Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer
La historia es mía
.
Canción del Capítulo
"Flying Love" — Rio Sountrack
.
Capítulo 14: Flying love
Edward me besa con premeditada lentitud, mientras continúa meciéndose con tranquilidad en mi interior; intenta prolongar nuestro placer, rescatar los últimos espasmos de nuestro glorioso orgasmo. Mis manos entrelazadas en su cuello, acarician el suave cabello de su nuca, Edward exhala extasiado, deja de moverse y apoya su frente en la mía.
—Vamos a bailar… —dice sonriendo, sus manos en mis caderas juegan seductoras, como si estuviésemos bailando—. Apenas y has conocido Río, te llevaré a un lugar que sé que te va a encantar… —sus ojos brillan expectantes por mi respuesta—. ¿Quieres?
Rio en silencio y me muerdo el labio observándolo, Edward se me hace tan indescifrable... Hay momentos en que es un macho dominador y otros, uno tan condescendiente, hasta llegar al punto de preguntar que sí quiero. ¿Qué acaso no ve que me tiene tan hechizada, que si me pide que me arroje del teleférico que lleva al Pan de Azúcar, lo más probable es que me lance al vacío sin ningún problema? ¿Qué no ha comprobado ya, que mis neuronas no funcionan bien? ¿No le han bastado los hechos que tiene a la vista? ¡Está follándose a su loca acosadora!
—Me encantaría —contesto mirándolo fijamente, ansío comprender qué diablos pasa por su mente.
Edward deshace la unión de nuestros cuerpos, me ayuda a bajar del mesón de la cocina y con nuestras manos entrelazadas, volvemos al baño de su habitación.
—Voy por tus cosas —anuncia una vez ha regulado el agua, probándola con una de sus manos, hasta que asiente cuando la considera perfecta—. No termines de bañarte sin mí —se ríe culpable, porque tiene claro que quedaron regadas por todas partes y sabe que él fue el causante, me guiña un ojo y sale del baño dándome una privilegiada vista de su blanco y tonificado trasero.
Sí, sus comestibles nalgas, son lo único que queda blanco en su templo del pecado, bueno, exceptuando «aquello». El Edward de fábrica, es tan blanco como yo.
«¡Se quiere bañar conmigo!», pienso metiéndome bajo la regadera. ¿Qué este hombre no se sacia de sexo jamás? Si seguimos así, no podré caminar nunca más. ¿Y qué explicación absurda daré ahora?
«Mucho gusto, Isabella Swan. Escritora erótica, recientemente inválida por estar follando como una ninfómana, con Miembro-Man».
Sonrío cerrando los ojos y disfruto del agua tibia, pensando en que tengo que dejar de llamarlo «Miembro-Man», «Pene-Man» o cualquiera de sus derivados, si no en el momento menos esperado y, lo más probable que con alcohol aletargando mis sentidos, además de soltar mi lengua más de la cuenta —hechos irrefutables y ya comprobados—, escapará de mi boca haciéndome pasar de nuevo una monumental vergüenza y en verdad, no necesito una más de esas. Ya he tenido suficiente por esta semana.
—¿De qué te ríes, chica loca? —pregunta Edward pegando su tremenda anatomía a la mía, haciéndome dar un respingo del susto que me provocan sus apariciones tipo Psicosis. Gracias a Dios, no me encuentro en ese horrible motel de carretera que muestran en la película y Edward, no es Norman Bates.
«Espero».
Intento darme la vuelta para encararlo y reprenderlo, pero él me lo impide cuando siento sus grandes manos colándose por dentro de mi cabello, para masajear deliciosamente mi cabeza, con la yema de sus dedos.
—De nada… Mmm…—ronroneo del más puro goce—. Tienes que dejar de aparecer como si fueras un león apunto de devorarme… —balbuceo derritiéndome, cuando sus manos descienden a masajear mi cuello y espalda.
—Lo siento, pero es que me divierte ver tus reacciones y no lo puedo evitar. Por lo demás, yo siempre quiero devorarte, desde el primer instante…
«Oh. Por. Dios», ¡Isabella Swan, en modo coma!
Las manos de Edward, vuelven a mi cabello —resucitando mi cerebro muerto a la vida—, y el baño se inunda de un masculino y excitante olor a champú, lo más probable de la línea de un costoso perfume. Huele maravilloso y a Edward, que comienza a lavar mi cabeza con prolijidad y delicadeza; sin una pisca de connotación sexual.
Y yo…, no sé cómo reaccionar frente a este gesto.
—Date la vuelta —ordena con dulzura. Me giro para quedar de frente a él y lo que veo atenaza mi corazón. Su mirada ya no es fiera ni felina, es demasiado cálida, tan abrumadora e indescifrable que juro que me quedo sin respiración—. Cierra los ojos —pide de igual forma, haciéndome sentir como una niña pequeña. Los cierro y comienza a enjuagar mi cabello, hasta que quita hasta el último rastro de champú—. Listo, ya puedes abrirlos.
Abro mis ojos, la penetrante y cálida mirada sigue ahí, taladrándome, acechándome, amenazando ahora con seguir con el acondicionador.
—Puedo hacerlo —intento quitar el frasco de sus manos, no puedo continuar con esto—, no es necesario que…
—El punto es, que yo quiero hacerlo…—me corta sin prestarme atención, elevando el pote fuera de mi alcance.
Bufo frustrada.
Edward repite la acción con el acondicionador con la misma paciencia y dulzura, y mientras lo hace, mi corazón se estremece más y más. Mis pensamientos se arremolinan en mi mente, mezclándose con la ardorosa y asfixiante presión de mi pecho.
Parece como si todas mis dudas se convirtieran en una sola y a la vez, se dispersaran en muchas más… ¿Se comportará del mismo modo con todas sus conquistas? Ardiente, insaciable, posesivo… Y luego, ¿tan tierno que el opresor sentimiento amenaza con hacerte perder la cordura? ¿O será así solo conmigo? ¿Tendré algo de especial que me diferencia de las demás?
«¡Demonios! ¡De solo pensarlo, me voy a largar a llorar!».
«¡No seas idiota, Isabella! No olvides tu primer objetivo, solo vinimos hasta aquí, para coger hasta el cansancio y nada más. ¡No te vayas a volver a enamorar!», me regaña la voz de mi conciencia, procurando que recupere la sensatez, pero solo tengo más preguntas sin respuestas.
