Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.
CAPÍTULO SÉPTIMO
LAS HERIDAS
.
Durante su infancia no estuvo rodeado de amigos. De niño, cuando estaba aburrido y no podía ver a Elizabetha por diversos motivos, debía apañárselas solo y hallar una forma de entretenerse. Así, desde muy temprana edad adquirió el buen hábito de la lectura, la cual lo transportaba a mundos increíbles llenos de aventuras y peligros por enfrentar. Eso, sumado a que era bastante travieso y juguetón, hizo que, tratando de imitar las andanzas de sus personajes favoritos, Gilbert se metiera en uno y otro lío: trepaba a los árboles para acariciar pichones, se creía pirata o caballero desde las alturas y protegía a los animales que estuvieran a su paso (conejos, aves, etc.); luego saltaba de rama en rama y los "refugiaba" de un peligro que solo existía en su imaginación.
El problema radicaba en que no siempre salía bien librado de sus empresas de caballería. Muchísimas veces, entre salto y salto debido a un mal cálculo, caía estrepitosamente contra el suelo. Sus codos terminaban con arañazos, al igual que sus mejillas; sus rodillas, moradas y sangrando; la espalda, tan adolorida que apenas y podía andar. Incluso alguna vez su ceja terminó partida.
Entonces, cuando volvía a casa para la hora de comer, luego de arreglarse todo lo posible para no verse tan machacado, recibía regaño tras regaño. Sus padres le recriminaban su descuido y le reprochaban por cuánto echaba a perder la ropa, además de dañar su piel de forma irreparable. Pero luego del larguísimo sermón, cuando sentía que no podía más con el ardor de sus heridas y que ya no podría seguir fingiendo que no era nada, su abuelo se acercaba a él, botiquín en mano, dispuesto a curarle. No era muy delicado, ni en sus actos ni palabras, más bien era parco, pero le hacía sentir querido muy a su manera. Y luego de atenderle, lo acompañaba a la cama, lo cobijaba en silencio y se despedía de él con un leve asentimiento.
Con el tiempo aprendió a no caer más. Sus reflejos mejoraron, era capaz de calcular mejor sus movimientos y ya no se lastimaba ni cuando se arrojaba de rama en rama, no solo a punta de brincos, sino columpiándose con sus brazos también. Sin embargo, no solo adquirió los conocimientos necesarios para no volver a dar contra el suelo: aprendió a atender sus propias heridas; en parte por necesidad al no querer lucir tan mal frente a sus padres –porque si no, el regaño sería mucho peor– y también porque su abuelo lo atendía con tanta paciencia y tantas veces que fue inevitable que aprenda cada movimiento y la forma de hacerlo.
Así que Gilbert tenía bastante idea sobre heridas, moretones y la forma de tratarlos.
Pese a eso, estaba manejando con dirección a algún médico para hacer atender la mano que acababa de lastimar. La mano de Roderich.
—Ya debe haber uno cerca... —murmuró, girando el volante para doblar en una esquina y abrirse a la carretera, muy pendiente de su alrededor—. ¿De verdad es grave?
Tenía que preguntarlo. En el momento que sostuvo la mano de Roderich entre las suyas tenía el cerebro algo embotado por el vino, el resentimiento con el señorito por avergonzarlo en su propia casa y la culpa por, aparentemente, haberle lastimado en serio; pero alcanzó a ver que estaba algo amoratado, aunque no le pareció nada de gravedad. Quizá estaba exagerando.
—Eso sabrá decirlo el médico —respondió—. Solo date prisa.
—¡Eso hago! —resopló, frunciendo el ceño y dedicándole una brevísima mirada de soslayo cargada de desprecio—. Mira que voy a llevarte al médico, y ni por eso dejas de comportarte como un pedante...
—Y no estaríamos en esta situación de no ser por tus idioteces.
—Suficiente —gruñó entre dientes, volviendo a girar el volante, pero esta vez para estacionarse al lado de la acera. Roderich parpadeó, preguntándose por qué se detenían—. Déjame ver eso de nuevo —exigió, estirando la mano para dejarle más claro su propósito, como si con sus palabras no fuera suficiente.
—Claro, y yo te doy mi mano para que vuelvas a estrujarla —ironizó en un suspiro—. Sigue manejando. Es lo que merezco luego de haberme causado este perjuicio.
—No me obligues a tratarte mal de nuevo, señorito estúpido —amenazó—. O me la das por las buenas, o será por las malas.
—¿Qué eres, un matón de esquina? Haz el favor de seguir conduciendo, que quien tiene que examinarme es alguien con conocimientos sobre esto, no el bárbaro que me lastimó para empezar. Date prisa —apuró, chasqueando los dedos de la mano que tenía "sana".
Gilbert frunció tanto el ceño, que cualquiera que le hubiera visto habría creído que tenía una sola ceja.
Y en un rápido movimiento que no vio venir Roderich, capturó la mano herida.
—Déjame ver esto de una vez. —Para evitar que el señorito intente zafarse, con una mano se aferró a la muñeca y con la otra le expuso la palma—. Oye, esto solo está morado por la presión que hice en las venas... Ni siquiera es mi culpa, es cosa de tus manos al tener los dedos tan largos y las venas tan marcadas.
—Como si acaso supieras de lo que hablas... —desdeñó; y, sorprendentemente, dejó de lado su renuencia y se dejó hacer.
—Te dije que tienes dedos muy largos, ¿no? —comentó con soltura, examinando su mano descaradamente, como si se tuvieran confianza y lo hiciera todos los días de su vida—. También están lastimados... ¿Es por el piano?
