Hay luz por todas partes. Una luz intensa, cálida, penetrante. Meto la cabeza bajo las sábanas con un gemido lastimero. Pero el resplandor es demasiado fuerte y, al final, me rindo y aparto la tela. Una gloriosa mañana de Seattle me saluda: el sol entra por el ventanal imposible de abrir y yo le siseo cual vampiro.
Estoy espanzurrada en una cama enorme. Sigo en casa de Christian Grey, pero él no está conmigo. Suspiro.
La vida es bella.
Me quedo tumbada un rato, contemplando por el ventanal desde mi encumbrada y privilegiada posición el perfil de Seattle.
Esto es básicamente una jaula de oro en la cumbre de una montaña. Y yo si tuviera habichuelas para bajar ya me las habría comido, así que mal asunto.
Por cierto, ¿dónde ha quedado mi contrato?
Frunzo el ceño.
Tendré que averiguarlo cuando vuelva de Georgia.
Bajo de la cama de un salto y, tras una visita rápida al baño, salgo en busca del desayuno. En la cocina me encuentro con una mujer limpiando. Al verla, me paro en seco. Es rubia. Esboza una amplia sonrisa al verme.
—Buenos días, señorita Dioica. ¿Le apetece desayunar? —me pregunta en un tono agradable pero profesional.
Parpadeo sin contestar.
Nos… ¿conocemos?
Es muy, muy rubia.
¿Me acordaría de alguien tan rubio?
Me lo pienso un momento antes de encogerme de hombros.
No. Probablemente no.
Me está mirando raro. Me miro la ropa. En mi habitación había un vestidor lleno de cosas imponibles. De una sección de ropa deportiva terriblemente ajustada saqué unos leggins negros y, para tapar un poco el culo, encontré una falda corta de color verde hierba que cuando giro hace vuelo y es muy divertida.
Vale que la falda no me tapa casi muslo, pero una tiene que apañárselas con lo que puede.
—Buenos días —le devuelvo al fin el saludo sin atinar del todo a esconder el desconcierto.
—Ah, lo siento muchísimo… Soy la señora Jones, el ama de llaves del señor Grey.
Ah.
No me tiende la mano.
—¿Qué tal?
Por decir algo.
—¿Le apetece desayunar, señora?
¿Señora? Hace dos frases era «señorita». Envejezco deprisa. ¿Será la falda?
Me apetece desayunar. Pero esto es raro.
—¿Sabe dónde está el señor Grey? —esquivo su pregunta.
—En su estudio.
—Gracias.
Quién iba a decir que acabaría yendo a buscar a Grey para huir de su ama de llaves, renunciando en el proceso a un desayuno. El mundo es un lugar extraño e impredecible.
Asomo la cabeza al estudio con cautela por la puerta abierta. Él está al teléfono, de cara al ventanal, por fin vestido. Tiene el pelo mojado.
—Salvo que mejore el balance de pérdidas y ganancias de la compañía, no me interesa, Ros. No vamos a cargar con un peso muerto. No me pongas más excusas tontas. Que me llame Marco, es todo o nada. Sí, dile a Barney que el prototipo pinta bien, aunque la interfaz no me convence. No, le falta algo. Quiero verlo esta tarde para discutirlo. A él y a su equipo; podemos hacer una tormenta de ideas. Vale. Pásame con Andrea otra vez.
No me atrevo a interrumpir, así que me quedo colgando de la jamba de la puerta, la cabeza asomada con cara de culpa arrugada. Como está de espaldas, todavía no me ha visto.
—Andrea.
Aparta la vista de la ventana, y ahora sí me ve. Sonríe despacio y sigue hablando sin dejar de mirarme. Yo no me aparto de la puerta.
—Cancela toda mi agenda de esta mañana, pero que me llame Bill. Estaré allí a las dos. Tengo que hablar con Marco esta tarde, eso me llevará al menos media hora. Ponme a Barney y a su equipo después de Marco, o quizá mañana, y búscame un hueco para quedar con Claude todos los días de esta semana. Dile que espere. Ah. No, no quiero publicidad para Darfur. Dile a Sam que se encargue él de eso. No. ¿Qué evento? ¿El sábado que viene? Espera. ¿Cuándo vuelves de Georgia? —me pregunta.
