N.A: Quiero advertir que en este capítulo predominan los diálogos.

Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.


CAPÍTULO QUINTO

EL TRÍO

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—Niño, se está mojando la ropa con toda esta lluvia tan repentina. Pase a la casa, por favor —pedía una muchacha vestida con un bonito vestido negro que le llegaba a los tobillos, cubierto, o más bien protegido, con un delantal decorado en los bordes con encaje blanco. Tenía ambas manos sobre la cabeza y frente en in intento inútil por protegerse de la lluvia, desesperándose un poco al no obtener respuesta alguna, cada vez más mojada. El pelo se le iba a echar a perder. No solo a ella.

—¿Por qué está... llorando? —dijo él, señalando con su pequeña manita al frente. Solo entonces su nana reparó en ese detalle, alarmándose de inmediato.

—Oh, no... —suspiró, llevándose ambas manos al pecho, consternada. De pronto la lluvia dejó de ser una preocupación—. Escuche, niño, pase a la casa. No es buen momento–

—¿Por qué... llora? —insistió, o más bien repitió, ya que había ignorado completamente lo que había dicho su nana—. Él nunca lo hace...

—Es... Es difícil de explicar, mi niño...

Él no la oía, y si acaso lo hacía, apenas le parecía un murmullo ininteligible. Sus lindos ojos estaban clavados en la persona que estaba visitando; porque verlo ahí, postrado en el suelo fangoso, con la ropa hecha un desastre no precisamente por los motivos habituales –causar alboroto por todos lados–, le preocupaba. Muchísimo; y no entendía por qué.

No escuchaba a su nana, pero oyó con perfecta nitidez un gimoteo proferido por ese niño tan "odioso", y entonces sintió deseo de acercarse a él para averiguar qué estaba pasando, porque le pareció incluso que estaba temblando, como si estuviera conteniéndose de romper en llanto. Pero su nana colocó una mano sobre su hombro en un gesto cariñoso, y se acuclilló para poder hablarle al oído:

—Niño, verá... Su padre solo aceptó que vengamos de visita porque usted insistió mucho, pero... La verdad es que el niño no quería ver a nadie hoy; su abuelo nos contó. Estaba ocupado.

—¿Por eso estaba más huraño que nunca? —interrogó, sintiendo cierta paz al descubrir que no era que lo odiaban un poco más, sino que se trataba de un estado pasajero de ese chico bullicioso—. ¿Haciendo qué?

—Pues... ¿Recuerdas ese pajarito tan lindo que tenía y cuidaba mucho?

—Por supuesto. Siempre decía que era su orgullo [1] —dijo, repentinamente conmovido y dejando escapar un pequeñísimo sollozo sin, nuevamente, saber por qué. Quizá era un presentimiento—. Gilbird es muy obeso.

—Sí, tiene razón... —sonrió con nostalgia, acariciándole los castaños cabellos, ya muy húmedos—. Pero Gilbird ya no... Verá —dijo, reuniendo aire y fuerzas para exponerle todo con claridad y dulzura al muchacho que tenía a su cargo—. Gilbird enfermó hace unos días. —Él se estremeció, suponiendo lo que estaba por venir—. ¡Hicieron todo lo que estuvo en sus manos! —se apuró a aclarar al notar que los ojos del niño se abrían más y más—. Pero no fue suficiente... Hoy Gilbird... Por eso está así. Seguramente acaba de ocurrir. Debe tenerlo entre sus manos ahora... Esto es espantoso —concluyó afligida, cayendo en la cuenta de que esa era la primera vez que los niños tenían alguna experiencia sobre la vida y la muerte.

De sus lindos ojos brotó una única lágrima, pero se deslizó por su redonda mejilla tan rápido que su nana solo alcanzó a ver que sus ojos se habían humedecido.

—Debemos entrar, niño —continuó ella, reprimiendo el impulso de abrazarlo y de echarse a llorar, no solo por solidaridad sino también por sufrir al ver a un niño tan activo en ese estado por causa del dolor que le generaba su mascota. No le estaban permitidos demasiados mimos, porque los padres del niño pensaban que terminaría por malcriarse—. Podría enfermarse.

Él, algo abrumado por lo que acababa de revelársele y mucho más, se dejó conducir como si fuera un muñeco, aunque en el fondo en lo único que podía pensar era en correr a consolarlo. Pero no podía, porque nunca había pasado nada parecido, nunca se había presentado una situación semejante y no tenía idea de qué debía hacer o decir; además, estaba el factor del odio que parecía sentir hacia él. Y, por otra parte, no estaba acostumbrado a manifestar tan abiertamente ese tipo de sentimientos, sobre todo porque nunca los había sentido con tal intensidad.

