristalitos cosidos por si acaso encontraba al mago de su vida y lo engañaba para llevárselo al altar, y una negra para los días en los que no estuviera de humor.

El precio también incluía unos zapatos a juego con cada túnica hechos de la misma tela (qué horterada, pensó Zoe, aparte de prometerse a sí misma que jamás se pondría los de las amapolas, qué es eso de ir por la vida con un ramo de flores creciéndole a una entre los dedos de los pies, hombre), y consiguió además que le regalase un par de botas camperas para poder andar cómoda de vez en cuando y no limitarse a estar sentada luciendo zapatitos de cristal, que pueden ser muy cucos pero tienen un peligro y es que luego aparece cualquier príncipe con problemas de tiroides y se quiere casar contigo sólo porque el puñetero zapatito es de tu número.

Salió de la tienda con un número indeterminado (pero impar y de más de una cifra) de bolsas flotando tras ella por el aire (al parecer todas las bolsas de los establecimientos de la zona incorporaban esa característica junto a la de estar hechas de plástico biodegradable respetuoso con el medio ambiente), y subió Callejón arriba hasta llegar de nuevo al Caldero Chorreante, donde preguntó al camarero-australophitecus si sería tan amable de pedirle un taxi, ya que no quería llamar la atención con aquellas bolsas voladoras paseando por Picadilly Circus. El camarero le explicó ("Ooook groonf eeek gronk ook") que de allí no se iba nadie en taxi porque los taxistas no conocían la dirección, y que era mucho más práctico que cogiese la red flu.

Zoe, que no se negaba a las nuevas experiencias, fueran del tipo que fueran (salvo dignas excepciones, como algunas ideas auspiciadas por muggles rumanos daltónicos con fustas), asintió cortesmente durante toda la explicación, y después se dirigió a la enorme chimenea que había en una pared frente a la barra, cogió de una maceta que le tendía el hombre-mono un puñado de una sustancia terrosa y polvorienta, la echó sobre las llamas que ardían alegremente en el hogar, se metió entre ellas cuando se pusieron de color verde y gritó la dirección.

- Uys... Perdón, creo que me he equivocado de sitio - dijo a la pareja de magos ancianos que, sentados frente a la chimenea en dos mecedoras de la época de las colonias, la observaban con desinterés, como si estuvieran acostumbrados a que la gente acabase en su salón al salir del Caldero Chorreante. Zoe miró a su alrededor, vio un cubo metálico colgado junto a la chimenea, metió la mano, la sacó llena de manteca de cerdo, se la limpió en el jersey de lana de oveja merina, metió la mano en un cuenco que había sobre la repisa de la chimenea, la sacó llena de cáscaras de pipas, metió la mano en una cajita de madera que descansaba sobre un taburete, la sacó, esta vez sí, llena de la misma sustancia terrosa y polvorienta que manchaba los dedos como si fuera ceniza, la tiró sobre el fuego y se aseguró de pronunciar claramente:

- ¡Grimmauld Place, 12!

- Hola, Zoe, querida...

Molly Weasley se afanaba en preparar alguna de las numerosas comidas que los habitantes de la casa ingerían a lo largo del día. Zoe salió de la chimenea, ordenó a las bolsas que dejasen de hacer piruetas en el aire porque aquello no era serio, miró a Molly y se frotó las manos.

(Ahora vamos a insertar una pequeña lección de psicología femenina: si hay algo que le guste a una mujer más que ir de compras, eso es enseñar después a la primera persona que se encuentre, preferentemente del sexo femenino, todas y cada una de las compras que ha hecho, y celebrar con una sonrisa las muecas de envidia de la otra al verlas. Qué le vamos a hacer, será un defecto genético que ha sorteado todos los intentos evolutivos de hacerlo desaparecer...).

Molly Weasley sabía perfectamente qué papel le tocaba representar en ese momento, así que, sin una queja, soltó los acostumbrados "Ohs" y "Ahs" y las exclamaciones asombradas de rigor, así como un par de "Qué buena compra has hecho", otros dos "Ah, pero te ha salido a muy buen precio" y un "Qué bonito, ¿lo habrá de mi talla y en amarillo?", mientras todas y cada una de las superficies hábiles de la cocina se iban cubriendo poco a poco de túnicas, zapatos, bolsos, braguitas, medias con liguero y sujetadores con dibujos de snitchs.