28

La azafata me despierta cuando iniciamos el descenso en Atlanta. Son las 5.45 h, hora local. No sé cuánto he dormido, pero me duele estar viva. No acepto el zumo de naranja que me ofrece la azafata porque a estas horas yo no tengo estómago.

La espera en Atlanta es de solo una hora. Y de nuevo disfruto del refugio de la sala VIP. Me siento tentada de dormirme acurrucada en uno de esos sofás tan blanditos que se hunden suavemente bajo mi peso, pero no voy a estar aquí tanto rato, así que hago un esfuerzo. Para mantenerme despierta, me tienta encender el ordenador y ponerme a jugar al Buscaminas, pero lo he metido a presión en la mochila y no quiero que se descoloque mi muy conseguido tetris. Así las cosas, saco la frambuesa y la devuelvo a la vida.

Craso error.

De: Christian Grey

Fecha: 30 de mayo de 2011 22:31

Para: Urtica Dioica

Asunto: Bromeo

Aunque sus constantes faltas de respeto, señorita Dioica, puede que me lleven a replantearme mis opciones.

Por otra parte: ¿cómo es que estás mandando correos? ¿Estás poniendo en peligro la vida de todos los pasajeros, incluida la tuya, usando la BlackBerry en el avión? Creo que eso contraviene una de las normas.

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

No he sido yo. Ha sido el sueño. Yo no quería.

De: Urtica Dioica

Fecha: 31 de mayo de 2011 06:52 EST

Para: Christian Grey

Asunto: Ahora vas y les cuentas esa broma a tus padres, a ver qué te dicen

PAYASO.

O.

Acaricio con un dedo la tecla de enviar, saboreando la suavidad del plástico, antes de poner cara de mala bestia y pulsar con saña.

Vuelvo a apagar el cacharro y, resignada, me voy a hacer cola frente a la puerta de embarque con la esperanza de no ser capaz de quedarme dormida de pie. El siguiente avión solo tiene seis asientos en primera y, en cuanto despegamos, me acurruco bajo mi suave manta y me quedo dormida.

Tras un sueño demasiado corto, me despierta la azafata con más zumo de naranja para informarme de que iniciamos la aproximación al Savannah International. Me lo bebo a sorbitos, ya comenzando a notar los nervios por el encuentro inminente con una figura materna desconocida.

La frambuesa continúa en bendito silencio, porque continúa apagada. Puede que continúe así durante algunos días más.

Lo bueno de viajar solo con bolsa de mano es que se puede salir volando del aeropuerto sin tener que esperar una eternidad junto a las cintas de equipaje. Lo bueno de viajar en primera es que te dejan bajar del avión antes que a nadie.

Ha sido un viaje infernalmente agotador, y debo de tener tanta cara de zombie que mi recién conocida madre y su marido pasan graciosamente por alto el hecho de que yo pase no tan graciosamente de largo frente a ellos sin reconocerlos. Mis abrazos son un poco ortopédicos.

—Ay, Ortiga, cielo. Debes de estar muy cansada.

Me sostiene por los hombros mientras me mira de arriba abajo con inquietud.

—No… —Me atraganto un poco con la palabra—, mamá, es que… Ha sido un viaje muy largo.

Compongo una sonrisa lo menos psicótica que puedo.

El siguiente en darme un incómodo abrazo, con un solo brazo, es el marido. Yo le doy unas palmaditas en la espalda para que parezca que estoy cien por cien onboard con esto de los abrazos indiscriminados.

No parece tenerse bien en pie, y de las profundidades de mi cerebro rescato el dato de que a este le había pasado algo en una pierna.

—Bienvenida a casa, Ortiga. ¿Por qué lloras? —pregunta.

¿Estoy llorando? No me había dado cuenta. Supongo que será una mezcla de sueño, agotamiento y… ¿por qué colores nadie deja de darme abrazos en esta historia?

—Oh, yo también me alegro de verte a ti. —Persona cuyo nombre desconozco.

Él me sonríe como un bendito. Como si mis palabras tuvieran todo el sentido y siguieran perfectamente el hilo de una conversación por completo normal y predecible.

Me gusta este marido, mamá. No hace preguntas. Te lo puedes quedar.

Me coge la mochila.

—Por Dios, Ortiga, ¿qué llevas aquí?

Veamos.