Sobre el lodo, con la ropa húmeda y el frío penetrando en su pequeño cuerpo, permaneció sentado apretando contra su pecho a su fiel amigo. La lluvia no importaba porque, después de todo, nada podía helar tanto su pecho como saber cuánto había perdido esa tarde. La lluvia además ayudaba a disimular las amargas lágrimas que brotaban de sus ojos. Cuánto se llevaba Gilbird con su partida.

Nunca se percató de la presencia de un par de extraños que lo observaban, porque en su mente solo había espacio para su tragedia.

Más tarde, luego de que su nana se encargó de secarle muy bien el pelo y conseguirle una muda de ropa para no recibir un regaño de su padre al verlo llegar todo empapado, se encargó de aclarar algo:

—Que no sepa que estuvimos aquí. Nunca vinimos.

No necesitaba que lo odie más. No le perdonaría jamás si descubría que lo vio en ese estado "lamentable", mucho menos si sabía que tuvo el impulso de ir a consolarlo. Y definitivamente no quería eso.


—¡Roderich!

Al oír su nombre, se sintió despertar. Al ver a su alrededor, recordó que estaba a punto de practicar con el piano. Incluso se había quedado con las manos sobre las teclas.

—Qué sucede, Elizabetha... —respondió, acariciándose la sien con la mano derecha.

—No es nada, solo te estaba platicando sobre la decisión de mis padres, ¿recuerdas lo que nos dijeron ayer por la noche?

—Claro, lo recuerdo. —Mentira—. Apenas lo platicamos anoche —dijo, preguntándose por qué Elizabetha tenía que hablarle de ese tema en ese momento.

—A mí me parece bien, ¿tú que opinas? —dijo ella, algo cohibida. Roderich no lo notó.

—Creo que si ellos tomaron esa decisión, es porque es lo más conveniente.

—Me pareció algo apresurado porque apenas han pasado unos meses, pero también creo que es lo mejor —continuó entre risas, desviando la mirada como si Roderich estuviera observándola. Y en realidad no lo hacía—. Es lo que corresponde, después de todo...

—Por supuesto.

—Entonces, no estaría mal que empaquemos todo el fin de semana. Mientras más pronto lo hagamos, mejor.

—¿Empacar? —repuso, ligeramente sorprendido.

—¡Claro! Mis padres dijeron que ya habían escogido un lugar muy bonito cerca de aquí, apenas un par de calles lejos, así que no tenemos nada de qué preocuparnos. Ya han dado inicio a todos los trámites para adquirirlo y solo resta mudarnos para allá. Dijiste que recordabas de qué habíamos platicado...

—Lo recuerdo, sí, pero...

—¡Ah, claro! —interrumpió ella con una gran sonrisa—. Llegaste algo cansado luego de pasar toda la tarde fuera de casa, ¿es eso? Creo que esa es la razón de que ahora mismo estés algo distraído —afirmó, sin que su sonrisa comprensiva desaparezca.

—Yo también creo lo mismo... —suspiró, recordando lo que había hecho la tarde anterior.

Ya había transcurrido poco más de un mes desde aquella curiosa tarde en la que su rutina se vio alterada al tener de compañía, por obra de la casualidad, a Gilbert Beilschmidt. Su hábito de visitar la tienda de instrumentos musicales, a la que iba sin importar que no hallara ninguna novedad, desembocó en pasar toda una tarde con quien fuera su "enemigo" desde pequeño.

Mentiría si dijera que todo ese asunto no le resultaba sospechoso, pero no tenía ninguna otra explicación, solo podía tratarse de una extraña coincidencia. Muy extraña, única, por cierto, porque estaba seguro de que no frecuentaban los mismos lugares, así que la probabilidad de que se encuentren se reducía al mínimo; jamás habría sospechado que podrían encontrarse en una tienda de instrumentos. Pero, pese a que en un principio temió que todo termine en desastre o riña, no ocurrió así; por el contrario, se atrevería a decir que lo pasaron "bien". Claro, "bien" dentro de todo lo posible implicándolos a ambos: Gilbert, un sujeto ruidoso y molesto, y él, su completo opuesto.

Aquella tarde fue incluso pacífica; Gilbert hasta le invitó un postre. Lo obligó a comerlo, pero aparte de eso no ocurrió nada malo. Todo marchó sobre ruedas y ninguno de ellos hizo verdadero intento de iniciar hostilidades. Todo marchó tan bien que cuando se repitió, no se opuso a su compañía. Porque Gilbert no dejó de toparse con él en la calle, incluso en las más inverosímiles situaciones; como cuando se disponía a tomar un descanso cerca de la Fuente de Neptuno [2], él apareció de la mismísima nada, como si hubiera estado allí mucho antes, porque se sorprendió bastante cuando se encontraron.

