Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.


CAPÍTULO CUARTO

NUEVA MANIOBRA

"No nos retiramos: avanzamos en otra dirección"

Douglas MacArthur.

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—Creo que la he cagado…

Tendido sobre el sofá más amplio de su sala con ambos brazos bajo su nuca, algo amodorrado por la cómoda posición en que se encontraba y la agradable brisa que llegaba desde la ventana, Gilbert cavilaba sobre las repercusiones de su más reciente ocurrencia.

La noche que decidió dar inicio a su muy brillante plan, pensó que era muy buena idea llevarse al señorito a beber para así sonsacarle algún secreto escabroso o lo que fuera; sin embargo, llegado el momento decisivo, todo se volcó en su contra e, inesperadamente, terminó cargando a Roderich por la cintura hasta su casa. Su rival no estaba inconsciente, pero sí daba unos bamboleos que le hacían pensar que estaba a punto de dar contra el suelo; entonces, ya frente a la puerta de los Edelstein, le llegó el correspondiente castigo a su fechoría: Elizabetha, al ver que su esposo tenía que ser cargado, pensó de inmediato lo peor, por lo que corrió a la cocina –según supuso Gilbert– y en un soplo estuvo de vuelta con una sartén, la cual se convirtió en un arma poderosa en sus manos. Gilbert recibió un certero golpe que lo desmayó casi en el acto. Pero, aunque no podía estar completamente seguro del hecho, se atrevería a decir que escuchó a alguien gritar su nombre con desesperación, preocupado por su estado, seguramente.

A la mañana siguiente despertó en la sala de los Edelstein, aún algo adolorido por el golpe, y lo primero que vio al abrir los ojos fue precisamente al causante de sus pesares: Roderich. Este se hallaba sentado frente a él, con las piernas cruzadas y, para variar, bebiendo algo en una de sus diminutas tazas. Al percatarse de que había despertado, depositó la tacita en la mesa y se cruzó de brazos.

—¿Qué? —espetó Gilbert, algo incómodo. Se sentía un poco vulnerable al hallarse en terreno enemigo estando aún débil por el alcohol y el golpe, además de estar a merced del señorito.

—Me parece que estoy lidiando con un infante. Veamos... —Roderich resopló, separó sus brazos y elevó una mano en el aire con el índice levantado, imitando los ademanes de un profesor—. Repite después de mí: "Bue-nos dí-as, se-ñor E-del-stein" —deletreó—. No es difícil. Sospecho que hace falta volver a educarte.

—Me largo de aquí —masculló, rechinando los dientes. Ya tenía bastante con el dolor de cabeza como para lidiar con sus estupideces. Se puso de pie despacio, se sacudió el polerón y se dispuso a salir.

—Elizabetha vendrá en un momento —dijo Roderich, algo deprisa—. Creo que quiere decirte algo.

—¿Qué es?

—¿Cómo esperas que yo lo sepa? Es asunto de ella, no tengo forma de saberlo.

—Esperaré entonces, supongo… —refunfuñó, volviendo a sentarse. Y, tan pronto como lo hizo, apareció la muchacha en el umbral de la entrada.

—¡GILBERT BEILSCHMIDT! —vociferó ella, y a Gilbert le dio la impresión de que sus uñas estaban descascarando las paredes por la fuerza con que se clavaban en ellas. Tembló, y de puro miedo fue fundiéndose en el sofá—. NO TE ATREVAS A MOVERTE UN SOLO MILÍMETRO —volvió a exclamar, y él no hizo más que aferrarse a los cojines—. ¡¿CÓMO TE ATREVISTE A EMBRIAGAR A RODERICH?!

—¡Yo no lo embriagué! —se defendió, pero más sonó como si estuviera clamando por su vida—. ¡Él bebió solo, yo no hice nada! ¡Además, ni siquiera estaba fuera de sus cabales, estaba consciente! Y... Y... ¡Y yo fui muy genial y bueno al ayudarlo a pesar de que no lo necesite! Mujer, deberías estar agradecida... —Su último comentario no le sentó nada bien a Elizabetha, por el contrario, vio que iba acercándose con paso amenazante en dirección a él. Solo le quedaba su último recurso—: ¡Pregúntale al señorito!

Ambos giraron en dirección a él. Roderich se cubría los labios con la taza, reprimiendo una sonrisa con todas sus fuerzas.

—¿De verdad quieres que me pregunte? —dijo sin alejar la taza—. Dudo que sea de ayuda.

Elizabetha fulminó con la mirada –una vez más– a Gilbert.

—Sin embargo —intervino Roderich antes de que su esposa se convierta en asesina—, considero esta discusión bastante pueril. Esto se te está yendo de las manos, Elizabetha, y se supone que el afectado aquí soy yo. Basta de esto, es ridículo.

Y así Gilbert se salvó de ser hombre muerto.

