Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.
CAPÍTULO SEGUNDO
ESTRATEGIA Y ACCIÓN
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A lo largo de su aún corta vida había adquirido diversos conocimientos, no solo gracias a las clases que le habían sido impartidas en el colegio, sino gracias también a experiencias personales. Estas mismas habían dejado cierto impacto, quizá no precisamente profundo, pero definitivamente resultaron reveladoras. Por ejemplo, a sus diez años, cuando algunos niños lo molestaban por su particular color de ojos y cabello, además de ser "tan pálido como la muerte" en palabras de esos chicos, comprendió que no era lo más inteligente del mundo encararlos directamente. Su muy excelente persona no haría eso, más bien hallaría la forma de acabar con esa molestia para luego ufanarse de su victoria.
Poco tiempo después logró asociarse con un par de chiquillos que, creyó, merecían ser sus amigos. Pero a diferencia de otros chicos de su edad, no se lo pasaban juntos de arriba abajo, sino que cada uno conservaba su espacio y se comunicaban por medio de algunos gestos que solo ellos reconocían, de modo que nadie en su aula sospechaba que eran tan amigos como realmente lo eran. Entonces, cuando Gilbert veía venir alguna emboscada para la hora de salida, emitía su señal para que sus amigos, Francis y Antonio, dos niños extranjeros, intercepten a una parte de la banda de buscapleitos, dividiéndolos en tres grupos, y así ya no era gran problema enfrentarlos. Por supuesto, los resultados de su plan eran evidentes; y nadie entendía cómo el "mocoso canoso" se salvaba siempre e incluso los compinches terminaban heridos, hasta humillados, porque Gilbert no perdía oportunidad de burlarse de su fracaso. Así, la amistad se prolongó hasta ese momento, cada vez estrechando más y más los lazos entre ellos.
Durante esa época Gilbert comprendió que era mucho mejor elaborar algún plan. Comprendió la importancia de la estrategia.
"Marchar separados, combatir juntos". [1]
También aprendió que una estrategia era buena solo si se convertía de forma rápida en acción, la inmediatez era de vital importancia. Pero para su desgracia, ese definitivamente no era el caso. Y quizá si hubiera tomado más en cuenta ese factor, no le habrían sorprendido los resultados posteriormente. Aunque podría acusar también al estado pasional en que se encontraba entonces.
Elizabetha y Roderich no se hallaban en Alemania. Sus padres los habían mandado un mes a Italia para disfrutar de su "luna de miel" –término que enfermaba a Gilbert–, seguros de que lo pasarían de maravilla en un país tan hermoso. Así que, contrario a sus deseos, no podía dar inicio a su muy brillante y asombroso plan.
Gilbert ya había estado pensando en qué pasos debía seguir.
Sin embargo, a diferencia de aquella experiencia escolar, no se trataba de muchos enemigos, sino algo un poco más sencillo –aunque desagradable, definitivamente–. Para empezar, no sería absolutamente necesario convocar ni a Antonio ni a Francis, porque toda la responsabilidad del plan recaería en él; quizá un par de veces le echarían una mano, pero nada más. No iban a emboscar a varios muchachos, después de todo. La base de su plan estaba cimentada en conocer a su enemigo.
Gilbert "conocía" a Roderich desde muy niño, ya que su casa y la de Elizabetha quedaban muy próximas a la suya. De pequeños, Gilbert disfrutaba molestando a la niña, y en ocasiones, cuando la visitaba con las mismas intenciones, la encontraba parloteando de algo con Roderich, incluso jalándole de la manga de su muy pulcra camisa. Era muy chico entonces, por eso no comprendía por qué le fastidiaba tanto ver a su amiga interesada en aquel niño. A sus ojos Roderich no pasaba de un niño mimado y arrogante que necesitaba siempre estar acompañado de una nana que lo vigilaba desde una distancia relativamente prudente, como si fuera de cristal y temiera siquiera que caiga al piso y se haga un raspón, por más pequeño que fuera. Él, muy por el contrario, disfrutaba de estar solo y poder recorrer toda extensión de terreno que tuviera a su disposición, ya sea el jardín de los Héderváry, el suyo propio o, incluso, el de los Edelstein. Porque hubo ocasiones en las que pasó tardes en esa casa, y solo le quedó clara una cosa: era supremamente aburrido estar allí. Todo mundo intentaba controlar lo que hacía y pretendían que permanezca quieto en la silla, bebiendo té y comiendo galletas.