Así, transcurrió más de un mes de incesantes coincidencias, y sentía que, precisamente por esas tardes que, sin pensarlo y sin proponérselo realmente, pasaban juntos, ya no era como antes, cuando todo lo que hacía Gilbert lo llevaba a concluir que en verdad lo odiaba. No era odio realmente lo que sentía, sino algo diferente, mucho más simple y no tan intenso.

Por supuesto, tampoco se habían vuelto cercanos. Simplemente sucedía que sus caminos se cruzaban, y Roderich pensaba que resultaría muy grosero de su parte evitarlo y alejarse. Claro, era solo eso. Seguro. Pero, como fuere, tal como decía Elizabetha, la tarde anterior también la pasó con Gilbert: se encontraron cuando, luego de tantear sobre los precios del mantenimiento para su piano, se le ocurrió dar una vuelta por una cafetería para comprarle algo a su suegra en agradecimiento por haberle obsequiado algunos vinilos que encontró en su casa, asegurándole que en su poder no tenían ninguna utilidad, así que prefería regalárselos a él. Había sido algo agotador porque se encontraron alrededor del mediodía, y desde entonces aprovecharon para resolver las demás diligencias que tenían pendientes, porque sabían que sería perjudicial dejarlo todo para el fin de semana. Cerraron su día alrededor de las ocho de la noche, volviendo a la cafetería para disfrutar de un frapuccino, perfecto para cerrar un día algo acalorado.

Fue un día agradable, para qué negarlo, pero todo se vino abajo cuando llegó a casa. Estaba cansado de tanto caminar, no estaba muy acostumbrado a hacerlo, y cuando llegó a la sala, descubrió a sus suegros aguardando por él para iniciar alguna plática. Solía ser atento con ellos, eran amigos de sus padres, después de todo, pero en ese momento no tenía el más mínimo deseo de atenderlos. Solo deseaba irse a la cama y dejar su cuerpo descansar. Y como estaba tan cansado, no prestó mucha atención a lo que le decían, ya que por brevísimos instantes el sueño estaba a punto de vencerlo.

—Estabas muy cansado, ¿verdad? —dijo de pronto Elizabetha, captando su atención—. Pasas mucho tiempo fuera de casa últimamente... —reflexionó, repasando el borde de su falta con los dedos—. Supongo que eso es bueno... Me dijiste que te encuentras con Gilbert a veces en la calle. Aún sigo pensando en lo que pasó ese día que llegaste ebrio, ¿sabes? Es decir, no pretendo controlar lo que haces, además sé que no es que él te haga salir, porque yo le pedí que–

—Elizabetha —cortó a tiempo, porque no quería ahondar en el asunto. No con ella. Ya tenía grandes motivos para evitar ese tema—, descuida. Está todo bien. Ayer hice mucho y por eso estuve cansado. No te preocupes, nos mudaremos este fin de semana si es lo que desean tus padres.

Y se puso de pie, dejando a su esposa en la sala, con muchas preguntas que estaba dispuesta a hacerle. Elizabetha tenía pendiente una plática con él, porque cierta duda empezaba a pulular en su cabeza.

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Gilbert comenzó a sentir cierto recelo al reparar en un detalle bastante peculiar luego de más de un mes de continuas "casualidades": ¿El señorito en verdad no se daba cuenta de que nada de eso era realmente casual? No era que creía a Roderich particularmente inteligente, pero sí le daba la impresión de ser, al menos, algo sagaz. Entonces, ¿era posible que no se dé cuenta de nada, o al menos lo sospeche?

—Bueno, no es normal, pero... ¡Al menos todo va viento en popa! —se felicitó, cerrando el libro que tenía sobre la mesa porque, después de todo, no estaba leyendo. Supuestamente tendría que estar estudiando para finalmente postular a los estudios superiores, pero no hacía más que darle vueltas al asunto de Roderich.

A veces no podía evitar sentirse satisfecho con cómo iba evolucionando todo. Había transcurrido más de un mes, casi dos, desde que dio inicio a su plan; y si bien en un principio peligró todo al ser tan imprudente como para intentar embriagar a Roderich en un arranque, de a pocos fue capaz de componerlo, al punto de poder jactarse de sus progresos. El señorito había reducido sus niveles de sarcasmo y ya no intentaba hacerlo sentir como un tonto, o al menos no con gran frecuencia. Él por su parte procuraba no ser tan brusco en su trato e incluso trataba de comprender los gustos de Roderich.

Así que luego de ese lapso, llegó a ciertas conclusiones:

–Roderich era muy avaro y apenas gastaba algo cuando era absolutamente necesario.
–No tenía muchos amigos (o al menos no salía con ellos).
–No hacía nada en su casa además de tocar el piano y el violín.
–Por cierto, Roderich sabía tocar el piano y el violín.
–Era muy flojo y poco dado a la actividad física (probablemente consecuencia del tercer dato) ya que se cansaba rápido.
–Estaba planeando postularse para los estudios superiores también, al igual que él.
–Aparentemente no tenía intenciones de engañar con otra mujer a Elizabetha.