—Un ordenador, ropa para tres días, zapatillas de andar por casa, cosas de higiene básica, un pijama…

Me mira.

¿Era una pregunta retórica?

Sonrío y me encojo de hombros. Señal que ambos parecen interpretar con que estoy okay para un enhebramiento grupal de brazos por mi cintura.

Spoiler alert: no estoy okay. No estoy okay en absoluto.

Como si caminar de esta guisa no fuera lo bastante duro, yo no sabía el calor que iba a hacer en este sitio. Calor húmedo. De estos que parece que vives dentro de una bolsa de plástico y casi no te deja ni respirar. Y no sé si me he traído ropa para esto. "Georgia" aun sonaba como un lugar mucho más europeo y frío cuando hice mi maleta.

Para cuando conseguimos llegar al coche, sospecho que llevo dos churretones inmensos de sudor en la sudadera que llevaba puesta para el avión. Porque a los americanos les gusta mucho el aire acondicionado puesto a temperatura polar ártica. Máxime en los aviones.

Me acurruco en el asiento trasero, lista para otra cabezadita.

Y por cierto que el cojo está demasiado cojo como para quedarse un par de días solo en casa, pero claramente no lo suficientemente cojo como para no poder conducir.

Intercambio una mirada con el susodicho a través del retrovisor central mientras cada cual se abrocha su cinturón.

Todo puede apañarse en esta vida.

Sonrío con muchos dientes.

—Cielo, debes de estar cansada. —Mi madre se gira sobre el asiento para mirarme mientras me habla—. ¿Quieres dormir un rato cuando lleguemos a casa?

Se me cierran los ojitos.

—Eso suena…

—Ya bajaremos a la playa más tarde.

Me despierto en el acto.

Playa.

Los ojos me hacen chiribitas tras las lágrimas de sueño.

—Playa —canturreo—. Me apetece ir a la playa.

Llevo mi bañador azul de pata atado con un doble lazo a la cintura, mientras sorbeteo un agua con hielo y una rodaja de limón, tumbada en una hamaca mirando el océano Atlántico. He bajado los piecitos y los he enterrado en la arena ardiente hasta llegar a la capa de debajo, más fresquita.

Una sombrilla de paja tupida y una doble capa de crema solar factor 50+ se interponen entre el sol y mi piel de guiri con aspiraciones. Mi madre gandulea a mi lado, fuera de la sombrilla, protegiéndose del sol con un sombrero flexible desmesuradamente grande y unas gafas de sol enormes que le dan un cierto aire moscardil.

Ha habido un momento, cuando me ha visto salir de la habitación, que he temido que pudiera estarle dando un ictus. Luego me he dado cuenta de que, al igual que les ha pasado al resto de viandantes que nos hemos cruzado en nuestro camino hasta las tumbonas, mis piernas le han parecido demasiado deslumbrantes. Lo que se ve de ellas bajo la pata del bañador, vaya. O, más estrictamente hablando, el precioso pelito suave y casi rubio que tengo en ellas. Luego se le ha pasado y ya solo las vuelve a mirar de reojo de cuando en cuando.

Me desperezo un poco y miro el mar reluciente.

Y pensar que ayer, nada menos, estaba viendo las estrellas sobre el Pacífico, literalmente al otro lado del continente. La magia de los aviones y el siglo XXI.

—Bueno, Ortiga… háblame de ese hombre que te tiene tan loca.

¡Loca!

—Loco será él —mascullo entre dientes.

Me tapo la boca con ambas manos, casi tirándome la bebida helada por encima en el intento.

Nos miramos, y ella mete un brazo bajo mi sombrilla para cogerme una mano.

—¿Y bien? —insiste, y me aprieta los dedos.

Y esta, ¿cómo lo sabe? ¿Otra stalker? ¿Qué le digo? Y he firmado un acuerdo de confidencialidad. Aunque no el contrato que tanto necesito. Recórcholis.

Otro apretón. Carraspeo.

—Eeeh…s un tipo rico —rescato con habilidad—. Demasiado rico. Y es un intenso.

Está de la olla.

Asiento para mí con satisfacción. Una definición sucinta y políticamente correcta. Bien hecho, Ortiga.

Ella se baja las gafas de sol sobre la nariz para mirarme.

—Centrémonos en lo de intenso.

Oh, mierda.

—Pues, eh… Tuvo una infancia difícil —concluyo, asintiendo muy convencidamente.

—¿Te gusta?

