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(Día 4. Cuello)
4. Cómo una descarga eléctrica.
Existir no era sencillo. Al menos no para él.
Habían pasado apenas tres días desde la crisis sensorial.
Y desde que había besado a Lance en medio de la oscuridad de su cuarto.
Y tres días desde que no era capaz de hablarle a su amigo.
No era que no hubiera deseado hacerlo. Realmente lo había deseado y lo había disfrutado muchísimo, pero no encontraba la forma de hablar sobre lo que había pasado.
Porque ni siquiera él mismo sabía que había pasado.
Normalmente sabía controlarse muy bien, pero se le estaba escapando de las manos totalmente. El aroma de Lance, su energía vibrante que le recordaba la fuerza del cielo, lo atraían como si de un imán se tratara. Su autocontrol estaba traicionándolo y se sentía impotente ante la fuerza de sus deseos.
Y no sé trataba sólo de Lance, cómo había sido por los últimos años, sino también de Pidge.
Katie y su aroma a cítricos y lluvia matutina, con su potente y avasallante energía que recordaba una poderosa tormenta tropical en su punto más fuerte.
Estaba sentado a menos de un metro de ella, en el lugar de siempre en la clase de programación, y sentía cómo la atracción tiraba de él y se volvía cada vez más urgente aunque fuera, un mínimo roce o una ligera caricia pero lo necesitaba. Pero sabía que, de obtener ese roce tan deseado, no sería capaz de controlarse y terminaría haciendo alguna de las cosas que había jurado no hacer nunca.
Y es que, desde el día del viaje en grupo al Galaxy Garrison, sus sentidos estaban muchísimo más sensibles de lo usual. Y eso era bastante decir para él.
Desde donde estaba sentado en ese momento era capaz de ver el perfil de Pidge y, más específicamente, su cuello. Allí donde el olor se concentraba con más fuerza, allí donde la glándula del aroma producía esa exquisita combinación de cítricos y lluvia que caracterizaba a la chica.
No era capaz de prestar atención a nada más en ese momento y era por eso que se mordía el labio y el interior de la mejilla constantemente, buscando una manera de distraer su mente de sus deleznables deseos de alfa.
El sabor metálico de su sangre inundó sus papilas gustativas, pero eso no calmó la ansiedad y desesperación que toda esa marea de sensaciones le causaba.
Y es que, admitir lo atraído que se sentía por cualquiera de los dos, ya fuera por Lance o por Pidge, no era algo que él estuviera dispuesto a hacer. Aceptar lo que estaba sintiendo era abrir una puerta al pasado que prefería mantener cerrada.
El toque fantasmal de una mano en su hombro lo trajo de vuelta a la realidad. Al levantar la vista, Pidge estaba de pie frente a él con una mueca de preocupación en su rostro. No conseguía entender porqué, pero eso le provocó un hueco en el estómago.
— Perdona... ¿qué decías? — preguntó ligeramente aturdido cuándo se dio cuenta de que ella le había estado hablando y él no había escuchado nada. La clase había terminado y sólo quedaban en el aula ellos dos. No se había dado cuenta del momento en el que todos se habían ido.
— ¿Estás bien? Te ves algo... ¿enfermo? — el rostro de Pidge hizo una mueca extraña que él no supo interpretar. Evadió la mirada de la chica mientras guardaba su carpeta en la mochila que llevaba consigo.
— Estoy bien, no te preocupes.
— ¿Seguro? No te ves bien— ella siguió hablando mientras él se levantaba y salía del aula a toda prisa. Estar cerca de ella no ayudaba a su receptividad. Seguía mordiendo el interior de su mejilla, pero ya tenía prácticamente toda la piel del interior de su boca lastimada y los deseos no desaparecían de su mente.
— ¡Hey! ¡Keith, espérame! — él había comenzado a caminar a toda prisa hacia el área de cafeterías del campus y no se dio cuenta de que ella le seguía el paso de cerca hasta que la escuchó llamarlo con voz irritada. Detuvo su marcha con un poco de impaciencia y Pidge paró en seco junto a él. Sabía que lucía molesto porque se sentía molesto, aunque no con ella; que su aroma debía estar destilando toda la agresividad que sentía acumulada en su interior y que ella debía percibirlo. Pero eso no la amedrentó ni un poco, plantándose firmemente junto a él, bien derecha como hacía cuando quería compensar su estatura, con la barbilla en alto y la mirada desafiante. Una postura poco propia de una omega y que podía resultar peligrosa, por su percepción de altanería, en un ambiente lleno de alfas.