—Estás lista —anuncia dándome una pequeña nalgada—. Dejé un par de toallas para ti encima del lavado y arriba de mi cama, están tus cosas. En unos minutos estoy contigo.
Solo asiento y salgo de la ducha como una autómata. Envuelvo mi cuerpo y cabello con las toallas, y me escabullo del baño, necesito unos minutos de soledad para aclarar mi mente y esta indescriptible sensación. Estoy tan confundida, que ni siquiera me preocupo en reparar en los detalles de su habitación. Me siento en la alta y mullida cama, y descanso el rostro en mis manos.
Bien, así se presentan los hechos…
Me estoy cogiendo al hombre más sexy, hermoso y caliente que he visto en mi vida, mismo hombre que en ciertos momentos me mira y me trata con ternura, como si yo no fuese la simple mujer que se folla, pero todo aquello no es para abrumarme de esa manera y parecer una loca enamorada, no señor. Edward solo es un caballero nada más, ya me lo ha demostrado con las rosas. La culpa de mi confusión, la tiene el maldito miserable Maní, que nunca me trató con cariño, ni cómo debía; jamás supe de gestos caballerosos y yo aquí, estoy a punto de llorar a gritos por un hombre, que me trata algo mejor. Soy una idiota. Debo centrarme, esto es sexo, pasarlo bien y nada más. Sí, eso es lo que haré, esta noche Edward me ha invitado a bailar y yo me dedicaré a disfrutar de mi caliente Adonis, todo lo que él quiera hacerlo conmigo.
Comienzo a vestirme recuperando mi humor, ansiosa por averiguar dónde me llevará Edward, lugar que según él, me va a gustar. Miles de escenarios vistos en las películas y en las novelas que tanto me gustan aparecen en mi cabeza, pero aun así, no vislumbro ninguno.
Edward sale del baño cuando ya me he vestido, lleva una simple toalla anudada en sus caderas, así que aprecio su húmeda anatomía sin ninguna vergüenza; él sonríe con esa ladina y engreída sonrisa de «sí, soy increíble, lo sé», y se escabulle de mi descarado mirar, colando su divina humanidad por una puerta que supongo es el vestidor, momento que aprovecho para volver al baño, para maquillarme y arreglar mi cabello.
Estoy concentrada aplicándome máscara en mis pestañas cuando…
—¡Mi chica mala quiere jugar! —exclama divertido detrás de mí, con sus ojos zambullidos en el interior de mi cartera y yo ni siquiera alcanzo a reaccionar, cuando una de sus grandes manos ha hurtado uno de mis artilugios, para la venganza y la seducción.
—Oh, Edward Cullen, ¡entrégame eso ahora! —amenazo roja como un tomate, intentando quitar las esposas que sostiene con uno de sus dedos a la altura de su cabeza, pero por más que salto, él me esquivaba muerto de la risa. ¿Por qué tiene que ser tan jodidamente alto?
—¿Me quieres atar? —cuestiona con un brillo diabólico centelleando en sus ojos.
—Edward, no juegues. ¡Entrégamelas ahora! —ordeno, con poca convicción, pero él no me presta atención.
Como niño pequeño en Navidad, de nuevo centra su atención en mi cartera, manteniendo las esposas en alto.
—¿Qué más trajiste? —indaga, el muy entrometido, que ya tiene sumergida su otra mano dentro de mi bolso, curioseando en su interior como si se fuese a encontrar el cofre de las monedas de oro detrás del arcoíris—. Mmm…, aceite para masajes… —ronronea con deleite.
—¡Quita esa mano de ahí! ¿Qué tu mamá no te enseñó a no espiar en las carteras de las mujeres? —Le doy un manotón, saco su mano y cierro mi cartera de golpe. Él solo ríe a carcajadas, deja las esposas en el lavado e inmediatamente me encarcela entre su cuerpo y el mueble.
—Claro que me enseñó —susurra seductor en mis labios. Apresa mi trasero y en una caricia abrasadora baja por mi pierna derecha hasta detrás de la rodilla, la toma y la deja a la altura de su cadera para poder rozar nuestros sexos—, pero es que todo lo que concierne a ti, simplemente no lo puedo resistir.
Ya me debía haber acostumbrado a los derrames cerebrales, pero definitivamente no. Lo más probable es que cuando vuelva a Seattle, no me quedará una miserable neurona funcionando de manera correcta.
—Ahora señorita, estos juguetes los dejaremos aquí, para que cuando volvamos les pueda dar el uso debido en ti, ya que ahora tú y yo, nos vamos a divertir —sentencia y yo como una tonta asiento, me toma de la mano y nos saca volando del baño.
«¿En qué parte me perdí? ¿No era yo, la que los iba a ocupar en él?».
—Te verás hermosa esposada a mi cama —dice cuando cruzamos el umbral de la puerta.
Tan solo puedo pensar, que ya quiero que lo haga, si hasta me veo presa en su cama con Edward devorando todo mi cuerpo con su candente y experta lengua, hasta llego a poner los ojos en blanco de imaginarlo. Debo reconocer secretamente que me encanta que sea dominante, pero jamás se lo diré, aunque creo que él, ya lo sabe. A pesar de eso, me vengaré y ya encontraré el momento perfecto para hacerlo; algo que me sobra es constancia y paciencia.
«Ya me las cobraré haciéndote suplicar, Miembro-Man», pienso mirando con lujuria lo guapo que se ve, con esa camisa blanca, con los primeros botones abiertos y lo bien que le quedaba el pantalón de vestir azul oscuro, el cual marca a la perfección su tonificado y pequeño trasero. Sexy, demasiado sexy para su propia seguridad.
De la mano de Edward otra vez entramos a la cocina, la atravesamos hasta llegar a una puerta, que hace un rato imaginé que llevaba al patio, pero no podía estar más errada, la puerta lleva a un inmenso y oscuro garaje. Antes de ingresar Edward enciende la luz, dándome una nueva vista al mundo de mi chico de Ipanema, una que me continúa gritando lo mismo, muchas posesiones innecesariamente lujosas, para una sola persona. En la cochera hay seis autos y dos motos: el Ferrari, un Porsche, un Aston Martin, un Volvo y otros dos autos de los cuales no puedo identificar la marca, las motos al parecer son Harley. ¿Tendrá alguna carencia afectiva o extraña, tan perfecto hombre? ¿O es que me está mintiendo y tiene una flamante esposa y varios hijos?