Me señalo con un índice, las cejas muy altas. Él asiente.
—El viernes. —¿Quizá?
¿Espero? ¿Qué día es hoy?
Retoma la conversación telefónica.
—Necesitaré una entrada más, porque voy acompañado. Sí, Andrea, eso es lo que he dicho, acompañado, la señorita Urtica Dioica vendrá conmigo. Eso es todo. —Cuelga—. Buenos días, señorita Dioica.
—Señor Grey —le devuelvo con un poco de cara de bacalao.
Si no ando yo muy equivocada, acaban de meterme en un evento social sin consultarme.
Quizá no esté de vuelta para el viernes, después de todo.
Christian rodea el escritorio con agilidad y se sitúa delante de mí. Me mira la cara con preocupación.
—Pasé a ver si estabas bien esta mañana, pero habías vuelto a barricar la puerta.
Lo dice como si fuese una cosa impensable, que jamás se le hubiese ocurrido posible. Algo que nadie nunca pensaría en hacer en su casa.
—¿Has dormido bien?
—He descansado, gracias —contesto con cautela—. Solo he venido escapando de una señora rubia que había en tu cocina.
Por fin me decido a dejar de parapetarme tras el marco de la puerta, un poco preocupada por que la señora pueda aparecer por el pasillo a mi espalda. Le veo dar un paso atrás como si le hubiera empujado.
—Urtica, ¿qué…?
Me abarca con un gesto vago de la mano, de arriba abajo. Abre la boca, vuelve a cerrarla. Finalmente opta por cubrirse la barbilla con una mano, los ojos aún muy abiertos.
—¿Qué… es eso? —consigue sacar con un hilo de voz.
Levanto los brazos y me miro otra vez, intentando también verme la espalda.
—¿Qué pasa? —Me giro para mirarle otra vez, sin entender—. Estaba en el vestidor —me defiendo poniendo morros.
Sus ojos hacen pin-pon entre los calcetines blancos y peluditos por encima de los leggins y la blusa suelta de lentejuelas color rosa cielo, pasando por la minifalda verde con vuelo. Acaricio distraídamente la suavísima estola de pelos que me he enrollado al cuello para cubrir el escotazo, es de un marrón anaranjado precioso como la cola de un zorro, y me hace sentir salvajemente poderosa.
Grey vuelve a mover la mano en mi dirección, de arriba abajo, quizá sin saber exactamente dónde apuntar.
—¿Por qué? —gime al fin.
—Mi ropa sigue mojada —le recuerdo acusadoramente. Me cruzo de brazos—. Y no me has devuelto mis deportivas.
Su cara se convierte en un cuadro. Uno muy abstracto, cubista, tal vez.
Yo sigo acariciando la estola. Hay algo como de textura discordante en las puntas. Lo levanto con dos dedos. Hay una pata en mi estola. Quedo muy quieta.
Miro a Grey con la pata en alto.
—¿Qué es esto? —exhalo.
Le cuesta un momento despegar los ojos de mis calcetines peluditos para centrarse en lo que le estoy enseñando.
—Una estola de zorro —exhala él, igualmente sin aliento.
El corazón me hace un pasodoble en el pecho. Tomo aire por la boca.
—¡¿QUÉ?! —Me saco el bicho de encima con dedos temblorosos, intentando tocarlo lo menos posible—. ¿Tienes un zorro muerto en el armario? —Lo dejo apresuradamente sobre los papeles del escritorio y doy un paso atrás. Me encaro con Christian abriendo y cerrando la boca como un pez—. ¡¿Cuánto hace que no limpias ahí, so guarro?!
Él se toma un momento para procesar. Mira al bicho muerto y luego vuelve a mirarme a mí, más específicamente, mira lo que ya no tapa la estola. La blusa de lentejuelas cuelga en un triángulo abierto en caída libre.
Había un motivo por el que me había enrollado yo algo al cuello, ahora recuerdo.
Christian parece haber olvidado que le he hecho una pregunta. De repente levanta una mano claramente hacia mí. Le arreo un golpe para desviar su trayectoria al tiempo que retrocedo un paso.
Será desgraciado.
—Ni se mira, ni se toca —le advierto.