Gilbert tenía una lista de las características que le parecían más resaltantes escrita en un diario que escribía. Y pese a que Roderich, hasta cierto punto, le demostraba algo de confianza al mostrarse cada vez más natural con él y dejándole ver sus defectos, Gilbert se daba cuenta que, de momento, ninguno era demasiado grave. En su lista no había nada de peso que pueda demostrarle a Elizabetha que el señorito estaba lejos de ser el modelo de perfección que ella había creado en su mente.

Y a sus planes se sumaba una preocupación: no podía tardar demasiado. Si quería que Elizabetha recapacite, debía ser pronto, porque de lo contrario... No quería ni pensarlo. Mientras más tiempo pasaba ella con él, más riesgo corría de que se acostumbre a su presencia y llegue a crear un verdadero lazo –porque Gilbert estaba convencido de que solo los unía una idealización por parte de Elizabetha–, y entonces el daño sería irreversible. Así que por un lado iba ganándose la confianza de Roderich, lo cual era estupendo e iba de acuerdo al plan; pero por otro, a veces le desesperaba no hallar algo demasiado comprometedor. No podía evitar sentirse impaciente.

Pero eso no era lo peor. Para él, lo peor era casi no poder verla. Cuando Elizabetha le prohibió invitar a Roderich a salir, le dolió ver cuánto se preocupaba por el señorito, y también que, por su imprudencia, ya no podía acercarse a ellos, porque Elizabetha, conociéndola, seguiría resentida, dispuesta a asesinarlo y sin deseo alguno de verlo. No quería enfadarla más apareciéndose repentinamente por casa de los Edelstein.

Al menos le quedaba un consuelo: Roderich no era tan extremadamente insoportable como se había imaginado. Claro, seguía sin agradarle en lo absoluto, pero no era tan terrible como creía. En un principio pensó que solo tener que pasar tiempo con él sería una total tortura, pero de a pocos fue descubriendo que el señorito era presumido, pedante y altanero cuando él mismo buscaba montarle pelea. Si lo buscaba, Roderich no iba a dejarse. Eso, hasta cierto punto, era algo digno de su respeto; le agradaba que no se deje pisotear ni tratar mal. Porque Gilbert no era tan inconsciente como para no darse cuenta de lo arbitrarios que eran a veces sus ataques, muchos de los cuales –si no es que todos– eran causados por los celos que le provocaba saber que Roderich podía estar junto a Eli.

Si ya tenía algo de confianza ganada, tenía que dar el siguiente paso, porque no podía perder más tiempo en tontas casualidades que no le daban oportunidad de poner al señorito en una situación que él pueda controlar. Gilbert necesitaba tener el control para poder exponer a Roderich. ¿Qué seguía entonces? No quería hacer ningún movimiento demasiado brusco, porque el mínimo error podría echar a perder todo, derribando la confianza que habían construido. Tenía que haber alguna forma, ¿pero cuál?

—Hermano —dijo Ludwig, golpeando la puerta con sus nudillos.

—Oh, Lud —respondió Gilbert—. Pasa, pasa.

—Lamento si interrumpo tus estudios —se disculpó, asomándose al libro que se suponía estaba leyendo su hermano—. Pero me han llegado importantes noticias.

—¿Qué es?

—Me han pedido que te avise de la llegada de unas visitas. Deberías salir a recibirlos. Llegarán en cualquier momen–

Ludwig no pudo terminar su oración, porque los alegres ladridos de sus perros alertaron a ambos hermanos de la presencia de alguien más. Pero cuando el menor de ellos quiso acercarse para ver de quién se trataba, estuvo a punto de ser embestido por la puerta de la habitación que fue abruptamente abierta.

Bonjour, mon ami! [3]

—¡Buenos días, Gilbert! [3]

Ludwig trastabilló y, finalmente, cayó al suelo. Sus perros, que entraron junto a las visitas, lo rodearon y lamieron su rostro a modo de consuelo.

—¡¿Pero qué hacen aquí?! —exclamó Gilbert con una sonrisa enorme, corriendo a estrechar a los recién llegados en un abrazo.

Se trataba de Francis, un muchacho francés de cabello largo rubio y de ojos azules, además de cierta pelusilla incipiente en la quijada, y Antonio, un chico español de cabello castaño y grandes ojos verdes; ambos sus amigos desde pequeños. Fueron ellos quienes lo apoyaron cuando se vio en problemas al ser acechado por sus compañeros de aula.

—¡Eres un ingrato! —dijo Antonio en un reclamo, pero sin dejar de sonreírle.