Por ahora no me preocuparé, porque estoy segura que pronto lo averiguaré.
Edward, toma un juego de llaves de unas estanterías y al accionar el botón del mando, parpadean las luces del plateado Volvo. Caminamos hasta el auto, como un caballero abre la puerta para mí, me pone el cinturón de seguridad, y luego lo rodea con pasos elegantes para hacerme compañía. La puerta del garaje se abre silenciosa en dirección hacia el techo, Edward acelera y juntos salimos a conquistar la noche de Río al ritmo de la samba…
Por supuesto, como espero, Miembro-Man conduce como un loco, sin embargo lo hace con tal seguridad —como todas las cosas que hace, he podido observar—, que no tengo miedo, más bien voy embriagada, casi hasta el éxtasis, de su delicioso perfume y del espectáculo que es ver a este apuesto hombre cantar jovial y feliz de la vida en portugués. ¿Hay en esta vida un cuadro más perfecto que este? La respuesta es no. Absolutamente, no.
Su alocada conducción nos lleva hasta el centro de Río, específicamente hasta el barrio más bohemio de la ciudad, Lapa. ¡Dios, no puedo estar más emocionada!, me siento como niña dentro de una dulcería de saber que esta vez, recorreré sus calles en persona y no en mi imaginación; y lo mejor, acompañada de mi sexy Adonis.
Mientras Edward estaciona el Volvo en una angosta calle, lo miro agradecida, no sé cómo es que ha adivinado que este lugar me encanta. Una sonrisa coqueta y casi engreída se instala en sus apetecibles labios, y como si pudiera leer mis pensamientos dice—: No es difícil saberlo, aquí en Lapa, es todo como tú…, alegre, alocado y completamente real… —dicho esto, se baja del auto, lo rodea, abre mi puerta y me extiende su mano como un galante caballero.
Con nuestras manos entrelazadas recorremos el adoquinado paseo, el que contemplo maravillada y con mis ojos muy abiertos. La arquitectura es de principios del siglo XX, las fachadas de las casas son hermosas, en su mayoría antiguas casonas convertidas en rondas de samba, bares y restaurantes; muchas de ellas libradas del paso del tiempo y del olvido. Las calles están atestadas de gente, de múltiples mesas y sillas de formalita de todos los colores, donde las personas sin discriminaciones de género, ni etnia, disfrutan de animadas tertulias y otras bailan por doquier al ritmo de la samba, que es la banda sonora del efervescente ambiente.
La euforia y alegría comienza a apoderarse de mis sentidos, mientras caminamos, a la vez parecemos danzar al compás de los bulliciosos tambores de las batucadas. La sonrisa de Edward es impagable, irradia genuina felicidad, incluso se ve más joven. Va juguetón, me hace girar sobre mi eje como si fuera una niña, luego me toma posesivo de mis caderas, besa mis labios y nos balancea al ritmo de la música.
Así vamos avanzando por las desenfadadas y fiesteras calles, como si fuésemos un par de locos enamorados, hasta que ingresamos a un local donde las personas están bailando como si el mundo se fuese a acabar. Edward nos lleva directo hasta el bar, me ayuda a sentarme en uno de sus altos taburetes de cuero, él se queda de pie, prácticamente cubriéndome con su cuerpo, como si me reclamara como suya.
—¡Edu, mi amigo! Como siempre, un gusto tenerte por aquí —saluda un animado barman extendiéndole su mano—. ¿Todo bien?
—Más que bien —me besa el cuello y rodea mi cintura—. Gusto en verte, João.
—¿Lo de siempre?
—No, dos caipiriñas, por favor —responde Edward aceptando su saludo.
El barman levanta sus cejas en un gesto de incredulidad y clava en mí sus ojos negros.
—¿De guía turístico? —pregunta con curiosa sagacidad—. ¿No me presentas?
—Bella, este es João el mejor cantinero de Río. João, esta hermosa mujer que me tiene loco, es Isabella Swan. Bella como prefiere que la llamen, hace maravillas con sus manos…—acaricia mi columna vertebral con la yema de dos de sus dedos y con lentitud baja por toda su extensión, hasta llegar a mi espalda baja, donde rodea mi cintura y luego, la apresa pegándome hacia él— e imaginación… Es una gran escritora, tanto…, que ha hecho volar mi mente como nunca antes. ¿Cierto, hermosa?
«¡Madre, mía! —Edward es un descarado—. ¡¿Cómo diablos le dice eso, con ese claro tono de connotación sexual?!».
—¡Oh, Eduardo! Estoy impresionado, una intelectual…
Sin embargo, no me puedo molestar, sino más bien, babearme al escuchar que está claramente complacido con mis inexpertas caricias. ¿Será posible? Una sonrisa de oreja a oreja, se dibuja en mis labios al darme cuenta de que es una certeza, hecho particular que me da el valor para comenzar de una vez por todas mi vendetta.Ahogo mis risotadas y tomo la mano que João me ofrece.
—Hola, João —saludo aun conteniendo mi risa—. ¿Intelectual, yo? —Miro a Edward con picardía y él me sonríe esperando mi respuesta—. Bueno, si a intelectual le llamas tener un claro conocimiento de posiciones sexuales, fustas, látigos, cuerdas, esposas y ser una experta en lo que a felación respecta… —me relamo los labios mirando a Edward y después con descaro a su entrepierna, al mismo tiempo que acaricio con mis uñas desde su pecho hasta jugar con la cinturilla de su pantalón, sus ojos se vuelven oscuros y felinos—. Sí, entonces, soy muy intelectual —termino de acotar pagada de mi misma, sorbiendo la caipiriña que João ha dejado frente a mí y juego con las pajillas, pensando en un delicioso miembro que aún no he degustado.
A João se le abre la boca hasta el piso y Edward, explota en carcajadas.
—Por eso me encantas —ronronea acunando mi rostro con ambas manos y me da un dulce, profundo y sonoro beso—. Por una noche inolvidable y las muchas que vendrán —toma su caipiriña y choca su vaso con el mío—. Vamos a bailar.