Por ese lado se sentía bendecido, pero por otro... Todo se había complicado. Si bien salvó su vida, Elizabetha le prohibió tajantemente que se atreva a invitar a cualquier cosa a Roderich.

Y si ya no podía invitarlo a nada, ¿cómo iba a hacer progresar su muy genial plan?

Ya había pasado casi una semana desde entonces y seguía dándole vueltas al asunto.

Tenía que haber alguna forma de continuar. Echarse para atrás no era una posibilidad.

—¡No la he cagado! —exclamó, incorporándose de golpe—. ¡Solo ha sido un tropiezo para que vea que debí ir un poco más despacio!

Entonces, despejando la pereza que iba invadiendo su cuerpo, con el ánimo renovado, abandonó la sala para dirigirse a su habitación y poner a trabajar su cerebro en el acto. Ya dentro, sentado en su silla giratoria, oyó que llamaron a su puerta.

—¿Te pasa algo, hermano? —dijo Ludwig, asomando su rostro. Había visto a Gilbert sobre el sofá y supuso que algo debía estar preocupándolo. Sin embargo, tampoco creía apropiado preguntárselo tan abruptamente, por lo que se sintió impertinente y se apresuró a explicar su presencia—: Te he traído algo del refresco que bebimos más temprano...

—Gracias, Lud —sonrió en respuesta, señalándole con un movimiento de cabeza que lo deje sobre su escritorio. Ludwig estaba a punto de marcharse, temiendo haber interrumpido lo que sea que estuviera haciendo su hermano, pero Gilbert lo detuvo—: Oye, hay algo que quiero preguntarte... Ya sabes, solo curiosidad.

—Dime, hermano —respondió, aproximándose un poco más, midiendo sus pasos.

—Tienes un amigo italiano que conociste hace poco, ¿no? —Ludwig, algo sorprendido y con las mejillas levemente rojas, asintió—. Oye... ¿cómo se hicieron amigos?

—N-No es... algo fácil de explicar, hermano... Simplemente pasó y... Y... Y no sé por qué me preguntas esto... —regañó en un murmullo.

—¡Pero eso es lo que quiero saber! ¿Qué hiciste para que sean amigos?

—¡Yo no hice nada! —vociferó, ya hecho un tomate—. Simplemente me presenté como corresponde y... Desde entonces él... —Gilbert arqueó una ceja; Ludwig se sintió obligado a responder porque, después de todo, fue enteramente culpa suya por meterse a su habitación—. Bueno, soy sincero cuando digo que yo no hice nada, pero quizá sí es culpa mía que ahora seamos... amigos.

—¿A qué te refieres? —inquirió Gilbert, acomodándose en la silla para inclinarse en dirección a Ludwig, genuinamente interesado.

—Pues... Es mi culpa porque siempre me topaba con él. No importaba qué hiciera, siempre aparecía de quién sabe dónde. Y, bueno, él es muy amigable y me acompañaba, y de camino a hacer lo que tenía que hacer platicaba conmigo.

—Entonces... ¿crees que todo fue obra de la casualidad?

—Es lo que puedo concluir.

Gilbert le dedicó una sonrisa socarrona.

—Gracias, Lud. ¡Me has ayudado mucho! —felicitó, pellizcándole una mejilla y alborotándole el pelo cariñosamente—. Gracias también por el refresco. Trae un día de estos a ese chico a casa. —Y le guiñó un ojo. Ludwig salió casi a la carrera para así impedir que vuelva a hacerle preguntas embarazosas.

Una vez solo, Gilbert se permitió carcajearse a sus anchas.

—¡Lud, Lud, Lud! Casualidades, claro... Hay que ver cuán ingenuo eres —dijo, chasqueando la lengua—. Pero no puedo negar que ese es un chico listo...

Y ese mismo chico lo iluminó. Ahí tenía la solución a sus problemas.

Elizabetha no quería que invite a Roderich, pero no podía culparlo de encontrarse con él por pura "casualidad". Solo tenía que averiguar a dónde iba o qué hacía Roderich para de ese modo propiciar las dichosas coincidencias. Además, así el señorito tampoco podía negarse a entablar alguna conversación, ya que en apariencia Gilbert no tendría la culpa de nada. Era perfecto.

Solo hacía falta dar inicio a una serie de investigaciones.

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Tenía que reconocer que el asunto no resultó tan fácil como había pensado. Para empezar, si quería tomar nota sobre las actividades del señorito debía acercarse a casa de los Edelstein; eso implicaba acercarse a Elizabetha y, en consecuencia, poner en peligro su vida, ya que ella aún seguía resentida por lo ocurrido aquella noche en el club. Pero, como era absolutamente necesario, se dio a la tarea de hacerlo: Gilbert se convirtió en una especie de acosador / acechador que se pasaba las tardes y parte de las mañanas agazapado detrás de un frondoso arbusto, cuaderno en mano, dispuesto a apuntar todo lo que viera; luego, cuando Roderich salía, lo seguía para saber a dónde iba.