Mi ataque parece tomarlo por sorpresa, como si en lugar de defenderme muy legítimamente le hubiera tirado un vaso de agua helada a traición en la cara mientras dormía. Grey sacude la cabeza y se aparta medio paso con los ojos entrecerrados.
Yo también se los entrecierro.
Sí, te he atizado. Da gracias que ha sido eso y no sobetearte el pecho como esta mañana.
Yo, al menos, sí que doy gracias.
Abre y cierra los puños, quizá comenzando por fin a seguir el ritmo de los acontecimientos. Parpadea.
—Vaya, parece que el descanso te ha sentado bien —murmura—. Te veo ágil.
Su voz acaba casi en un ronroneo ronco.
Vamos, no jodas.
—Pues a ti te ha debido de sentar de culo —le contesto cruzándome de brazos—, porque te veo espeso, espeso.
—Esa boca, señorita Dioica. —Y la manera en que lo dice hace que suene como algo terriblemente indecente.
—Eeeeh…
Alzo una mano con la palma abierta y lista para amenazar cuando le veo reducir de nuevo el espacio entre ambos.
Sonríe.
Oh, oh. Y yo sin desayuno.
Me acaricia con el dedo el arco entre el pulgar y el índice extendidos. Le levanto una ceja interrogativa.
—Un lunar interesante ese que tiene ahí. —Me señala el pecho.
Bajo la mirada y me voy un paso atrás para intentar verme mejor.
Uhm.
Se refiere al lunar gordito con forma de lágrima que tengo justo en el centro del pecho.
—La verdad es que es interesante —admito distraídamente.
Pero a veces se me olvida que está ahí, me rasco y veo las estrellas.
Antes de que me dé tiempo a volver a levantar la cabeza, de pronto su pecho está contra mi mano. Le miro rápidamente con ojos redondos. Su cara está encima de mi cara. Un poco más y tendré que bizquear.
Lanzo otra mirada de reojo a mi mano en su pecho.
¿Por qué no está entrando en pánico como esta mañana?
Pruebo a moverla, a ver si es que falta fricción para que funcione el truco. Él sonríe despacio y su mano enorme y caliente cubre la mía.
Me gustan las cosas calientes.
Flexiono los deditos con una sonrisa tonta.
¡Ortiga, por favor, céntrate!
Borro la sonrisa, frunzo el ceño. Su cara está definitivamente demasiado cerca.
No corre el aire.
Empujo contra su pecho, pero su mole no se mueve.
—Estás muy cerca —le señalo.
¡Fu, fu!
Veo cómo se le afila la sonrisa conforme se inclina sobre mi oreja.
Mierda. Cosquillas. Cosquillas inminentes.
—¿Qué estás…? —Tiro de mi mano, intento echar la cabeza hacia atrás.
—Me pregunto a qué sabe —me ronronea, su aliento en mi cuello.
Me quedo muy quieta, tensa.
—¿Eh?
¿El qué?
Su mano se ha apoyado en algo detrás de mí. Oigo el crujido del papel.
¿Cómo ha llegado el escritorio hasta ahí?
Carraspeo.
Mira, esto ya empieza a pasar de castaño oscuro.
Se me está empezando a saturar el tacto y no creo que pueda resistir mucho más las cosquillas en el cuello.
Jolín, si en realidad a mí me encantan las cosquillas en el cuello. Y nadie nunca me hace cosquillas en el cuello. Porque la gente es una petarda y lo sexualiza todo. ¡Incluidas las cosquillas en el cuello! ¡Jolín!
—Oye, mmm —Tengo que girarme un poco para no comerme su pelo—, no por cortarte el rollo —En realidad sí—, pero… eh…
Su nariz me roza el lóbulo de la oreja. La sensación me baja por la espalda y tengo que envararme para no caracolear. Le oigo inspirar.
Frunzo las cejas.
—…. ¿Me estás oliendo?
—Mmm.
Se me pega más.
Socorro.
Me retuerzo.
Había un color para parar las cosquillas. No. Espera. Para las cosquillas no.
Mi espalda se inclina hacia atrás.
En mi cabeza aparece una imagen mental muy peliculera y muy paleta de una nube de papeles despegando del escritorio, y Grey levantando a alguien muy delgado para subirlo al escritorio. Tengo que hacer un esfuerzo inmenso y morderme las mejillas por dentro para no empezar a reír.