—¿Terminaste de perder el tiempo con mi mano? A ver si ahora sí podemos ir donde el médico a que me examinen de verdad.
—No hace falta mucho en realidad. Mantén la mano quieta, no la muevas mucho, al menos hasta mañana; ponte una compresa fría por un buen rato, y luego una caliente para dilatar los vasos sanguíneos. Hecho eso, no hace falta más que masajes en los puntos precisos. Te diría que solo te hagas los masajes, pero como eres un quisquilloso, seguro no quedas conforme con eso.
—No creí que pudieras saber sobre esto —confesó, sin retirar su mano a pesar de que Gilbert ya había aflojado su agarre—. ¿Cómo sé que no me estás mintiendo?
—Aprendí de niño porque todos los días me sacaba la mierda. Esto de tu mano no es nada comparado con lo que me hacía —bufó, repasando su pulgar sobre una vena, despacio—. Incluso ahora tengo algunas cicatrices, ¿quieres ver? —propuso, emocionado de exhibir sus cicatrices como si fueran heridas de guerra.
—No, gracias. No tengo deseo de ver nada de eso, no seas ridículo.
—Responde.
—¿A qué?
—Te pregunté si tienes las manos lastimadas por culpa del piano. Responde.
—¿De verdad quieres saber? —resopló, desviando la mirada a la ventana.
—Sí, por eso mismo te pregunto, señorito.
—Sí, es por el piano. Luego de mucha práctica, tantos años de trabajo, es lógico que suceda algo como esto —explicó, más relajado por alguna razón que desconocía.
—¿Y por qué te desesperaste cuando viste que tu mano estaba lastimada?
—Porque no puedo permitir, por nada del mundo, que le suceda algo a mis manos. ¿Qué es un pianista sin sus manos? Nada, Gilbert. Mis manos son mi vida. Incluso para tocar el violín.
Quizá fue debido a que estaba muy pendiente de lo que le respondía Roderich, pero no le soltó la mano. Incluso, sin ser consciente de ello, sus pulgares simularon los mentados masajes. Muy delicados, por cierto.
—Cuando era niño... —continuó, agachando un poco la cabeza para mirar la cajuela en la que guardaba Gilbert los discos. No comprendía bien por qué, pero sentía que el ambiente era propicio para contarle algo sobre su infancia. Quizá fue porque sentía que se lo debía, ya que Gilbert le había contado algo sobre su infancia también. Le había confesado que se caía cuando niño, nada menos—. Cuando era niño, no podía jugar a nada.
—Claro, si cuando iba a tu casa me moría de aburrimiento. Por eso nunca iba —comentó Gilbert, y sin darse cuenta sus labios formaron un apenas perceptible puchero.
—No podía jugar. No podía porque mis padres me lo tenían prohibido. Decían que mi destino era ser pianista, y no podía permitir que me dañe ningún dedo desde pequeño, porque sería irremediable [1]. Eso era lo que me decían. Claro que amo la música clásica y siempre he querido ser lo que soy; mis padres lo supieron desde que era muy pequeño y siempre me han apoyado. Aunque... —suspiró; y Gilbert, al ver su rostro, creyó ver una sonrisa melancólica—. Creo que no habría estado mal poder subir a algún árbol a jugar...
Sus manos cobraron vida propia y continuaron sus movimientos, calmando el dolor que le propinó a la de Roderich.
—Les estoy muy agradecido —continuó—. De no ser por su disciplina, ahora mismo no sería ni la mitad de bueno de lo que soy ahora. El siguiente paso es el Symphony Hall [2]
—¿Y eso es lo que realmente quieres? —inquirió Gilbert—. Espera, ¿el qué?
—Claro, es lo que he querido desde niño. Más allá de que no haya tenido una infancia de bárbaro y bestia como la tuya, llenándome de barro y manoseando animales —se burló, volviendo al fin el rostro para verlo a los ojos—, he seguido este camino porque así lo decidí, porque es lo que quiero para mí... ¿No sabes qué es el Symphony Hall?
—Si lo supiera, no preguntaría —replicó resentido al sentirse ignorante.
—Va a haber un concurso de aquí a un tiempo, unos meses, en el Symphony Hall. Es una sala de conciertos, una de las tres mejores acústicas del mundo. Está en Boston. He estado practicando para eso.
—¿Entonces viajarás?
—Dudo que Boston vaya a trasladarse aquí solo porque yo lo desee —ironizó—. Por supuesto que tengo que viajar. Allá me enfrentaré a muchos como yo. He estado practicando con algo bastante complejo... Necesito una muy buena impresión.
—Ya está —declaró Gilbert, mirando nuevamente la mano que sostenía.
—¿Ya está qué?
—Tu mano. No me di cuenta ni yo, pero mientras hablabas estaba haciendo los masajes que necesitabas... —dijo, desviando la mirada—. Por eso digo que ya está, no necesitas nada más. No hace falta ni que vayas al médico.
—Gracias, supongo… —susurró, desviando la mirada también.
—Te prometo… —susurró también, apagando con su voz el agradecimiento de Roderich—. Te prometo que no volveré a hacer eso... —dijo, ya en un tono casi inaudible.
—¿Qué has dicho? No he alcanzado a oírte.
—¡Que te prometo que no volveré a lastimarte las manos si tanto te importan! —berreó, apretando los ojos y soltando, por fin, la mano de Roderich—. ¡E-Es que no quiero que luego vengas y me acuses de haber perdido porque te eché a perder los dedos!