De ese modo logró establecer una especie de patrón sobre sus horas de actividad: el señorito casi no salía de mañana, solo lo hacía si era algo realmente extraordinario, como una llamada de los Héderváry o algo por el estilo. Por las tardes ocupaba su tiempo en permanecer en casa, alrededor de las cuatro disfrutaba de la lectura de algún libro en el jardín y luego salía a visitar la tienda de instrumentos musicales; posterior a eso, pasaba alrededor de una hora en la tienda de discos y, para terminar, se daba una vuelta por la escuela de música para oír tocar a los niños. De camino a casa cruzaba una pastelería, y Gilbert lo veía detenerse a observar los mostradores con la duda dibujada en su rostro, pero finalmente desviaba la mirada y seguía su camino. Una vez en casa, permanecía allí hasta el día siguiente, aunque en algunas ocasiones asomaba el rostro por el balcón de su habitación.

A Gilbert se le hacía curiosa su expresión. Parecía entre pensativo y nostálgico.

Luego de su arduo trabajo espiándolo y siguiéndolo, por fin tenía lo que necesitaba. Solo hacía falta poner en marcha el nuevo giro que le había dado a su plan. Así, transcurridas tres semanas –tiempo que creyó prudencial–, finalizó sus observaciones y se puso en movimiento. Anticipado de sus actividades de la tarde, Gilbert se adelantó a la tienda de instrumentos musicales desde las cuatro y treinta, merodeando por los alrededores. Cuando el reloj señalaba las cinco y cuarto, Roderich hizo aparición.

El señorito llevaba puesta una de sus clásicas camisas y el pantalón de vestir, además de un delgado suéter a cuadros, de lo cual Gilbert concluyó que no tenía planeado volver muy temprano a casa. Roderich entró a la tienda, pero él prefirió aguardar un poco. Si se presentaba casi al mismo tiempo que él, podría resultar sospechoso, así que se mantuvo oculto al menos unos diez minutos más. Concluido ese pequeño lapso, se acercó a la tienda con paso tranquilo, ambas manos en los bolsillos y silbando cualquier melodía que se le ocurrió. Muy casual.

La tienda no era un lugar particularmente ordenado, o al menos esa era la impresión que le daba. Pintado en un agradable color melón que daba una sensación de calidez, estaba dividido en dos áreas, dos habitaciones. En la primera, alrededor del mostrador, el encargado había apilado diversos estuches de violines y clarinetes, además de tener colgadas como telarañas por casi toda la extensión del techo diferentes guitarras acústicas; en el otro extremo de esa habitación se dejaba ver una batería, un bombo y un grupo de baquetas amontonadas, y a su lado una conga y un bongó. Gilbert ya tenía una idea de qué le interesaría a Roderich, por lo que se asomó al pequeño corredor que conducía a la otra pieza. Allí debían estar los instrumentos más grandes, como los pianos.

Tal cual imaginaba, el señorito se hallaba en esa parte del local: sus manos repasaban con delicadeza las blancas teclas, sin intención de hacer sonar ninguna; luego, sus manos se deslizaron por la superficie de madera, examinando seguramente el barniz que lo había bañado, disfrutando su suavidad y el buen acabado. Roderich rodeó el piano con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo y pudiera pasarse la vida entera haciendo eso. A Gilbert le sorprendió cuánta devoción sentía por ese objeto, por lo que se quedó observándolo unos minutos, pero volvió a la realidad al sentir los pasos del encargado aproximarse. Se hizo a un lado para permanecer oculto fingiendo echar una mirada al otro extremo del pasillo, como si estuviera a punto de volver a la otra sala, y decidió quedarse a escuchar lo que, aparentemente, sería una conversación entre ambos.

—Le gusta mucho, ¿verdad? —dijo el encargado, acercándose con cautela y una sonrisa algo compasiva en el rostro.

—Así es —respondió Roderich, intentando sonar indiferente—. Es un buen piano, después de todo. Un Fazioli [1].

—¿Por qué no lo toca? —sugirió el hombre, invitándolo con un movimiento de su mano a que se siente.

—¿Puedo? —consultó él, más ansioso de lo que habría querido sonar—. Quiero decir, ya me lo ha permitido antes, y ya sabe qué ocurrió: de pronto teníamos algo de público. No estaría bien de mi parte que no le advierta sobre eso, podría ser molesto para usted.

—¡No, claro que no! —rió, negando con las manos—. Adelante, jovencito. Es para mí un placer verlo y oírlo tocar. Usted viene todos los días, y a mí no me perjudica que lo toque. Es una maravilla ese piano, ¿no?

—En efecto, lo es... —susurró Roderich, acariciándolo una vez más antes de sentarse frente a él y disponerse a tocar.