En cambio Elizabetha... Ella era muy parecida a él. Cuando iba a su casa no hacían más que correr y jugar con cualquier cosa que estuviera a su paso, sin importar si su ropa se echaba a perder o si destruían alguna parte del jardín. Solo había tiempo para disfrutar y jugar. Eso, para él, era estupendo. Aunque todo cambió desde que se alejaron y se dedicó a estudiar. Aprendió a relacionarse con otras señoritas de su edad y adquirió nuevos hábitos, muy distantes de los que tenía en su infancia.
Otro aspecto que no le agradaba de Roderich era su rostro. No sabía exactamente por qué. Quizá porque era bastante opuesto al suyo y nadie le echaba en cara que era extraño (aunque al poco tiempo concluyó que no era extraño, sino más bien único y, en consecuencia, genial), excepto tal vez por esos ojos violetas, pero estos eran más bien alabados, no criticados; quizá porque tenía un no sé qué que le causaba incomodidad, a lo mejor relacionado con la expresión siempre calmada que mantenía. Sí, probablemente era eso: Roderich parecía imperturbable. Aunque en ciertas ocasiones Gilbert lograba descolocarlo, al menos un poco, y a Roderich se le curvaban levemente los labios en señal de fastidio y desagrado. Un mohín curioso, ciertamente. Y desde entonces Gilbert descubrió un nuevo placer: ver las reacciones del "señorito" cada vez que lo molestaba. No lo hacía muy a menudo tampoco, porque ya tenía a su hermanito para ver también ese tipo de reacciones, además de que el gusto se perdería si abusaba de su descubrimiento.
Pero, pese a los muchos años que habían transcurrido, Gilbert no conocía a Roderich. No lo conocía porque sentía rechazo por él, simple y llanamente, así que no se había tomado ni un momento para tratarlo y saber un poco más sobre su persona: intereses, entretenciones, sueños, etc. Aunque, valgan verdades, dudaba muchísimo que, en caso se hubiera animado a intentarlo, obtuviera algún resultado. Eso no le preocupaba, porque de todos modos Roderich no le interesaba en lo absoluto, especialmente porque eran demasiado opuestos y no tendrían nada de qué platicar.
Roderich no le interesaba porque había visto en él actitudes que le desagradaban. No solo era esa sobreprotección que recibía, también había otros factores. Para empezar, le parecía demasiado altanero y sus modos de responder se le hacían muy extraños: cuando se le ocurría molestarlo con alguna de sus bromas, Roderich le contestaba con frases raras que a veces no comprendía, haciéndolo sentir tonto; incluso sonaba como uno de esos viejos de los libros que le hacían leer, siempre con ese aire formal. Luego estaba esa elegancia en sus movimientos. Porque aunque no le gustara reconocerlo, el niño siempre lucía impecable y, tal como le gustaba insultarle, se veía como un aristócrata, un "señorito". Se desenvolvía con tranquilidad, agradando a cualquiera a su paso, hipnotizándolos con una sonrisa sencilla pero, en opinión de todos –menos la suya, por supuesto–, encantadora. Por último, no le agradaba que sea tan frívolo. No tenía forma de saberlo, realmente, era más bien un prejuicio: Roderich tenía ropa muy hermosa, bien confeccionada, con telas excelentes, y eso lo llevaba a pensar que se la vivía pensando en su apariencia y, quizá, solo quizá, también en el dinero. Ya antes había oído de algún compañero del colegio que el chico tenía fama de ahorrador, y ese rumor no hacía más que confirmar sus sospechas.
Para Gilbert estaba claro que Roderich era un sujeto detestable y raro, muy raro. Entonces, he ahí el dilema:
¿Por qué Elizabetha no veía lo mismo que él?
En su última reunión, la última oportunidad que tuvo de hablar con ella a solas (¡cuánto la recordaba!), ella le había dicho que era "talentoso, educado, amable, atento y sensible". ¿Por dónde era Roderich así? No lo entendía. Más bien: no lo veía.