—Gracias, nuevamente —dijo, y esbozó una delicada sonrisa para Gilbert—. Espero cumplas tu promesa.
—Oye —dijo, como si una idea acabara de iluminar su mente. Una idea que, a lo mejor, nunca debió llegar—, ¡¿Eli va a viajar contigo entonces?!
La sonrisa se esfumó y recogió ambas manos sobre sus muslos.
—Desde luego. Es mi esposa y tiene que acompañarme. Irá conmigo. Pensaba decirle al respecto en estos días, pero preferí no hacerlo sino hasta que tenga decidida la pieza que presentaré. Ahora que la mencionas, me has hecho darme cuenta que es una total falta de consideración de mi parte el no contarle. Le diré esta misma noche. Le alegrará mucho saber que viajaremos, estoy convencido.
—Ya… Ya veo… Van a viajar solos…
—Así es. Solos. —Roderich revisó el reloj del coche, y dijo—: Ya es tarde, déjame en casa que Elizabetha debe estar preocupada por mí. Luego deberías llamar a esos amigos tuyos. Vámonos.
Mientras conducía a casa de los Edelstein, su mente estaba ocupada pensando en las implicancias del dichoso viaje. Ya había tenido bastante con la "luna de miel", además de no poder ver a Elizabetha al estar enojada con él, como para tener que soportar otra ausencia más. Y no solo eso: si viajaban juntos, solos nuevamente, eso no haría más que fortalecer la "ilusión" de Elizabetha, y entonces ya todo sería irreversible.
¿Qué tanto podría conseguir en los pocos meses que le quedaban disponibles?
Al menos tenía un consuelo. O más bien, la gratificante sensación de saber que había logrado un avance significativo en cuanto a la confianza que debía generar en Roderich: este se había animado a confesarle sobre su pasado, sus aspiraciones y, sobre todo, sus preocupaciones. Esa tarde, sin proponérselo, aprendió más de lo que nunca imaginó aprendería sobre Roderich. Y en solo unos minutos.
—Ya llegamos, ¿no vas a frenar? —dijo el señorito, sacándolo de sus pensamientos—. Estás pasándote de largo.
—Había olvidado que estabas aquí y casi me paso de largo hasta mi casa —mintió a toda prisa, pisando el freno para detener el auto.
Claro que mentía, ya que si bien se la pasó pensando en todo lo que le había dicho Roderich, no podía dejar de sentir su presencia a su lado, porque además de pensar en lo que implicaba el viaje, pensaba en lo que le había confesado sobre su niñez. Cuando niño, al ver que Roderich iba siempre acompañado de su nana y no le permitían hacer nada, concluyó que era muestra no solo de arrogancia, sino también de cuán mimado lo tenían. Estaba muy equivocado.
Podía incluso decir que le daba algo de lástima. No era capaz de imaginarse a sí mismo enclaustrado en su casa, dedicándose a practicar sin cesar con el piano, o que cuando tenga que salir tenga que ser acompañado por una nana que se encargue de vigilarlo para que no se lastime ni un solo dedo. Antes creía que Roderich era un engreído y aburrido; luego de descubrir la verdad, sentía algo de pena. Pero más que compasión o lástima por pasar una niñez llena de prohibiciones y limitaciones, sentía que lo respetaba. Sí, ya sentía que lo respetaba, no solo porque al haber sido tan travieso (y en realidad seguía siéndolo) no habría podido soportar tanta disciplina; también porque Roderich tenía claro desde muy pequeño qué quería y se esforzaba por conseguirlo. No era que simplemente se dejaba mangonear por sus padres; Roderich comprendía que ellos le exigían tanto y le prohibían muchas cosas por su futuro, y lo comprendía tan bien que no les guardaba resentimiento por no permitirle llevar una infancia como la de cualquier otro chico de su edad.
Platicar con él le hizo darse cuenta de cuánto se había equivocado en algunos aspectos al juzgarlo. Y ni siquiera intentaría convencerse a sí mismo de que le mentía y estaba fingiendo con respecto a eso, porque Roderich no tenía motivo alguno para hacerlo. ¿Qué ganaría el señorito fingiendo ser tan dedicado delante del que se declarara su enemigo desde pequeño? Nada.
Roderich no era tan malo como pensaba. Pero tampoco podía ser bueno. No en la mente de Gilbert.
No, claro que no era bueno. Era pedante, delicado, quisquilloso, sarcástico... En resumen, odioso. Y seguramente había algo mucho peor que aún no descubría. Solo hacía falta escarbar un poco más. Y rápido, porque el tiempo estaba cada vez más en su contra.
No porque Roderich no era tan malo como pensaba iba a desistir, por supuesto que no. Si ya se había trazado la meta de desenmascararlo frente a Elizabetha, iba a seguir con lo planeado; era una decisión tomada y ya había invertido mucho de su tiempo como para echarse para atrás en ese punto.
—¿Quieres pasar?
—¿Qué? —reaccionó Gilbert, nuevamente perdido en sus planes y la determinación que estaba recobrando.
—Te he preguntado si quieres pasar a mi casa. Tómalo como mi forma de agradecerte por lo que hiciste con mi mano. Que en realidad no debería agradecer, dado que fuiste tú quien la lastimó para empezar. Pero bueno, responde.
—P-Pero... Eli va a verme y...