En ese punto Gilbert ya no sabía si permanecer ahí o esperar en alguna otra parte a tener su oportunidad de "atacar" al señorito; por una parte porque, hasta donde sabía, esa cuestión de sinfonías o la música clásica tardaba bastante, y por otra porque quedarse acechando en ese lugar tanto tiempo era arriesgado, sobre todo porque el encargado y Roderich parecían ser algo cercanos. Antes de poder decidirse, la melodía se dejó escuchar.

En algún momento de su vida había visto a profesionales tocar el piano, seguramente mientras veía la televisión y cambiaba incesantemente de canal. Le había parecido algo aburrido, pero tampoco negaba que los tipos que se dedicaban a eso debían ser bastante habilidosos. Así que era eso: sabía de antemano las capacidades que debían poseer para poder tocar de esa forma, no era que en ese momento estuviera admirando al señorito ni nada por el estilo. No, definitivamente no. Imposible. Absurdo. No. Dios, no.

¿A quién quería engañar? Le parecía increíble la forma en que sus dedos viajaban de una tecla a otra, cómo era tan veloz y preciso; era extraordinario. Pero sobre todo, no podía dejar de admirar cuán profundamente se entregaba a su música. Parecía vivirla y disfrutar cada instante en que sus dedos se fundían con alguna de las teclas. Una unión, una entrega que para Roderich debía ser maravillosa y absoluta. Gilbert no era particularmente sensible, pero fue inevitable que la música lo envuelva e incluso lo transporte, porque era poderosa, conmovedora, bellísima. Ni siquiera tenía idea de cómo se llamaba la pieza que estaba tocando, solo sabía que era estupenda y que quien sea que la haya compuesto debió ser casi tan genial como él.

Perdido en la melodía, no supo exactamente cuánto tiempo transcurrió, pero al menos fue consciente de que la magia desapareció cuando, en un corte que le pareció casi dramático, Roderich frenó sus manos y culminó con un certero golpe en alguna tecla. El señorito abrió los ojos despacio, como si acabara de salir de un trance, como si despertara de un sueño precioso o como si volviera luego de ser abducido, tan abstraído como estaba. Parpadeó un poco y volvió el rostro en dirección del encargado.

—Gracias.

—¡Gracias más bien a usted! No se preocupe, es un enorme placer escucharlo tocar. Esta vez no hubo público, es extraño...

—Agradezco sus palabras —dijo, inclinando levemente la cabeza como una pequeña reverencia, y se puso de pie—. Creo que es hora de marcharme.

—Joven, no quisiera ser indiscreto, pero se lo digo porque es algo que ya le había sugerido. Aunque, antes de decírselo, quiero recalcar que no hay ningún interés monetario detrás de mis palabras. —Roderich asintió para indicarle que continúe—. ¿Por qué no compra este piano?

—Sepa, señor, que no está dentro mis posibilidades; me atrevería a decir que ni de las de muchos. Sin embargo, tenga por seguro que ánimo de hacerlo es lo que menos me falta.

—Como le dije, no es por dinero. ¿Sabe? Me doy cuenta de cuánto ama este piano. Supongo que tiene una idea, debe saberlo: puede que venga alguien que quiera comprar este tipo de joya solo por vanidad. Ah, pero usted... Usted y el piano parecen ser uno. Me dolería vendérselo a ese tipo de gente, antes preferiría que lo compre usted.

—Le agradezco sus consideraciones. Pero, como dije, no está dentro de mis posibilidades.

Gilbert se echó a correr al ver que Roderich estaba a punto de salir, temiendo que su "encuentro causal" se eche a perder. Para disimular, se aproximó a unas guitarras eléctricas que estaban colocadas en un escaparate cerca de una columna. Llevó su mano derecha a su mentón para fingir desmesurado interés, y entonces sintió que ya llegaban.

—¿Qué haces aquí? —cuestionó Roderich al toparse con él.

—¡Oh, señorito! —exclamó, convencido de que era un maestro en la actuación—. ¿Qué haces tú aquí?

—Vine a ver algo de mi interés... ¿Desde hace cuánto estás aquí? —interrogó, pensando en la posibilidad de que Gilbert haya alcanzado a oír lo que interpretó en el piano.

—Hace un rato, no mucho.

—¿Y desde cuándo te interesa la música?

—¡A mí siempre me ha interesado, señorito! —rebatió, algo mosqueado. ¿Con qué derecho decía eso? ¿Acaso lo conocía? Porque, tal como afirmaba, sí le interesaba la música. No la misma que a Roderich, él más bien prefería géneros más "poderosos", pero sí. Incluso sabía tocar un instrumento—. Para que te enteres, sé tocar la guitarra eléctrica —subrayó, aún molesto; pero ver que esa revelación había sorprendido un poco a Roderich le repuso la sonrisa.