Solo podía concluir algo, aunque esa misma conclusión le genere un profundo dolor al aceptarla: Elizabetha había idealizado a Roderich. Lo había idealizado y, para tragedia suya, le gustaba. A Elizabetha le gustaba Roderich y no había forma de negarlo, menos aun luego de verla tan feliz el día de su boda. Sin embargo, su muy brillante mente estaba convencida de que "Eli" no podría ser feliz con él. Era imposible, porque con el tiempo ella misma caería en la cuenta de que se había equivocado completamente al aceptar ese matrimonio cegada por sus ilusiones; no podía ser feliz porque no estaba realmente enamorada de él, sino de la imagen que se había hecho en su imaginación. Entonces le daría la razón, por supuesto, porque él tenía la razón, porque Roderich era tal cual lo imaginaba, no como Elizabetha lo creía.
Al menos le habría quedado algún consuelo si ella se hubiera unido a algún tipo mucho mejor, ¿pero Roderich? Qué absurdo. Claro que de todos modos habría intentado hacerla recapacitar...
Elizabetha lo que necesitaba era abrir los ojos, urgentemente, y para eso debía presentarle pruebas tangibles e irrefutables de su error. Pero para presentarle esas pruebas, primero debía obtenerlas. Y solo había un modo de conseguirlas.
He ahí el meollo de su genial e infalible plan: solo hacía falta tratar con Roderich para conocerle un poco mejor y atraparlo en sus peores momentos; descubrir sus más grandes defectos, hábitos, miedos, y luego, cuando tenga una buena fuente de información y pruebas de la misma, mostrársela a Elizabetha, de modo que quede completamente decepcionada y reaccione de su ensimismamiento por el "señorito". Primero se ganaría su confianza, se adentraría en su intimidad de a pocos con aparente amabilidad, y entonces, cuando menos se lo espere, atacaría y obtendría lo que deseaba.
A todas estas conclusiones había llegado desde el momento en que se enteró, de boca de Ludwig, que ese matrimonio no pasaba de un arreglo pactado entre ambas familias para obtener beneficios monetarios. Tendría que estar pensando en sus estudios superiores, pero su mente no hacía más que darle vueltas y vueltas al asunto de su plan, ya que temía que quede algún cabo suelto. Al menos ese era un aspecto positivo de todo, tenía tiempo de sobra para darle forma a sus propósitos e incluso imaginar cuál sería el primer paso a dar. Ya habían pasado alrededor de tres semanas desde que Eli y Roderich viajaron, así que tenía que estar muy preparado.
Y fue una fortuna que se haya anticipado porque, contrario a lo que habían imaginado sus familias, Roderich y Elizabetha volvieron antes de cumplir en mes en Italia. Gilbert se hallaba en su habitación, releyendo una novela que le había prestado Francis hacía mucho tiempo, "Rojo y Negro"[2], cuando sus perros arañaron su puerta. Dejó el libro sobre el buró y se acercó a abrirles, y al instante los tres canes se abalanzaron sobre él, lamiéndole todo el rostro. Entonces reparó en la presencia de su hermanito.
—¿Qué sucede, Lud? —alcanzó a articular con una sonrisa, mientras sus perros lo derribaban al suelo.
—Me han dicho que ya han vuelto.
—¿Ellos? —inquirió atónito, incorporándose en el acto—. ¿Tan pronto?
—¿Hubieras preferido que tarden más? —dijo Ludwig, algo contrariado. Esperaba ver a su hermano más bien entusiasta—. Llegaron hace una hora. Uno de los hombres que cuidan nuestro jardín recibió esa información de un vecino. Dicen que incluso sus padres están sorprendidos.
—Voy para allá.
Gilbert hizo a un lado a Berlitz, Blackie y Aster y cruzó el dintel de la puerta para abandonar la propiedad de los Beilschmidt, no sin antes tomar una chaqueta del perchero. Ya iba a hacerse noche y no podía saber cuánto tardaría en casa de los Edelstein, donde, según le habían dicho, se había mudado Elizabetha. Esperaba que no sea demasiado, de todos modos.