Esa actitud altanera de Pidge, que ya habría sacado de sus cabales a más de un alfa, era algo que a él lo fascinaba. No importaba cuán abrumado se sintiera, verla desenvolverse con tanta confianza le devolvía la calma.
Tomó un respiro profundo, buscando centrarse nuevamente. Aún con lo agobiado que se encontraba, no quería comportarse con nadie cómo lo hacían los demás alfas. Y mucho menos con ella.
— Perdona, estaba un poco...
— ¿Hambriento? — sugirió ella con una leve risa, haciéndolo sonreír un poco también, y reanudó la marcha hacia la zona de cafeterías con total naturalidad —. No te preocupes, también me pongo de malas cuándo tengo hambre. Es frustrante.
— Cierto. Pero no es excusa para ser grosero, lo siento. ¿Me ibas a decir algo?
— Sí. Te preguntaba a qué hora puedo ir a tu casa.
— ¿Cómo? — volvió a detenerse, confundido y un tanto nervioso.
— Sí...— respondió ella, con un tono ligeramente condescendiente —. Me habías dicho que querías que checara el código en el que trabajabas y acordamos que sería hoy.
— Cierto, cierto... Lo siento, no lo recordaba.
— O si prefieres, lo dejamos para otro día... — comentó ella, mirándolo de una forma que él no supo interpretar.
— No, no. Hoy está bien. ¿Te parece a las cinco?
— ¿Seguro?
— S-sí...
— Bueno. Entonces, te veré a las cinco. Nos vemos, Keith.
Ella se alejó despidiéndose con la mano y dejándolo a él preguntándose por qué carajos no había pospuesto esa reunión.
Quería pasar tiempo con ella, eso era definitivo. Pero no podía exponerla de esa manera cuando estaba tan voluble. Había sido algo totalmente irresponsable e inmaduro.
Apretó los puños con frustración y se alejó de allí de vuelta a su departamento prometiéndose que, apenas llegar, enviaría un mensaje a la omega pidiéndole que cancelaran los planes de esa tarde. Inventaría alguna excusa o un imprevisto.
No lo hizo.
Cinco minutos antes de las cinco el timbre del departamento sonó y él supo, por la energía que sintió en la puerta, que era ella.
— Traje un poco de vino, porque esto seguramente tomará un rato — dijo a manera de saludo, entrando en la sala con total confianza —. Y algunas botanas. ¿Cuántas líneas de código me dijiste que eran?
— Veintitrés mil doscientas noventa y ocho...
— Sip... Eso tomará un rato.
— ¿Y si sabes tomar? — Keith estaba genuinamente sorprendido, incluso al ver la mirada ofendida de Pidge ante la pregunta.
— Por supuesto que sí. ¿Qué estudiante universitario que se precie cómo tal no sabe tomar?
Mientras conversaban, ambos se habían movido a la cocina y comenzado a preparar sus botanas, cómo si eso fuera algo que hicieran todos los días desde hace años. Sin necesidad de preguntar nada o ponerse de acuerdo verbalmente, se movían con total sincronía. Mientras uno abría el refrigerador, el otro sacaba unos tazones de la alacena; mientras uno picaba un poco de carnes frías, el otro metía una bolsa de palomitas en el microondas.
— Perdona.
— Que mi edad no te engañe, amigo mío — le dijo ella, burlona —, no soy una blanca palomita cómo hago creer a todos.
— Entonces ¿por qué el apodo?
— ¿El qué? ¿Pidge?
— Ajá...
— Es una vieja historia familiar. Involucra una navidad, un telescopio nuevo y una pequeña yo que no quería bajar del techo de la casa a ninguna hora — se rió, entusiasmada por el recuerdo —. Mi hermano comenzó a decir que parecía una paloma obstinada, todo el día en la azotea de mi casa. Y, eventualmente, todos comenzaron a llamarme Pidge.