No.

—Eh…

Ni de coña.

—Pues…

Me gusta lejos.

A mi madre postiza se le abren mucho los ojos. Y la boca.

A-un-continente-de-distancia, lejos.

—¡¿En serio?!

—¡Sip! —Asiento—. Distancia mínima obligatoria.

Aunque no sé por qué te sorprendes tanto.

—Vaya. —Se recoloca el sombrero y se abanica pensativamente con una mano durante un momento—. En realidad, cielo, los hombres no son complicados. Son criaturas muy simples y cuadriculadas. Por lo general dicen lo que quieren decir. Y nosotras nos pasamos horas intentando analizar lo que han dicho, cuando lo cierto es que resulta obvio. Yo, en tu lugar, me lo tomaría al pie de la letra. Igual te ayuda.

La miro con la boca baja.

Errr. ¿De qué estábamos hablando? Antes de este total despliegue de cisnormatividad espontáneo y bullshit, digo.

Esta señora se ha casado como varias veces, ¿no? Y digo varias como en «tres o más», si no me fallan las cuentas. Igual sus consejos habría que tomarlos con una pizca de sal incluso en el mejor de los casos.

—Casi todos los hombres son volubles, cariño —continúa—, algunos más que otros. Mira a tu padre, por ejemplo…

Y ahora se va a poner nostálgica. Verás.

—Yo solía pensar que tu padre era voluble, pero ahora, cuando vuelvo la vista atrás, pienso que solamente estaba demasiado agobiado con su trabajo e intentando ganarse la vida para mantenernos. —Suspira—. Era tan joven… los dos lo éramos. Igual ese fue el problema.

O… podrías haberte buscado un trabajo.

Miro a un lado y a otro.

Hay poca gente en esta playa y nada que me dé una excusa distractiva.

Mmm… vamos, resumiendo: todos los hombres son volubles, como tu padre, que no lo era.

Levanto los pulgares mentalmente.

Got it.

Le doy un sorbito a mi agua.

—Bob quiere llevarnos a cenar esta noche —continúa la señora a mi lado—. A enseñarnos su club de golf.

—¿Quién es…? —¡Ah! ¡Patachula!—. Quiero decir —carraspeo—: ¿Bob juega al golf ahora?

Ladeo la cabeza en dirección a mi interlocutora.

¿Con su pata chula que no le permite realizar tareas domésticas básicas de autopreservación?

—Dímelo a mí —gruñe mi madre, poniendo los ojos en blanco.

Bueno. Al menos ella lo tiene claro.

Me encojo de hombros y dejo mi bebida sobre la mesilla de chiringuito americano pijo que me han puesto al lado.

Y ahora, señores y señores y señoras…

Me pongo en pie y me estiro. Mi madre levanta la cabeza para mirarme, a lo que yo tiro un brazo hacia adelante como Superman.

—¡A nadar!

Y echo a correr antes de que a nadie se le pueda ocurrir detenerme.

Tras un almuerzo ligero de vuelta en casa, me retiro a la habitación que me han indicado que puedo utilizar. Tengo el bañador todavía un poco húmedo del chapuzón y la toalla colgada muy estiradita en la silla, pero, antes de plantearme deshacer la mochila ni ninguna otra cosa, me voy a obsequiar con una siesta.

Mi señora madre se ha ido a moldear velas o… Bueno, a hacerle algo a unas velas. Y Bob está en el trabajo, donde quiera y lo que quiera que sea eso. Así que tengo un rato para recuperar horas de sueño y paliar el jet lag.

La frambuesa está quieta y en silencio encima del escritorio donde la abandoné cuando me puse el bañador. Temiéndome lo peor, agarro el portátil y lo enchufo a la corriente.

—Vamos a leer historias para no dormir antes de irnos a dormir, Ortiga —me digo alegremente mientras me siento con las piernas cruzadas sobre la colcha y me pongo encima el ordenador.

Y es, sin duda, todo un acierto, porque podría haber perdido la vista que me queda intentando leer la mini pantalla de la frambuesa el manuscrito de proporciones bíblicas que encuentro en mi bandeja de entrada.

De: Christian Grey

Fecha: 31 de mayo de 2011 07:30

Para: Utica Dioica

Asunto: ¡Por fin!