Cuando llegó a casa de los Edelstein, comprobó que, en efecto, la "nueva pareja" había llegado, ya que los encargados del servicio iban de un lado al otro cargando maletas y ajuares, seguramente llenos de regalos y recuerdos de su visita al país del sur. Gilbert se sentía algo incómodo, sobre todo porque al parecer había llegado en un mal momento y solo entorpecía las actividades de los trabajadores. Mientras intentaba avanzar hasta la sala se cruzó con al menos cinco empleados, cada uno más atareado que el otro.
Cuando al fin llegó a la puerta de la habitación, halló en ella a los padres de Elizabetha, cómodamente sentados, y frente a ellos Roderich.
Si era indispensable interesarse en el señorito, tendría que empezar desde ese momento.
Roderich, muy a su estilo, llevaba puesta una camisa celeste claro impecable, decorando su cuello con un pañuelo que fungía como corbata, además de un pantalón de vestir café oscuro, perfectamente planchado. Anticuado, pensó Gilbert, que más bien vestía una camiseta negra, cubierta por el polerón guinda y una pañoleta envolviendo su cuello, junto a unos jeans clásicos. Su forma de vestir era completamente opuesta a la de Roderich, pero no por eso descuidada, por supuesto.
A lo mejor la palabra para describir la forma de vestir de Roderich era clásica. O tal vez la impuesta por familias como las suyas, que creían que aún vivían como aristócratas.
Él afortunadamente pudo salvarse de esa costumbre. Tuvo mucha más presencia en su formación su abuelo, un hombre ya bastante mayor, algo reservado y amoroso a su manera. Sus padres, que sí tenían la misma forma de pensar de los Edelstein y los Héderváry, permanecieron más ocupados en recuperar el dinero perdido. Así, ni a Ludwig ni a él le impusieron nada, fueron criados más bien con el cariño que les prodigaba su abuelo. Aunque, para qué negarlo, la ausencia paterna se hacía evidente en ese afán de Gilbert de cuidar de Ludwig.
—Esperaba que hayas perdido el mal hábito de no saludar. Fui un ingenuo —comentó de pronto Roderich, devolviendo a Gilbert a la realidad—. ¿Vas a acercarte o viniste a observarnos tomar té?
—Gilbert —saludó la señora Héderváry con una sonrisa—, me da gusto verte. Supongo que has venido a saludar a nuestra hija y a su esposo.
Esa última acotación le erizó la piel.
—Lud me contó que ya habían regresado, así que decidí venir —respondió encogiendo los hombros, con los ojos clavados en Roderich. Este por su parte dejó vislumbrar en sus ojos cierta sorpresa al esperar una respuesta violenta o grosera de parte de Gilbert.
—Pues aquí estamos. ¿Piensas sentarte? —resopló Roderich, esquivando los ojos rojos de Gilbert. Esa persistencia en mirarlo empezaba a incomodarle y ponerlo nervioso, porque por lo general veía en ellos la sombra de la burla o el odio, y en ese momento ese no era el caso—. Elizabetha está desenvolviendo algunos regalos que trajimos del viaje, ya debe estar por bajar —dijo, dando un pequeñísimo sorbo a su té, que en realidad podía tomarse como otra forma de evadir esa atención puesta sobre él.
Gilbert se dio cuenta de que Roderich evitaba sus ojos, y concluyó que era un desaire en toda regla, por lo que, para encresparle los nervios y hacerlo patalear de rabia, resolvió sentarse justo a su lado, pegado a él. Roderich, que apenas lo vio invadir su espacio personal supuso qué se proponía, quedó más tieso que un palo de escoba, sosteniendo con firmeza la taza. No iba a darle el gusto de verlo enfadado, de ningún modo. ¿No?
—No estaría mal que le cuentes a Gil sobre su viaje, Roderich —dijo el señor Héderváry—. No sé por qué, pero siento que Eli no tiene demasiado deseo de platicar sobre eso.
—Podría, pero no sé qué tan dispuesto esté él —respondió, lanzándole una imperceptible mirada de soslayo, con todas las malas intenciones que albergaba su ser. Pero, tal como supuso, Gilbert no comprendió el mensaje implícito.
