N.A: Bien, esto es algo arriesgado para mí, de verdad XD

No llevo mucho tiempo como fanficker, pero mi fandom siempre ha sido el de Shingeki no Kyojin, así que este viene siendo mi primer fic de Hetalia. Vi la serie porque me la recomendaron y me enamoré. Me hace tan feliz XD Así que por eso decidí empezar este fic.

Quiero advertir que va a ser un poco largo, aunque aún no sé bien qué tanto. Otra cosa que quiero advertir es que este será un AU, en consecuencia, los protagonistas llevarán sus nombres humanos. Por otra parte, aclaro que esta historia se sitúa en Alemania; y se incluirán a las parejas PruHun, AusHun y PruAus, que será la principal.

Agradecería de antemano opiniones, críticas o sugerencias.

Disclaimer: Hetalia Axis Powers no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.


CAPÍTULO PRIMERO

LA BODA

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—¡Me estoy mojando, idiota!

—Yo... ¡Yo puedo detener la lluvia!

—Mentiroso.

—¡Claro que puedo! —volvió a presumir—. Soy tan asombroso que lo haría si quisiera, pero es divertido verte hecha un asco.

—No sé qué hago perdiendo el tiempo contigo —refunfuñó, arrugando la frente.

Ambos niños intentaban cubrirse de las pesadas gotas de lluvia bajo la copa de un árbol. El frío de la tarde se hacía más presente a cada minuto, y ya veían venir un regaño por sus fachas y su desobediencia. Supuestamente debían pasarla tranquilamente tomando el té y entretenidos con los juguetes de Elizabetha; pero no. Gilbert la jaló de la muñeca para conducirla hasta la parte más oscura del extenso jardín. Los Héderváry aún tenían algo de qué jactarse, después de todo.

Así, luego de muchas horas trepando a los árboles más frondosos para acariciar pichones, dio inicio la lluvia. En un principio no fue gran molestia, por supuesto, ya que ambos se esforzaban en demostrar lo poco que les afectaba ver sus ropas húmedas. Gilbert tenía la blanca camisa pegada a su pecho y respiraba con cierta dificultad por causa de la humedad, mientras que a Elizabetha poco le importaba tener la basta de su vestido empapada, porque incluso sentía que le estorbaba al echarse a correr detrás de Gilbert para hacerle pagar cualquiera de sus atrevimientos. Pronto la tierra se volvió fangosa y entonces, a sus tiernos años, les sorprendió lo que surgía de ella.

—¡¿Q-Qué es eso?!

—No lo sé... Acércate, Gilbert.

—¿Yo por qué? Mejor tú.

Elizabetha chasqueó la lengua y recogió su vestido hasta las rodillas para poder acuclillarse. Su cabello húmedo cubría su frente y le dificultaba un poco ver, pero cuando estuvo más cerca descubrió que aquello a lo que temían no pasaba de gusanos. Con torpes movimientos emergían, retorciéndose en medio del lodo, felices de recibir toda esa humedad.

—Deberíamos darle uno de estos a tu querida ave.

—¿Esos bichos?

—TODAS las aves comen gusanos, ¿qué no lo sabes?

—Sí, pero esas son aves comunes. La mía es genial —sentenció, cruzándose de brazos, aún negándose a acercarse a los insectos.

—Como digas —resopló ella, tomando uno entre sus dedos. Elizabetha se puso de pie en un brinco, y una macabra idea cruzó su mente—. Oye, Gilbert... —Con pasos medidos, dejando muy profundas huellas, se aproximó a su compañero, meneando el gusano. Gilbert palideció (si acaso es posible), retrocedió un paso y estuvo a punto de trastabillar.

—¿Q-Qué haces? —Tragó duro.

Ella le regaló su mejor sonrisa burlona y se echó a correr, dispuesta a alcanzarlo y meterle el gusano entre la camisa y la espalda.

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El juego no les duró demasiado. Media hora luego de iniciada su carrera por atrapar a Gilbert, la voz de su madre resonó por todo el jardín. Supo entonces que se había acabado su momento de libertad.