Urtica:

Siento haberte asustado. [Ooooh. Empieza con una disculpa. Qué bien. ¡Estamos haciendo progresos!] La idea de haberte inspirado miedo me resulta horrenda. ¿De verdad crees que te dejaría viajar como una presa? Te he ofrecido mi jet privado, por el amor de Dios. Sí, era una broma, y muy mala, por lo visto. No obstante, la verdad es que imaginarte atada y amordazada me pone —esto no es broma: es cierto. [Vaya por Dios. Ahí se va el progreso. Dile adiós al progreso, Ortiga. ¡Adiós, progreso, adiós!] Puedo prescindir del cajón; los cajones no me atraen. [Los cajones se sienten desqueridos. D:] Sé que no te agrada la idea de que te amordace; ya lo hemos hablado: cuando lo haga —si lo hago—, ya lo hablaremos. [Adioooos. C':] Lo que parece que no te queda claro es que, en una relación amo/sumiso, es el sumiso el que tiene todo el poder. Tú, en este caso. [Eh… No. Yo, no.] Te lo voy a repetir [De verdad. No hace falta. Está bien.]: eres tú la que tiene todo el poder. No yo. [Podemos dejarlo en que aquí nadie tiene el poder. ¿Qué te parece? Un muy literal «ni pa'ti, ni pa'mí».] En la casita del embarcadero te negaste. Yo no puedo tocarte si tú te niegas [Bueno. Es que solo faltaba.]; por eso debemos tener un contrato, para que decidas qué quieres hacer y qué no. [En realidad no necesito ningún contrato para eso. Pero, en todo caso: sí, DEBEMOS tener un contrato. No tener un contrato es de hecho parte el problema, del por qué yo sigo aquí teniendo que lidiar contigo. ¡Firma de una vez, tarado!] Si probamos algo y no te gusta, podemos revisar el contrato. Depende de ti, no de mí. Y si no quieres que te ate, te amordace y te meta en un cajón, jamás sucederá. [Genial. Me alegra que estemos en la misma página al menos en eso.]

Yo quiero compartir mi estilo de vida contigo. Nunca he deseado nada tanto. Francamente, me admira que una joven tan inocente como tú esté dispuesta a estar conmigo. [A mí también me asombra. A todos nos asombra que alguien esté dispuesto a pasar tiempo contigo.] Eso me dice más de ti de lo que te puedas imaginar. No acabas de entender, pese a que te lo he dicho en innumerables ocasiones, que tú también me tienes hechizado. [¿Quién más dices que te tiene hechizado?] No quiero perderte. Me angustia que hayas cogido un avión y vayas a estar a casi cinco mil kilómetros de mí varios días porque no puedes pensar con claridad cuando me tienes cerca. A mí me pasa lo mismo, Urtica. [Pues no te veo poner 5000km de sana distancia. Actos son amores, y no buenas razones.] Pierdo la razón cuando estamos juntos; así de intenso es lo que siento por ti. [Mierda. Cinco mil empieza a parecer un número muy pequeño.]

Entiendo tu inquietud. He intentado mantenerme alejado de ti; sabía que no tenías experiencia —aunque jamás te habría perseguido de haber sabido lo inocente que eras—, y aun así me desarmas por completo como nadie lo ha hecho antes. Tu correo, por ejemplo: lo he leído y releído un montón de veces, intentando comprender tu punto de vista.

Levanto un momento la vista del monitor. Parpadeo. Busco en la bandeja de salida mi último mensaje. Sigo parpadeando.

—Se ha leído y releído mi correo de… ¿una palabra?

Creo que prefiero no preguntar.

Vuelvo a la bandeja de entrada una vez más. Me queda por leer la mitad del email.

Me arremango.

¿Qué te parece si firmamos nuestro contrato por seis meses, un año? ¿Cuánto tiempo quieres? ¿Cuánto necesitas para sentirte cómoda? Dime. [Bueno, ya que lo preguntas… Puede que el viernes tenga una hora libre para comer.]

Comprendo que esto es un acto de fe inmenso para ti. Debo ganarme tu confianza [Pues no es por nada, amigo, pero lo de la mordaza y el avión no ha sido desde luego uno de tus mejores progresos], pero, por la misma razón, tú debes comunicarte conmigo si no lo hago. Me fastidia que, en cuanto pones distancia entre nosotros, te comuniques abierta y sinceramente conmigo. ¿Por qué no lo haces cuando estamos juntos? [Oye, que yo lo intento. Si la comunicación no funciona he de decir que no es del todo culpa mía.]