Me toma de la cintura, me baja del asiento, abraza mí cuerpo al suyo por detrás y jugando con mis caderas nos lleva hasta la pista de baile.
.
.
¿Hay algo que Edward, no haga jodidamente caliente? Esa manera que tiene de bailar y ese movimiento de pelvis, raya mucho más que en lo ilegal; aunque eso explica porque el desgraciado folla tan maravillosamente bien. ¿No se supone que los ingleses son unos tiesos estirados? Si su acento no lo delatara y Edward, no me lo hubiese dicho, no lo creería, porque este hombre que me pega a su cuerpo con uno de sus largos y hercúleos brazos, le hierve la sangre que corre por sus venas, con cada movimiento me está haciendo el amor con la ropa puesta y mientras lo hace, me sumerjo en su mirada y el mundo desaparece bajo mis pies, junto a los múltiples destellos de las luces de neón. No hay cabida para nadie en este momento, solo somos Edward y yo, y los compases candentes de la música que acompaña nuestra danza.
Nuevas caipiriñas acompañan la velada, más bailes lascivos, coquetos, cuerpos sudorosos y ardientes, y demandantes besos. Edward siempre es atento, juguetón, parece como si me estuviese conquistando, incluso tiene un instinto protector, sobre todo cuando alguien me pasa a llevar o me toca sin querer, más de la cuenta.
—¿Otra caipiriña? —pregunta en mi oído.
—Sí.
Caminamos en dirección a la barra, esquivando a la gente que sigue bailando.
—João, dos caipiriñas más, por favor…—pide Edward a su amigo, tomando mi cintura con ambas manos, para sentarme en una de las altas sillas. Frunce el ceño al ver que se lo impido.
—Voy al baño —le aviso sonriendo.
—Te acompaño…—afirma, pone una de sus manos en mi espalda y comienza a guiarme.
—No es necesario, Edward. Puedo ir sola.
—¿Segura? —pregunta dudoso, casi como si tuviese miedo de que algo me fuese a pasar.
—Sí, estaré bien —me elevo en la punta de pies y beso sus labios.
—Segundo piso a la izquierda —acepta no muy convencido—. No tardes…—besa mi frente. Beso que me hace sonreír como tonta, más de lo que ya estoy gracias al alcohol.
Una vez refrescada y atendido mis necesidades biológicas, salgo del baño en busca de mi chico de Ipanema, con toda la rapidez que mis altos tacones y sentidos algo adormecidos me lo permiten, no vaya a ser que a alguna zorra, se le ocurra poner sus ojos sobre mi hombre, aprovechando la oportunidad de su soledad, cosa que imagino, pasa cada segundo y en cualquier ocasión.
Y la verdad es que no había que ser adivina, para saber que eso ocurriría…
Ahí está mi sexy Adonis, inhumanamente guapo, sobresaliendo como una divinidad entremedio de la gente, gracias a su impresionante altura, con una estúpida colgada de su cuello, jugando con las cobrizas hebras de «mi» Edward. Lo peor de todo es que él, se deja querer por ella, más que encantado.
«¿Mi Edward?», bufo exasperada, mientras la imagen que tengo al frente comprime mi corazón. ¡Diablos! Estoy mal, pero muy mal, porque la impotencia, frustración y los celos irracionales se han apoderado de mí. Quiero plantarme frente a ella, saltarle en la yugular y arrancar todos los pelos de su cabeza; reclamar a Edward como mío, pero no puedo... No debo olvidar que él y yo no somos nada, así que no me queda más que conformarme con apretar mis dientes y mis puños de forma letal, para contener mi furia. Sin embargo, no me amilanaré frente a la estúpida ofrecida. La mujer que esta noche está con Edward, soy yo.
Camino hasta ellos intentando no llamar su atención y agudizó mis sentidos, para captar parte de su animada conversación, algo suprimida debido a lo fuerte de la música. Mi corazón da un brinco de terror, cuando por fin puedo ver su desconocido rostro… Es la mujer de la playa, la supuesta «esposa».
«¡Jodida mierda! ¿Y si en realidad lo es? ¿Será ella entonces, quién me agarre de las mechas, en vez de hacerlo yo?».
—No, Edward Cullen. Esto es el colmo, siempre haces lo mismo, esta vez no te voy a perdonar…—se escucha algo enojada, pero en su voz hay un dejo de coquetería—. Tienes que dejar de hacerlo. ¿Hasta cuándo piensas que lo voy a soportar?
—No te enojes. Además, aproveché de ver a Matt, días que no lo veía y lo extrañaba. ¿Qué malo hay con eso?
—Que ya no vives ahí, para que entres y salgas cuando te dé la gana. Tú, tomaste la decisión de dejarnos, ¿recuerdas?
«¿Matt? ¿Dejarnos?», ¿el muy maldito me ha mentido y yo como una idiota le he creído? ¿Este es el verdadero Edward, un demonio con cara de ángel?
—Eres un desvergonzado y un consentido. Te aprovechas de mi nobleza, solo porque sabes que te amo demasiado —golpea su pecho y hace un puchero de niña pequeña. Edward sonríe encantado y deja un beso en el tope de su cabeza.
—Por Dios, mujer, sabes que esa siempre será mi casa…—le contesta sin una pisca de arrepentimiento.
—¡No es cierto! Ya no lo es desde que te fuiste y nos cambiaste por esa oxigenada bruja.
«¡¿Bruja?!», ¿estoy yo mal? O sea, vamos… ¿Ella sabe por quién la ha dejado y aun así acepta que lo ama? Siento una espantosa lástima por ella, y un creciente y nuevo odio, por ese maldito, convincente y embustero hombre. Pobre mujer, ella consiente su desliz como si nada y al muy desgraciado, no se le mueve un pelo de la cabeza. Lo peor de todo, al menos para mí, es que yo también he caído en sus mentiras; otra tonta deslumbrada por Edward Cullen, como si fuese el puto dios sol.
Pero esta vez, prometo por todo lo sagrado que seré diferente, por muy humillada que me sienta, no botaré ni una mísera lágrima por este hombre sin corazón; en cambio sí le diré unas cuantas y necesarias verdades. ¡Sí, señor! Lo haré pasar por la vergüenza del siglo, aprovechando el lugar donde estamos.