—Aunque lo dudes, me alegra descubrir que no eres tan bárbaro como pensé. La música es un signo de cultura, después de todo. En fin, me retiro.

—E-Espera, señorito. Yo también ya me iba. ¿Qué harás tú?

Roderich lo observó con suspicacia.

—Voy a la tienda de discos. —Vaciló un momento, echándole una mirada de pies a cabeza. Al final se animó a preguntar—: ¿Por qué preguntas?

—¡Yo también voy por allá! —se limitó a decir, evadiendo la pregunta—. Si queda de camino, iré contigo. A lo mejor hay algo novedoso. No pierdo nada si echo un ojo.

—Como prefieras. Solo espero que procures mantenerte callado.

El encargado, que sabía que Gilbert no había estado ahí solo "hace un rato", le dedicó una mirada de intriga, pero él no lo notó. Roderich se adelantó a la puerta para evitarse un choque innecesario con Gilbert y finalmente salieron del establecimiento.

El camino hasta la tienda de discos no era demasiado largo, pero a ambos les pareció una eternidad: ninguno dijo nada y estaban más ocupados contemplando las vitrinas que se hallaban a su paso como si fueran lo más interesante en el universo. Era incómodo. Tenso.

—Y bueno... —se animó a decir Gilbert cuando apenas quedaban unos pasos para llegar—. ¿Vas a comprar discos?

—Te diría que es obvio, que a eso van las personas normales a las tiendas de discos, pero no. No puedo afirmar que vaya a comprar algo.

Frente al lugar, Roderich volvió a adelantarse y empujó la puerta, haciendo sonar una pequeña campanilla que el dueño había colgado en el dintel. Este, un sujeto con una espesa barba que le llegaba casi hasta el pecho y una melena igual de frondosa, saludó a Roderich con una sonrisa.

—¿Alguna novedad? —preguntó, saludando con una apenas perceptible sonrisa.

—¿Te interesan los vinilos, no? Pues un amigo me trajo esta mañana unos de los que te gustan, de música clásica. Un tesoro —afirmó fervientemente—. Ya sabes dónde están los de tu gusto, los he colocado por allá.

Gilbert sentía que sobraba, así que, para no sentir que estaba de más, tomó su propio camino y empezó a curiosear en la tienda algo que sea más de su gusto, como metal o música que implique un gran desempeño con la guitarra. Porque, después de todo, debía haber una gran variedad de géneros, no solo el tipo de música que le gustaba al señorito.

Tal como imaginó, sí encontró material de su interés, y era tanto que no pudo evitar probar uno a uno la calidad del mismo en el reproductor que tenía a su disposición. De a pocos fue adentrándose más y más en la tienda, hasta que llegó precisamente a una sección en que también se exponían vinilos, claro que de sus gustos musicales, nada de música clásica. Cuando estaba a punto de coger uno de los tantos que se presentaban ante sus ojos, divisó a Roderich bastante concentrado examinando uno en particular.

Gilbert simplemente no podía luchar contra su naturaleza. O contra sus costumbres.

Se acercó lentamente a él, escogió con cuidado uno de los vinilos que estaba revisando y lo colocó en el tocadiscos; luego, tomó los audífonos que tenía al lado del reproductor y dejó que la pista sonara, aguardando al momento preciso, con un volumen bastante alto. Entonces, sigiloso como un cazador, se posicionó detrás del señorito e, insólitamente delicado, le colocó los audífonos, casi envolviéndolo en un abrazo.

Roderich dio tan tremendo respingo, que Gilbert pensó que iba a pegar un salto hasta alcanzar el techo. Soltó el estuche del vinilo que estaba sosteniendo y tembló entero. Estaba tan sobrecogido por el susto que le generó la abrupta intromisión en sus oídos de un sonido tan –a su juicio– estridente, que tambaleó un instante y estuvo a punto de caer, de no ser porque Gilbert alcanzó a sostenerlo antes de que ocurra.

Si no lo hizo la "espantosa" música que estaba escuchando, fue reparar en los brazos que asían los suyos lo que lo hizo reaccionar y separarse de Gilbert bruscamente.

—¡¿Qué se supone que ha sido eso?! —reclamó, quitándose los audífonos y tratando de cubrirse con estos el rostro, o al menos las mejillas—. ¡Tú, grandísimo idiota!

—¡Qué exagerado! —rezongó él, alcanzando el estuche de lo que le había forzado a escuchar para mostrárselo—. ¡Es Kreator! ¡Flag of Hate! ¿Ves? [2] —explicó Gilbert, exhibiendo la portada del disco, muy emocionado.

—¡No me refería a eso, estúpido! —regañó, aunque midiendo el volumen de su voz para no armar un escándalo—. Pero es mi culpa por aceptar que me acompañaras. —Y resopló, tocándose la frente en un intento por volver a su habitual calma. Porque claro que no le había afectado lo que acababa de ocurrir, por supuesto que no. Es más, ya estaba superado.

