Artemisa no estaba sola.
A varios metros de distancia, una delgada figura que vestía una armadura cubriéndole el torso, resaltaba sus vestiduras pálidas, que revoloteaban salvajemente con el viento, sostenía con un aire soberbio un báculo plateado, Paul sabía que su mirada se encontraba clavada sobre él, desde que ella lo había encarado, en su falacia como de mensajera.
Tornando su mirada de vuelta hacia Artemisa, se mantenía alerta a los ligeros y aparentemente inofensivos movimientos de la diosa, observando también en las blancas y elegantes flores de la corona, que en un sinuoso movimiento, movió sus delegados dedos, provocando un deslizamiento suave sobre sus delicadas vestiduras, quedando en un delicado impacto, inertes en el suelo, levantando discretamente un poco de polvo.
Inmediatamente debajo de sus pies, el polvo del suelo comenzó ser recubierta gradualmente por una sólida y lisa superficie.
La superficie nacarada, reflejaba las nubes negras que iban dispersando, dejando libre, el nítido reflejo del cielo azul; que junto con el sinestro cosmos de Hades, desaparecía sin dejar rastro, avanzando sin dejar ni un solo centímetro sin cubrir.
De reojo, Paul podían mirar la expansión desenfrenada del peculiar cuarzo, tocando las masas de roca sin obstáculo alguno, formando columnas con una estructura perfectamente cilíndrica, manteniéndolos a ambos encerrados en lo que parecía ser un oscuro y poco confiable vacío, donde parecía que únicamente las columnas nacaradas sostenían la bóveda celeste. El vacío entre ellos, cubierto por un oscuro abismo que presumía no tener una base sólida y sólo era llenado con una abismal e infinita oscuridad, la cual, opacaba el débil reflejo nacarado del cielo azul.
La mirada del caballero dorado se mantenía en su rostro, vigilando con cautela los tranquilos movimientos de la diosa.
—Sabia que no accedería a mi petición —Rompió el silencio en ése espacio lleno de vacío y un tono indescifrable, cesó sus pasos manteniendo sus manos quietas a sus costados.
—Mi deber está aquí —Contestó sin parpadear, enderezando aún más su postura.
Una ligera sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de la diosa, entrecerrando sus ojos.
—Tu deber caballero, es pagar por tu pecado —Artemisa borró su sonrisa observándolo detenidamente con una mirada perdida, cómo si hablara para sí misma—. Veo que en realidad, los humanos son criaturas en las que no puedes confiar, y aún así Athena les confía su vida ciegamente.
Paul frunció el entrecejo, sin hacer ningún ruido. De repente, pudo notar cómo su mirada se deslizaba recorriendo su cuerpo desde de las puntas de sus pies hasta cada cabello en su cabeza.
Poco después, Artemisa desvío la mirada de sus evidentes heridas, mostrando algo más que una clara indiferencia.
—Intenté entender a Athena —Siguió hablando, mientras agachaba ligeramente la mirada, para volver a subirla y fijarla en sus ojos—. Quería saber porque siempre ha defendido a una raza tan traicionera, si eso significaba ir en contra de los demás dioses… incluso, si significaba arriesgar su vida inútilmente.
—Estamos para protegerla… incluso a costa de nuestra propia vida.
—¿Protegerla? En realidad no lo entiendes —Suspiró ligeramente agachando ligeramente la cabeza hacia el vistoso piso—. ¿Cómo algo tan corrompido y desleal, cree tener el privilegio de proteger a algo tan poderoso y puro cómo lo es un dios? Desde la era del mito cientos de humanos han dicho las mismas palabras, murieron para después llegarán otros humanos que tomaron su lugar, repitiéndose las mismas palabras, una y otra vez, mientras alimentaban sus podridas almas de arrogancia. Un puñado de humanos nace, mientras otro puñado muere… y casi de inmediato, nacen otros que remplazan y repiten ese decadente ciclo… Sin embargo, si un dios siquiera llegara a desaparecer, quedaría un vacío que nada ni nadie podría ocupar su lugar, el universo mismo perdería su equilibrio sin nada que pueda solucionarlo; por eso intentar hacer algo en contra de los dioses es un pecado imperdonable.