Inspiro y exhalo varias veces, mientras preparo una lista de indecentes epítetos, y termino de acortar la poca distancia que hay entre nosotros, pero no alcanzo a soltar mi maravilloso «rosario», porque le escucho decir:
—Siento haber tomado tu libro sin permiso, pero juro que esta vez, tenía una buenísima razón —los ojos de Edward brillan al encontrase con los míos y me sonríe coqueto, mostrándome todos sus blancos y relucientes dientes.
«¿Qué? ¿Libro? ¿En qué momento la conversación se pasó de sus engaños, a estar discutiendo por un libro? ¿Hay algo de lo que yo me he perdido?».
—¿Hasta cuándo te lo robarás? —Ella le reprocha—. Sé que lo haces para mirar a la chica de la contraportada. Eso no es sano, ¿sabes? ¿No estás viejo para un enamoramiento de esos?
Edward no le contesta, en cambio de eso, toma a la pequeña mujer de los hombros y la gira para dejarnos frente a frente, y cuando ella me ve, lo que pasa, entre el alcohol en mi sangre y la rapidez, no sé muy bien cómo explicarlo. Solo sé que la hermosa fémina abrió sus ojos desmesuradamente, dio un grito de inusitada felicidad, acompañado de un incrédulo «Isabella Black» y se abalanzó sobre mí como un tsunami; y ahora me abraza tan apretado, que casi no me deja respirar, dando saltitos en el lugar.
—¡Oh, por Dios! ¡No lo puedo creer! ¡Te admiro tanto! Amo tus libros…—me alaba sin parar, con su dulce y cantarina voz, que también tiene un educado acento inglés.
Mi mente está en coma. En tan solo unos segundos miles de sentimientos me atacan porque como dicen, del odio al amor hay tan solo un paso y después de querer asesinar a Edward por «supuestamente» engañar a esta linda chica, mi corazón late descontrolado al darme cuenta que el libro que ellos se disputan, es uno de los míos, específicamente el que horas atrás, Edward dejó caer sobre la cubierta del piano; y palpita aún más, amenazando con el colapso, al comprender que la chica de la contraportada, soy yo.
«¿Será posible todo aquello de lo que ella lo acusa?».
—Alice, déjala respirar…—ordena Edward con voz suave y divertida.
—Oh, perdón —ella se disculpa avergonzada y me suelta—. No era mi intensión abrumarte.
Edward toma mi mano derecha y me atrae hacia él, dejándome parada entre medio de sus piernas, con su pecho apoyado en mi espalda. Sus grandes manos se aferran a mi cintura y apoya el mentón en mi hombro.
—Bella, esta «señora» loca y eufórica por tu presencia, es mi hermana «mayor», Alice —me presenta a la mujer, recalcando la palabra «mayor» y develando al fin, el misterio de su presencia.
Prometo que la información, me cae como un balde de refrescante agua helada. «¡Hermana mayor!», soy la emperatriz de las tontas. ¿Por qué diablos he tenido que pensar mal desde el primer minuto y no fui capaz de hacer la evidente conexión en un principio? Me hubiese ahorrado tantos y algunos dolorosos problemas.
—Shh… ¡Cállate! No sumes otra cosa, a tu enorme lista de faltas. Además, es solo un por año —se cruza de brazos y le hace un mohín infantil.
—Te dije que no soy casado. ¿Por qué no me crees de una vez, chica loca? —Edward ronronea en mi oído y acaricia mi mejilla con la punta de su nariz.
Me entrego rendida a la seductora caricia.
Alice nos mira con la boca abierta, parpadea varias veces y después sonríe como el gato Cheshire, al captar el posesivo agarre de Edward a mi cintura.
—Hola Alice, gusto en conocerte también —la saludo, forzando a mi mente salir de mis diatribas y que baje de las nubes de rosado algodón, donde las deja flotando Edward.
No debo olvidar las reglas de buena educación.
—¡Oh, por Dios! —repite otra vez—. ¡Tengo que ir por Jazzy! Maldita cena de negocios… —chasquea la lengua con desaprobación, pegándose en la frente con una de pequeñas y cuidadas manos. Luego, como si se hubiese dado cuenta de algo en que no había reparado, clava furiosos sus ojos verdes en Edward y pone las manos en sus caderas, dejando los brazos en forma de jarra—. Tu lista de fechorías va creciendo exponencialmente, Edward Anthony Cullen. Mi escritora favorita está aquí en Río. ¡En, Río! —exclama separando las silabas—. Inexplicablemente y por alguna intervención divina la conoces, y resulta que no compartes el secreto conmigo. Eres un muy, pero muy mal hermano… Además, me quedé sin practicar lo que decía en el libro con Jazz, justo habíamos contratado la niñera y…
—Mucha información, Alice.
Edward corta la conversación algo incómodo y yo, no puedo hacer más que morder mi labio y dar gracias a la semioscuridad que esconde como mis mejillas se han teñido de un intenso rubor, al recordar que él ya me ha cogido como mi sexy e imaginario Xánde.
—Aunque ahora entiendo a la perfección para que lo querías…—suelta descarada.
—Alice…
—Está bien, no diré nada más. Mejor me voy con Jasper a su aburrida reunión, que ya me debe extrañar. Un gusto conocerte, Isabella. Prométeme que no te iras de Río, sin que antes tengamos una cita los cuatro —dice en un tono casi de súplica y sus ojos brillan ilusionados por una respuesta positiva a la cual no sé por qué, no me puedo negar.
—Claro, será genial.
—¡Gracias! —Besa mis mejillas, las de Edward y nos abraza a los dos juntos con sus delgados brazos.
Cuando se separa de nosotros, su celular comienza a sonar.
—¡Mamá! —contesta llena de alegría y termina de despedirse de nosotros con la mano—. ¡Tu hijo se ha rehabilitado de las zorras plásticas y oxigenadas! —Y se va caminado entre la gente, con su etéreo andar de bailarina.
—¡Mierda! Aun viviendo en distintos continentes, parece que tienen un detector de chismes —Edward se queja enfurruñado.
Me giro en sus brazos, para abrazarlo por el cuello, alzo una ceja y le doy una mirada inquisidora.