—Le diré que nos encontramos de camino a comer cuando iba con Antonio y Francis. No va a hacerte nada, no voy a permitirlo —le aseguró—. Si te preocupa que siga enojada contigo, no debes temer. Son amigos desde pequeños, dudo que el enfado le dure tanto teniendo en cuenta ese factor. Quizá esté resentida, lo cual no termino de entender porque, a fin de cuentas, no pasó nada y ella estaba sobredimensionando el asunto; pero enfadada, no. Y antes que digas cualquier idiotez: no, no es que crea que le tienes miedo.
—Bien... Voy a pasar entonces... —respondió Gilbert, retirando la llave y desabrochándose el cinturón. Roderich le imitó—. Solo estaré allá un momento...
—Quédate todo el tiempo que te apetezca.
Ambos muchachos descendieron del vehículo para entrar en la propiedad. De camino a la casa, recorriendo el sendero que más temprano recorrieran Antonio y Francis, permanecieron en silencio, porque Gilbert seguía pensando en lo ocurrido y Roderich al parecer no tenía intención de decir palabra alguna y centraba su atención en el acabado del jardín.
—Toma asiento y espera, voy a pedir algo. Volveré en un momento —anunció Roderich, dejando a Gilbert solo en la sala. Este por su parte hizo lo que le dijo, apoyando los codos sobre sus rodillas y examinando la mesita del centro. Habían desaparecido los pequeños adornos que tenían. Supuso que los habían trasladado a alguna otra parte.
Gilbert estaba un poco inquieto por tener que esperar sin nada que hacer, además de lo tenso que lo ponía saber que Elizabetha podría aparecer en cualquier momento. Su talón golpeaba incesantemente el suelo, sus dedos tamborileaban sobre sus rodillas, luego se sacaba conejos y giraba cada diez segundos a ver si alguien llegaba.. Al divisar una sombra que se proyectaba por el corredor, pegó la espalda al sofá, expectante de quién aparecería. Pero solo era Roderich, acompañado de un mayordomo.
—Póngalo sobre la mesa, por favor —dirigió él, y su empleado obedeció, depositando una bandeja con una tetera de porcelana, dos pequeñas tazas y un montoncito de galletas colocadas sobre un platito—. Muchas gracias. Puede irse.
—Gracias —se sumó Gilbert, despidiéndose del hombre con una sonrisa de compromiso—. Así que... —Roderich se sentó a su lado, y entonces se percató de que se había cambiado de ropa. Ya no llevaba su suéter azul, sino uno verde con cuello de tortuga [3]—. ¿Te has cambiado?
—Sí. ¿Qué ibas a decir? —dijo, sirviendo el té y entregándole una taza a Gilbert. Este la recibió, mostrándole la misma sonrisa torpe que al empleado.
—¿Eli está aquí?
—No, parece que salió un momento a ver a sus padres aprovechando mi ausencia. No entiendo por qué solo sale cuando no estoy en casa; no me afectaría que se vaya a lo largo del día. Pero va a volver dentro de muy poco, estoy seguro. Es más, me sorprende que aún no esté aquí... Normalmente cuando salgo le aviso a qué hora volveré, porque ella quiere saberlo para esperarme a la hora exacta...
—Ya veo... —refunfuñó, menos molesto de lo que debería—. Oye, ¿a dónde se han llevado las cosas esas que adornaban la mesa? Creo que incluso había más por aquí, decorando los anaqueles...
—Empaquetadas. Vamos a mudarnos a otra casa para hacer nuestra "vida de casados" —rió—. Como si por irnos algo vaya a cambiar...
—¿Qué quieres decir?
—Olvídalo, Gilbert; son asuntos míos. ¿Ya llamaste a Antonio o a Francis?
—¡Ah, aún no lo he hecho! —exclamó, sacando su móvil del bolsillo para marcar el número—. Mejor a Francis, que siempre está atento a su móvil. Antonio a veces anda distraído... —Luego de unos instantes, recibió respuesta—. ¡Hola, Francis! ¿Dónde están?
—De camino a tu casa, mon petit. Tendremos que coger el transporte público a falta de tu auto. Qué horrible de tu parte dejarnos así, botados —recriminó en fingido resentimiento, y ocultó en su hombro el móvil para reírse con Antonio—. ¿Tú donde estás?
—Con el señorito, en su casa. Pasó algo y al final vine para acá. ¿Están bien ustedes dos?
—¿Y qué haces allá? ¿No que Elizabetha iba a enojarse?
—Sí, es una larga historia, luego te la cuento... Eli no va a enojarse, el señorito dice que va a encargarse de eso. ¿Están bien entonces?
—Muy bien; llegaremos a tu casa en unos veinte minutos, porque Antonio está viendo algunos aparadores y tiene interés en comprarse algo. —Gilbert oyó las quejas de su amigo gritando que era mentira—. Bueno, debo irme, Antonio está haciendo berrinche... Ya lo conoces, es muy pasional y está un poco resentido contigo. Te veremos allá. Recuerda que tenemos tu llave, así que no tienes que darte prisa —dijo, con un tono bastante cantarín, como si le estuviera lanzando una indirecta, y colgó.
—¿Qué te dijeron? —preguntó Roderich.
—Que están bien y que no me preocupe, que tienen forma de llegar... Francis se oía raro... —reflexionó. Viniendo de su amigo, la mínima sospecha estaba justificada. Algo debía estar pensando Francis, y eso no le agradaba.
—Ese hombre siempre suena raro —enfatizó, dándole un sorbo al té—. Bebe o va a enfriarse.
—¿No puedes estar un momento sin andar regañando a la gente? —reclamó, pero de igual modo le dio un sorbo a su tacita—. No soy un niño al que puedes darle órdenes.
—No deberías actuar como tal entonces.