—¿Por esa razón entraste al Santuario desde el principio?
—... Solamente tenía que vivir tranquilamente entre ustedes, y de alguna manera abogar por Athena… —Artemisa clavó su mirada en él, imitando el hielo en su rostro—.Tú me trajiste al Santuario, para después pretender encerrarme en los Confines del Tiempo… para interferir con la voluntad de los dioses.
Casi inmediatamente, los ojos de Artemisa se giraron ligeramente hacia un costado. En un movimiento lento, regreso su mirada a él y entrecerró sus ojos.
Un repentino movimiento de su brazo, lo alertó tensando su cuerpo esperando el inminente ataque. Sin embargo, el seudo-cuarzo iba retrocediendo, desvaneciéndose dejando la rígida roca que originalmente del lugar.
La presencia del otro ser, se hizo más fuerte, conforme el extraño mineral iba retrocediendo, cómo si no quería pasar desapercibido.
Sutilmente en el lugar materializándose, un joven ángel se dirigió hacia la diosa con un caminar lento y compasado. Paul miró con atención al peculiar objeto debajo del brazo, al mismo tiempo, sus cabellos rojizos se movían mientras en un movimiento lento y elegante, colocaba una rodilla en el piso aún nacarado.
—Diosa Artemisa, he cumplido con mi misión —Agachando la cabeza, el ángel, levantó el objeto sobre sus manos, mostrándolo ya con la cubierta de madera levantada.
Las emociones de los ojos de Artemisa eran indescifrables, al descender a mirar el cofre en las manos de Ícaro, sin cesar de observar el objeto que se hallaba el cofre.
Paul miró detenidamente las manos del ángel.
—Entrégaselo a Calisto —Contestó Artemisa levantando los ojos y fijando una mirada fría hacía él—. No permitan que nadie se acerque…
Una serie de pasos comenzaron a escucharse, mientras se acercaban con rapidez.
—¡Señor Paul, somos nosotros! —Paul giró sus ojos ligeramente hacia la voz de uno de los recién llegados, notando que era un escuadrón de caballeros de plata y bronce, quiénes corrían hacía él, con sus voces entrecortadas giró su mirada de regreso al ángel, frunciendo el ceño.
—Un momento, ¿quién está con el señor Paul…?
—¡Regresen de inmediato…!
—... — Levantó la mirada y por un breve instante, mantuvo su mirada en el rostro de la deidad en silencio y con una clara obediencia, agachó la cabeza ante ella—. Como ordene, diosa Artemisa.
Sólo pudo percibir un fugaz destello plateado, mientras uno a uno, los cinco caballeros caían con golpes sordos en el terroso suelo, con sus armaduras y rostros ensangrentado.
Un joven de cabello negruzco levantó ligeramente la cabeza, y de sus labios un chorro de sangre, había salido manchando casi la mitad su rostro.
—S-señor… Paul…. —Con los brazos temblorosos, intentando estirarlos hacia dónde se encontraba, a penas podía hablar con la voz quebrada. Casi de inmediato, con un claro ahogamiento, vomitó una considerable cantidad de sangre, que salió disparada en un manchón polvoriento, sólo para dejar de caer su rostro sobre el ensangrentado polvo.
En movimiento fluido, sus pasos se escuchaban alejándose de los cuerpos sin vida, del escuadrón, aún con las caja en sus manos. Su caminar, parecía que se había alentado por una mínima fracción de segundo. Así como sus ojos se dirigían hacia dirección contraria a su ubicación.
Paul observando al ángel se alejaba del lugar con un tranquilo caminar, hasta alcanzar la misma posición de dónde se encontraba Calisto, observando de cerca, entregándole la caja de madera.
Artemisa extendió su brazo hacia un costado, y en su pequeña mano, un báculo dorado comenzó a tomar forma, hasta volverse completamente sólido. La luz del sol se reflejaba en la punta en medio de la luna que la rodeaban, brillando imponente y amenazadora.