Antes de que Gilbert se largue en explicaciones sobre el mentado "Kreator", el dueño de la tienda apareció, y le sorprendió ver a su habitual visitante algo a la defensiva, ya que este estaba prácticamente pegado al estante, aferrando ambas manos a los bordes del mismo.

—¿Pasa algo? —dijo, algo interesado.

—Aquí no ha pasado nada —respondió ceñudamente Roderich, recobrando la compostura.

—Bueno... ¿Te interesa lo que te comenté?

—Me interesa, sí, pero...

—¿Es por el precio? —inquirió el dueño, algo decepcionado.

—Podría decirse que sí. Ahora mismo no cuento con la cantidad. Sin embargo, tenga por seguro que la idea de comprarlo me seduce. Mucho.

Gilbert, nuevamente algo ajeno a la situación, empezó a hilar ideas. Por lo que había visto hasta ese momento, al señorito le encantaba esa música clásica, de eso ya no le quedaba duda alguna. No obstante, las dos veces que tuvo ocasión de comprar algo relacionado a esta, se había negado alegando que no tenía dinero. Claro, entendía que en cuanto a precio no había punto de comparación entre un disco y un piano, pero ¿no que los Edelstein tenían mucho dinero y precisamente por eso se había casado Elizabetha con él? ¿Por qué si su familia tenía dinero no simplemente compraba el vinilo?

—¿Piensas quedarte aún? —preguntó de pronto Roderich—. Pensaba irme sin decirte nada, pero creo que sería de mala educación. Aunque dudo que tengas idea de qué es eso.

—No, no... Yo también me voy —respondió Gilbert, recordando de pronto la expresión del señorito las dos veces que se negó a concretar la compra.

Roderich se despidió del encargado con un movimiento de su mano y Gilbert lo siguió. Ya sabía que correspondía, según el patrón que había establecido, visitar la escuela de música; sin embargo, se dio cuenta de que el señorito desviaba su rumbo y tomaba un camino que no lo conduciría hacia allá. Sorprendido por el cambio, quiso preguntarle por qué lo hacía, pero se frenó a tiempo antes de cometer tremenda equivocación. Más bien optó por una pregunta velada:

—¿Qué harás ahora, señorito?

—Irme a casa. Necesito —enfatizó— practicar un poco.

—¿En el piano?

—Sí. Quizá también con el violín... —susurró.

Al presentir que iban a volver a caer en un tedioso silencio, se animó a bromearle un poco.

—Oye, ¿te gustó lo que te hice escuchar?

—¿Te parece, luego de ver mi reacción, que fue así?

—Pues esa canción es genial —sentenció con un puchero, llevando ambos brazos detrás de su nuca—. No sé cómo es que no te ha gustado.

—Si yo te hiciera escuchar algo de mis preferencias, dudo que llegue siquiera a agradarte —replicó Roderich, convencido de que lo que decía era completamente cierto.

Luego de un pequeño tramo, llegó el momento de cruzar cerca de la pastelería. Muy atento para comprobar si se repetiría lo que había ido observando durante esas tres semanas de espionaje, Gilbert dejó que Roderich se adelante unos pasos. Y, tal cual como imaginó, el señorito le echó una mirada para luego volver a enfocar la vista al frente y continuar con su camino.

Ni él mismo supo cómo, pero su nombre escapó de sus labios. Él, que nunca lo llamaba de ese modo, se atrevió a hacerlo para que este se detenga y lo escuche. Aunque ni él mismo tenía idea de qué quería decirle.

—¡Roderich! —exclamó, y el aludido se frenó al instante y volvió el rostro, intentando fingir que no estaba sorprendido.

—¿Sí?

—¿No vas a comprar nada? —Las palabras fluyeron como por arte de magia.

—No, no compraré nada.

—¿Por qué?

—Tu despliegue de inteligencia al momento de formular preguntas nunca deja de sorprenderme, cada una es más brillante que la otra —bufó—. ¿Que por qué no compro nada? Porque no quiero. Es sencillo.

—¿Y tampoco querías el piano, ni el vinilo? —objetó, reduciendo la distancia entre ambos—. ¿Tampoco los querías?

—¿A qué viene esta súbita curiosidad? —replicó Roderich, desviando la mirada para evitar los ojos rojos de Gilbert—. Es asunto mío.

—Oye, dime la verdad. Sé que nunca hemos sido amigos ni nada, pero...

—¿Pero qué? —inquirió Roderich con mal disimulado interés.

—¡Olvídalo! —chilló Gilbert, negando frenéticamente con la cabeza.