—¡Tú y yo no podemos llevarnos bien ni por un momento! —protestó Gilbert. Dejó la taza sobre la mesa y se puso de pie—. ¡Ni siquiera te he dicho algo y ya estás tú de pesado jodiéndome como si fueras mi mamá!
—Digamos... que es para no perder la costumbre. Tómalo así... Y no me alces la voz, que estás en mi casa.
—Si ese es el problema, me largo de aquí —anunció, dispuesto a dar grandes zancadas para salir de ahí cuanto antes. Pero antes de que pueda dar un paso, Roderich lo frenó, tomándolo por la muñeca.
—¿No ibas a ver a Elizabetha? —dijo, mirándolo fijamente a los ojos.
Ante esa pregunta, vaciló un momento.
—Si tienes que estar presente, prefiero no hacerlo. No te soporto —declaró, zafando su brazo del agarre.
Salió de la casa, pateando todas las piedras que halló a su paso, y abandonó la propiedad no sin antes darle una patada a la reja. Subió a su auto y arrancó, alejándose tan rápido como podía de esa casa.
Ni él mismo entendía ese arranque. Normalmente trataba de devolverle la ofensa o lo que fuera que hiciera Roderich, pero en ese momento simplemente estalló. Su orgullo pudo más; no le importó no poder ver a Elizabetha ni seguir con el plan. ¿Por qué había reaccionado tan violentamente? Quizá porque ya tenía mucho en la cabeza, y Roderich había sido "amable" –en cuanto a que era mucho más tratable que en los tiempos en que de verdad se odiaban–, lo que lo llevó a creer que seguiría comportándose así el resto del tiempo que estuvieran juntos. Pero no: tal como pensaba, seguía siendo el mismo pedante.
Una vez en casa, tiró la puerta al entrar y fue directo a su habitación para lanzarse a la cama. Sobre el colchón, se retorció entre las sábanas y de inmediato se arrepintió de su arrebato. ¡Había perdido su oportunidad de ver a Elizabetha! Sentía que de tanta frustración iba a terminar por desgarrar las almohadas.
Pero tampoco iba a permitir que Roderich lo trate como se le diera la gana, claro que no. Por muchas ganas que tuviera de ver a Elizabetha, no iba a dejarse pisotear. Pero, pensándolo bien, no lo había pisoteado tampoco. Simplemente Gilbert estaba tan "sensible" que no se aguantó la más mínima provocación.
Por otra parte, repasando los hechos, y para su propia sorpresa, el no poder a Elizabetha no le dolía tanto como debería.
—¿Gilbert? —Una voz algo aflautada lo llamaba al otro lado de la puerta—. Ya hemos vuelto, abre. Tardamos menos de lo que pensamos porque al final Antonio decidió rápido.
—Está abierto —respondió, haciéndose un ovillo con las sábanas de modo que apenas sobresalía su cabeza—. Pasen...
—Oye, ¿qué ha pasado? —interrogó Francis, acercándose a la cama y sentándose a su lado. Antonio, que entró tras él, cerró la puerta—. ¿Por qué estás... hecho una pelota... de sábanas...? No te sienta nada bien, déjame decirte.
—¡Francis! —reclamó Antonio, sentándose al otro lado de la cama—. Venga, Gilbert, cuéntanos.
—Hoy iba a poder ver a Eli, pero al final me harté del señorito y me fui. Es un engreído y no le soporto.
—Vamos por partes... —pidió Francis—. ¿Cómo terminaste en casa de Roderich?
—Le apreté la mano de juego, pero es tan llorica que se montó un drama por eso y me dijo que debía llevarlo al médico, así que iba a llevarlo, pero a medio camino vi que no era nada grave y yo mismo le curé. Luego, dizque "como agradecimiento", fuimos a su casa y tomamos té mientras esperábamos a Eli, pero ella no llegó y el señorito estúpido me hartó y me fui.
—¿Por qué te hartó? Es decir, has estado tratándolo ya bastante tiempo y debes soportarlo mejor, tú mismo le dijiste a Francis que ya no era tan horrible como antes. ¿Fue muy grave lo que te dijo?
Gilbert se envolvió más, encogiéndose de hombros entre las sábanas para ocultar aún más su cabeza.
—No sé... me harté y ya... —Suspiró, revolviéndose un poco, incómodo por la pregunta al no poder responderla ni comprender muy bien ni él mismo qué había ocurrido—. Es que no... No fue odioso de camino a su casa, o al menos no mucho... y como no fue odioso, creí que iba a seguir así... Pero ya me di cuenta: no lo soporto.
—¿Vas a desistir entonces?
—Claro que no... —respondió, con mucha menos seguridad de la que le habría gustado—. Estoy harto de esta mierda... Y encima van a viajar en unos meses, y van a mudarse a otra casa y vivirán solos... Todo está jodido... No voy a poder contra todo eso...
—Hey, tranquilo —consoló Francis, colocando su mano sobre lo que supuso debía ser el hombro de Gilbert—. Debiste controlarte mejor y no dejarte llevar.
—Sé que puede ser molesto a veces, pero no es tan malo, Gilbert —dijo Antonio.
—¿Le conoces hasta ese punto? —inquirió este, incorporándose de golpe.
—El punto aquí es otro, chéri, no nos desviemos —se apuró a atajar Francis—. Dime, cuando te enfadaste con Roderich, ¿no pensaste que si lo hacías, ya no verías a Elizabetha? ¿Pensarlo no te frenó ni puso triste?
—Bueno, en realidad... Él mismo, cuando iba a irme, me dijo si no iba a ver a Eli, pero yo le dije que si iba a estar él, prefería irme, porque no le soporto.