—¿Qué diablos me estás haciendo? —dice, su boca justo por debajo de mi mandíbula—. Me tienes completamente hechizado, Ortiga. Ejerces alguna magia poderosa.
Cosquillas…
Eh. Un momento.
—Oye, literalmente, yo no estoy haciendo nada.
Ya bastantes películas te montas tú solito. Como para ayudarte.
Vale, Ortiga, tienes que ser fuerte, venga.
—Oye…
—¿Seguro que tienes que irte a Georgia?
—Sep.
Tengo que seguir el hilo de la historia. Una tragedia griega, lo sé.
Se retira bruscamente. Tanto que un poco más y me da frío el aire que levanta. Le miro, mi culo casi sentado completamente en el escritorio.
Yo iba a decir algo.
Me rasco el cuello con una mano.
Sus ojos siguen mi gesto.
—¿No sientes nada? —pregunta, los hombros tensos.
Dejo de rascarme.
—¿Eh? ¿De qué?
—¿Y si te dijera que siempre llevo un condón en el bolsillo? ¿Qué me dirías?
Miro a un lado y a otro, solo con los ojos, sin mover la cabeza.
—Ehm… Pues te diría que… ¿Okay? —tanteo—. ¿Bien por ti?
Arqueo las cejas.
No entiendo la pregunta.
—¿Qué te ha dado? —le pregunto.
—¿A qué te refieres?
—Estás siendo aún más raro de lo habitual.
Que ya es decir.
—¿Te parezco raro?
Trata de reprimir una sonrisa.
Me pareces creepy. En el mejor de los casos.
—A veces —contesto evasivamente.
Me estudia un instante, pensativo. Vuelve a estar serio.
—No lo entiendo —dice al fin, y se pasa una mano por la cara y luego por el pelo, que se le queda de punta.
Parpadeo.
—Yo tampoco —admito.
¿De qué estamos hablando?
De golpe está otra vez sobre mí, ahora ambas manos sobre el escritorio, una a cada lado de mi culo. Parece ligeramente más loco que de costumbre con esos pelos y los ojos temblándole. Vuelvo a inclinarme hacia atrás con cautela.
—Antes. No me has apartado —insiste—. Y ¿dices que no te hago sentir nada?
—Oh —vocalizo—. Eso.
¿Cosquillas? Las cosquillas son una sensación.
—Bueno, supongo que me estoy acostumbrando a tenerte cerca.
O quizá inmunizando. Porque eres un sobón.
—Si esto lo hubieras hecho hace un mes probablemente te hubiera arreado un…
Me coge por la barbilla y me besa con violencia, sin avisar. Por poco me atraganto con mi propia lengua en mitad de frase. Siento que me voy hacia atrás del impacto y tengo que sujetarme a los bordes del escritorio con las dos manos para no caerme.
¿Ves lo que han hecho de las cosquillas? Mancillarlas. ¡Eso han hecho!
Se endereza antes de que me dé tiempo a reaccionar y me mira expectante. Yo parpadeo con los ojos redondos como dos pomelos, la cabeza hacia atrás.
—¿Iugh?
Iguh definitivamente es una sensación.
Le clavo un codazo en un brazo para abrirme paso y salgo de su alcance.
—¿De qué vas, colega? —Me limpio la cara con un brazo—. Eso era completamente innecesario.
Babas. Uuuuugh.
Se incorpora. Me mira fijamente, la mandíbula tensa.
—Me parece estupendo —Vuelvo a restregarme la boca— si quieres ir por ahí con condones en los bolsillos por si cuela con alguien en escritorios aleatorios. Pero a mí no me mires.
Se encoge de hombros y se estira las mangas de la camisa, recolocándose meticulosamente la ropa. Pero sigue teniendo cara de pocos amigos y sus movimientos son secos.
¿Se habrá ofendido?
Me contengo para no volver a restregarme la boca.
Que se peine.
—Un hombre siempre puede tener esperanzas, Urtica, incluso sueña, y a veces los sueños se hacen realidad.
—Ya. —Tuerzo el morro—. Este no.
Me dedica una sonrisa enigmática que no le llega a los ojos. Miro el escritorio presente con sospecha.
