ANIVERSARIO
Marinette estaba acostumbrada a hornear galletas o enrollar los croissants en medias lunas realmente adorables. Era más devota a la repostería que a la panadería o la bollería, pero en general disfrutaba metiendo las manos en la masa. Por un lado, era un trabajo metódico que hacía que su mente se olvidara de los problemas y las meteduras de pata. Conseguía que se centrara solo en lo que estaba haciendo. Por otro, sus padres le habían empezado a enseñar a decorar tartas y era un arte tan sumamente bello y divertido que le había terminado pillando el gusto. Era como diseñar, coser y tejer un vestido a partir de cremas, fondant y chocolate.
Enfrentarse a los hornos, las harinas y los temporizadores no le pillaba de nuevas. A lo que no estaba acostumbrada era a ponerse delante de los fogones sola. Nunca había cocinado sin la supervisión de alguien más, siempre era la ayudante de cocina. Pero no iba a rendirse. Aunque con todos aquellos ingredientes sobre la mesa y el reloj avanzando sin descanso era difícil no agobiarse.
—Recuerda lo que dice siempre mamá: concéntrate en lo que puedes hacer —se dijo Marinette a sí misma, inspirando hondo—. Y los problemas se irán solucionando uno a uno.
Marinette se puso el delantal rosa y abrió el saco de harina, que ante el repentino movimiento le escupió una tos polvorienta que Marinette se tuvo que apartar de los ojos con fastidio.
—¿Qué es lo que necesita más tiempo? —se preguntó, echando un vistazo rápida a las recetas que había impreso—. Las tartaletas tienen que cocinarse y enfriarse…
Preparó los boles, las varillas, las mangas pasteleras y las cucharas de medición con el mismo cuidado milimétrico de una cirujana que se prepara para la operación.
—Harina, agua, sal, huevos, leche, nata, azúcar, frambuesas—enumeró Marinette antes de abrir la nevera—. Y mantequilla, ¿dónde está la mantequilla? No puedo cocinar nada sin mantequilla —se quejó Marinette después de escudriñar la nevera y encontrarla escondida tras una bolsa con espinacas—. ¡Aquí! Creo que eso es todo.
Marinette pesó la mantequilla que necesitaba y la separó para que reblandeciera. Cogió la harina y la pesó antes de tamizarla con cuidado.
—Como las tartaletas tengan grumos me desheredan fijo —susurró, dándole golpecitos suaves al colador.
Añadió la mantequilla, un huevo, una cucharada de agua y una pizca de sal e hizo lo que había aprendido a hacer incluso antes de ser capaz de caminar. Empezó a amasar. Con brío y tarareando una canción que se acababa de inventar, consiguiendo que los ingredientes se integraran unos con otros y se formara una masa de un bonito color pálido. Apenas acababa de empezar, pero ya estaba llena de harina, el lapsus del saco había tenido parte de culpa, aunque eso no era algo que le preocupara. Marinette enharinó el mostrador y sacó la masa del molde para poder estirarla en la superficie fría. Cogió el rodillo de flores que su padre le había regalado. Tenía dos ejes, de manera que no tenía que dejarse las muñecas para hacerlo girar, solo empujar. Así estuvo, atareada hasta que consiguió una lámina fina y del mismo grosor.
Cogió un aro de metal para crear varios discos que serían las bases de las tartaletas. Quizás estaba haciendo mucho, pero prefería pasarse y tener tartaletas de emergencia a servir un desastre. Luego usó el aro para hacer tiras en la masa que servirían como el contorno de las tartaletas. Hizo varias y las encajó con los discos.
—Están quedando tan bonitas —canturreó Marinette, contenta—. Mis preciosas tartaletitas…
Cuando las tuvo todas, las metió en la nevera y puso el temporizador.
—Bien, veinte minutos. ¿Y qué hago en veinte minutos? —se preguntó, volviendo a las recetas—. Tengo que poner a precalentar el horno ahora o me olvidaré, y qué más… Supongo que es el turno de la crema, mi gran enemiga, pero no te creas que hoy me vas a ganar.