Gilbert no le permitió alcanzarlo, más por imaginarse la vergüenza que le provocaría que Elizabetha le toque que por imaginarse un gusano escurrirse por su espalda. Cuando llegó el momento de su despedida, simplemente la dejó marcharse, con la promesa de volver a los pocos días para jugar juntos.

Ya adentro, frente a sus padres, la niña les mostraba su peor aspecto: el vestido de encaje bellamente confeccionado estaba hecho jirones, húmedo y cubierto casi en su totalidad de lodo. Y no solo era la ropa, sino su rostro y su cabello; además el hecho de que pudiera pescar algún resfriado por sus travesuras la hizo merecedora de un tremendo sermón.

Sus padres no veían de forma negativa esa proximidad entre ambos niños. Sin embargo, lo que no aprobaban era esa forma poco delicada de actuar de su hija, y sentían que debían actuar de inmediato. No podían permitir que siga actuando como un marimacho, era inconcebible. Tenían que hallar un remedio pronto.

Y su madre ya había dado con la solución.


Disfrutaba mucho de dormir hasta muy entrada la mañana. Era una costumbre que no había perdido ni siquiera con el paso de los años. Su hermano, Ludwig, mucho más estricto en esos aspectos, se lo criticaba a menudo, incluso a pesar de ser el menor. Pero Gilbert no cambió. Continuó con ese hábito incluso llegada su adolescencia. La esperanza de Ludwig radicaba en que su hermano mayor mejore llegada esa edad, pero simplemente no se concretó.

Esa mañana lo recibía con el sol en medio del cielo. El agradable calorcito del ambiente combinado con el de las sábanas lo invitaba a permanecer muchas más horas metido en la cama, pero decidió abandonarla para realizar un par de actividades aprovechando las breves vacaciones que tenía.

Debido a los últimos exámenes no había tenido ni un momento para verla.

Gilbert había concluido más que satisfactoriamente la Educación Secundaria I, y solo restaba esperar a continuar con su preparación en la Secundaria II [1]. Ya contaba con dieciséis años cumplidos, y todo parecía indicar que continuaría por ese buen camino en cuanto a sus estudios. Ludwig no era muy diferente, también sobresalía entre su grupo y el mismo Gilbert hacía alarde de eso, jactándose de lo brillante, responsable y lindo que era su hermanito.

Estiró los brazos para desperezarse y se aproximó a la ventana, y ver el cielo despejado y hermoso le hizo sonreír. Más despierto, corrió al baño para darse una ducha rápida y desayunar para poder salir de casa. Cuando estuvo en la cocina, encontró a su hermanito bebiendo un jugo de frutas con algunas tostadas.

—Lud —saludó, aproximándose al refrigerador para extraer el jugo y servirse lo mismo—. ¿Desayunando tan tarde?

—Buenos días, hermano. No es desayuno, es un aperitivo —aclaró—. Aún no está lista la comida y sentí deseo de comer algo.

Gilbert tomó asiento a su lado y mordisqueó una tostada. Por alguna razón, sentía que Ludwig le estaba ocultando algo.

—¿Qué pasa? —espetó

—¿Vas a salir? —respondió su hermano, intentando cambiar de tema. Sin embargo, su intento fracasó, porque se veía cierta culpa en su rostro tímido.

—Iré a ver a esa mocosa —explicó, dando un sorbo a su jugo, sin despegar la vista de su hermano—. Hace muchísimo que no la veo por culpa del colegio. Ella no esperará que me aparezca por allá y podré asustarla un poco. ¿Quieres ir? Tú tampoco la has visto.

—En realidad... No. Sabes que me ponen nervioso...

—Vale, vale. Entiendo. —Gilbert pellizcó una de las mejillas de su hermano, provocando que este haga un mohín adorable.

—Suerte —gruñó Ludwig, y salió de la cocina sin darle oportunidad de preguntar nada.

Terminado su desayuno, volvió al baño para echarse una última mirada antes de partir.

"Asombroso", se dijo a sí mismo.