—Tardaste mucho en darte cuenta, caballero —Artemisa extendiendo su mano armada, con el cuerpo de su báculo dejando la lanza apuntando hacia él, cambiado la indiferencia de su rostro, a una expresión que podía decirse era hostilidad, rojiza invadiendo la limpieza de sus verdes ojos, ligeramente ocultos en sus párpados entrecerrados—. Ahora es demasiado tarde.
Los pasos de Marcus mantenían el ritmo, movía sus ojos oscilando entre las columnas colosales de roca y el camino que se habría ante él, la inevitable y reconocible presencia de Artemisa y Paul se encontraban ardiendo con una extrema intensidad.
Los contrincantes en el campo de batalla, se atacaban uno al otro con una fuerza desmedida, mientras sus cosmos se elevaban alimentados por lo que parecía una pelea encarnizada, el poder divino de Artemisa crecía a cada paso que daba, por otro lado, el cosmos de Paul parecía que se mantenía centrado en su defensa con esfuerzo, con una clara diferencia a la que había notado anteriormente.
Marcus presionó sus puños, acelerando sus pasos, cuando en un fugaz momento, notó un helado viento que soplaba en su dirección. Al mismo tiempo que el cosmos de Paul aumentaba desmesuradamente alcanzando su límite, los vientos que corrían en todas direcciones, aumentaban en fuerza con la que golpeaban, y disminuyendo continuamente la temperatura, que de no ser por su armadura él se encontraría congelado ése mismo lugar.
Repentinamente una explosión de cosmos se expandió con una velocidad incomparable. En el árido suelo una capa significante de hielo recorría sin control hacia su dirección cubriendo todo sin problema, miró cómo el hielo y la nieve avanzaban desmedidamente debajo de sus pies.
"¡Paul, ¿qué demonios piensan tú y Jason?! ¡¿Creen que así solucionaran todo?!"
En menos de un parpadeo, el cosmos de Artemisa había disminuido considerablemente, mientras el de Paul ya había llegado a su límite y las ráfagas de vientos se habían vueltos cada vez más feroces y desiguales, con una gélida temperatura, que Marcus casi podía sentir los cortantes cristales de hielo cortando su piel descubierta.
Con notable esfuerzo en sus piernas, Marcos avanzaba sobre la ligeras capas de hielo que se había formado. La presencia de ambas partes se sentía cada vez más cerca, el cosmos de Artemisa ya no había mostrado alguna alteración, mientras el cosmos de Paul iba disminuyendo.
Tras una larga y dura caminata las siluetas de ambos por fin podían contemplarse. Paul con lo brazos extendidos al frente, podía notar su respiración por el sube y baja de sus hombros.
Del lado contrario, Artemisa permanecía inmóvil. Con su báculo aparentemente apuntando a Paul, los escasos rayos que se asomaban entre las nubes, que lo volvían a esconder, bañaban el cuerpo inerte de la diosa, resaltando un inusual y prismático resplandor de la ligera capa de hielo que la envolvía, que la había convertido en una gélida escultora divina.
—¡Diosa Artemisa! —Un grito de una mujer estremeció el lugar, mientras los pesados pasos de otra persona del lado de Artemisa se acercaban acompañadas de resonantes sonidos.
Giró su cabeza hacia Paul, su respiración trataba de mantenerse estable, mirando cómo las manchas rojizas de su piel resaltaban entre los pocos espacios descubiertos que dejaba su armadura.
—Ustedes los caballeros de Athena... —el joven ángel espetó, rompiendo el silencio, que aunque era casi como un susurro, pudo percibirse con facilidad, la voz gélida estaba en total contraste con el ardiente cosmos que emanaba de su tembloroso cuerpo.
La mujer de cabellos alborotados al lado de Artemisa con su báculo plateado apuntando hacia el suelo. Se interpuso entre él y la figura congelada de Artemisa, levantando con furia su báculo, completamente dispuesta a defender a la diosa.