—¿Rehabilitado de las zorras plásticas y oxigenadas? —pregunto divertida, agradeciendo mentalmente a Alice, al darme pie para poder seguir averiguando más cosas de mi chico de Ipanema.
—Te contaré…, vamos a la azotea.
.
.
Dos horas después, después de varias caipiriñas más…
—¡Es en serio! De verdad que era tímida…—intento convencerlo como por décima vez, evidentemente dada mis acciones de estos días, Edward no me cree.
—Entonces, ¿ni una maldad? ¿Ni siquiera una? —indaga acariciando mis piernas de arriba hacia abajo con las yema de sus dedos, al mismo tiempo que reparte húmedos besos por mi cuello, por el valle de mis senos y succiona el lóbulo de mi oreja.
Suspiro extasiada gracias a las atenciones que sus manos y su boca me regalan, estoy embriagada de la maravillosa cercanía, al estar sentada a horcajadas encima de él, posición nada decente para estar en público, pero que poco nos importa por culpa del alcohol que ha desinhibido nuestro juicio y porque además, nos permite sentir casi por completo su nuestra anatomía.
Aún estamos en la azotea, es una noche cálida, estrellada e iluminada por una inmensa luna llena. En la solana, además de nosotros, hay un par más de acaloradas parejas, que disfrutan de la agradable brisa y de los cómodos sillones que flanquean por completo, el perímetro de la cuadrada extensión. En el piso de abajo, las personas siguen dejando los pies en la pista de baile y en la calle, continúa el mar gente paseando el ritmo de las batucadas.
—Bueno, solo una —acepto rendida—, pero es una tontería y para mal de males, me la enseñó Jacob…—pronuncio su nombre haciendo una mueca de desagrado.
—No me importa, cuéntamela de todas maneras…—susurra en mis labios.
—Mmm… A ver…, por dónde empiezo para que entiendas… Supongo que en Inglaterra, no jugaban a eso en tu remilgado instituto.
—Y, ¿quién te dijo que era remilgado? —pregunta conteniendo su risa y me toma del trasero para acomodarme de tal forma que su sexo, hace contacto con el mío, por completo.
«¡Demonios! ¿Cómo quiere que recuerde el estúpido juego después de eso?», Edward, comienza a moverme de manera casi imperceptible, rozando con suavidad nuestras partes íntimas.
—¡Oh, vamos Edward! —Mis dedos se cuelan por entremedio de los botones de su camisa y juego con el leve vello de su pecho—. No hay que ser adivina para darse cuenta. Eres metódico, ordenado a nivel maniático, hablas con un acento educado y escribes con una letra que parece salida de un cuento de época. Si hasta me parece que te veo peinado con gel para poder contener tu rebelde cabello y vestido con un horrible pantalón a rayas, camisa de esmoquin, chaleco negro y sobre esto un negro chaqué, y por supuesto cómo olvidar la pajarita blanca —rio al ver su expresión, no me he equivocado.
—¡No te rías! —exclama aceptando que he dado en el clavo—. Lo peor de todo, era el espantoso gel —arruga la nariz con desagrado como si lo pudiese oler, haciéndolo ver adorable—. Desvías el tema, Swan.
—¡Está bien! Es el juego de las naranjitas, para el cual necesitas un lápiz Bic y cáscara de naranja —Edward frunce el ceño como diciendo «de qué diablos está hablando»—. Bueno, lo que haces es desarmar el lápiz y dejarlo hueco, después con el perforas la cáscara de naranja dos veces y luego, con la parte que contiene la tinta lo insertas en el canal, obviamente por la esquina que no ocupas para escribir y empujas la cáscara, provocando que la primera salga disparada por presión.
Ahora que lo pienso, nada tiene de entretenido, ¡es una soberana estupidez! ¿Por qué los adolescentes tienden a que ser tan tontos?
—Entiendo, pero no veo la maldad de todo eso.
—Bueno, imagina haciendo lo mismo, a varias personas a la vez, formando una guerra de cascaras de naranja que vuelan por el salón de clases, siendo el blanco el pelo de las chicas tímidas y la cara de los nerds. El piso del salón terminaba convertido en un charco.
—Más que divertido, me parece abusivo y asqueroso.
—Sí, la verdad es que lo era. Ni siquiera sé porque lo hacía, supongo porque me lo enseñó Jake y en ese minuto estaba tan ciega por él, que no veía que era un imbécil con los chicos más débiles. Me pregunto qué dirían de él, si supieran que Jake no es quién aparentaba ser y además, es poseedor de un vergonzoso maní.
—¿De verdad que lo tiene tan pequeño? He visto casos, pero eso que describes tú…—pregunta con un brillo fascinado en sus ojos, al tiempo que cierta parte de su cuerpo, palpita en mi sexo saludando impaciente.
—¡Lo juro! —Rio al recordar su patética verruga—. Era así…—le muestro con mi dedo pulgar y el índice, emulando el tamaño frente a sus ojos.
Una sonrisa, está a punto de escapar de sus labios.
—¡No! No, no, no…, espera…
—¿Qué?
—Es que además…—me suelto riendo como una loca—. ¡Era negro! ¡Torcido y peludo! ¡Parecía una selva!
—Pero Bella, convengamos que no es muy bello el aparato en cuestión. Además…
—¡No! ¡No, lo pienses! —Lo callo tapando su boca con una mano—. Tú, lo tienes hermoso…—froto mi intimidad sobre la de él, haciendo un poco de más presión, intentando ejemplificar mi punto.
«¡Las confecciones que soy capaz de hacer con alcohol!».
—¿Hermoso? —cuestiona pagado de sí mismo.
—Sí, bello, hermoso…, como tú…
Una preciosa sonrisa se dibuja en sus labios, acuna mi rostro con ambas manos y dice—: Eres tan especial…, eres única, Bella.
—¿Tanto como para no dejarme plantada en el altar? —pregunto cambiando totalmente de tema, quiero saber más.
—Tú, no eres Kate, Bella. Jamás, lo serás.
—Fuiste muy malo, ¿lo sabías? Eso, no se le hace a una dama —lo reprendo, pero la verdad es que estoy más que encantada, con el cuento de la novia plantada.