He podido ver esos breves momentos en los que cedes el control y adoptas la conducta propia de una verdadera sumisa. Me viene a la mente nuestra primera conversación por teléfono. «Ejemplar» es el calificativo que se me ocurre. [«Creepy as fuck» me parece un calificativo más apropiado.] Dicho esto, me gusta que me desafíes. Es una experiencia nueva y refrescante, y no me gustaría que eso cambiara. [Te desafío a que me dejes en paz. Preparados. Listos. ¡Ya! :3]

Pareces fuerte e independiente, pero luego leo lo que has escrito y veo otro lado tuyo. [Ehm… mi lado… ¿circense? Dunno ._.] Debemos orientarnos el uno al otro, Urtica, y solo tú puedes darme pistas. [No sé qué más quieres que haga. ¿Te hago un croquis?] Tienes que ser sincera conmigo y los dos debemos encontrar un modo de que nuestro acuerdo funcione. Así que sí, dime a qué te refieres cuando me pides una amistad sin sexo. [Ah. Ahora veo la necesidad del croquis.] Me esforzaré por ser abierto y procuraré darte el espacio que necesitas.

Es como cuando me dijiste que te sientes como una puta si me gasto dinero en ti, y no sé cómo responder. [Que yo dije… ¿qué?] Ya sé que no me lo has dicho con esas palabras, pero es lo mismo. [Err… ¿No? Porque si fuera lo mismo, entonces hubiera usado ¿las mismas palabras?] Ignoro qué puedo decir o hacer para que dejes de sentirte así. [Ahí va otro croquis: dejar de gastarte tus millones en mí.] Me gustaría que tuvieras lo mejor en todo. Trabajo muchísimo, y me gusta gastarme el dinero en lo que me apetezca. [Ah, o sea que no es que no sepas, sino que te la pela. Got it.] Podría comprarte la ilusión de tu vida, Urtica, y quiero hacerlo. [Están pidiendo voluntarios para la primera colonia en Marte. ¿No te apetece ser un marciano? A mí sí me haría ilusión que fueras un marciano.] Llámalo redistribución de la riqueza, si lo prefieres. [O llámalo impuestos. Ya sabes. Whatever floats your boat.] O simplemente ten presente que jamás pensaría en ti de la forma que dices y me fastidia que te veas así. Para ser una joven tan guapa, ingeniosa e inteligente, tienes verdaderos problemas de autoestima y me estoy pensando muy seriamente concertarte una cita con el doctor Flynn. [No que el hecho de que seas tan espeluznantemente patronizing no fuera a hacer **maravillas** por mejorar, hipotéticamente, mi autoestima. Pero creo que el doctor Flynn ya tiene trabajo más que suficiente contigo. Déjale descansar.]

Soy rico. Acostúmbrate. ¿Por qué no voy a gastar dinero en ti? [Creo que ya tienes un croquis sobre esto.] Le hemos dicho a tu padre que soy tu novio. ¿No es eso lo que hacen los novios? Por cierto, díselo también a tu madre. [Lo sabe. Me ha dado miedo preguntar cómo.]

Espero con ilusión tu próximo correo.

Entretanto, diviértete. Pero no demasiado. [Me divertiré con toda la contención de una dama victoriana. Una dama victoriana que bebe champan en taza y se baña con bañador de pata.] Procuraré mantenerme alejado de ti mientras estés en Georgia.

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

—Necesito un kit-kat —suspiro.

Me dejo caer teatralmente de espaldas sobre la cama, los brazos abiertos en cruz.

Un momento.

Se me abren los ojos como dos pomelos. Me incorporo y agarro la pantalla del ordenador con ambas manos.

—¡¿Cómo que va a procurar mantenerse alejado?!

¿Significa eso que a lo mejor no lo consigue?

Me vuelvo a dejar caer hacia atrás como fulminada por un rayo cubriéndome la cara con un brazo.

—Obviamente, no.

—Ortiga, cielo —me dice una voz dulce y suave, llena de recuerdos de tiempos pasados.

Abro los ojos debajo de mi brazo y me quedo rígida un momento.

¿Dónde estoy?

Una mano suave me acaricia la barbilla, que es de lo poco que queda a la vista de mi cara.

—Ortiga, cariño.

