La dama de los secretos
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Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenecen sino a sus respectivos autores. Esta es una historia original que me pertenece y que les pido que por respeto NO compartan en otros foros, webs, canales, etc. ya que no cuenta con permiso para ser copiada o narrada en ningún otro sitio ajeno a Fanfiction.
Dicho esto, disfrútenla.
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Capítulo 8: Dos corazones (parte 2)
…nada en mí ha cambiado…
Una frase tan sencilla pero tan firme, total e irrebatible.
Candy recibió sus palabras como un rayo que la estremeció de la cabeza a los pies. Tan sutil y a la vez profundamente romántica. El chico que la amaba, ese calor y el latir de su corazón que se habían quedado en su espalda desde aquella noche en Nueva York explotó con esa frase que Candy leyó entre líneas como un sutil "te sigo amando".
Como una especie de imán, Candy se vio atraída hacia él.
Ella tocó su boca, con un dedo tocó el borde de tu boca, dibujándola como si saliera de su mano, como si por primera vez su boca se entreabriera, y le bastara cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hacer nacer cada vez la boca que deseaba, la boca que su mano elige y la dibuja en su cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por ella para dibujarla con la mano por su cara, y que por un azar que no buscaba comprender coincide exactamente con su boca que sonríe por debajo de la que su mano dibuja.
Terry la miró, de cerca, cada vez más de cerca y entonces ambos juegan al cíclope, se miran cada vez más de cerca y sus ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces sus manos buscan hundirse en su rubio pelo, acariciando lentamente la profundidad de su pelo mientras se besan como si tuvieran la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y al morderse el dolor es dulce, y se ahogan en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y él la siente temblar contra sí como una luna en el agua 1.
Un toque en la puerta los obligó a separarse, agitados, felices; con los labios húmedos y palpitado respondieron a la indicación del personal del tren que les comunicaba que en menos de cinco minutos estuvieran listos para descender en su arribo a la terminal Grand Central en Nueva York.
Terry hubiera querido tomarla de la mano, pero por ninguna razón la dejaría cargar su propio equipaje. Maldijo el haber viajado con su valija, que ahora ocupaba el lugar que le pertenecía a la mano de Candy. Ella, atenta a su reacción, sonriente y algo avergonzada, se colgó de su brazo acariciándolo con una cálida seducción que lo estremeció. Necesitaba estar a solas con ella y al mismo tiempo, temía estar a solas con una mujer que podía convertirlo en un salvaje devorador de besos. Jamás se había sentido tan hambriento y fuera de control, ¿dónde estaba su racionalidad?
Quizás necesitara más que la mano de Candy, una ducha de agua muy fría.
— ¿Me escuchaste Terry? — la mirada perdida y confusa de él le dio la respuesta. — Te pregunté si iremos directo a mi hotel antes de visitar a tu madre.
— ¿Quieres ir a hoy a Ferncliff? — La miró sorprendido.
— No tiene que ser hoy, pero quisiera visitar a Eleanor antes de escuchar su última voluntad.
Terry maldijo la prisa con la que habían planeado ese viaje. La cita con el abogado era a la mañana siguiente, por lo que, si querían ver antes a Eleanor, tendrían que refrescarse rápidamente en el hotel y partir para llegar dentro del horario de visita.
En cualquier caso estaban a una hora de distancia del cementerio.
— Está bien, Pecosa, lo haremos como tú quieres. Vayamos al hotel — dijo Terry haciéndole una señal a un auto de pasajeros.
Convenientemente situado a 15 minutos de la zona de teatros de Broadway, él había elegido alojar a Candy en el Hotel Algonquin, un sitio con un discreto lujo que Candy no rechazaría después de ver el resto de las opciones que él había considerado.
Ahora todo lo que podía pensar era en llevarla a su departamento, pero debía seguir intentando ser un caballero.
— ¿Terry? De nuevo no me estás escuchando, terminaré por sentirme ofendida si continúas ignorándome — dijo ella haciendo un coqueto puchero.
Terrence quería golpearse la cabeza contra la ventana del auto y se abofeteó mentalmente por no poder separar su ojos de aquellos labios ligeramente coloreados de rosa.