Marinette echó la leche y la nata en un caldero pequeño, con cuidado de no derramar nada. Removió bien la mezcla y la dejó a fuego bajo, sin quitarle la vista de encima. Marinette tenía el superpoder de quemar la leche siempre que se despistaba, así que tenía que estar vigilante.
Batió los huevos y el azúcar en un bol con movimientos rápidos y circulares. Removió de nuevo la leche en el caldero con unas varillas antes de proceder a cortar las vainas de vainilla. Las abrió en vertical de manera que todo el interior oscuro y oloroso quedó expuesto y pudo extraer con un cubierto lo que a sus ojos parecía arena húmeda para luego añadirla a los huevos. Echó la maicena y regresó la mirada al caldero. Estaba caliente, justo en su punto. Probó una cucharada. No sabía a quemado.
—¡Te he ganado, traidora! Nada de sabores charramusquiados hoy.
Con cuidado, volcó la leche caliente en el bol para integrarlo todo antes de devolver el contenido al caldero. Esperó a que hirviera con la mirada de un halcón. En el momento en que empezó a burbujear apagó el fuego y apartó el caldero. Probó la mezcla de nuevo, sabía bien y Marinette realizó una respiración profunda, aliviada.
El timbre del temporizador sonó y Marinette dio un brinco en el sitio. Le añadió diez minutos y entonces fue a sacar las tartaletas de la nevera. Las pinchó con un tenedor y puso garbanzos dentro de cada una para que no se inflaran y quedaran crujientes. Las metió en el horno y aprovechó ese tiempo para poner en orden la cocina antes de lanzarse a por la siguiente ronda.
Un minuto esperando a que algo hierva puede hacerse eterno, mientras que diez minutos limpiando pueden ser tan efímeros como un pestañeo. El timbre del temporizador sonó antes de lo que esperaba. Añadió la mantequilla a la mezcla en el caldero y removió hasta que se fundió bien. La dejó enfriar y corrió hasta el horno para sacar las tartaletas, que estaban doradas, crujientes y olían estupendamente. Con un suspiro de alivio, las dejó a un lado para que se enfriaran y se preparó para cocinar la quiche.
Por suerte, era una receta mucho más simple que la de las tartaletas. O tenía las quiches más dominadas, también era posible.
En otro bol tamizó la harina e hizo un hueco en el centro donde dejó caer el huevo. Podría hacer esa parte con las varillas, pero Marinette prefirió ensuciarse las manos. Sus padres le habían enseñado así y para ella era un disfrute sentir los ingredientes en los dedos. La forma en que cambiaban y se transformaban en otra cosa bajo su toque. Añadió agua y sal y volvió a amasar, sin perder el ritmo. Entonces añadió la mantequilla y removió todo hasta conseguir una masa de un bonito color yema. La metió en la nevera y la dejó enfriándose antes de volver con las tartaletas.
—Bien, amigas, es hora de la batalla final —prometió Marinette, poniendo los brazos en jarras—. O vosotras o yo.
Marinette inspeccionó la crema y decidió batirla de nuevo antes de meterla en una manga pastelera que ya tenía dispuesta dentro de un vaso grande de cristal. Con cuidado y pulso, relleno las tartaletas una a una. Observó satisfecha el brillo impecable de la crema antes de meter la bandeja en el horno.
—Cuarenta minutos deberían bastar —Marinette echó un vistazo rápido al reloj, que no al temporizador, y estuvo a punto de dar un brinco—. ¡Ay, no! ¡Tengo que darme prisa.
—¡Marinette, ya hemos cerrado! —exclamó Sabine mientras se secaba las manos—. ¿¡Qué te apetece de cenar!?
No hubo respuesta. Tom y Sabine cruzaron miradas .
—Estará en su cuarto —sugirió Tom—. Seguro que tiene la trampilla cerrada.