Atravesó el jardín de su casa y a su paso Blackie, Berlitz y Aster festejaron poder verlo, brincándole encima e intentando derribarlo. Se tomó un momento para acariciarlos, prometiéndoles que volvería pronto para poder jugar juntos y que, quizá, con mucha suerte, la "marimacho" los visitaría para jugar también. Solo tendría que convencerla.

Recorrió el sendero que lo conduciría a la casa de los Héderváry, latiéndole el corazón muy deprisa, nervioso a cada paso más y más por su reencuentro. Claro, no era que la extrañara. Porque definitivamente había estado muy bien durante el colegio, excelentemente, mezclándose con gente extraña y que no era ni un cuarto de genial que él. No la había extrañado porque era estupendo estar solo y tener tiempo para apreciar cuán asombroso era y cuántas virtudes poseía, además de su belleza. Porque Gilbert, con el cabello platinado y sus ojos rojos, estaba convencidísimo de que era, de lejos, el más bello de todo el planeta. Era un hecho irrefutable.

Como fuere, eso ya no importaba, porque de todos modos la visitaría solo por ser cortés y, quizá, podrían disfrutar, como antes, de esos días de diversión y juegos inocentes. Quizá no exactamente iguales, pero al menos estarían juntos.

Frente a la puerta enrejada, altísima, llamó por medio del timbre, y pronto un mayordomo apareció. El tipo parecía tener mucha prisa por volver a la casa, y no podía imaginar el porqué. Lo condujo hasta la sala y se dejó hacer pesadamente sobre el sofá, siendo recibido por la mullida superficie de este. El mayordomo le aseguró que la señorita se daría un momento para atenderlo, porque estaba bastante ocupada. Gilbert, más desconcertado aún, empezó a golpetear el suelo con su talón, nervioso. Algo definitivamente andaba mal en esa casa y no le gustaba en lo absoluto sentirse excluido de esa información.

Finalmente, luego de quince minutos, Elizabetha se asomó por la sala, y Gilbert tuvo claro que valió completamente la pena que su muy grandiosa persona haya aguardado por ella. Ya no quedaba nada de aquella niña brusca que llegaba a golpearlo de vez en cuando; se había convertido en una mujer muy linda, y eso por una parte le agradaba –aunque no lo dijera ni aceptara– y por otra le entristecía, porque a ese cambio en su apariencia se había sumado un cambio en su actitud: Elizabetha ya no optaba por los mismos juegos de antes, y se inclinaba más por otro tipo de ocupaciones, más femeninas.

—¿Qué haces tú con esa ropa puesta? No te sienta nada bien —se burló, asomando a sus labios una sardónica sonrisa.

—No es algo que te importe —resopló ella. Cuando sus ojos se encontraron con los rojos de Gilbert, cedió un poco y le sonrió—. ¿A qué has venido?

—Quise engalanar tu casa con mi presencia, así que aquí me tienes —respondió, colocando ambos brazos sobre el espaldar del sofá y cruzando sus piernas—. Deberías estar agradecida.

—No es el mejor momento, Gilbert.

—¿Y eso por qué? ¡No hay nada mejor que disfrutar de mi asombrosa compañía!

—Gilbert —amenazó, poniendo ambos brazos en jarras—. Me voy de aquí. Mis padres me envían lejos.

—¿Pero qué tonterías dices? —rió, porque el impacto de sus palabras fue tanto que no se le ocurrió otra cosa que hacer—. ¿Quién va a querer a una mocosa latosa como tú? Solo aquí te aprecian. No sé a qué vas a otro lado.

—Voy a estudiar, terminar la secundaria. Mis padres lo decidieron hace ya mucho tiempo.

—Ah... —balbuceó torpemente entre risas, y se puso de pie en un salto—. ¡Pues es genial que te marches! ¡A este lugar solo le hago falta yo! ¡Y ya que te vas, será mejor que me entregues todas las revistas que leíamos antes... Y... Y... También quiero tus juguetes!