—¡Peor que eso! —se sumó Francis, fingiendo resentimiento con un puchero, y entre los tres formaron una especie de ronda una vez que se separaron—. ¿Cómo has podido olvidarte de tu hermanito Francis?

—¡Venga, es que he estado ocupado! —explicó Gilbert, asumiendo que se referían a su falta de comunicación con ellos—. Tengo muchas cosas en la cabeza...

—¿Qué puedes tener en esa cabeza además de aire? —bromeó Antonio, dándole un alegre codazo y volviendo a abrazarlo—. Nosotros también hemos estado ocupados, para qué negarlo.

—Es cierto. Esto de seguir estudiando no es algo para tomar tan a la ligera~ —reconoció Francis, cruzándose de brazos y apoyando su cuerpo sobre el escritorio de su amigo.

—¡Ah, cierto, cierto! ¿Ya has ingresado, Gilbert? Nosotros lo hemos logrado con esfuerzo. Nos han dado vacaciones, y lo primero que se nos ocurrió fue venir a verte.

—P-Pues... Pasa que... Bueno, yo... —balbuceó entre risas torpes, rascándose la nuca.

—Ya lo habrás pasado, ¿no? —insistió Francis, percatándose de cómo cambiaba la actitud de Gilbert con esa pregunta. Algo no andaba bien—. No me digas que...

—¡No, no le he pasado! —bramó hartó, apretando los ojos, porque no le gustaba que sus mejores amigos, recién llegados, le recuerden eso. Además, sentir que se quedaba atrás en comparación con ellos hería su orgullo.

—Espera, espera... —dijo Antonio al ver el estado de Gilbert—. ¿No lo has pasado o no te has presentado? Porque son dos cosas diferentes.

—No se ha presentado aún —intervino repentinamente Ludwig, incorporándose del suelo, no sin antes acariciarle el lomo a sus perros—. Ahora, antes de que lleguen, estaba estudiando.

—Bueno, eso lo cambia todo... —suspiró aliviado Antonio, y reparó entonces en Ludwig—. ¡Pero por qué no nos has saludado! —Siempre sonriente.

—Un poco maleducado el chico, eh... —murmuró Francis, algo despectivo.

—¡Él no es maleducado! —aclaró Gilbert al oírlo—. Lud no es nada maleducado. Es un poco tímido, eso es todo.

—Ya lo conocemos, Francis, no seas duro con él. Descuida, Ludwig, no ha sido nada—dijo, colocando una mano sobre su hombro—¿Y por qué no te has presentado? —continuó, intrigado.

—Pues... Pues... —Tanto se tardó en responder, que ambos amigos volvieron sus rostros en dirección a Ludwig. Conociendo a Gilbert, el asunto era algo vergonzoso y no deseaba tratarlo en presencia de su hermanito. Tenía una imagen que proteger, después de todo; no quería decepcionarlo.

—Ludwig —dijeron al unísono.

—¿Sí...? —respondió él, incapaz de leer el ambiente.

—¿Puedes, por favor, dejarnos solos un momento? —pidió dulcemente Antonio—. Nos acabamos de reencontrar y queremos platicar de algo.

No terminó de comprender tanto secreteo, pero accedió, suponiendo que todo se trataba de un tema de amigos o algo por el estilo; aunque se quedó con las ganas de saber qué estaba pasando.

—Bien, ahora vas a explicarnos qué está pasando contigo, mon cœr —advirtió Francis, dejando atrás el escritorio y acercándose a él peligrosamente—. Algo debe tenerte muy preocupado como para que no hayas dado aún el examen.

—¿Recuerdas? En el colegio, cuando el más grandulón de nuestro salón quiso acercarse a él y nos pidió ayuda, ¡no podía concentrarse en los estudios! Hasta que se libró de él no estuvo bien.

—¿Te morías de miedo, chéri? —preguntó Francis con una sonrisa burlona, rodeando los hombros de Gilbert con su brazo.

—¡Claro que no! —berreó mosqueado, pero dejándose hacer—. Estaba pensando en qué hacer para deshacerme de él...

—Y para eso nos convocaste a nosotros, ¿no? Esos tiempos de la escuela... —suspiró Antonio, mirando a través de la ventana de la recámara. Cuando volvió el rostro, vio a Francis guiar a Gilbert a la cama.

—Entonces... —Francis y Gilbert cayeron sentados sobre el colchón—. Hay algo que te preocupa y mantiene ocupada tu cabeza, ¿verdad?

—La verdad es que... Estoy metido en algo.

—Tiene que ver con Elizabetha —afirmó Antonio.

—No cabe ninguna duda —secundó Francis.

—¡Oigan! ¿Por qué suponen que ella tiene que ver en esto?