—¿Y ahora no estás muy —enfatizó— triste al pensar en la oportunidad que perdiste? Sé sincero, por favor.
—Pues... creí que iba a estar más triste... Pero es porque me consuela que al menos rescaté mi orgullo.
—Claro, Gilbert, claro...
—Tengo hambre —se quejó Antonio, llevándose una mano al vientre—. ¿Comemos algo?
—Lo que quieras, cariño —respondió Francis, acariciándole la mejilla—. Pide algo por teléfono o pregúntale al niño si cocinaron algo.
—Se llama Ludwig —protestó Gilbert.
—Sí, lo siento, se me olvidó —se excusó, haciendo un movimiento con su mano a Antonio para que se dé prisa. Cuando estuvo a solas con Gilbert, continuó—: Hey, ¿seguro estás bien?
—Por supuesto, ni que lo que diga ese señorito imbécil pudiera molestarme de verdad —aseguró, deshaciéndose de las sábanas que lo envolvían.
—Bien... Solo quiero pedirte una cosa. —Gilbert asintió—. Piensa muy bien en todo lo que ha pasado hoy. Incluso en lo que te dije en la tarde. Todo, por favor. No me digas nada ahora, solo quiero que lo pienses.
Francis salió de la habitación sin darle oportunidad alguna de replicar, dejándolo confundido al no comprender bien qué tendría que analizar o sobre qué debía reflexionar de lo que había ocurrido ese día. Pero antes de seguir dándole vueltas a las palabras de Francis, su estómago le recordó con un gruñido que ya era hora de la cena.
.
.
.
.
De no ser porque Gilbert condujo muy deprisa, Roderich estaba seguro de que se habría encontrado en la misma puerta con Elizabetha. Lo vio partir a través de una ventana, y notó que este despotricaba contra todo lo que encontrara a su paso, ya sean piedras, ramas, etc., pateándolas con violencia a modo de desquitar su ira; luego subió a su auto y se perdió de vista en cuestión de segundos. Un par de minutos después oía a Elizabetha llamar al timbre de la casa.
—Me tardé más de lo que pensé —comentó la muchacha entrando a su habitación. Roderich, al verla llegar, también se había dirigido allá y ya se hallaba sentado frente al tocador de la recámara, fingiendo leer un libro—. ¿Qué tal tu tarde?
—Perfectamente aburrida. Aunque debí verlo venir.
—Si suponías que iba a estar así, no debiste aceptar. A mí me tomó por sorpresa, la verdad. —Elizabetha se desanudó el chal que cubría sus hombros y lo guardó en el armario mientras seguía hablando—. Mi madre me dijo que durante mi viaje veía a Antonio pasar por aquí con cierta frecuencia. Aunque solo fue durante el primer año que estuve fuera, según ella.
—Andaba muy pendiente de lo que hacía, según veo.
—Supongo que tiene que ver con los planes que tenía para nosotros. Quizá quería terminar de convencerse de que eres bueno para mí —suspiró, algo resignada, porque a ella tampoco terminaban de convencerle algunos comportamientos de su madre. Cerró las puertas del armario y se dirigió al baño con lentos pasos.
—Seguro, eso justifica su continuo espionaje —ironizó, cerrando el libro de golpe. Depositó la obra sobre el buró y le dedicó una mirada firme a su esposa—. Buenas noches, Elizabetha.
—¿No... —vaciló, deteniendo su camino— piensas quedarte?
—No lo he hecho hasta ahora. No veo por qué hacerlo hoy —respondió, ya de pie. Al ver que agachaba la mirada, decidió suavizarse—: Lo siento, pero ya te he explicado que no me siento preparado. Sé que esto estaba arreglado desde mucho antes, pero incluso ahora me cuesta un poco... Ten en cuenta que nos conocemos desde niños, y eso condiciona bastante mi forma de verte. Ante todo, eres mi amiga —dijo, acercándose hasta ella para colocar una mano sobre su hombro en un torpe consuelo—. Buenas noches. Descansa, que ya me imagino cuánto habrá molestado tu madre.
—No te preocupes, yo entiendo —dijo ella, sonriéndole con cariño. Roderich le acarició la mejilla con sincera ternura al ver cuán comprensiva era—. Pero, antes de que te vayas, podrías contarme qué hiciste hoy. Me gusta saber de ti —declaró, olvidando la idea de ir al baño a ponerse el pijama, y tomó asiento sobre la cama. Cuando vio que su esposo iba a empezar, se acomodó de tal forma que quedó boca abajo y apoyó sus codos sobre el colchón, colocando una almohada bajo su pecho.
—No mucho, en realidad... Primero, como ya sabes, vinieron Francis y Antonio a verme. —Roderich también tomó asiento, y no le criticó a Elizabetha que, al estar echada así, estaba arrugando el vestido. Bastante condescendiente de su parte—. Luego fuimos a comer, pero se nos sumó a medio camino Gilbert–
—¡¿Gilbert?! —exclamó ella, a punto de incorporarse. Roderich la frenó colocando una mano sobre su cabeza, tranquilizándola—. ¿Cómo así que se les unió?
—No me interrumpas —advirtió, serio como un padre—. Ellos estaban con Gilbert, así que decidimos ir todos juntos. Incluso me dijeron que la idea fue suya.
—¿Idea suya? ¿Invitarlos a todos?
—Tanto así, no. Pero sí se ofreció a pagar lo que yo consuma.
—Claro —bufó ella, burlándose—, y mandó a sus secuaces aquí. Qué descaro.