— Ahhh... ¡Eso tiene más sentido que lo que yo pensaba! — la voz alegre de Lance irrumpió en el sitio, aunque ambos ya se habían dado cuenta de que él chico había llegado al departamento —. Hola, chicos.
— Hola, Lance.
— ¿Y tú qué habías pensado? — preguntó Pidge, mirándolo con una mueca sarcástica.
— Por enana — respondió el cubano encogiéndose de hombros mientras sacaba una bolsita de botana "saludable" de una de las alacenas. Pidge hizo una mueca de disgusto, cómo cada que alguien hacía algún comentario respecto a su estatura pero, si Lance la vió, ni siquiera se inmutó — ¿Qué van a hacer?
— Revisaremos mi código — respondió Keith, mientras terminaban de reunir la comida.
— Averiguaré qué punto y coma puso fuera de lugar este hombre — la diversión de Pidge era evidente en cada una de sus palabras.
— Suena más interesante que mi tarea de Didáctica.
Seguían hablando mientras recorrían el corto espacio entre la cocina y la habitación de Keith, quién se las arregló para abrir la puerta aún con las manos ocupadas como las tenía.
Los tres entraron en el cuarto. Keith encendió la luz blanca y dejaron la comida en la cómoda junto al escritorio. Lance se dejó caer en la cama con su habitual confianza, mientras tanto Keith encendía la computadora.
En eso andaba cuándo un aroma a limón ácido y a pimienta picante inundó sus fosas nasales. Se sintió tenso, pues los aromas parecían pelearse entre sí. Lance estaba tumbado de espaldas en su cama mirando hacia la computadora con desinterés mientras mordisqueaba una imitación de papita hecha de algún vegetal. Pidge se había sentado en su silla, a poco menos de un metro de él y se balanceaba de un lado a otro esperando a que la computadora encendiera. ¿Cómo podían estar tan tranquilos mientras sus respectivos aromas libraban una batalla sensorial?
Intentó distraer su mente de la sensación burbujeante que se asentó en su estómago y del hecho de que había empezado a salivar por el estímulo olfativo. Buscó la carpeta en la que tenía su trabajo de los últimos meses y la abrió.
— Listo, aquí está — le dijo a Pidge, haciéndose hacia atrás para dejarla frente al monitor. Se sentó en la cama, justo detrás de ella y sintió como Lance se reacomodaba para quedar recostado sobre su barriga y echar un vistazo a la computadora desde allí.
Pidge, aún sentada en la silla, levantó los brazos y se estiró todo lo que su delgado cuerpo le permitía. Al hacerlo, su delicioso aroma a cítricos y lluvia matutina inundó la habitación, dejándolo un poco mareado.
— Muy bien. ¡Hagamos esto! — exclamó al dejar caer sus manos sobre la mesa, antes de comenzar a teclear a toda prisa.
El resto de la tarde transcurrió entre bromas, risas y alguna que otra conversación técnica sobre los detalles que Pidge corregía del código.
Al cabo de un rato, Lance decidió que era momento de hacer su propia tarea y fue a su cuarto sólo para volver con su carpeta y el libro sobre el que estaban trabajando en su clase. Se volvió a acomodar en la cama del mayor y comenzó a resaltar partes del libro mientras seguía la conversación de Keith y Pidge respecto al código y las cosas cotidianas que les ocurrían a los tres.
Luego de un rato, la calma lo invadió casi por completo, haciéndolo sentir cómodo en esa situación tan inusual para él. El aroma de los dos intrusos en su habitación se mantenía palpable en el ambiente, haciéndolo sentir ligeramente ansioso. Pero sus energías se fundían en el aire de una manera casi natural haciéndolo sentir cómo una descarga eléctrica y, aunque era intenso y un tanto abrumador, al mismo tiempo se sentía bien. Lo hacían sentir reconfortado en la calidez de su cercanía.
Pidge se fue un poco tarde, por lo que la acompañó hasta la mitad del camino para estar seguro de que ella estaría bien.
Cuándo regresó, pensó en hablar con Lance quien preparaba alguna bebida latina en la cocina mientras tarareaba alguna canción con sus audífonos sobre los oídos. Sin embargo prefirió encerrarse en su cuarto porque seguía sin encontrar la forma de hablar de lo que había sucedido entre ambos.