—No me voy para siempre, idiota —replicó ella, perdiendo la paciencia—. Volveré en unos años, tres o quizá cuatro. ¡Así que no quiero ver que haya desaparecido algo mío a mi regreso! ¡Estás advertido!

A Gilbert no le quedó otra cosa más que reír. Rió y rió, intentando burlarse de Elizabetha. Rió porque de esa forma se convencía a sí mismo de que su partida, aunque no fuera definitiva, no le importaba ni le hería. Y cuando llegó el momento de despedirse, no hizo más que dedicarle una de sus clásicas sonrisas burlonas para luego sacarle la lengua e intentar darle una patada, a lo que Elizabetha respondió con un poderoso puntapié.

Al menos ese dolor le ayudó a convencerse de que en ninguna otra parte de su cuerpo sentía algo peor.

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Por supuesto que no aguardaba por su regreso, claro que no. Es más, que en el calendario esté marcada la fecha exacta no significaba otra cosa más que su oportunidad de jugarle alguna broma. Una muy grande, por cierto; su reencuentro lo merecía, después de todo. Y claro que era una casualidad que lleve puesta su mejor ropa. No, ni siquiera era una casualidad, porque él siempre lucía impecable y ese día no sería la excepción.

Gilbert se despidió de Ludwig, quien afirmó que la visitaría más tarde, y enrumbó a la casa de los Héderváry. Con paso gallardo, la espalda muy recta y el pecho henchido, volvió a presentarse frente al portón, pero ese día el mayordomo se veía más sosegado, incluso feliz. Le hizo pasar a la sala, y descubrió que no había cambiado casi nada. Durante la ausencia de Elizabetha no tenía motivos para aparecerse por allá, así que no tenía forma de saber si algo había variado en la decoración. Los muebles forrados en terciopelo, las pinturas con marcos dorados, los floreros repletos aromatizando el ambiente y la pequeña mesa al centro, dispuesta a que sea colocada una fuente con té sobre ella: todo seguía tal cual lo recordaba. Tomó asiento en el sofá más pequeño, y se acomodó de modo que en cuanto la viera pudiera erguirse en el acto para asustarla o, en su defecto, acercarse a ella y saludar. El mayordomo le advirtió que los padres de la señorita de la casa no tardarían en bajar a verlo, pues estaban ocupados preparando todo para un suceso importante, una sorpresa que estaba seguro le alegraría muchísimo. Gilbert no podía imaginar qué clase de sorpresa sería, así que permaneció en su posición, jugando con sus blanquísimos dedos.

Cuando oyó unos pasos por la sala, los nervios lo asaltaron y su cuerpo enteró tembló. Con el corazón en la garganta y oyendo sus latidos resonar por toda la habitación, aferró ambas manos a los posabrazos y ensayó su mejor sonrisa para que su ansiedad no lo traicione y no luzca como un torpe frente a ella. No quería eso luego de tantos años de espera.

Sin embargo, hizo aparición la persona que menos pensó en la vida vería por allá.

—¿Qué haces aquí? —cuestionó, con el ceño fruncidísimo. En un primer momento sintió desprecio, pero pronto recuperó su actitud socarrona—. ¿El señorito se digna a descender de su pedestal a estos aposentos?

Se trataba nada más y nada menos de su viejo enemigo de infancia, Roderich Edesltein, un vecino de ambos. Con su cabello castaño levemente desordenado, sus ojos violetas cubiertos por las gafas, un lunar debajo de la boca y su porte elegante, se había ganado su antipatía al ver que Elizabetha buscaba molestarlo de niños. Si Elizabetha iba a tener un enemigo e iba a intentar ganar la atención de alguien, tenía que ser solo la de él.

—Quizá no lo sepas, pero las personas normales dicen "Buenas tardes" en cuanto se ven. Aunque, claro, no podía esperar menos de alguien como tú. Pero, dado que no somos iguales: buenas tardes, Gilbert —explicó muy calmado, tomando asiento en el sofá más amplio, mirando a Gilbert directamente a los ojos—. No estaría mal que aprendas un par de convencionalismos. Te sentarían de maravilla.