—Quizá no quiso venir porque no quería que lo recibas con un sartenazo por razones absurdas y que, en general, ni te atañen ni te afectan —recriminó, igual de serio y firme—. Tuve oportunidad de platicar con él y, por lo que alcancé a comprender de su forma bruta de hablar, cree que sigues enfadada con él. Lo cual, de ser realmente así, me parece estúpido.
—Pero... Si ese día hizo que te embriagaras y pudo pasarte algo...
—Entonces sí sigues enfadada... —resopló, algo decepcionado—. No, no me embriagó. No me embriagó porque ya soy un adulto y estoy en pleno uso de mis facultades. Y en todo caso, que termine algo ebrio no es razón suficiente para que golpees a Gilbert, porque puedo valerme por mí mismo. Ahora puedo.
—De todos modos peleamos mucho, y antes ya le he golpeado, así que no debe ser muy grave la cosa...
—Te equivocas. Si no ha venido es porque tú se lo pediste. O más bien porque se lo ordenaste. No solo le diste un sartenazo, humillándome frente a él al dejar entrever que necesito que me defiendas incluso ahora que soy adulto, sino que también decidiste por mí y le dijiste que tenía prohibido invitarme a algo. De no ser porque me lo encontraba por casualidad en la calle, seguramente no nos volveríamos a dirigir la palabra.
—P-Pero... —intentó replicar, cada vez más abatida al reparar en sus errores.
—Pero nada. ¿Acaso no te das cuenta de cuánto le afecta que lo trates así? ¿No ves que ha cumplido con lo que te prometió? ¿Lo comprendes? Gilbert, el bruto ese, ha hecho caso a lo que le has dicho y no ha vuelto por aquí.
—¿De verdad le afectará mucho?
—¿Siquiera lo preguntas? —volvió a resoplar, y se pasó una mano por el pelo—. Claro que sí. ¿No te has dado cuenta de nada? ¿Acaso eres igual de densa que él?
—Darme cuenta... de qué... —musitó, algo temerosa al ver a Roderich tan serio. Lo conocía bastante como para saber que algo extraño estaba pasando con él y ese asunto se lo estaba tomando demasiado personal.
—No puedo creerlo —susurró, cubriéndose la frente. Luego de tomar una bocanada de aire, porque le costaba bastante decir eso, continuó—: Gilbert ha estado enamorado de ti desde que le conozco. No sé cómo no lo has notado hasta ahora.
—¡No digas tonterías! —rió ella, acomodando la almohada bajo su pecho para poder reír más a gusto—. ¡Claro que no, solo es mi amigo!
—¿Te parece que estoy bromeando? —replicó él—. En fin, a lo que quería llegar es a que no le veo sentido a prohibirle que venga o algo parecido. Yo... Yo no me opongo a que venga ni nos veamos... No me molesta ni afecta. Además, me aburriría mucho.
—¿Tú... de verdad crees que...? —Pese a que intentaba convencerse de que Roderich bromeaba, la idea no dejaba de darle vueltas en la cabeza.
—No lo creo: estoy seguro —sentenció, y a Elizabetha le pareció ver un chispazo, algo en sus ojos que la dejó preocupada, antes de que parpadee y se ponga de pie—. Bueno, ahora sí, que descanses. Te aviso que mañana tengo que salir a arreglar algo. Me va a costar bastante, pero es necesario y estaría mal de mi parte si no lo hago.
—¿A dónde irás?
—No es imprescindible que lo sepas; es asunto mío. Y antes de irme, quiero confirmar que ya has dejado de lado tu resentimiento con Gilbert y estás dispuesta a recibirlo nuevamente en esta casa, con la misma actitud de siempre. Y con eso me refiero a su extraña amistad.
—Bueno, a fin de cuentas no te pasó nada, así que... Está bien. Pero lo que no quiero es que te exponga a algo si vuelve a salir contigo.
—Yo sé bien a qué exponerme, cómo y cuándo. Buenas noches, Elizabetha.
—Buenas noches, Roderich —dijo ella, y se levantó de la cama para ir al baño y arreglarse el pijama, mientras su esposo salía de su habitación para retirarse a dormir a la de al lado.
.
.
.
.
—Así que ayer, mientras ustedes ya estaban listos para dormir, me escabullí un rato y me metí a su habitación. Supe desde que lo vi cuando volvimos que tenía algo que decirme, pero que no se animaba por timidez.
—Me alegra que conozcas tan bien a tu hermano, Gilbert. Sé que es un buen chico. Bueno, ¿qué te dijo?
—Que justo en la tarde, mientras no estábamos, le había llamado su amigo, el chico italiano. Y Ludwig es muy listo y siempre piensa en mí, eh, que no se dude eso... La cosa es que en el último momento, cuando ya estaban a punto de despedirse, recordó que le había dicho que quería que venga a la casa para conocerlo.
—¡No! —chilló Antonio, cubriéndose la boca, muy emocionado. Incluso dejó olvidada la tostada que estaba mordisqueando sobre el plato—. ¡¿Se lo pidió?! Aw, pero si es todo formalito el muchacho, ¡qué ternura me da de solo pensarlo!
—¡Sí, se lo pidió! —exclamó Gilbert, muy orgulloso—. Y el chico, ni corto ni perezoso... bueno, esto no me lo dijo, pero yo estoy seguro que fue así... El punto es que aceptó, y va a venir en un rato. ¿Qué creen que podríamos hacer para que no se sienta tenso ni nada? Quiero que esté cómodo para que se anime a volver.