Me incorporo sobre el colchón sorteando hábilmente su mano extendida, el cuello tenso. El corazón me late en la clavícula.

—¡Estoy despierta! —grazno.

La miro ya desde una sana distancia.

No me toques.

—Nos vamos a cenar en media hora. ¿Aún quieres venir? —pregunta, amable.

Barro la cama a mi alrededor con la mirada y me rasco detrás de la oreja mientras intento reubicarme.

Estoy en Georgia. . No Georgia-país europeo.

Y esta no es la madre que yo me temía. Esta solo ha venido a ofrecerme comida.

Miro de nuevo a la mujer. Relajo un poco la mandíbula.

La comida es buena.

—Sí, claro —farfullo—. Cena, desde luego.

Contengo un bostezo.

—Vaya, un artilugio impresionante —dice mi madre postiza, señalando la Blackberry.

—¿Esa cosa? —El cacharro sigue apagado encima del escritorio—. Me lo ha prestado Christian. Pensé que podría pilotar una nave espacial con él, con todo esos botones, pero al final resulta que solo es un teléfono pijo con aspiraciones.

Ella alza las cejas.

—¿Christian?

—Ajam.

—¿El hombre que te tiene loca?

—Sí —Asiento—. ¡No! —Sacudo la cabeza y la miro con indignación.

No me confundas, mujer.

Sonríe de lado como si yo hubiera dicho algo muy gracioso pero no quisiera demostrarlo.

—¿Te ha escrito?

—Buff. —Me llevo una mano a la frente—. Biblia y media.

Por lo menos.

Aprovecha para sentarse en la cama, a mi lado. Echo la cabeza hacia atrás y la miro de arriba abajo con felina indignación.

—A lo mejor te echa de menos, ¿no?

—Eeeh…s ¿posible?

¿Supongo?

—¿Qué te dice?

—Buff —se me escapa.

Cosas que no se dirían en la Biblia. Seguro.

Levanto un dedo, pero me quedo con la boca abierta antes de la siguiente palabra.

No creo que sea muy recomendable mencionar nada sobre amos de las mazmorras.

Además, había un acuerdo de confidencialidad por ahí en algún lado.

—Me ha dicho que me divierta, pero no demasiado. —Opto por lo seguro.

—Parece razonable.

¿Eh?

—Bueno, te dejo para que te arregles, cielo. —Se inclina y me besa en la frente—. Me alegro mucho de que hayas venido, Ortiga. Me encanta tenerte aquí.

Y, después de tan afectuosa declaración, se va. Yo la sigo con la mirada.

—¿Razonable? —vocalizo.

Levanto un dedo para decir algo, pero antes de que haya tenido realmente tiempo de decidir el qué la puerta ya ha terminado de cerrarse. Cierro la boca y bajo el dedo.

Quizá es mejor así.

Sigo en bañador.

«Club de golf» suena ligeramente más pijo que «chiringuito de playa». Es posible que bañador y chanclas no sea la indumentaria más apropiada para este contexto social en concreto.

Mi ropa del viaje ya se fue hace horas al cesto de la colada. Así las cosas, subo mi mochila a la cama y empiezo a sacar. Aparecen unas sandalias que no reconozco de nada, seguidas de un montón de tela gris suave y brillante.

Como un perfecto mago de fiesta infantil de cumpleaños, voy tirando de la prenda como si fuera un interminable pañuelo, cada vez más y más confusa.

Me quedo blanca. Los brazos extendidos frente a mí, la boca abierta.

—¿De dónde diablos he sacado yo un vestido?

Miro la mochila, las sandalias, el vestido, una vez más la mochila.

—Me he ¿equivocado de equipaje?

Pero si no he metido nada en bodega. ¡La mochila a estado en todo momento conmigo!

Me pongo verde.

—¿El tarado me ha cambiado el equipaje?

¿Cuándo? ¡¿Cómo?!

Sigo mirando el vestido. No tiene etiqueta. No parece viejo, pero tampoco está recién comprado. Ni siquiera parece el nivel de ridículamente caro como para encajar con esta hipótesis.

Sobre la cama ha caído algo.

Tengo un mal presentimiento.

Cojo lo que parece un gran bote de crema con el tapón de color rosa chicle. Le doy la vuelta lentamente, quizá en shock.

Tiene dos cosas pegadas: una espátula de plástico de color también rosa y un post-it.

«Las instrucciones están al dorso ;-) K.»