—Cierra la boca, maldito aristócrata —escupió—. Te hice una pregunta. Quizá ni siquiera eres capaz de entender lo que dije.

—Seguro, Gilbert; claro que mi cerebro es incapaz de decodificar un mensaje emitido por ti —respondió él, restándole importancia a sus palabras con un movimiento de su mano—. Tengo un compromiso importante aquí.

—Yo también. Por eso vine.

—No puedo saber si es importante o no, pero es obvio que algo te trajo hasta aquí —resopló—. Gracias, tu acotación me ha iluminado como no tienes idea.

Gilbert buscaba en su mente alguna respuesta sarcástica, alguna forma de devolvérsela, pero sus pensamientos fueron interrumpidos por la aparición de la misma Elizabetha. Ella, sorprendida de verlos en la sala, intercaló su mirada entre ambos muchachos. Gilbert no pasó por alto el sonrojo que encendió las mejillas de su amiga en cuanto sus ojos cayeron en el "señorito", y cierta punzada de dolor le remeció el pecho.

—Buenas tardes, Elizabetha —saludó Roderich, poniéndose de pie para acercarse a ella. Gilbert le imitó, pero sus rodillas le flaquearon un poco—. He venido tal como me pidieron. Espero que tu viaje haya sido provechoso.

—S-Sí, lo fue... —respondió ella, desviando la mirada. Para no sentirse más avergonzada, decidió ocupar su atención en Gilbert—: ¿A qué has venido?

—Soy tan asombroso que me pareció bien recibirte. Es como un premio, ¿ves, Eli?

Elizabetha puso los ojos en blanco y estuvo a punto de largarse a pelear con él, pero la presencia de Roderich la frenó a tiempo. Este por su parte seguía minuciosamente cada movimiento de Gilbert, ignorando por completo a Elizabetha.

—¡Qué encanto que todos estén presentes! —intervino de pronto la voz de la señora Héderváry, quien se adentró en la sala junto a su esposo—. Así todo será mucho más sencillo.

La señora Héderváry era una mujer de aproximadamente cuarenta años, con el cabello rubio y grandes ojos verdes, los cuales heredó su hija. El señor Héderváry en cambio le legó a Elizabetha el color castaño claro de su cabello. Ambos eran dueños de una gran mansión, rezago de una vida más que acomodada. Sin embargo, en esos momentos pasaban por su peor momento económico y no les quedaba más prestigio que el que les proporcionaba su apellido.

La familia de Gilbert no era muy diferente. Criados principalmente por su abuelo, tanto Gilbert como Ludwig fueron educados para sentirse orgullosos de su apellido, porque de su época dorada de poder adquisitivo no quedaba nada, y vivían apenas con lo necesario para no ser una familia más. Fue Gilbert quien asimiló mucho más esas enseñanzas, en cambio Ludwig procuraba realizar sus actividades sin hacer alarde de las mismas.

—Reconozco que en su momento me pareció un poco repentino, pero mis padres convinieron que era bastante provechoso. Después de todo, conocen a Elizabetha desde pequeña —comentó Roderich. Gilbert estaba completamente perdido, y eso en definitiva no le gustaba.

—Bueno, nuestra pequeña recibió la noticia más que contenta —dijo el señor Héderváry, y su hija le dio un codazo, muy colorada—. Quizá por eso estudió con más ahínco.

—Gilbert, querido, ¿aún te lo hemos contado, verdad? —dijo la dueña de casa.

—¿El qué? —gruñó él, con una ceja curvada y cada vez más ajeno a la situación.

—Es porque estuvo mucho tiempo ausente, estudiando —intervino su esposo—. Sucede que nos dimos cuenta de que Eli ya está en la edad apropiada para casarse.

Algo andaba muy mal. Muchas veces había pensado en su amiga llevando puesto un vestido, para qué negarlo, sobre todo en ciertas noches febriles; pero no había concebido esa posibilidad ni remotamente. Más bien no soportaba la idea.

