Capítulo I
Desértico.
El sol caía verticalmente sobre su cabeza, sentía como el calor de su propio cuerpo ascendía entre sus ropas, la sensación en aquel momento era como si estuviese cubierto por una manta gruesa empapada de agua tibia, bastante desagradable para todo el que no se apellidase "del desierto".
Había transcurrido una semana entera desde que huyó, despavorido ante la nueva decoración de su oficina, cortesía de Temari, y la verdad es que no le interesaba mucho regresar a Suna.
Estaba sediento, esta era una de esas situaciones en las que lamentaba que su calabaza no estuviese llena de agua. Sin embargo no hizo drama de aquello, simplemente se acuclilló y juntando las yemas de los dedos de ambas manos miró al horizonte, mientras el viento se metía entre sus cabellos y lo cubría tenuemente de arena.
El paisaje parecía monótono a simple vista, pero los ojos escrutadores de Gaara estaban habituados a perderse en el movimiento perpetuo del desierto y las dunas, no había en el mundo nada más desnudo y sincero que este desierto árido e implacable.
No lograba sacar de su mente a aquellas mujeres, la pelirrosa y la pelinegra lo habían desconcertado, una con aquel carácter voluble e irascible y la otra con aquella indiferencia y desinterés. Inconscientemente se llevó la mano a la sien izquierda, palpando el kanji "amor" grabado en su piel, lo que estaba pensando era en lo injusto que resultaba el hecho de que Naruto tuviese aquellas dos chicas tan pendientes del, sin que se lo propusiera o le importara en los más mínimo.
Molesto, se puso de pie y echó a andar, hundiéndosele los pies en la arena de tanto en tanto, era fatigoso pero le aliviaba el enojo.
Sobre su cabellera encendida se cuajaban unas enormes formaciones nubosas, color plomo, en cuyo vientre bramaban los relámpagos. Poco a poco la luz disminuía y el calor, ahora húmedo, se volvía agobiante; esta era una de las pocas ocasiones en las que llovía en el desierto.
A Gaara eso le importaba poco, simplemente se aisló en su defensa absoluta y esperó a que se desatara el vendaval.
Finalmente cayó la tormenta, plena de furia, atronadora y salvaje como solo puede serlo en un yermo desolado, el muchacho la miró impasible como si solo fuese una roca más de aquel erial. Era feliz, su felicidad más grande era estar solo y abandonado a los impulsos primitivos, eso era algo que solo podía pasar en las dunas. Sentía placer y seguridad cuando miraba la tierra, su tierra, y confirmaba que era igual a ella. La misma palidez de su tez, imposible de broncear, pese al sol implacable, la veía en las arenas blancas e inmutables; el rojo encendido de su cabellera siempre estaba allí, en las rocas bermejas y en el ocaso mismo, perpetuamente arrebatado de rubíes; y el rayo color de jade, tan poco visto, extraño y precioso, verde, de una tonalidad tan distinta al vegetal, parecía enteramente recogido en su iris perfecto. Y aún así no lograba conseguir una chica que acompañara su soledad.
Porque la verdad era que Naruto le descubrió, que siempre es mejor ser más de uno.