Fue recostado en su cama, en medio de la habitación tenuemente iluminada por sus luces LED en un color rojizo, que se permitió por fin abrir la puerta a aquellos pensamientos que evadía constantemente.
Sabía que lo que estaba sintiendo era algo natural en su condición alfa, que era la forma en que su cuerpo le exigía satisfacer las necesidades sensuales que llevaba evadiendo desde la adolescencia. Su cuarto aún estaba inundado del aroma combinado de cítricos, lluvia, especias y agua salada, haciéndolo sentir cómodo. Y era esa misma comodidad la que lo asustaba.
Sacó de la cómoda junto a su cama el cuchillo conmemorativo que su madre recibió por su servicio años atrás, preguntándose qué le aconsejaría ella. Aunque podía imaginar que diría, no la recordaba lo suficiente para saberlo. Ella era un manchón borroso en sus recuerdos de infancia y, a esa altura de su vida, sólo le quedaban algunos recuerdos sensoriales cómo su tacto amable y su aroma a maderas recién pulidas e incienso.
"Deja de pretender que esos sentimientos están bien, sólo buscas una manera de justificar tu naturaleza despreciable" le gruñó la voz molesta de su cabeza. Esa misma voz que lo había acompañado desde que su padre muriera en un incendio, dejándolo sólo por varios meses hasta que le habían otorgado su custodia a Shiro. Los mismos pensamientos de los que no hablaba con absolutamente nadie, ni siquiera con su hermano mayor.
Históricamente, los alfa y los omega nunca habían sido muy apreciados por los beta. Antes de que se aceptara socialmente la clasificación de las tres castas había existido una época en la que se les obligaba a encajar en el comportamiento beta y abandonar sus instintos básicos cómo alfas y omegas. Incluso, hacía poco más de 150 años, había existido una época en la que la sociedad negaba su existencia y muy comúnmente, los padres de algún bebé alfa u omega, consentían la realización de procedimientos quirúrgicos en los que les extirpaban parte de sus órganos sexuales para volverlos "normales"
En la mayor parte del mundo, eso había acabado años atrás cuándo la OMS y otros organismos médicos y sociales habían avalado la existencia de los alfas y omegas desde los inicios de la humanidad y habían establecido tratados que protegían los derechos de los mismos.
Sin embargo, aún existían grupos de "puristas humanos" que argumentaban cosas cómo que la existencia de los alfas y omegas era un retroceso evolutivo para los humanos, entre otras cosas. En esa época no era un discurso realmente popular, pero las personas que lo profesaban podían llegar a ser bastante violentas. Él lo sabía perfectamente.
La ansiedad comenzó a abrirse paso en su cuerpo, cómo cada vez que evocaba esos recuerdos. Esa era la razón por la que los evitaba.
Una parte de él creía que su naturaleza alfa representaba un peligro para las personas a su alrededor y que seguir sus deseos naturales como alfa era despreciable. Y, aunque sabía que nada de eso tenía por qué ser cierto, no dejaba de sentirse de esa manera. Era por eso que, ahora que estaba sintiendo todos esos deseos con la fuerza natural que tenían, ahora que deseaba con su ser entero tocar, besar, hundirse en el viaje sensorial que la energía vibrante de Lance o el delicioso aroma de Pidge ofrecían, también sentía una urgente necesidad de alejarse de ellos antes de ceder ante sus instintos y convertirse en la criatura despreciable que evitaba ser.
"Lo eres, lo sabes" le gruñó aquella voz en su cabeza.
Se reacomodó en la cama, cansado de esa pelea interna y de la manera en que se veía a si mismo. Aferró contra su pecho el cuchillo de su madre en busca de consuelo. A veces deseaba que ella siguiera con vida para poder expresarle todos sus miedos y sentimientos, pero aquello no era posible.
El cansancio comenzó a hacerse presente con fuerza adormeciéndolo de poco en poco, mientras algunos pensamientos non gratos seguían desfilando por su mente de manera aleatoria cuándo la voz de su madre asaltó su pensamiento repentinamente, sólo un instante antes de caer rendido en el sueño profundo.
"Sentir nunca será malo, cachorrito. Siente siempre tan fuerte cómo lo haces y nunca los ocultes, son lo que te hace maravilloso"