—¿Yo? —pregunta con falsa inocencia—. Créeme, se lo merecía. Kate es una mujer pérfida, plástica y fría, al parecer, solo la silicona llenaba su cerebro los últimos días de nuestro noviazgo. Solo me quería para que arreglara una y otra vez su sintético cuerpo. Hay días que aún me parece que puedo escuchar su gélida y estridente voz: «Eddie, de nuevo tienen que inyectarme bótox en la frente, no quiero que se me marquen líneas de expresión», «Eddie, otra vez quiero agrandarme las tetas», «Eddie, dejaste mi culo perfecto». —La imita con desagrado—. Como te digo era hueca y con el tiempo, se volvió aún más. De lo único que estaba enamorada Kate era de su reflejo frente al espejo y yo, ya no estaba dispuesto a casarme con la madrastra de Blanca Nieves. Aún, no entiendo en qué estado de locura le pedí matrimonio, aunque a veces me parece que se lo pidió ella sola.
Edward guarda silencio y me mira profundamente a los ojos por algunos segundos, deja escapar un largo suspiro, reanuda el tatuaje de húmedos besos por la extensión de mi cuello y habla con tranquilidad:
—A mis treinta y dos años, he aprendido que quiero otra cosa de la vida. Quiero una mujer real, que no se avergüence de la experiencia y el paso de los años, que quiera tener hijos sin miedo a que su piel, posiblemente se marque con estrías y que las arrugas que se formen en su hermoso rostro, las luzca con orgullo, porque se forjaron de todas las sonrisas que le provoqué yo —termina de decir, rozando mis pechos con sus labios por encima de mi vestido, y yo ya no sé si me he derretido por sus caricias o con el perfecto discurso, al que mi cerebro ha sucumbido.
«¡Ay, madre mía! ¡Qué tierno!», con esa declaración, ya estoy de candidata en primera fila, preparando los puños para ir a la pelea y gritando con las manos en alto: ¡Yo! ¡Yo! ¡Aquí, Miembro-Man! ¡Yo te doy un millón quinientos mil ochocientos hijos de forma voluntaria! Más, que voluntaria.
—Edward —suelto enternecida colando mis manos por su cabello e inevitablemente, suspiro como una tonta enamorada.
—Bella…—con su aterciopelada voz, acaricia cada sílaba de mi nombre y me besa envolviendo en una suave danza su lengua con la mía—. Mañana comienzan mis vacaciones…—susurra sobre mis labios— y quiero que vengas conmigo a Buzios…—con su mano izquierda acaricia mi mejilla a conciencia, como si quisiera grabar a fuego en su mente cada curva de mi rostro; la otra se mete por debajo de mi vestido, directo a colarse dentro de mis bragas.
Edward gruñe, al comprobar lo húmeda que estoy y un gemido ahogado escapa de mis labios, cuando sus dedos rozan suavemente mi intimidad.
—Ven conmigo… No sé qué me has hecho, pero me tienes loco mujer… —ronronea en mi oído, succionado el lóbulo de mi oreja, continuando con el ardiente y provocador juego, del cual no me siento capaz de escapar, yo también quiero mucho más de él—. Te deseo como jamás he deseado a nadie, necesito enterrarme en ti una y otra vez, reclamarte mía… ¿Vendrás?
¡Tramposo! ¿Cómo decir que no a este juego deliciosamente sucio?
—Sí —acepto, entregada a los licenciosos roces que me están llevando al límite de lo que puedo resistir, si sigue así, me voy a venir.
Mis manos desesperadas viajan a desabotonar su pantalón para liberar su erección, Edward me está volviendo loca, no me importa el lugar donde estamos, lo necesito ahora.
—Aquí no, pequeña —me detiene apresando mis muñecas con una de sus grandes manos—. Luego de esta mañana…del regalo que me hiciste… cuando te sentí realmente por primera vez…—sonríe y suspira, mirándome directo a los ojos—. En lo único que pienso, es que quiero tenerte en mi cama y adorarte como debí hacerlo en ese momento…
Mi chico de Ipanema da por terminada la conversación con un suave beso, nos pone de pie y con su resuelto caminar, nos guía entre la gente para sacarnos del local. Lo sigo como una autómata, porque la poderosa sentencia que ha hecho, ha cumplido su efecto.
«Adorarte como debí hacerlo…», ronda en mi cabeza, mientras sorteamos con nuestras manos entrelazadas a los festivos transeúntes, hasta que llegamos al Volvo y continúa haciendo eco en mi mente, mientras Edward conduce tatareando una linda canción.
De pronto me ataca un asfixiante fervor, que no puedo controlar y mucho menos describir, pero logra despejar mis pensamientos adormecidos por culpa del alcohol. ¿A qué se referirá con adorarte como debí hacerlo? No tengo la más mínima idea, solo sé de esa apabullante necesidad que él ha dejado en claro manifiesto, tiene por mí… La certeza de que un hombre por primera vez, clama por mí con sincera vehemencia, me atenaza el pecho y a la vez es una maravillosa sensación.
La aterciopelada voz de Edward suena calma, en contraste con el ansioso palpitar de mi corazón, que golpetea con violencia contra mi pecho, al no tener claridad de lo qué debo esperar.
Cierro mis ojos y perfectamente puedo evocar lo que pasó esta mañana, sus caricias dejaron marcas imborrables en mi memoria y en mi piel, al entregarnos sin ningún obstáculo que nos separara por primera vez. Nuestros cuerpos se estremecieron juntos como si fuésemos dos amantes enamorados e inexpertos, presos del frenesí y de una necesidad que iba mucho más allá del placer. Tan solo fueron unos minutos de candorosos besos y devotas caricias, de su penetrante mirada engarzada con la mía, minutos que me supieron a gloria…, antes que Edward regresara a su natural macho posesivo.
—Vas muy silenciosa… —apunta de pronto, toma mi mano, entrelaza nuestros dedos y deja un beso en el dorso—. No es necesario que vayamos a Buzios si no quieres…—agrega cuando llegamos a un semáforo en rojo—. Podemos quedaron en Río. Tal vez me he…
Volteo el rostro para mirar a mi chico de Ipanema, el condescendiente ofrecimiento ha logrado explotar mis diatribas mentales. Sonrío ante su generosidad y conmovida porque ha tomado mí quietud, como arrepentimiento. ¡Qué tierno!