Antes de que Gilbert responda que sí, porque, aunque fuera de boca del señorito, deseaba saber al detalle qué habían hecho durante el dichoso viaje, aunque eso no le provoque más que dolor, Elizabetha se asomó a la habitación. Tenía entre sus brazos una canasta con pequeños paquetes en su interior, cada uno con el envoltorio medio deshecho.
—Gilbert... —dijo, sorprendida de verlo en su sala, pero aun más de hallarlo tan cerca de su esposo.
—Esos son los regalos, ¿verdad? —dijo Roderich, más relajado al ya no sentir que la atención de Gilbert recaía completamente en él—. Muéstraselos.
—Oh, claro. —La muchacha colocó la canasta sobre la mesa del centro y procedió a desenvolverlos frente a ellos—. Trajimos algo para cada uno, incluso para Ludwig, Gilbert.
—¡Seguro le gusta! Aún es pequeño, así que le encantará que le lleve una sorpresa —exclamó, entrelazando sus dedos e inclinándose con curiosidad a la mesa..
El regalo que le correspondía a la madre de Elizabetha era una delicada blusa con aplicaciones de pedrería en el cuello y las mangas, destacando por el brillo delicado de las pequeñas perlas que fungían como botones. Para el padre, un vino de excelente calidad lo dejó bastante contento. Luego, Elizabetha extrajo una caja rectangular muy larga, otra que lucía más bien como un cubo y algo parecido a un cuaderno.
—Esto es para Ludwig —dijo—. Son chocolates, de los más ricos que encontramos, un mini coliseo romano y un calendario con motivos italianos. A Ludwig le llama mucho la atención el país, ¿no? Espero que le guste.
—¡Wah! —exclamó Gilbert, sorprendido de su buen tino, tomando entre sus manos lo que recibía de Elizabetha. Definitivamente conocían a su hermanito. Pero entonces reparó en que sus dedos alcanzaron a tocarse, por lo que se apartó de inmediato—. G-Gracias...
—Aún falta tu regalo —aclaró ella, devolviendo su atención a la mesa. Entonces, cuando aún se sentía algo tímido por ese torpe roce y estaba a punto de echarse a reír para no sentirse como un completo pelmazo, Elizabetha puso frente a sus ojos un delantal con un dibujo algo caricaturizado de Miguel Ángel, junto a un peluche de un ave muy amarilla y obesa, además de un collar con un dije con un motivo parecido al del peluche—. Aquí tienes.
—¿Todo esto... es para mí? —balbuceó, intercalando su mirada entre Elizabetha y los padres de esta, vacilando sobre si tomar o no lo que le ofrecían.
—Claro, torpe —regañó ella al quedar con los brazos tendidos aguardando a que reciba sus obsequios—. Apresúrate y cógelo todo.
—¿Tú... Tú escogiste esto para mí? —preguntó, con la esperanza latiendo en su pecho.
—Bueno, yo estaba comprando los regalos de mi madre y mi padre. Mientras tanto, Rode-
—Elizabetha —advirtió Roderich, haciendo que su esposa se silencie al instante—. Esos son todos lo regalos. Esperamos que sean de su agrado. —Y retomó su postura calmada, colocando la taza sobre la mesa una vez terminado el té para luego cruzarse de brazos y piernas.
Estaba a punto de insistir, porque en verdad deseaba saber al respecto, pero viendo esa actitud que, a sus ojos, era altanera, Gilbert recordó que no solo los visitaba para ver a Elizabetha –aunque esa era la razón principal, a quién quería engañar–, sino también para dar inicio a su muy increíble plan.
—Bueno, ya que estamos aquí —empezó Gilbert—, ¿qué te parece si salimos juntos? —Gilbert rodeó con su brazo los hombros de Roderich y lo atrajo a su cuerpo, zarandeándolo en el proceso. En ese momento tuvo claro que el cuerpo del señorito era bastante ligero y delicado, opuesto a Ludwig que a sus cortos años ya se mostraba como un muchachito corpulento y de buenos músculos—. ¿Qué dices, señorito?