—No lo sé... ¿Quizá porque te gusta desde antes de conocernos? —ironizó Francis, divertidísimo al ver que Gilbert estaba poniéndose rojo y comenzaba a tartamudear.

—Déjate de rodeos y cuéntanos, Gilbert, que ya sabemos que es sobre ella que nos vas a hablar. ¿Ha pasado algo malo?

—¿No lo saben? —Ambos amigos le demostraron su impaciencia con sus rostros—. Pues... Ella...

—¡Ella qué, hombre, al grano! —rezongó Antonio, sentándose a su lado en la cama.

—¡Ella se casó con el señorito!

Tanto Francis como Antonio quedaron sin palabras un momento.

—¿Con el señorito? —repitió Francis—. ¿Con Roderich? Es decir, ¿Roderich Edelstein, su vecino?

—¡Sí! —chilló Gilbert en respuesta, cubriéndose el rostro con las manos por la ira.

—Resulta que sí tenía buen gusto la linda Elizabetha...

—¡Francis! ¡Gilbert ahora necesita nuestro apoyo, no tus comentarios! —recriminó Antonio, muy solidario.

—Como si tú no opinaras lo mismo —resopló, desviando el rostro con petulancia.

—¿En qué momento esto se convirtió en una discusión sobre si Eli tiene buen gusto o no? —se quejó Gilbert, mirándolos incrédulo y con el ceño fruncido—. Ese no es el punto.

—Por supuesto que no es el punto. Te conozco, algo ya estás tramando, ¿no es así, mon petit lapin? —dijo, acercándolo más a su cuerpo en el abrazo y acariciándole un hombro.

—No me digas así... —refunfuñó, pero sin alejarlo—. ¡Es que no sé qué le ha visto! ¡Es absurdo que le guste el estirado de Roderich! ¡No lo admito, no! —lloriqueó, casi pataleando.

—Nosotros sí que sabemos qué le ha visto... —acordaron ambos con una sonrisa pícara, chocando las manos en un festejo cómplice.

—¡Los ODIO! ¡Deberían estar de mi lado! —Estaba a punto de hacer un berrinche.

—Oye, vamos, seamos honestos —propuso Antonio, y Francis asintió con fuerza—. ¡No puedes simplemente decirme que no ves lo guapo que es Roderich!

—Si está buenísimo —aseveró Francis con una sonrisa traviesa, clavando sus ojos azules en los verdes de Antonio.

—No me explico cómo soy amigo de ustedes, si ambos tuvieron algo que ver con él...

La verdad, pese a que eran muy amigos, ni Francis ni Antonio le aclararon nunca qué relación tuvieron con Roderich. Gilbert solo sabía que algo había ocurrido entre ellos, quizá una breve amistad o algo por el estilo, pero no podía asegurarlo al no tener una confirmación por parte de ninguno. Por alguna extraña razón, ambos evadían el tema.

—Como sea, ¿qué has estado haciendo? —dijo Francis, acomodándose el cabello con los dedos, y Gilbert asoció esa prisa con una nueva evasiva al tema de Roderich.

—He ideado un plan —contó, dedicándoles una mirada cómplice—. Y, hasta ahora, marcha muy bien.

—Era de esperarse, cariño; siempre has sido bueno para esos asuntos de estrategia —concedió Francis.

—¿Y en qué consiste tu plan?

—Es de lo más desagradable, pero vale la pena, estoy seguro: he concluido que a Eli en realidad ni le gusta el señorito, solo se ha hecho una idea equivocada de él, ¿entienden? —desdeñó—. Entonces, solo hace falta hacerle ver la realidad.

—¿Cómo le harás ver la "realidad"? —rió Antonio, no muy convencido de las conclusiones de su amigo.

—¡Con pruebas, claro!.

—¿Y cómo vas a obtenerlas?

—Ahí está la parte desagradable de esto: tengo que hacerme amigo del señorito para ver sus peores defectos. Cuando tenga suficiente, se lo mostraré a Eli.

Ambos amigos se dedicaron una mirada que Gilbert fue incapaz de comprender.

—Hey, hey... ¡¿Por qué se están echando esas miradas?! ¡Díganme! —exigió.

—No nos has dado muchos detalles, pero me parece buena idea —comentó Antonio—. ¿Cómo va todo?

—Estabas pensando en eso cuando llegamos.

—Sí, porque Roderich es un gran dolor en el culo. —Al recordar cuál era la característica más resaltante de sus amigos, se apuró a corregirse—: ¡N-No, no es lo que están pensando!

—¿Qué estamos pensando, querido? —se carcajeó Francis, acariciándole la espalda, más atrevido—. ¿Que se metió... con esto? —Su mano se deslizó hábilmente hasta toquetearle el trasero y darle un apretón. Gilbert dio un respingo y se sonrojó.