A saber a cuantas se ha tirado ahí encima.
Resisto la tentación de sacudirme el trasero.
—Pues… —titubeo—. Creo que voy a irme.
Sí. Será lo mejor.
Miro la puerta.
—Tengo un par de llamadas más que hacer. —Arruga el ceño y se pasa una mano por el pelo.
Insisto: ¿bien por ti?
—Desayunaré contigo en cuanto termine. Creo que la señora Jones te ha lavado la ropa de ayer. Está en el armario.
¿Qué? ¿Cuándo ha hecho eso? ¿También vive aquí o qué? ¿Oiría esta mañana mis gritos?
Y yo con estas pintas. Vaya por Dios.
—Uhm. Gracias, supongo —murmuro.
Aunque ya me lo podrías haber dicho antes.
—El placer ha sido mío —dice, un cierto tonillo en la voz.
Ladeo la cabeza.
—¿Qué? —me suelta.
—Nada.
Mejor no entrar ahí.
—Me voy a vestir —resuelvo.
Y, con eso y un bizcocho, me marcho.
La señora Jones sigue en la cocina.
—¿Le apetece el desayuno ahora, señorita Dioica?
—Me voy a vestir primero, gracias —murmuro.
Me da tiempo a salir del espacio del salón antes de caer en la cuenta y asomar de nuevo la cabeza.
—Gracias por secarme la ropa, por cierto.
—No hay de qué. —Me sonríe cortésmente.
Desaparezco una vez más de su línea de visión antes de reasomar lentamente la cabeza de vuelta.
Me pregunto si a esta señora le tocará limpiar los aparatos de tortura y látigos de culos de la habitación secreta de Grey.
—¿Necesita algo más, señorita Dioica? —Me mira con las cejas algo arqueadas.
—Ni todo el dinero del mundo pagaría psicólogos para esas secuelas —murmuro al tiempo que mi cabeza se retira una vez más, negando lentamente con tristeza.
La mujer no encuentra palabras para contradecirme.
En el armario no solo encuentro toda mi ropa, limpia, seca y planchada, sino también mis deportivas desaparecidas. Me cambio alegremente de ropa, volviendo a sentirme al fin persona y me atuso el pelo con ambas manos antes de reunir el valor para regresar al salón.
La señora Jones me lanza una mirada críptica desde donde está ahora revisando el contenido de una despensa. Grey no está.
Quizá podría escaparme sin que se notase mucho. Puedo desayunar alguna cosa por ahí antes de ir la entrevista esa.
—¿Quiere ya el desayuno, señorita Dioica? —me pregunta la mujer una vez más.
Casi pego un bote.
—Err… —Me paso una mano por el pelo—. No, está bien.
Comienzo a caminar con paso lateral de cangrejo de vuelta hacia la puerta. Ella me sigue con la mirada, el ceño fruncido.
—¿No le apetece comer nada?
—No, gracias. —Intento sonreír—. Creo que me voy a…
—Pues claro que vas a comer algo —espeta Christian, apareciendo desde el pasillo de su despacho—. Tomará huevos y beicon, señora Jones.
Ehm. Wow. Hoy desayuno ligero.
—Sí, señor Grey —contesta automáticamente la señora Jones—. ¿Qué va a tomar usted, señor?
—Tortilla, por favor, y algo de fruta. —No me quita los ojos de encima, seguramente oliéndose mi intento de huida. Yo pongo cara de inocencia con sonrisa de porcelana—. Siéntate —me ordena, señalando uno de los taburetes de la barra.
Traducción: no huyas.
Reencamino mis pasos de cangrejo hacia la barra americana.
Me falta hacer las pincitas.
Me siento.
—En realidad yo también prefiero tortilla, si no es mucha molestia, señora Jones. —Levanto una mano tímidamente hacia ella—. Y beicon.
—Claro, señorita, Dioica, no hay ningún problema —contesta con presteza.
—¡Gracias! —Ensancho mi sonrisa de boca pequeña.
Grey se sienta a mi lado mientras la señora Jones comienza a prepararnos el desayuno. Me palmeo distraídamente los muslos mientras observo su trajín por los fogones.
—¿Ya has comprado el billete de avión? —me interrumpe Christian.