Era lo más normal casarse, eso lo sabía perfectamente, sobre todo en familias como la suya, aunque suponía que Elizabetha, con ese carácter tan peculiar, se negaría en todos los idiomas que le habían enseñado durante su infancia. O por lo menos no tan joven, porque apenas contaba con unos veinte años y aún podía continuar con los estudios superiores. Pero no. Según podía intuir su brillante mente, ella estaba bastante contenta.

—Hablamos con los padres de Roderich y ellos aceptaron gustosos —continuó el hombre—. La boda será en unos días, cuando Eli esté completamente instalada. Por supuesto que estás invitado, tú y tu familia. Nos alegrará verlos allá.

Un silencio incómodo envolvió la habitación. Roderich persistía en observar a Gilbert; Elizabetha tenía ambas manos a la altura de su pecho, sorprendida al ver a su compañero de la infancia sin proferir palabra, completamente opuesto a la imagen que siempre daba. Gilbert estaba en blanco. Había quedado de pie, estático, sin atinar a decir cualquier cosa, porque lo que había dicho la madre de Elizabetha lo había cogido desprevenido. Solo estaba seguro de algo: jamás imaginó que una unión como esa pudiera suscitarse.

Y dolía. Dolía mucho en el pecho.

—Kesesesese~ —rió Gilbert, recuperado de tremenda impresión. Reír era su única forma de protegerse, de no lucir patético—. ¡Lud vendrá encantado, seguro!

Los padres de Elizabetha decidieron retirarse a su despacho para terminar de arreglar asuntos pendientes de la boda, encargándoles a los chicos que platiquen con tranquilidad y recuerden viejos tiempos. Sin embargo, Roderich, por alguna extraña razón, anunció que se marchaba luego de dedicarle una mirada a ambos. Elizabetha intentó tomarle una mano, pero él la esquivo hábil y elegantemente.

—Ahora ya lo sabes —comentó ella, ocupando el lugar que abandonó Roderich—. La invitación ya debe estar llegando a tu casa.

No podía entenderlo. Simplemente no entendía cómo podía estar tranquila sabiendo que tendría que unir su vida a un sujeto tan detestable como el señorito Edelstein; y lo peor de todo era que incluso lucía feliz, porque ese sonrojo en sus mejillas le llevaba a concluir eso. Gilbert no estaba dispuesto a acallar sus preguntas.

—¿A que es horrible tener que pasar tiempo con él? —bromeó, recostando su cuerpo en el respaldo del sofá—. No sé cómo podrás soportarlo... Porque te obligaron... ¿no?

—¡Siempre estás hablando mal de él! —le regañó ella, elevando un puño con aire amenazante—. El señor Edelstein es un hombre... Bastante agradable —aclaró, siempre con las mejillas coloradas.

—¿Qué tiene de agradable ese señorito podrido y frívolo? —replicó él, y de sus palabras se esfumó cualquier hálito de burla.

—Es... Es un hombre del que cualquier mujer se enamoraría —declaró, muy firme—. Es talentoso, educado, amable, atento, sensible... Le oí tocar el piano hace tiempo y... ¡El punto es que es un gran hombre!

A Gilbert se le revolvió el estómago.

—Es altanero, amanerado, débil e indiferente —volvió a replicar, furibundo—. ¿Qué le has visto a alguien así?

—¿Y a ti qué te importa? La que se va a casar soy yo, no tú. Tiene que gustarme a mí.

—¡Por supuesto! ¡Tiene que gustarte, porque lo aceptas muy feliz, por lo que veo! La veré en su boda, señora Edelstein —ironizó, y se puso de pie en un solo movimiento para abandonar la habitación. Tenía que salir de ahí cuanto antes o sería demasiado tarde. Porque entonces el daño en su orgullo sería irreparable; y el dolor que le habían provocado esas palabras era insoportable.