—Shh… —lo callo con un pequeño beso y coqueta le rodeo el cuello con mis brazos, no aguanto la repentina inseguridad de este hombre que me tiene complemente hechizada—. Voy disfrutando de la música, claro que quiero ir… Sigue cantando para mí…
Edward me contempla por unos segundos con sus preciosas esmeraldas llenas intensidad, supongo que sopesando la veracidad de mi respuesta, así que vuelvo a besarlo y apoyo mi cabeza en su hombro dando por terminada la conversación.
Lo escucho suspirar con resignación, al tiempo besa mi frente y vuelve a la conducción. Mi mirada se pierde en el camino y mi cuerpo en su aroma y en su calor, el suave cantar del romántico Bossa Nova vuelve, mientras mis dedos juegan con el vello de su pecho, por entremedio de los botones de su camisa.
Al llegar a su casa no alcanzo a quitarme el cinturón de seguridad, cuando Edward ya ha abierto la puerta del copiloto, me toma en sus brazos de tal forma que mis piernas rodean sus caderas y me ataca a besos, voraces, como si quisiera extraer hasta el último gramo de aire de mis pulmones.
—No estoy tan ebria, Edward. Aún puedo caminar…—rio por su reacción, cuando me permite respirar.
—No aguantaba un minuto más sin tenerte cerca… —gruñe en mis labios subiendo los escalones del porche, abre la puerta de entrada, ingresamos a la casa y la cierra de un portazo con el pie.
Edward, rápidamente nos lleva escaleras arriba, atraviesa el largo pasillo a grandes zancadas y, en un abrir y cerrar de ojos, ya nos encontramos besándonos sobre su enorme y mullida cama. La molesta ropa desaparece con premura entre demandantes besos y necesitadas caricias. Finalmente la última prenda que nos impide estar completamente piel con piel, es despojada de mi cuerpo, con sus dos grandes manos tatuando un fogoso camino por toda la extensión de mis piernas.
Edward contempla mi cuerpo iluminado por la tenue luz de luna, que se cuela a través de la ventana, sus ojos ennegrecidos, febriles, colmados de esa posesividad que me vuelve loca. Abro mis piernas, como si ellos me estuviesen dando un orden silenciosa, una invitación abierta, que ya no hay cabida para más preámbulos, solo la implacable necesidad de apagar este incandescente fuego que nos consume por dentro.
Con movimientos lentos y felinos, Edward se acomoda entre mis piernas, como si no quisiera que soporte un gramo de su peso, apoya los codos a los lados de mis hombros y acaricia con dulzura mi mejilla derecha recorriendo suavemente las curvas de mi rostro, juega con mi cabello y besa mis labios comenzando a rozar suavemente su dura longitud contra mi intimidad.
—Me matas, mujer… Siempre estás tan húmeda… —ronronea en mis labios. Su miembro frota lenta y deliciosamente mi clítoris—. Esta noche no habrá juegos, pequeña. Solo tú y yo, entregándonos por completo… —dicho esto, besa por unos segundos mi frente y su miembro resbala por mis pliegues hasta posicionarse en mi entrada, donde comienza a embestir casi con la timidez de un inexperto.
Mis manos se aferran a su espalda y comienzo a perderme en aquel roce único, abrasador y delicioso, en el compás casi religioso de sus caderas contra las mías. Por cada ondulado movimiento es un beso, una dulce caricia y su penetrante mirada fundida en la mía.
Un brillo juvenil atraviesa por sus ojos y su rostro de ángel que contraído de placer me observa desde arriba con un atisbo de devoción, hace que una bella sensación estremezca mi corazón…
«¿Así de maravilloso se sentirá hacer el amor?».
De un rápido movimiento nos da vuelta, dejándome recostada contra su pecho, intento erguirme, pensando que Edward quiere que lo monte, pero él me lo impide rodeando mi cuerpo, en un férreo y amoroso abrazo para mantener nuestros torsos unidos.
—No… Quiero sentirte aquí…, conmigo…—ordena con la voz ronca y besa mis labios, sus grandes manos recorren mi espalda hasta prenderse de mis caderas, para asistir el ritmo profundo y lento de sus arremetidas.
Gimo sin pudor, apoyo mi frente en la suya y me dejo llevar por el delirio que me provoca el maravilloso vaivén que logra que me entregue a Edward con abandono, mientras las sensaciones gradualmente van creciendo, así como los jadeos, palabras ardientes y sin razón, así como también el ritmo de sus embestidas, que nos llevan a aquel camino sin retorno, donde sientes que el alma abandona tu cuerpo, para después regresar extasiada a la realidad. Realidad donde el hombre que me coge con la ternura de un amante enamorado, gruñe mi nombre una y otra vez, sin dejar de mirarme a los ojos cuando alcanza su clímax, segundos después del mío.
Manteniendo la unión de nuestros cuerpos, descanso mi cabeza en el hueco de su cuello, me embriago de su masculino y aroma, y dejo un casto beso en su angulosa quijada, intentando recuperar mi respiración y los furiosos latidos de mi corazón. Edward, quita con delicadeza los mechones de cabello que han caído en mi rostro y comienza a hacer relajantes círculos en mi espalda con la yema de sus dedos.
—Respira preciosa —susurra riendo, mientras yo perezosamente comienzo a jugar con el escaso vello de su pecho—. Estás exhausta pequeña, descansa…
Edward continua con los agradables roces en mi espalda, hasta que comienzo a caer en la inconsciencia, de lo último que me percato, es que él me separa con delicadeza de su cuerpo y me acuesta dentro de su cama, luego me atrae hacía él, deja mi cabeza apoyada en su pecho, me rodea con ambos brazos y vuelve a hacer figuras imaginarias en mi piel; caricias que terminan por llevarme a los brazos de Morfeo, rendida a la placentera sensación de su cuerpo desnudo entrelazado con el mío, su marmóreo pecho y suave algodón egipcio.
Como siempre espero que disfruten del capítulo, que tiene algunos cambios del original, porque hay una parte de este que jamás me gustó, la primera vez que lo escribí. Ahora quedé bastante conforme. Espero que ustedes también.
Les dejo besos y muchas gracias a mis hermosas que aun siguen por aquí...
Siempre es lindo saber lo que opinan y por supuesto darle la bienvenida a las nuevas que se animen a leer.
Se les quiere.
SOL