Roderich, sobresaltado por ese arranque, quedó un instante en blanco, pero se recuperó al ver el pasmo de Elizabetha. Intentó zafarse de ese agarre, pero la fuerza de Gilbert era muy superior a la suya, así que, resignado, decidió dejarlo como estaba. Se vería bastante vulgar forcejeando, después de todo.
—¿Qué crees que haces, idiota? Estás arrugando mi ropa—sermoneó Roderich, frunciendo levemente el ceño. Se suponía que estaba furioso y debía verse temible, pero Elizabetha no hacía más que contemplarlo con el rostro colorado—. ¿A dónde pretendes ir conmigo?
—Mis regalos me gustaron más porque no esperaba que me trajeran todo esto, además de ser tan lindos. ¿Ves? ¡Todo es mejor cuando es sorpresa! Kesesesese~ —bramó, poniéndose de pie, jalando a Roderich con él y dándole una palmada en el hombro—. No seas cobarde, señorito.
—A mí me parece una estupenda idea —intervino la señora Héderváry.
—A mí también —se sumó su esposo—. Me encantaría que se hagan más amigos ahora que ya son jóvenes. Creo recordar que de niños no eran muy cercanos...
—¿Lo ves, señorito? —cortó Gilbert, porque no había necesidad de largarse a platicar sobre esa época de su niñez—. Date prisa y vámonos —protestó, zarandeando más a Roderich.
Sin más opción, alejó el brazo de Gilbert y se sacudió la ropa, revisando que no tenga ni una sola arruga. Se acercó a los padres de su esposa y se despidió de ambos, estrechando su mano y dándole un beso en la mejilla, respectivamente.
—¿A qué viene esto, Gilbert? —cuestionó Elizabetha, recelosa de esa repentina invitación. Nunca, en todos sus años de vida, Gilbert había invitado a Roderich siquiera a acompañarlo a la esquina.
—¡Nada, nada! —rió, restándole importancia con un movimiento de su mano, y atrayendo más y más a Roderich por la cintura—. ¿Ahora te parece mal que quiera tratar con él?
Roderich tomó la mano de Gilbert para liberarse con desdén, volvió a sacudirse la ropa y carraspeó. Elizabetha, que estaba sentada, se puso de pie en un brinco para así insinuarle sus intenciones. Él, acomodándose los anteojos, desvió la mirada y le revolvió un poco el pelo. Sus suegros no pudieron contener unas cuantas palmas.
—Vámonos —masculló Gilbert, apretando con más fuerza de la necesaria la muñeca de Roderich para arrastrarlo lejos de Elizabetha.
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—Y bien, ¿qué haremos? —cuestionó Roderich, ya ocupando el asiento de copiloto. Tenía ambos brazos cruzados y agitaba su pie, algo tenso.
Luego de abandonar la propiedad de los Edelstein, Gilbert guió al señorito hasta su propia casa, más exactamente a su garaje. Una vez dentro, descorrió la cubierta que protegía su auto, un BMW Z8 azul. No lo usaba a menudo porque la escuela no le quedaba demasiado lejos; sin embargo, el lugar al que pretendía llevarlo sí quedaba a cierta distancia, así que era imprescindible hacer uso de su vehículo.
—Ya lo verás, señorito. Ya lo verás... —respondió, con la firme determinación de no solo obtener lo que quería, sino hacerle pasar un mal rato al esposo de Elizabetha.
Gilbert puso en marcha el coche y se perdieron en la noche que recién caía.
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Continuará
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[1]: Célebre frase de Helmuth von Moltke, estratega prusiano.
[2]: Es la obra más famosa del escritor Stendhal. Era un activo romántico, sin embargo, terminó siendo una de las fronteras entre el Romanticismo y el Realismo francés. La novela relata el intento de ascenso social de un guapo muchacho. No puedo decir más, porque sería spoiler XD y me gustaría que alguien la lea (?)
N.A: Este es un capítulo un poco más corto, porque a partir del siguiente ya veremos qué hará Gilbert. Espero que le guste a quien haya leído.
Me alegra haber actualizado tan pronto, supongo que es porque estoy muy motivada XD
Gracias a ElisaM2331 y Debittouya por el apoyo, de verdad, gracias por sus comentarios.
Nos leemos.