Dejó atrás la propiedad con pasos furiosos, arruinando a su paso el trabajo del jardinero. ¿Qué podía importarle eso en ese momento? Lo único que le interesaba era llegar a su casa, de ser posible ver a fiel ave o a sus perros para entretenerse y olvidar pronto todo cuanto había oído esa tarde. Debía olvidarlo porque se había sentido humillado, había sido ofendido y para él eso era imperdonable. Además, tenía que prepararse mentalmente para cuando llegara el momento definitivo.

Durante la boda no podía permitirse lucir débil como ese día. No le daría ese gusto a Roderich.

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Pese a todo el empeño que puso y lo genial que intentó lucir, no pasó desapercibida su incomodidad durante toda la ceremonia. Por lo menos para Ludwig, que supo desde la tarde, mientras ambos se arreglaban frente al espejo, que algo andaba mal con su hermano. Gilbert se había pasado todo el día riendo y gastándole bromas, cada una más estruendosa que la otra, y eso solo podía significar una cosa: estaba sufriendo.

Podía adivinar la razón. Gilbert se había encargado de cuidarlo y velar por él desde pequeño, como si no importara nadie más en el mundo; y pese a eso no hacía más que mostrarle la misma fachada que a todos, la de continuo alarde. Sin embargo, Ludwig comprendía que detrás de esa barrera, Gilbert ocultaba sus verdaderos sentimientos, y ese día no hacía más que comprobárselo, porque tenía claro que su hermano tenía sentimientos especiales por Elizabetha a pesar de que se empeñaba en negarlo y no hacía más que molestarla como si aún fueran niños. Gilbert estaba más tieso que un palo de escoba, sentado en el lugar que le correspondía, y en todo el día su sonrisa socarrona no abandonó su rostro.

Entonces llegó el momento definitivo. Roderich ya se hallaba frente al púlpito, con un traje negro entallado, elegante como siempre. Sus padres y los de Elizabetha se hallaban en las primeras filas, todos al borde del llanto. Cuando dieron el aviso, el pianista dio inicio a la melodía que acompañaría la marcha nupcial.

Elizabetha apareció del brazo de su padre. Lucía un vestido blanquísimo, confeccionado con encaje y una capa de tul que lo cubría en su totalidad. Este se ceñía a la altura de su pecho y provocaba que luzca más vaporoso. Se veía hermosa con el cabello recogido y el velo cubriendo su rostro delicado, teñido de un suave rosa. El hombre sostenía a su hija, porque la pobre muchacha estaba tan nerviosa que apenas podía dar un paso sin estar a punto de caer de tanto que le temblaban las rodillas. Y cuando alcanzaron a Roderich, la dejó libre para unirse en matrimonio con el muchacho que habían elegido.

Gilbert no oía realmente lo que decía el religioso que dirigía la ceremonia. No podía porque tenía los ojos prendados de su amiga, porque nunca antes se había percatado de cuán hermosa podía llegar a ser. Y vio a Roderich tomar sus manos entre las suyas, y entonces el hincón en su pecho volvió a manifestarse. Una tortura.

Cuando el religioso formuló una pregunta –o eso supuso debido a la mirada que echó a todos los presentes–, algo lo descolocó.

Roderich le dedicó una mirada. Una indescifrable.

Era indescifrable porque, contrario a lo que hubiera imaginado, no tenía ningún rastro de burla.

Olvidó pronto esa mirada, porque lo que vio a continuación le provocó tanto dolor que se sintió a punto de vomitar. Sintió su pecho oprimirse e impedirle respirar al ver que los labios de Elizabetha se unieron a los de Roderich en un beso. Muy corto, por cierto, apenas un roce, pero beso al fin. En ese momento no se dio cuenta, pero con el tiempo comprendería lo que significaba tanta brevedad.

Los invitados estallaron en aplausos y los recién casados salieron de la iglesia entre vítores y chillidos de alegría, acompañados de una lluvia de arroz. Ambos subieron a una carreta que habían contratado los padres de Roderich, quien tuvo que arrastrar a Elizabetha al estar al borde del desmayo luego de recibir su ansiado beso.