Estaba arrepentido de lo que acababa de hacer pese a que, valgan verdades, muy en el fondo de su ser quería saber qué estaba pasándole al señorito. En su momento no prestó suficiente atención, pero al recordar que alcanzó a ver cierto desconsuelo en su expresión al momento de rechazar todo lo que le ofrecían, tuvo claro que a Roderich realmente le dolía negarse, porque anhelaba poseer todo eso.

—¿Qué ni siquiera puedes comprarte un maldito dulce? —espetó Gilbert cuando Roderich creyó que la conversación había muerto— ¿No que tienes dinero?

—Que tenga dinero o no, no es algo que debería importarte.

—Si tanto quieres todo eso, deberías comprarlo. ¡Es simple!

—No, no lo es —repuso él, más serio que nunca—. Ya tengo un piano y ya tengo vinilos, no necesito nuevos. Y deja de hacer escándalo, hay que gente que está pasando por aquí.

—¿Solo compras algo cuando lo necesitas?

—Por supuesto, de lo contrario caería en el despilfarro.

—¡Es ridículo! —berreó Gilbert, incrédulo—. Oye, sé que quieres algo de esa pastelería, ¿por qué no lo compras? Lo he visto, sé que de verdad quisieras comprarte algo.

—No es imprescindible... Además, podría engordar —añadió, solo por poner un pretexto.

—¡Eres un maldito avaro! —increpó.

—¡Cierra la boca, la gente nos está viendo! —reprendió en un susurro, llevándose un dedo a los labios—. Llámame avaro si se te antoja, es mi dinero del que estamos hablando.

Y, nuevamente sin saber cómo o por qué, movido por un misterioso impulso, tomó la muñeca de Roderich y lo arrastró al interior de la pastelería. No había más que un par de personas, pero al ver que un par de muchachos entraban intempestivamente, se dieron prisa por salir, dejándolos solos. Gilbert tomó al señorito por los hombros y lo forzó a sentarse en una de las pequeñas butacas que estaban dispuestas para recibir a quienes quisieran comer en el mismo establecimiento, frente a una mesa ovalada de color azul. Una vez hecho eso, se acercó al mostrador, escogió algo que Roderich no alcanzó a identificar y pagó a la administradora.

Con la expresión ceñuda, depositó frente a él un platito que contenía una porción de pastel. Tomó asiento y cruzó sus brazos, esperando que Roderich se decida a comer.

—¿Strudel de manzana? —murmuró, examinando el postre—. No lo quiero.

—No te he preguntado si lo quieres; lo traje y ahora te lo comes —ordenó, adquiriendo un aspecto temible al mostrarle un semblante serio.

—No puedes obligarme.

—No me retes.

—¿Por qué haces esto? —se quejó, cruzándose también de brazos—. Si querías saber si quiero comprar todo lo que dijiste, la respuesta es sí, sí quiero; pero no puedo por diferentes motivos que no te interesan y no tengo por qué explicártelos. Ahora, basta de esto y vámonos; se hace tarde.

—No si no comes. Empieza, señorito, porque no he invertido mi dinero en vano.

—Cómetelo tú.

—Vas a comer y ahorrarás.

Ante ese argumento, Roderich enmudeció y procedió a llevarse el primer bocado a los labios.

—Ahora sé cómo tratar contigo —rió Gilbert, y recibió en respuesta algo que debía ser una mirada fulminante de Roderich, que a sus ojos no pasaba de una berrinchuda.

Luego de que terminó de comer y estuvieron otra vez en la calle, ninguno hizo intento por iniciar conversación. El silencio ya no era algo desagradable pero, sobre todo, permanecieron así porque temían hablar sobre esa extraña interacción entre ambos. Nunca, desde que se distanciaron de pequeños, habrían imaginado que un encuentro como ese pudiera suscitarse. Si a Roderich le hubieran dicho entonces que se sentaría a comer un pastel con Gilbert sin pelear, se habría burlado del ingenuo que se atreviera a afirmarlo.

Pero Gilbert no podía quedarse callado; no por mucho tiempo, al menos.

—Podrías comprar todo, pero eres un maldito tacaño —refunfuñó, pateando una piedra que estaba en su camino—. No ha estado tan mal, ¿eh? Quizá volvamos a encontrarnos por aquí un día de estos.

—Gilbert.

—¿Qué?

—¿Por qué... has hecho todo esto?

—¿A qué te refieres?

—No somos, ni por asomo, cercanos. Sé que ha sido una gran coincidencia encontrarnos esta tarde, pero... No hacía falta que compres eso. Honestamente, no lo entiendo.

—¡P-Pero qué dices, señorito! —respondió Gilbert con su risa nerviosa. Porque ni él mismo tenía idea de por qué había hecho aquello—. Pues... Venga, ya sabes que... yo soy... —balbuceó, buscando a toda prisa una buena explicación—. ¡Pero si esa noche que te invité te dije que somos amigos!