— No hay manera en la que pueda ignorarte Pecas, siempre has sido muy ruidosa — respondió guiñándole un ojo y obligándose a dirigir su atención a otro lado.
— Hoy estoy de buen humor así que nada de lo que digas me hará enfurecer.
— ¿Ah, sí? ¿Se puede saber qué es lo que te tiene tan de buen humor? ¿Acaso inició bien tu mañana?
Los ojos de Terry brillaron al mismo tiempo que su sonrisa comenzó a torcerse a un lado. Parecía un chiquillo a punto de burlarse de quien tuviera la mala fortuna de haber caído en su trampa.
— No tiene nada que ver contigo, presumido.
— Yo no dije que tuviera algo que ver conmigo, sin embargo, ahora que lo mencionas…
— Me he topado con el doctor Arthur en la mañana y me ha dicho que le gustaría tanto como a mí, volver a trabajar juntos.
— Siendo así deberías mudarte a Nueva York.
En ese instante, Candy se dio cuenta de que ya estaban en Nueva York, aquel lugar del que había huido como si fuera la peste y sintió un hoyo en el estómago. Cerró los ojos y apretó fuertemente el objeto que guardaba dentro del bolsillo de su abrigo.
Terry se preocupó al ver su reacción, nada de esto debía ser fácil para ella. Él no había regresado al lugar donde la dejó ir, se habituó tanto como pudo a la ciudad siempre evitando el umbral de ese hospital en el que la persiguió y la abrazó con fuerza contra su pecho.
«Te lo ruego, quedémonos así solo unos segundos más…»2
La frase que resonó dentro de él y que cada vez que aparecía la enterraba en el fondo de su mente. Nunca había deseado con tanta fuerza que el tiempo se detuviera.
Candy sacó algo de su abrigo y lo abrazó.
— ¿Qué es eso? — dijo Terry con la voz enronquecida.
— Es la cajita de la felicidad de Candy — respondió sin mirarlo. — Fue la misma mañana en que partí hacia Nueva York cuando Stair me dio este preciado regalo. Me dijo que cada vez que la abriera y oyera su música, estaría un paso más cerca de ser feliz. Sin su melodía, no sé si hubiera sido capaz de volver a Chicago.
La voz de Candy tembló al recordar que siempre lo supo. Fue Stair quien la salvó.
— A partir de entonces, cada vez que me entristecía, escuchaba su melodía, hasta que un buen día se estropeó.
Candy recordó con tristeza el momento en que la cajita dejó de sonar, sintió que se hundía, le dio la sensación de que había perdido lo único que la ataba a uno de sus mejores amigos.
— Suena a una de las cosas que sólo el inventor podría construir.
— ¿Sabes? El capitán Rolf Baughman, de quien Stair era recluta, contestó a mi carta. Me contó que Stair también pensaba que era un gran inventor, aunque la mayoría de las veces sus creaciones se convertían en objeto de burla. Diseñó un dispositivo para que la trompeta que se utiliza para despertar a los soldados soltase agua por las mañanas. En otra ocasión, durante los ejercicios de vuelo, logró trazar en el cielo un arcoíris. Él creía que podría crear un «virus de la paz». No sé cómo fue capaz de imaginar cosas tan maravillosas.
— Es un misterio lo que lleva a una persona como él a enlistarse de forma voluntaria en el ejército.
— El capitán Baughman también me habló sobre ello — sonrió Candy mirando al suelo — Creía que para él, luchar era como una plegaria. El día que desapareció en la puesta de sol, una luz intensa, maravillosa y dulce inundó el atardecer, como nunca antes. Me hubiera gustado poder verlo.
— ¿Puedo ver la caja de música?
Candy dudó un poco antes de colocar aquella "joya" sobre la mano extendida de Terry.
— ¿Qué música era la que tocaba? — preguntó él mientras la inspeccionaba.
Terry sacó de su bolsillo un estuche en el que cargaba un objeto del que sacó múltiples instrumentos, entre ellos un desarmador.