Sabine suspiró, intranquila. Su hija llevaba un tiempo distante y, aunque Sabine quería pensar que se debía a que estaba entrando en una fase rocambolesca de la adolescencia, eso no hacía que se preocupara menos. Y sabía que Tom, que siempre había visto a Marinette como su niñita, su princesita, lo estaba pasando aún peor que ella. Tom le tendió la mano y ella la tomó, en un gesto cálido. Cada vez que se sentían preparados como padres, ocurría algo que les hacía perder completamente el equilibrio.
—Vayamos a buscarla —le sugirió Tom, apretando el agarre de sus manos con cariño.
Salieron de la panadería y subieron las escaleras que daban a su hogar. Les pareció escuchar la música tranquila de un piano y se miraron, confusos.
—¿Marinette? —la llamó Tom.
Sabine abrió la puerta que daba a la casa y se vio envuelta por el perfume rico de las especias, las verduras calientes y la fruta. La habitación tenía las luces apagadas, pero aún así podía verse a la perfección la mesa del comedor bellamente decorada gracias a las velas. Y ante ellos estaba Marinette, con su precioso vestido de camarera recién planchado.
—Bienvenidos a Le Petit Dupain-Cheng —los saludó Marinette, extendiéndoles el brazo hacia la mesa—. Su reserva está lista.
—Pero, Marinette… —suspiró Sabine, fascinada—. ¿Y esto?
—A lo mejor ustedes se han olvidado de su aniversario, pero yo no —le contestó Marinette con un guiño divertido—. Este es mi regalo.
—Mi preciosa Marinette—susurró Tom antes de estrecharla entre sus brazos.
Aunque ligeramente aplastada por el fuerte y entusiasta abrazo de Tom, Marinette rio divertida. Sus padres casi nunca se acordaban de su aniversario si caía entre semana. La rutina de llevar la panadería era demasiado abrumadora y se olvidaban de cualquier cumpleaños, boda o aniversario que no estuviera escrito en el calendario de trabajo. Y, si estaba en su mano, Marinette no quería que eso les pasara nunca más.
—Papá, bájame, que me estropeas la sorpresa.
—Oh, sí, perdona —se disculpó Tom, devolviéndola al suelo.
Marinette recompuso su vestido y carraspeó, arrancándole una carcajada elegante a Sabine.
—Ahora, si me permiten —les pidió, haciéndoles un elocuente gesto hacia la mesa.
Había dos juegos de cubertería y de copas preparados, unas servilletas de tela dobladas en forma de corazón, y un romántico set de velas.
—Pero, ¿y tus cubiertos, Marinette? —pregunto Sabine.
—Yo ya he cenado —aseguró Marinette—, mi trabajo ahora es servirles.
—Pero Marinette… —se quejó Tom.
—¡Chst! —lo chistó Marinette—. Es mi regalo.
Tom y Sabine compartieron una mirada dulce y enternecida antes de hacerle un gesto aprobatorio a Marinette. Con una sonrisa radiante, Marinette les acercó una vianda.
—Les presento el entrante. Tostas de pan de arroz servidas con una guarnición de aguacate, queso crema, nueces y miel.
Las tostadas de pan eran redondas y pequeñas, perfectas para comer de un bocado. Pero Tom las examinó con ojo analítico.
—¿En qué momento te escondiste a hacer pan, traviesa?
Marinette se rio.
—No lo hice yo, es un regalo del abuelo.
Si Marinette hubiera dicho que había ido a China a buscar el pan probablemente se hubieran sorprendido menos.
—¿Mi padre? —preguntó Tom, confuso.
—Sí, mi abuelo —contestó Marinette—. Es su regalo por vuestro aniversario.
Todos en la habitación sabían que el regalo no era el pan. Era la ofrenda de paz que un hombre tan terco y cascarrabias como el abuelo Dupain había decidido ofrecer.
—¿Pero cómo has…? ¿Cómo es posible…?
Tom no encontraba las palabras por mucho que lo intentaba. Contemplaba a su hija y a aquel pan con los ojos tan abiertos que parecía que iban a salírsele de las cuencas.
—Eres increíble, Marinette —la felicitó Sabine antes de dar un bocado.
Eso logró sacar a Tom de su trance.
—Sí, sí que lo eres.