—No creo.
Frunce el ceño.
—Quiero decir, no —rectifico apresuradamente—. Lo compraré cuando llegue a casa.
Se apoya en mi hombro y se frota la barbilla en él.
Le miro sin mover la cabeza.
—¿Qué haces?
¿Te pica algo? Mi hombro no es un rascador.
—¿Tienes dinero? —Me ignora.
Guay.
—Sí —contesto al tiempo que escurro el hombro hacia abajo y alejo mi silla con un saltito y un chirrido estridente de patas sobre el suelo.
Me arquea una ceja reprobatoria. Vuelvo a poner mi sonrisa pequeña de muñeca de porcelana.
—Perdón.
—Tengo un jet —continúa con indolencia—. No se va a usar hasta dentro de tres días; está a tu disposición.
Lo miro. Tengo que hacer un esfuerzo bien gordo por no llevarme una mano a los ojos.
Por supuesto que tiene un jet.
—Creo que ya hemos abusado bastante de la flota aérea de tu empresa —contesto comedidamente.
—La empresa es mía, el jet también.
Parece ofendido.
Si hincha un poco más el pecho podría presentarse como gaviota al casting para la siguiente secuela de Buscando a Nemo.
Sonrío de lado.
Mierda, ahora me va a costar no verle como una gaviota gorda.
—Gracias por el ofrecimiento, pero prefiero coger un avión normal.
Con otra gente y menos riesgo de secuestro o de que te unas tú al viaje.
Me da la impresión de que quiere seguir discutiéndolo, pero al final no lo hace.
—Como quieras. —Suspira—. ¿Tienes que prepararte mucho para las entrevistas?
—Nope.
—Bien. No vas a decirme de qué editoriales se trata, ¿verdad?
—Nope.
Se dibuja en sus labios una sonrisa reticente.
—Soy un hombre de recursos, señorita Dioica.
Traducción: estoy mu' loco.
—Soy perfectamente consciente de ello, señor Grey. —Sonrío enseñando mucho todos los dientes, y añado—: ¿Me vas a rastrear el móvil otra vez?
Porque recuerdo muy claramente haberte dicho que no lo hagas.
—La verdad es que esta tarde voy a estar muy liado, así que tendré que pedirle a alguien que lo haga por mí. —Sonríe.
Poca broma, colega.
—Si puedes poner a alguien a hacer eso, es que te sobra personal —refunfuño, devolviendo mi mirada anhelante a la zona de la cocina, de donde mi desayuno todavía no llega.
—Le mandaré un correo a la jefa de recursos humanos y le pediré que revise el recuento de personal. —Tuerce la boca para ocultar la sonrisa.
La señora Jones elige ese momento para servirnos por fin las tortillas, así que me evito el contestar. Comemos en silencio durante unos minutos. Tras recoger los cacharros, la mujer se retira discretamente a otra parte.
Me quedo mirando a Grey un momento.
—¿Qué pasa, Urtica?
—¿Sabes?, al final no me has dicho por qué no te gusta que te toquen.
Palidece.
Vaya. Pues sí que es serio.
—Te he contado más de lo que le he contado nunca a nadie —dice en voz baja mientras me mira impasible.
Tío. ¿No tienes amigos? ¿Nunca hablas con nadie? Y ¿qué hay del psicólogo? ¿Ese tampoco sabe nada? Suena como algo que deberías haberle contado.
Niego con la cabeza.
—¿Pensarás en nuestro contrato mientras estás fuera? —pregunta entonces, interrumpiendo mis pensamientos.
—¿Eh? —Me cuesta un momento reubicarme—. Ah. Sí.
—¿Me vas a echar de menos?
Lo miro, sorprendida por la pregunta.
Eh…
Lo sigo mirando. Parpadeo.
A ver ahora cómo salgo de esta.
—Me voy solo unos días —atino a decir como quien no quiere la cosa.
Tengo que contenerme para no añadir un «jeje» al final.
Él se limita a devolverme la mirada con intensidad, muy serio.
—Yo sí te voy a echar de menos. Más de lo que imaginas —me dice, y levanta una mano para acariciarme la mejilla con suavidad.
Miro a ambos lados, los labios hacia dentro.
Oooooh…kay. Colega.