— Desconozco el título, probablemente la compuso el propio Stair — contestó nerviosa — ¿Qué haces Terry? Ten cuidado — La voz angustiada de Candy se vio interrumpida por la dulce melodía que comenzó a reproducirse y que hacía mucho tiempo que no escuchaba.
— Algunos tornillos se habían salido de su lugar, Pecas, se nota que la hiciste sonar cientos de veces. Quién diría que esta cosa algún día sería útil, le llaman navaja suiza.
— Terry… ¿cómo lo hiciste? — sonrió con el rostro iluminado. — ¡La arreglaste para mí!
Él, sintiéndose satisfecho, le devolvió la sonrisa.
— Creo que me merezco un premio — murmuró colocándole detrás de la oreja uno de los mechones del pelo que se había salido de su lugar.
— Estamos en un auto… en la calle — dijo ella en voz muy baja y las mejillas rojas.
— Candy, ¿qué clase de premio es el que piensas darme?
— ¡Cállate, Terry!
Entre risas y bromas llegaron al Hotel Algonquin y así como llegaron, tuvieron que salir para llegar a tiempo al cementerio Ferncliff donde Eleanor reposaba.
Candy aún no se reponía del impacto de ver cómo Annie había cambiado por completo el contenido de su maleta. No había tenido tiempo de analizar a detalle las prendas, tuvo que tomar lo primero que vio en la valija: una falda ceñida a la cintura y la cadera pero libre a la altura de las pantorrillas, lo cual agradeció, una blusa de seda y un sombrero de ala alta.
¿Cómo diablos había logrado Annie meter ese tipo de ropa en tan estrecho espacio?
Antes de cerrarla, pudo ver un vestido vaporoso con un escote igual de profundo que el que tenía aquel que le regaló la noche que salió con Terry, pero en este caso… al frente de él y no en la espalda.
Su boca se abrió con fuerza, ni aunque fuera el último de los vestidos en la tierra usaría algo así.
— ¿Pasa algo Candy?
— N… no — mintió ella.
— Eres muy mala mintiendo, Pecosa.
— No miento, Terry, ¿podemos comprar algunas flores para Eleanor?
— Tus cambios de tema no son sutiles en lo absoluto — la miró él achicando los ojos. — Hay una tienda a unos pasos de la entrada del cementerio. Te llevaré allí.
Terry le ofreció su mano para bajar del auto. Cuando lo soltó, él la tomó nuevamente, la apretó y entrelazó sus dedos con los de ella, así cruzaron el umbral de una tienda con grandes ventanales verdes y el nombre «Flora» en la entrada.
Desde el instante mismo en el que entraron, los recibió de golpe un aroma dulce que flotaba en el lugar y una mezcla de colores imposible de describir. Entre todo ellos, Candy pudo distinguir un ramillete de capullos de color rosa pálido.
«Te he traído un regalo» La voz de Anthony resonó en su cabeza.
Recordó la imagen del joven rubio frente al establo, sosteniendo una pequeña maceta, aquella mañana en la casa Leagan.
En aquel entonces Candy le respondió: «¿Esas rosas tan bonitas son para mí?»
«Es una rosa nueva, un cruce que he hecho yo mismo. Lo he intentado incontables veces y este es el resultado… He estado mucho tiempo pensando en qué nombre darle a esta nueva flor y creo que ya he encontrado el adecuado. Lo acabo de decidir: Dulce Candy.» 2
Anthony…
Tu última sonrisa vive aún en mi corazón. Cuando te fuiste, tan de golpe, el dolor me invadió por completo. El mero hecho de seguir respirando me parecía una injusticia. Me era insoportable pensar que el sol continuaría saliendo y poniéndose todo el día, aunque tú ya no estuvieras para verlo. Odiaba sentir sed y hambre.
Estaba convencida de que nunca podría amar a nadie más, pero después… Ya sabes lo que ocurrió, ¿no es cierto? En Londres, comencé a sentir una fuerte atracción hacia una persona…2
Candy miró a Terry que inspeccionaba un ramo de orgullosos narcisos que contrastaba con la sencillez de las rudbequias a su lado.