Acompañados de la música armoniosa de la sonata #15, Marinette les sirvió educadamente la ensalada de peras y avellanas, la quiche de espiral de calabacín y queso ricota, y las tartaletas de flan parisien con frambuesas.
Cuando los platos estuvieron limpios, sin apenas una miga dejada atrás como desperdicio, Tom exhaló un suspiro satisfecho.
—Como sigas así, vas a heredar la panadería —le prometió Tom, sonsacándoles carcajadas a Sabine y Marinette—. La masa de la quiche estaba en su punto, con esa textura quebradiza tan fantástica. Y las tartaletas estaban doradas y crujientes, ha sido un gusto comerlas.
—Tengo que felicitarte, Marinette, ha sido una velada fantástica.
Sabine tenía las mejillas sonrojadas de la felicidad y el buen comer y Marinette estuvo a punto de llorar de la alegría. Se sentía muy satisfecha con el regalo y muy orgullosa de su trabajo. Ver las caras de sus padres, tan repletas de candor y amor le recordaron que el mundo no era tan tenebroso como a veces le parecía.
—Pienso vengarme en tu próximo cumpleaños, te lo advierto —le prometió Tom.
Marinette volvió a reír, pero al ver cómo Tom hacía el amago de ponerse en pie le ordenó rápidamente que se sentase.
—Aún no he terminado —se quejó Marinette haciendo un mohín.
—¿Hay más? —preguntó Tom.
—Marinette, cariño, me encanta el gesto, pero si como algo más no habrá quien me levante de la silla.
—Ustedes solo… Esperen aquí un momento.
Marinette regresó al mostrador de la cocina. Sabine y Tom la observaron con curiosidad mientras la escuchaban trastear. Al final, Marinette se les acercó con una vianda bien sujeta entre las dos manos. Ya había estado a punto de liarla con la quiche al intentar llevarla en una sola mano como los camareros profesionales.
—¿Marinette?
—¿Quién te ha vendido esto? —preguntó Tom, confundido, tomando la botella entre sus manos.
—Se trata de un vino blanco de moscatel del viñedo Villa di Alba, cosecha de 2015—. Explicó Marinette mientras servía un pequeño plato de fresas frescas cubiertas de chocolate negro—. Regalo de la abuela Gina.
—¿Mi madre? —preguntó Tom, confundido—. No, espera, sí es un regalo que me esperaría de ella.
—¿Pero lo compró en Italia? —preguntó Sabine—, hace más de medio año que fue de viaje al país.
—Sabía que no os acordarías de que día es hoy, así que lo hablé con la abuela para organizaros algo bonito. Y ahora, si me disculpan —dijo Marinette, tomando la botella cuidadosamente de manos de su padre—. Tengo un vino que servir.
Marinette, ya con el pijama y más cansada de lo que había estado nunca se estiró en la cama como una estrella. Su espalda se lamentó con un crujido al verse arropada por la suavidad acolchada de la cama. Pero Marinette estaba feliz, estaba pletórica. Después de servir el vino, había dejado a sus padres a solas para que compartieran el momento y no se dieran cuenta de que estaba a punto de quedarse dormida de pie. Pero ver sus caras de felicidad y gozo ante aquella sorpresa había merecido la pena todo el esfuerzo. Marinette se durmió feliz, orgullosa y tranquila, envuelta en un mundo que parecía mucho más cálido que el de ayer.
Viernes, 4 de marzo de 2022
¡Hola a todos, lindas flores!
La escena de Marinette liándola en la cocina iba a ser bastante más larga, pero al final preferí centrarme en las tartaletas y parte de la quiche porque son los temas que Tom y Sabine más manejan y por los que Marinette se sentiría más nerviosa al escuchar su opinión. Más allá de la comida, ha sido un capítulo muy dulce de escribir. Que también me generó un hambre de mil demonios, pero eso no viene al caso jajajajaja.
En fin, si alguien tiene curiosidad por las recetas, que me escriba por Twitter y yo se las comparto. No voy a ser la única que pase hambre aquí ajajajajjaa.
Con esto y un bizcocho, nos leemos mañana!