Delante de Paul el joven de cabellos rojizos, la armadura de tono plateado, con fulgor y belleza de la luz concedida por los dioses, contrastada con el tono canela de la piel del ángel. Giró su rostro hacia él, mostrando una máscara plateada que marcaban sus ojos azulados… unos extrañamente conocidos ojos azules. En el fondo de su ser, Marcus sintió un estremecimiento al mirarlo de frente por primera vez. Sentía cómo un sucio truco que lo había llevado en un segundo al pasado.
Un repentino destello capturó su atención, mirando cómo la Comandante había sacudido apuntando hacia el otro caballero. Y unas cuantas satélites con armaduras negras, sobresalían de las masas de roca, que se exponían cerca de la estoica estatua de Artemisa.
Rápidamente, las satélites se movilizaban alrededor de la diosa, hasta rodearla por completo, cada una con su arcos apuntando a cualquiera, al parecer con ordenes específicas.
—¡Paul! —Marcus movió su cuerpo hacia su compañero.
Cómo si de tratara de un ataque sincronizado, el ángel se acercó a él con una velocidad desmedida, mientras la Comandante se acercaba peligrosamente a su compañero, apareciendo a pocos centímetros de su rostro, un movimiento ferozmente iracundo soltó un golpe a su rostro.
Logró retenerlo con su única mano libre. Arrastrando su pies sobre el hielo, deslizándose, cediendo a poco a la presión en me sus huesos, por la inesperada fuerza su joven oponente.
De reojo, Calisto corría hacia Paul, percibiendo la hostilidad en su presencia.
Ícaro balanceó su pierna derecha hacia su costado desprotegido. El impacto en su cuerpo aterrizó con fuerza, y con dificultad logró mantenerse en su sitio.
Calisto, con su báculo a un lado, sostenido con fuerza, logró acomodar la media luna cerca de pecho. Tomándolo más cerca de ésta, apunto la punta afilada hacia Paul.
Mirando de reojo, otro destello lo cegó brevemente, y miró hacia la lanza que había aparecido repentinamente en las manos del ángel, sostenida en el aire, apuntando hacia él, y en un doloroso y punzante impacto, la lanza atravesó el mismo punto donde había aterrizado su pie, momentos atrás haciéndolo caer en una rodilla, tirando su cayado en el sólido hielo con un estruendo metálico resonante. De sus labios, una bocanada de sangre salió disparada, que junto con los hilos de fluyente líquido, terminaron dispersando y fundiéndose en flores sangrientas sobre los afilados bordes de hielo.
Un crujido distrajo momentáneamente la atención del ángel, y acto seguido, otro chasquido siguió prolongándose y terminar en un quebradizo sonido parecido a un cristal despedazándose. Levantando la mirada, se había percatado las satélites iban alejándose.
—¡Ícaro! —la enérgica voz de la mujer retumbó en sus oídos.
Y el ángel retrocedió unos pasos sin quitarle la mirada asesina de encima. Sin dejar de atravesarlo con la mirada, acercándose paulatinamente a la Comandante.
—Cuando vuelva a verte, terminaré lo que comenzaste hace doce años, Marcus de Ofiuco.
En un movimiento fluido, Ícaro alzó su pierna y girándola, aterrizó en su mejilla izquierda. El impacto fue dado con bestial fuerza, lanzándolo a unos metros del lugar, sintiendo cómo sus cabellos se liberaban de su casco. Sintiendo cómo todo su cuerpo recibía un impacto tan demoledor, que le dejaba una aparente perpetua sensación de dolor, y sobre es dolor, un deslizamiento cálido desde su frente, pasando por sus ojos, y de un momento a otro, su visión se tiñó de rojo.
Mientras ante él, Paul, su compañero, cayendo de rodillas momentáneamente, con una fuente de sangre que parecía brotar de su garganta y boca, cubriendo el dorado de su armadura, para luego caer por completo en el gélido hielo, sin señales de no volver a levantarse.