—¿Por qué es un gran dolor en el culo? —preguntó Antonio, riendo con fuerza igual que Francis—. ¿Qué te ha hecho?

Aproximadamente desde los doce años Gilbert percibió cierto cambio en sus amigos. Atrás quedaron los juegos relativamente inocentes de "chicos": tanto Francis como Antonio mostraron más interés en sus compañeras, ya que las invitaban a participar en sus trabajos grupales y, al finalizar, las llevaban a tomar algo. Con el tiempo, cuando ya bordeaban los quince, sus intereses abarcaron no solo chicas, sino también a los que consideraban chicos "atractivos". Habiendo desarrollado sus gustos desde jóvenes –o al menos más jóvenes que él, ya que no fue sino a los quince que fue dándose cuenta de que lo que sentía por Elizabetha no era simple amistad–, adquirieron más experiencia en terrenos amorosos, y en muchas ocasiones Gilbert pudo oír qué hacían o en qué consistían sus relaciones de su propia boca. Así que, sin desearlo realmente, terminaba enterándose de detalles escabrosos de los encuentros de Francis y Antonio con su pareja ocasional, por lo que no le quedó ninguna duda: se lo pasaban en grande, y, hasta cierto punto, los envidiaba. Claro que ya había tenido pensamientos más que parecidos a los de sus amigos, especialmente relacionados con Elizabetha, pero, obviamente, no había tenido oportunidad de concretar nada. [4]

—¡T-Tengo que pasar tiempo con él! —explicó, removiéndose un poco para que Francis tenga que quitar la mano—. Es decir, para conocerlo, debo pasar tiempo con él. Pero entonces pasó algo y Eli me prohibió ir a su casa a invitar al señorito y todo va bien pero también muy lento y no lo aguanto pero también sé que vale la pena y... ¡Agh, maldición! —exclamó, renegando de su suerte al recordar que no podía verla.

—Basta, Gilbert —silenció Antonio—. A ver, ¿por qué va esto lento? ¿Tienes afán?

—¡Si Eli pasa mucho tiempo con él, podría...! Tengo que acabar con esto rápido.

—Entiendo. ¿Hay algo en lo que podamos ayudarte?

—Es que... Me he estado inventando casualidades para generar confianza, ¿entiendes? Así el señorito ya no me tiene miedo... Porque obviamente me temía, es decir, soy mucho más fuerte que él, mucho más genial; lógicamente lo intimidaba —acotó—. Pero me desespera no poder progresar más rápido...

—Con nosotros aquí, todo es mucho más fácil, pequeño. Vamos a ayudarte —sonrió Francis, desistiendo de toquetearlo a la par que colocaba un mechón de cabello detrás de su oreja—. Apuesto a que quieres tenerlo bajo tu control, poder dominar la situación, ¿me equivoco? —Gilbert negó con la cabeza—. Pues es fácil: traigámoslo aquí. Déjamelo a mí.

—¿No es un poco arriesgado? —intervino Antonio.

—No si él no lo ve así, y para eso estamos nosotros —dijo, guiñándole un ojo—. Haremos a Roderich recordar viejos tiempos.

—¿Qué quieres decir? —dijo Gilbert, algo receloso.

—¿Qué tienen en común Roderich y tú?

—Nada. Ese señorito y yo nunca hemos tenido algo en común.

Francis suspiró, acariciándose la sien.

—Nosotros, Gilbert. Nosotros —respondió Antonio para salvarlo.

—¿Ustedes? —replicó, confundido.

—Nosotros lo conocemos también. Y vaya que lo conocemos... Somos un nexo entre Roderich y tú, Gilbert; así que si Elizabetha sigue molesta contigo, por un motivo que no nos has contado aún, vamos a invitarlo nosotros, Antonio y yo. Cuando lo tengamos listo, le explicaremos que estamos de visita en tu casa, y como ya no le generas tanta desconfianza, no opondrá gran resistencia. Simple.

—¡Vaya! ¡No suena mal! ¿Y cuando esté aquí, qué haremos?

—¿Maldades? —insinuó Antonio, guiñándole un ojo a Francis y estallando en risa.

—Eso queda en tus manos, Gilbert. Yo solo te lo facilito todo. Es tu plan, al fin y al cabo.

—E-Espera, espera... No le haremos nada malo al señorito.

Antonio frenó sus carcajadas de golpe y miró muy serio a Francis.

—Si le pasa algo malo, ¡seguro se lo va a contar a Eli! Si ella vuelve a enojarse conmigo... Todo estará perdido.

—¡Por un momento creí que me habías mentido y en verdad había pasado algo entre ustedes! —suspiró Francis, extrañamente aliviado, volviendo a la tarea de acariciar a Gilbert en la espalda—. ¡Creí que se habían vuelto amigos!