— Las piedras no pueden oler el perfume de los narcisos — bromeó ella recordando aquella ocasión en el bosque del colegio San Pablo, en la que tropezó con las largas piernas de Terry que se encontraba tumbado entre la hierba, ¡como si fuera una piedra en el camino!
— Ah, estás recordando aquella vez que me mirabas deseando que te diera un beso.
— A pesar de lo años Terry, siempre me dejas sin palabras.
— ¿Te has decidido por algún arreglo?
— Sí, le llevaré a tu madre ese ramo de rosas — respondió señalando el bouquet que le había recordado a las Dulce Candy.
—¡Excelente elección señorita! Esas rosas han sido cultivadas con mucho esmero — Los interrumpió una de las empleadas que los miraba con curiosidad.
—¿Rosas? —dijo él frunciendo el ceño. Recordaba a la perfección que aquel jardinero de Candy solía cultivar esas flores en América.
—Sí —fue todo lo que ella contestó.
Después de un largo recorrido en el que Terry fungió como guía de turistas mostrándole a Candy los sitios de descanso de numerosos personajes famosos que se encontraban allí, por fin llegaron a la placa donde, con elegantes trazos, se leía Eleanor Baker, a su lado el florero de mármol presumía un enorme ramo de rosas de un rojo tan intenso que parecían teñidas.
— Terry, ¿quién…?
— No lo sé.
— ¿Sería un admirador acaso? — preguntó Candy.
— Uno millonario. Este tipo de rosas no se consiguen fácilmente. Deben venir de un invernadero —dijo él examinándolas con la mirada. No había en ellas nada, ninguna tarjeta, ninguna nota.
— Tu madre debe haber tenido muchos amigos con esas características.
— ¿Señor Baker?
Terry se dio la vuelta con un gesto de desagrado en el rostro. Solamente la gente que buscaba restarle importancia a su carrera lo llamaba "Terrence Baker" haciendo alusión a la supuesta influencia de su madre en su carrera actoral, obviamente, detonados por la envidia.
— ¿Baker? —preguntó con la mirada encendida fijamente clavada en un pequeño hombre que parecía ser parte del equipo de mantenimiento del lugar.
— ¡Oh, discúlpeme! Asumí que un hombre tan agraciado como la misma señorita Baker sería parte de su familia. ¿Le han dicho alguna vez que tiene en la mirada su misma expresión?
— Soy su hijo. ¿Quién ha puesto estas rosas aquí?
— Señor Baker…
— Graham —lo interrumpió Terry.
— Sí, señor Graham, estas rosas siempre aparecen aquí por estas fechas. Solo puedo decirle que un caballero algo mayor y muy elegante las deposita aquí una a una mientras recita unas palabras. La última vez que lo vi decía algo como… «ángel rubio de la noche, mientras el sol descansa en el ¿mar? …» o algo así.
— Que descansa en las montañas. «…Sonríe a nuestros amores y, mientras corres los azules cortinajes del cielo, siembra tu rocío plateado sobre todas las flores que cierran sus dulces ojos al oportuno sueño» —recitó Terry suspirando —Es un poema de William Blake, "A la estrella nocturna".
— Un poema muy atinado, la señorita Baker sin duda es y seguirá siendo una estrella. Quizás en la oficina podrían decirle algo más sobre la persona que la visita. Aunque lo dudo, no tenemos la capacidad para registrar a la enorme cantidad de turistas curiosos que llegan a este lugar. Mmm ¿podría regalarme su autógrafo?
Con cierta renuencia Terry tomó el bolígrafo y el trozo de papel que el hombre le ofreció. Una vez hecho esto, él desapareció por el largo corredor de ese gigante laberinto.
— Terry, ¿tu madre veía a alguien en particular?
— Mi madre nunca volvió a tener una pareja romántica. Todo lo que hubo fueron chismes publicitarios.
— Sería posible que… ¿tú crees que podría ser…? — Candy no atinaba a terminar esa frase. Sabía la furia que desataba en Terry la sola mención del Duque de Granchester.
— No, ese infeliz la abandonó por completo, no tendría por qué hacer esto por ella ahora — dijo quitando las rosas rojas de su lugar y colocando las de un rosa pálido que arrebató de las manos a Candy.