—¿Te parece que soy ingenuo? En ningún momento creí que eso fuera posible. No sé con qué fin dijiste aquello, pero tengo claro que no somos, de ningún modo, amigos.

—¿Y por qué no lo somos? A ver, dímelo —repuso él, deteniendo su marcha para encararlo. Ese era un buen momento para descubrir por qué esa hostilidad de parte suya, porque por su parte ya sabía perfectamente por qué se llevaban tan mal.

—¿Qué persona sensata podría ser amiga de alguien que ha dedicado gran parte de su existencia a acabar con su tranquilidad? Si esto no responde a tu pregunta, no se me ocurre otra forma de explicártelo.

—¡Como si tú no hubieras hecho algo para merecerlo! No eres más que un estirado.

—Quizá no lo recuerdas, pero yo no hacía más que permanecer en silencio hasta que tú me lanzabas cualquier insulto. No sé cómo funciona esa cabeza tuya, pero bastaba que me vieras para que dé inicio una discusión bastante absurda e infantil.

—Siempre he tratado así a casi todos. Incluso a Eli.

—Con ella es diferente...

—¿Q-Qué quieres decir? —inquirió, temiendo que Roderich pueda saber más de lo que aparentaba.

—Olvídalo. A veces... A veces no sé qué pensar cuando te comportas de esa forma... —suspiró—. En todo caso... —Se pellizcó el puente de la nariz, se acomodó los lentes y, sin mirarlo a los ojos, dijo—: Gracias por lo de hoy. Al menos fue... Entretenido.

Gilbert guardó silencio un momento hasta que llegaron al portón de la casa de los Edelstein.

—Supongo que aún temes por tu vida —comentó Roderich, colocando una de sus manos en uno de los barrotes de la reja—. Adiós entonces.

—Oye —atajó antes de que intente abrir la reja—, no te reprimas... —murmuró, rascándose la nuca porque se sentía tremendamente incómodo tratando de darle un consejo al señorito—. Puedes ser un maldito avaro y amasar tu fortuna como un abuelo codicioso por las noches, hasta nadar en ella si quieres, pero... No estaría mal que de vez en cuando te permitas algo. No es malo...

Él, algo desconcertado por sus palabras, se detuvo un instante, examinándolo de pies a cabeza. Podría incluso decir que Gilbert estaba avergonzado.

—Lo tendré en cuenta.

No le dio tiempo de decir nada, porque sabía que si se lo permitía terminaría diciendo algo sobre cuán asombroso era y otras tonterías que siempre usaba como defensa, como coraza. Le dedicó una diminuta sonrisa, que seguramente él ni notó por tener los ojos clavados en el suelo, y se adentró en la propiedad de su familia.

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Continuará

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[1]: Los pianos Fazioli son, y no bromeo, extremadamente caros. A lo mucho sacan cien cada año, y, según lo que he leído, es una maravilla poder tocarlos, porque el sonido que se consigue es precioso. Un lujo para cualquier pianista. Incluso leí en una entrevista que un hombre estaba orgulloso de haber vendido tres Faziolis en seis años de tan caros que son.

[2]: Kreator es un grupo de trash metal alemán que se fundó el año 1982. La canción que Gilbert le hace escuchar a Roderich, "Flag of Hate" pertenece al álbum Pleasure to kill, el cual es considerado todo un clásico; el tema fue de sus primeros éxitos. Si quieren entender por qué el señorito pegó EL brinco, dejaré el link de la canción en mi perfil XD

Aprovecho para decir que este fic, en algunas ocasiones, incluirá referencias a alguna que otra canción o sinfonía (creo que es inevitable en un fic que incluya a Rode). No será imprescindible escucharla para comprender el capítulo, pero para facilitarle todo a quien le interese, pondré a su disposición la canción en mi perfil.

Por cierto, para quien la escuche: ¿No creen que la voz del vocalista se parece a la que le da el seiyuu a Gilbert? XD sobre todo cuando Prusia canta el Marukaite Chikyuu.

*Como dato, el personaje que dijo la frase que puse debajo del título del capítulo, Douglas MacArthur, es el militar más condecorado en la historia de Estados Unidos. Pasen a leer un poco sobre él, es todo un héroe. Yo leí la frase cuando jugaba Call of Duty 2 (?)

N.A: Capítulo un poquito más largo... Creo que me mantendré en esta extensión, dependiendo de cuánta interacción tengan Rode y Gil.

Esto de escribir sobre ellos me está haciendo investigar sobre música (?)

Espero que haya sido de su agrado. Ya vamos progresando :'D creo que lo van notando. Quiero pensar que ya estoy dibujando los sentimientos raros que tiene cada uno XD

Actualizaré más o menos en el mismo lapso que he tardado ahora, unas dos semanas, según calculo. Estoy padeciendo de síndrome de final de ciclo y pues... Me quiero volver loca (?)

Gracias por leer n_n de veras, les agradezco inmensamente.