Los vio partir. Vio a Elizabetha agitar ambos brazos fuera de la ventana, despidiéndose de todos con una sonrisa radiante en el rostro. Como si fuera realmente feliz.

Pero también vio a Roderich asomar el rostro, y volvió a dedicarle esa mirada misteriosa.

Si tuviera mejor intuición, habría podido comprender su significado.

—¿Estás bien? —interrogó Ludwig mientras acariciaba a sus amados perros.

—¿De qué hablas? —exclamó muy sonriente desde el sofá en el que yacía tendido con los brazos bajo la nuca—. ¿Por qué iba a estar mal? ¡No digas tonterías, Lud! ¿Será que quedaste picado por no poder beber en la fiesta?

—Aún no tengo edad para esas cosas, hermano. Solo preguntaba... —Vaciló un momento, sin saber si era apropiado tocar ese tema siendo reciente la herida. Al final resolvió continuar—: ¿Qué te pareció la boda?

—Una mierda aburrida —escupió, porque ya se le hacía imposible seguir fingiendo.

—No estaba muy seguro, pero se oían rumores sobre eso. A mí llegaron algunos. Debí contarte, lo siento.

—¿Por qué te disculpas? —rió, porque su hermanito arrepentido removía muchas fibras de su corazón—. Si me lo hubieras contado, te habría ignorado, porque lo que ellos hagan me da muy igual.

—Claro, Gilbert, claro... —murmuró él, convencido de que su hermano estaba mintiendo—. Ese matrimonio al menos va a favorecer mucho a los Héderváry.

—¿Qué dijiste? —inquirió Gilbert, preocupado por lo que pudiera significar ese último comentario de Ludwig.

—Que les favorecerá. Hasta donde sé, los Héderváry escogieron a Roderich por el dinero que posee su familia. Ellos necesitaban esa alianza, después de todo. Porque el matrimonio se ha convertido en algo así: un arreglo entre ambas familias. ¿No lo imaginaste?

—¡Cómo iba a imaginarme todo este circo que se han montado! —bramó, incorporándose del sofá.

—¿Qué no viste el ánimo de Roderich? No es por nada, pero parecía cualquier cosa menos feliz. Así no luce alguien enamorado. En cambio Elizabetha...

—Maldito Roderich... —masculló, rechinando los dientes—. Todo es culpa suya...

—Hermano... —intentó tranquilizarle Ludwig.

Sin embargo, en la mente de Gilbert ya bullían las ideas.

No iba a permitir de ningún modo que ese "señorito" haga infeliz a Elizabetha. Porque a sus ojos él no pasaba de un altanero, frívolo, engreído y estúpido, y de ningún modo quien acompañe a Elizabetha podría tener esas características.

Ya hallaría el modo de acabar con ese asunto.

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Continuará.

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[1]: Estuve averiguando sobre la educación en Alemania, y descubrí que dividen la secundaria en dos partes como mencioné más arriba. En Berlín (que vendría a ser donde nos ubicamos) la primera de estas va desde los doce a los dieciséis años; la segunda, desde los dieciséis a los diecinueve. Elizabetha regresa a sus veinte años, aproximadamente.

N.A: Vaya, el primer capítulo me quedó algo más largo de lo que pensaba. Ojalá que le guste a quien dio inicio a la lectura. Espero poder mejorar con el transcurso del fic, porque me hará muy feliz continuar con este PruAus.

Como verán, Gilbert no está nada feliz con este asunto. Sinceramente, no lo veo echándose a llorar por lo que ocurrió, al menos no delante de alguien, ni siquiera Ludwig. En soledad sí, y en todo caso creo que buscaría el modo de vengarse. Y ya ven que se está gestando algo en su linda cabecita. A ver qué hará para arruinar la vida del señor y la nueva señora Edelstein.

Actualizaré lo más pronto posible, todo depende de mis ocupaciones. Lo que sí juro solemnemente es que jamás abandonaré el fic. Podría tardar un poco en publicar, pero definitivamente esto no quedará en el olvido nunca.

Nos leemos.

Nuevamente, gracias por leer y darle una oportunidad a la historia.