— ¿Qué piensas hacer con ellas, Terry? —dijo Candy con la voz temblorosa y la mirada fija en un listón rojo que unía el enorme ramo.
— Esto no tiene nada que hacer aquí.
— Terry, no sé quién las habrá puesto, pero sólo pueden ser una muestra del amor que Eleanor hizo surgir en el corazón de miles. Por favor, no las tires. Mira, podemos colocarlas todas juntas — habló ella con suavidad tomando el ramo y acomodando todas las flores en el mismo lugar.
— De todas maneras se marchitarán y se convertirán en basura.
— Las flores mueren, sí, pero renacen aún más bellas. Las personas mueren y renacen de una forma hermosa en el corazón de aquellos que las recuerdan 2. Por eso ella vivirá siempre dentro de nosotros.
— Palabras muy sabias para una persona tan pecosa —rio él restándole seriedad al momento. Candy siempre lograba ahuyentar esa sombra que invadía su corazón.
— Son prestadas, solía decirlas la madre de Anthony —respondió ella automáticamente sin notar cómo borraba la sonrisa de su rostro. —Yo no la conocí, claro, pero es algo que Anthony me dijo antes de…
— De morir —completó él sintiendo un sabor ácido en la boca y arrepintiéndose de decirlo de una manera tan abrupta.
Candy lo miró con dulzura.
— Sí Terry, la gente que muere no puede volver, no podemos reunirnos con aquellos que han dejado este mundo, pero vivirán para siempre en nuestros recuerdos. Él, Stair, Eleanor y todas las personas que conocemos en el camino, las experiencias tristes y bonitas, todo ello seguirá alimentando nuestros propios recuerdos.
— Yo no quiero ser un recuerdo para ti; en todo caso, quiero ser el último de ellos.
— Terry… — Ella pensó que no era el lugar donde le gustaría iniciar esa plática pendiente.
— Candy, ¿quién es ese tal Eddie?
Sorprendida por el súbito giro en la plática ella abrió y cerró la boca rápidamente arrepintiéndose de lo que iba a decir. Un chispazo de malicia brilló en sus ojos. Nunca había sido partidaria de la revancha, pero la situación se prestaba tanto para ello que no pudo evitarlo.
— ¿Eddie? Vaya, es difícil de definir. Pero creo que si tuviera que hacerlo, Eddie sería algo así como… mi prometido.
Nota de la autora:
Muchas gracias a todas por sus buenos deseos, tanto por mi cumpleaños como para estas despedidas que aún pesan dentro de mí. Sin duda como algunas me dicen, y la misma Nagita, mis recuerdos me ayudan a salir adelante. Soy como Candy con su caja de tesoros que abre cada vez que quiere tocar el pasado con una mezcla de nostalgia, tristeza y felicidad por lo vivido.
Mi vida es una parodia, las semanas pasadas hizo su aparición en mi hogar la covid. No en mí, pero quienes hayan cuidado a un enfermo sabrán lo limitante que es, yo no me enfermé y aun así estoy agotada. Trataré de darle mayor continuidad a la historia pero no podría decir cuándo actualizo, lo siento. Hoy por ejemplo tuvimos un temblor más o menos fuerte en la ciudad que casi me arruina la tarde para poder subir este capítulo.
Uno nunca sabe qué le espera a la vuelta de la esquina...
A quien me pregunta por Destino les comento nuevamente que es una historia finalizada, quité el último capítulo por un tema de plagio por lo que no lo he vuelto a subir, se encuentra completo en un foro italiano por si lo quieren buscar. Sigo meditando si re-subirlo o no, supongo que las personas que plagian también recibirían la alerta de actualización y eso haría inútil el haberlo quitado de este foro.
Hasta la próxima y de verdad gracias, sentí muy bonito leerlas a todas.
Notas al pie:
1. ¿Lo reconoces? Es un extracto del Capítulo 7 (modificado con los nombres de dos rebeldes, para que encajara en la historia), de «Rayuela», de Julio Cortázar.
2. Extractos de Candy Candy. La historia definitiva
3. A la estrella nocturna. Poema de William Blake.