—Dudo que se tense estando tú presente, mon amour; si eres como un niño —bromeó Francis, dándole un último sorbo a su jugo—. ¿Qué tal jugar algo? Debes tener de esos juegos de video con muchos mandos.
—Pero Ludwig ya debe estar grande para eso, ¿no? ¿Cuántos años tiene ya?
—Apenas dieciséis.
—Entonces no estaría tan bien lo de los videojuegos —concluyó Antonio.
—Díselo al señor de veinte años que tenemos de amigo, que incluso a esta edad sigue con eso —volvió a bromear Francis, y recogió su plato y el vaso en los que había desayunado para llevarlos al lavadero.
—¡Pues algunos de esos juegos de los que se burlan son geniales! —protestó él, enfurruñado. La verdad, la idea de los videojuegos le había tentado.
—Bueno, lo primero es pensar en la comida. Estoy dispuesto a prepararla ya que soy quien mejor cocina de los tres, ¿de acuerdo? Antonio puede ayudarme y mientras tanto tú, Gilbert, arreglas la sala, educas a tus perros y piensas en lo que podrían hacer.
—Vale...
—Ludwig debe saber de sus gustos, ¿qué tal si le preguntas qué le apetecería? —propuso Antonio.
—Me dijo que le encantan las pastas y que es un poco miedosito... Ah, también que es un poco infantil a veces.
—Entonces no estaría tan mal lo de los videojuegos —cedió Francis luego de ver que sus burlas habían calado algo en su amigo—. Prepararé pasta entonces, y ustedes ya saben qué tienen que hacer. Tu hermano... que se arregle para cuando llegue... —desdeñó, como para que no le acusen de no tomar en cuenta al chico—. Pero no lo quiero en mi cocina.
Así, transcurridas alrededor de tres horas, cuando apenas faltaba un poco para que todo esté instalado y arreglado, el timbre se dejó oír. Gilbert se hallaba en la cocina junto a Antonio y Francis luego de acabar con el aseo, intentando darle una probadita a la salsa que estaba cocinándose, sin prestar atención alguna a quien llamaba. Solo cuando Antonio le dio un codazo y le señaló el pasillo, prestó atención al timbre que volvía a sonar.
—Ya vengo, ¡debe ser nuestro chico!
Gilbert se quitó el delantal que le había obligado a usar Francis cuando lo vio entrar a la cocina, lo colgó en el perchero que tenía al lado de la puerta y abrió.
—Buenas tardes, Gilbert.
Para su sorpresa, no era ningún muchachito. Era Roderich.
.
.
.
Continuará
.
.
.
[1]: Cuando era niña, leí un libro llamado "Vamos a calentar el sol", que es secuela de "Mi planta de Naranja-Lima". En el libro el protagonista, Zezé, es forzado por sus padres adoptivos a aprender a tocar el piano, y ahí se narra que no se le permitía jugar, porque no se podía hacer ningún callo ni lastimar sus dedos. Los pianistas en verdad son personas muy disciplinadas y, contrario a la creencia popular, sus manos no son precisamente hermosas; tampoco es que todos los pianistas tengan los dedos muy largos y manos muy grandes, hay algunos muy buenos que no tienen esa característica, pero sí es cierto que luego de muchos años las secuelas de su esfuerzo pueden verse.
[2]: Tal como dice Roderich, el Symphony Hall, ubicado en Boston, está considerado como una de las tres mejores acústicas del mundo en cuanto a salas de conciertos, junto al Musikverein en Austria y el Concertgebouw en Ámsterdam.
Boston... Estados Unidos... ¿Quién va a tener su aparición? :'D
[3]: Sí, Roderich repite la ropa (?)
*Quiero dejar claro algo: Yo AMO a Elizabetha. Es mi personaje femenino favorito y estoy segura de que muchas fans también la quieren mucho. Por eso mismo no la haré una malvada ni una metida en este fic. Va a tener motivos para hacer algunas cosas, pero voy a describirlo para que quede claro que no es una maldita ni nada parecido. No quise hacerla una fangirl de Roderich, sino alguien con quien él podría platicar de vez en cuando a pesar de no terminar de entenderse.
N.A: Siento que he dejado esto medio que en intriga... No me maten (?)
Lamento tener que informarles esto:
Voy a empezar a trabajar y también empezarán mis clases en un tiempo, así que estoy avanzando todo lo que puedo en cuanto a redacción del fic. Estoy tratando de dejar varios capítulos escritos para que no se me venga el mundo encima y no me quede sin capítulos. Por eso, para no tener problemas, pido la comprensión de mis amables lectores (especialmente de quienes son tan gentiles de dejarme reviews) y me esperen, que de ahora en adelante actualizaré mensualmente o un poquito más. Al menos dejo este capítulo que, no sé, me gusta bastante.
Gracias a ElisaM2331, mushasha de mi corazón; gise . delgado.58 (tengo que ponerlo así porque si no, FF borra tu nombre D:), gracias por unirte y seguir esta historia n.n; kobatokamijou, gracias también por unirte ahora; Psyx-ITD, te agradezco tus reviews :'); Arrudnim, qué bueno que la historia te esté gustando; helianne . reinlinde (tu nombre también quiere borrarlo FF :c), muchas gracias, me alegra que te guste mi redacción; y a la Fredo Godofredo, que fue quien me introdujo en este hermoso fandom :'D (sí, ella es la culpable. Cualquier queja sobre mi fangirleo, arréglense con ella (?)).
Reitero mi promesa de no abandonar nunca esta historia.
Gracias por leer.