—¡C-Claro que no! ¿Qué idiotez es esa? ¿Yo, amigo del señorito? ¡Nunca!

Nunca escupas al cielo... —murmuró Antonio.

—¿Qué has dicho? —inquirió Gilbert, riendo por las cosquillas que le causaban las caricias de Francis.

—Nada. Olvídalo —dijo, y se sumó al juego de sus amigos, haciendo que Gilbert se retuerza en la cama.

Permanecieron algunos minutos así, jugando a las cosquillas, las cuales poco a poco fueron convirtiéndose en toqueteos descarados por parte de cada uno. Él no se quedaba atrás, claro que intentaba seguirles el paso a sus pervertidos amigos; de tanto en tanto metía un apretón por aquí y por allá. Exhaustos de sus travesuras, con las mejillas algo rojas no solo por la actividad, decidieron quedarse tendidos sobre el colchón un rato más.

—¿Hace cuánto que no hacíamos esto? —rió Antonio, mordiéndose el labio—. Y antes de que lo insinúes, Francis: sí, lo extrañaba.

—¿Quién no extrañaría meterte mano, Antonio? —confesó, muy desvergonzado.

—Oigan, están olvidando que estábamos planeando lo que haremos con el señorito... —se quejó Gilbert, jadeando por las reacciones que despertó en su cuerpo tanto manoseo.

—Deja de pensar en él por un rato, chéri. ¿Tantas ganas le tienes?

—¡¿Pero qué dices? —exclamó, patidifuso, incorporándose en el acto—. ¡Si hace nada le estaba explicando...!

—Era coña, Gilbert. Relájate... —pidió Antonio, tirando de su brazo para volver a acostarlo—. Cuando venga, nos inventamos algo. Si te da miedo tenerlo en tu casa, que creo es lo que pasa~, podemos invitarlo a salir. —Otra mirada cómplice a Francis—. Salimos los cuatro, ¿qué tal?

—¿Y voy a tener que invitarlo? Es decir, ¿pagar lo que gaste? —dijo, y en ese momento llegó a su mente el recuerdo de cuando le invitó un pastel—. N-No pienso hacer eso...

—¡Deja las preocupaciones, por favor! Ya lo vemos cuando lo tengamos en nuestras manos —regañó Francis, acomodándose en la cama hasta colocar su cabeza sobre la almohada.

—Está bien.. Confío en ustedes. Son mis amigos.

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Continuará.

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[1]: De verdad me duele haber matado a Gilbird (?) Su muerte representa la muerte de Prusia. Sé que Prusia no "murió" tan joven –siendo niño–, pero me parece que a esa edad es mucho más chocante para Gilbert, así que decidí tomar esto e incluirlo.

[2]: La Fuente de Neptuno es una escultura hermosa, bellísima, que se encuentra, obviamente, en Berlín. Se ubica en el parque entre la iglesia de St. Marienkirche y el Rotes Rathaus (ayuntamiento).

[3]: Habrán notado las cursivas. Estas significan que los personajes están usando palabras de su lengua madre. En el caso de Francis es mucho más obvio, en cambio con Antonio sí o sí debo ponerle la cursiva para que lo sepan. A continuación pondré el significado de las expresiones cariñosas que usó Francis:

*Bonjour, mon ami: buenos días, mi amigo.

*Mon cœr: mi corazón.

*Mon petit lapin: mi conejito o mi pequeño conejo. A Gilbert no le gusta que le diga así porque esa expresión suele ser usada con los niños. Francis la usa porque, como ya sabemos, se siente el hermano mayor de todos. Excepto de Antonio.

*Chéri: cariño, querido.

[4]: No sé si debí aclararlo desde un principio, pero creo que es buen momento para hacerlo: en este fic Gilbert es casto. Es medio pervertido, sí, pero sigue siendo casto.

N.A: LAMENTO MUCHÍSIMO LA DEMORA :c pueden golpearme (?) Ok no.

Voy a ser sincera: es difícil, para mí, hacer a Francis. He tenido un bloqueo espantoso, sumado a que apenas he terminado los deberes de fin de ciclo, así que, por favor, traten de comprenderme :c Me siento aún peor porque en este capítulo casi no hay PruAus :c Peeero, como podrán ver, este capítulo no es en vano tampoco. Francis y Antonio van a ayudar :D

Ahora todo es un poco confuso, pero se irá esclareciendo con el tiempo.

Voy a tratar de hacer mucho mejor el siguiente capítulo.

Aviso que desde el siguiente ya se vienen acercamientos un poco más claros :')

Actualizaré tan pronto pueda. En estos días locos de la Navidad uno anda con la cabeza en otro lado.

Muchas gracias por esperarme y seguir leyendo.